Capítulo 12

Toda nuestra vida nos habían contado que el mundo estaba compuesto por nueve reinos sujetos a lo largo del Yggdrasil, el gran árbol de la vida. No obstante, de esos nueve reinos adheridos al Yggdrasil desde sus raíces hasta su copa, solo teníamos acceso a tres: Midgard, el reino de los humanos, Alfheim el reino de los elfos y Svartalfaheim la tierra de los enanos y los elfos oscuros. Para creer en los demás reinos hacía falta tener fe ciega en nuestra religión. Cosa que no abundaba en las últimas generaciones humanas, pero que parecía seguir afincada, con el mismo fervor que el de mis antepasados, entre los elfos.

Por esa razón, parpadeé confusa ante el mapa del Yggdrasil que acababa de entregarme Eslaigo y que contenía los nueve reinos. En nuestros mapas de Midgard solo figuraban los tres reinos visibles y dejábamos la representación nuevereinalpara las clases de religión.

―Vamos a ver si lo he entendido ―comencé, alzando la voz por encima del sonido del automóvil―. Planeáis descender por el tronco del Yggdrasil hasta las raíces para visitar a las Nonas.

―Nornas―me corrigió Buncrana a mi lado―. Y no vamos a descender por el tronco, eso sería prácticamente imposible. Vamos a hallar un portal que nos lleve directamente a las raíces.

―¿Un portal? ―repetí, incrédula―. ¿Un portal que teletransporte a las raíces del Yggdrasil?

¿Iban enserio con todo aquello?

―No tienes por qué acompañarnos si estas asustada, humana ―me señaló Eslaigo en su versión impertinente de ser considerado. Se abrochó el cinturón, pero no encendió el motor a la espera de mi decisión.

―Claro que voy a ir con vosotros ―le espeté con una mueca―. Es "mi" teoría apocalíptica, al fin y al cabo.

―Puede ser peligroso, Siracusa ―me advirtió Tálah, hablando por primera vez desde que abandonamos la cafetería para dirigirnos al auto de Eslaigo.

Mi respuesta fue poner los ojos en blanco.

―No es que el peligro la detenga ―murmuró Tálah para sí mismo, como si yo no estuviera allí.

―Nosotros cuidaremos de ti, como siempre ―prometió Buncrana estrechándome la mano cariñosamente.

La miré dándome cuenta de que mi idea de ella había cambiado de forma radical. El mismo rostro que de primeras había creído que podría corresponder al de una arpía, de pronto me parecía genuino y bondadoso. Estaba empezando a sentir verdadero afecto por mi nueva amiga y aunque los elfos no eran muy afectivos, la sorprendí, dándole un beso en la mejilla.

―Eh, ¿no hay besos para nosotros? ―protestó Eslaigo, mirándonos por el espejo retrovisor. Aunque estaba segura de que sus celos estaban dirigidos a la rubia, no desaproveché la oportunidad de inclinarme hacia delante y plantarle un picotazo en la mejilla tan sonoro que lo hizo reír.

Después miré a Tálah, pero debido a su extraño comportamiento conmigo esa mañana, me pareció que, incluso un beso amistoso en la mejilla, sería demasiado incómodo.

Decidí volver analizar el mapa, deslizando mi dedo por la gran rama que sostenía Alfheim y por la que bajaría nuestro automóvil en dirección al tronco central.

Al principio no vimos más que vegetación, kilómetros y kilómetros de frondoso bosque que se extendía hasta las majestuosos y picudas murallas que delimitaban el reino de Alfheim.

Abrí la boca con la nariz casi pegada a la ventanilla. Nunca había estado fuera de un reino, a excepción del vuelo entre Midgard y Alfheim. Fue como si de pronto nos hubieran empequeñecido. El terreno por el que circulábamos era una de las ramillas que emergían de la gran rama que sostenía Alfheim. Las gigantes hojas del Yggdrasil a nuestro alrededor eran hasta tres veces el tamaño de nuestro vehículo.

―Me siento como una hormiguita ―dije, volviéndome a Buncrana.

―¿Nunca habías salido del reino? ―me respondió ella, extrañada.

Negué con la cabeza. Midgard no estaba internado en la copa del Yggdrasil como Alfheim. El reino de los humanos estaba más abajo, compuesto de una enorme plataforma terrestre plana y circular alrededor del grueso tronco del fresno gigante. Había tocado decenas de veces su monstruosa madera, el gran muro que delimitaba toda la parte central de mi reino hasta perderse de la vista entre las nubes, tan tupidas que nos impedían divisar las enormes hojas del fresno.

Mi reino estaba atravesado por una rama, en cuya verdosa copa se situaba el reino de Svartalfaheim, tierra de enanos y elfos oscuros. Este reino sí que era lejanamente visible en el cielo desde algunas partes de Midgard.

Fueron esas mismas nubes las que flanquearon el coche, cuando abandonamos la vegetación de la copa, dejando visible solo la gruesa rama por la que conducíamos hacia el tronco principal.

―Mira a tu izquierda, Siracusa ―me indicó Buncrana, señalando mi ventanilla―. Ves las nubes a tus pies.

Asentí.

―Ahí abajo está Jötunheim y sus gigantes.

―Si tú lo dices ―murmuré, contemplando el manto blanco y acolchado con escepticismo.

―Así que crees en el Rägnarok, pero no en los reinos ocultos ―se burló Tálaha― ¿Qué lógica es esa?

―La lógica de creer solo en lo que ves, Littlepene―le respondí con practicidad.

―Tampoco has visto a un ácaro nunca y sabes que está ahí, en la moqueta de tu habitación.

―Bueno yo no he visto ácaros, pero sí los científicos con microscopios ―le rebatí―¿Pero conoces a alguien que haya visto un gigante alguna vez?

―Siracusa, ¿quién sino iniciaría el Rägnarok si no los propios dioses? Y si existen los dioses, ciertamente lo hacen los gigantes y los demás reinos.

Sacudí la cabeza en negación. Por alguna razón, cuanto más insistía Tálah en la veracidad de nuestra religión, más deseaba llevarle la contraria.

―Lo siento, pero no puedo creer en algo sin tener al menos un indicio de que existe ―refuté―. Tu lógica no me sirve, que el Rägnarok esté ocurriendo no quiere decir que existan dioses y los gigantes. Puede haber otra explicación. Que una parte de la historia sea cierta no prueba que todo lo demás lo sea.

Tálah sacudió la cabeza, dándose por vencido.

Contemplé el mapa de los nueve reinos. A pesar de mi renuencia a darle la razón a Tálah, debía admitir que mi escepticismo estaba empezando a disolverse traída por la lluvia de dagas que había contemplado con mis propios ojos. Lo analicé planteándome por un momento que fuera todo cierto, y un escalofrío me recorrió la espalda. Justo por encima de Midgard, salía otra rama que se alzaba al cielo hasta perderse entre nubes infranqueables. Decían las historias, que esa rama llevaba directamente a Jotunheim, el reino de los gigantes. Por suerte para los humanos era imposible viajar hacia y desde ese reino, o al menos lo había sido durante milenios. Historias, más antiguas que la propia escritura, hablaban de un tiempo cuando los reinos sí podían comunicarse y los gigantes habían torturado a los humanos, consolidándose como nuestros peores enemigos.

Por debajo de Midgard, el tronco del Yggdrasil se hacía cada vez más grueso hasta bifurcarse en potentes raíces, que se retorcían hasta ocultarse en la tierra. Bajo ese suelo, se decía que existían otros tres reinos: Nifheim, el reino de la oscuridad y las tinieblas, Helheim, el reino de los muertos, y Muspelheim, el reino del fuego. Ninguno de los tres lugares era un destino al que quisieras ir de turismo.

Recorrí el dibujo del árbol con mi dedo índice. Por encima de Midgard, y oculto a la vista por las nubes, el tronco del Yggdrasil se erguía hasta desembocar en una frondosa copa de hojas verdes. En esa copa y a la misma altura, se encontraban Vanaheim, el hogar de los dioses Vanir, los de menos categoría, y Alfheim, mi hogar actual y reino de los elfos. Los humanos creíamos que también Vanaheim era solo una leyenda, ya que nadie había logrado llegar allí. Al igual que lo era el reino más alto de todos, Asgard, el hogar de los dioses principales. Se esperaba de nosotros que simplemente creyéramos que esos seis reinos ocultos existían, por un acto de fe basada en historias tan antiguas como la propia vida.

Después de una hora y media de conducción, llegamos al gran tronco del Yggdrasil. A diferencia de Midgard, donde estaba compuesto solo de madera, a esa altura había más humedad, pues había zonas recubiertas de musgo. Un musgo tan grande que para nosotros resultaban arbustos y hojas con la altura de árboles.

Cuando nos bajamos del coche, volví a sentirme como una hormiga, rodeada de una vegetación peculiar a esa escala.

Eslaigo, que parecían saber dónde encontrar uno de esos portales, nos condujo por los laberínticos surcos de la madera del tronco.

―¿No habrá insectos del tamaño del Yggdrasil por aquí verdad? ―pregunté, oteando las paredes de madera y musgo a ambos lados mientras caminábamos en fila.

―Claro que no ―me tranquilizó Buncrana justo por detrás de mí.

―Solo las isópteras, claro ―matizó Eslaigo que lideraba la partida.

―¿Qué es eso? ―pregunté frunciendo el ceño.

―Termitas dos veces tu tamaño ―explicó Tálah a la cola.

Me detuve en seco, ocasionando que Buncrana se chocara contra mi espalda.

―El Yggdrasil no tiene fauna de ningún tipo, Siracusa, no les hagas caso ―me prometió la joven, adelantándome para situarse al lado de Eslaigo.

En lugar de seguirlos me giré hacia Tálah con los brazos en jarra.

―¿Qué? ―me preguntó desconcertado.

―Solo admiraba tu cara de imbécil ―le dije en voz alta.

Tálah puso los ojos en blanco y cuando hizo el amago de esquivarme para proseguir, lo intercedí con mi brazo.

―Deja que vayan solos un rato ―le susurré con una mirada significativa.

El elfo frunció el ceño y me miró.

―¿Para qué?

Fue mi turno de poner los ojos en blanco.

―¿Es qué no ves nada? Hay algo entre ellos ―le expliqué lo evidente.

El rostro de Tálah se tornó serio.

―Eso no es cierto ―declaró con severidad.

―¿De verdad eres tan obtuso? ―lo insulté hastiada y me di la vuelta para proseguir. No obstante, Tálah me cogió del brazo para detenerme, y plantó su rostro justo frente al mío.

―Escúchame con atención humana ignorante: no vuelvas a decir nada parecido jamás ―me susurró como si de pronto creyera que alguien nos espiaba. Me soltó un tanto brusco y aceleró el paso para alcanzar a sus amigos.

Lo contemplé irse ceñuda y confusa. No me había dado la impresión de que estuviera interesado en Buncrana o en Eslaigo, por lo tanto su inconformidad tenía que deberse a que simplemente le molestaba la felicidad ajena. Tálah era una especia de Grinch del amor.

―Eh, tú, Grinchor ―le apodé trotando para alcanzarle―. Espero que te coma una termita.

Tras el próximo giro divisamos a la pareja que iban charlando y sonriendo el uno al lado del otro. El silencio se tornó tenso entre Tálah y yo al contemplarlos, como si ambos discutiéramos nuestros distintos puntos de vista sobre su posible relación en nuestras cabezas. Hacía tiempo que los tres eran amigos y Tálah debía tener miedo de que algo entre ellos cambiara, o que le dejaran de lado.

―Estoy aquí, a tu lado ―le dije, cuando esa teoría cobró fuerza en mi cabeza.

Tálah frunció la nariz como el que nota un hedor peculiar.

―¿Cómo dices?

Me encogí de un hombro.

―Que no vas a quedarte solo, ni nada por estilo―le consolé, echándole una mirada significativa a la pareja ―. Ahora estoy yo aquí.

―Sí, ya sé que estás aquí, es un poco difícil no notarlo cuando no paras de echarme miraditas de reojo.

Me puse una mano en el corazón y asentí con una expresión piadosa.

―No tengas miedo ―le susurré.

Tálah miró hacia delante y soltó un largo suspiro como si estuviera apelando a los últimos resquicios de su paciencia.

―¿Cómo es el portal? ―pregunté tras unos minutos caminando en silencio. El laberinto de madera parecía no terminar nunca, ni seguir una lógica. Daba giros a derecha e izquierda sin ton ni son.

―No lo sé.

―¿Cómo sabe Eslaigo el camino? ―insistí ―. Este lugar es súper confuso.

Tálah alzó la mano y señaló un pequeño cartelito de metal clavado en la madera a nuestra derecha que decía "Veintitrés kilómetros para el portal a Rötter" y tenía una flecha debajo.

―Ahhhhh ―canturreé. Era el primero en el que me fijaba.

Caminamos en silencio durante otros diez minutos mientras mi cabeza repasaba todo lo ocurrido las últimas semanas y su significado. Intenté recordar todo lo que me habían enseñado sobre el fin del mundo, pero lo cierto es que nunca le había prestado demasiada atención, segura de que eran historias inventadas.

―¿Cuál es el siguiente paso en el Rägnarok? ―le pregunté, a sabiendas de que los elfos estaban mucho más familiarizados que yo con la religión.

Tálah se mojó los labios e inclinó la cabeza. Parecía un poco reticente a explicarle a una atea algo que iba a poner en duda, pero acabó por claudicar.

―Se dice que varios inviernos se sucederán sin tener un solo verano de descanso, como consecuencia del frío prolongado, habrá escasez de alimentos y los humanos competirán por los recursos hasta destruirse unos a otros.

―Pero...¿eso es lo que dice la historia o vuestra interpretación de la misma? ―lo interrumpí, dándome cuenta de las similitudes y diferencias con lo que estaba ocurriendo. Por ejemplo no habíamos tenido varios inviernos seguidos, pero había caído una nevada salida de la nada aquella misma mañana.

Tálah me miró dubitativo.

―No sé las palabras exactas.

―Yo sí ―declaró Eslaigo, mirando por encima de su hombro―. Nos hacen memorizarlas. El destino de los dioses, que es literalmente lo que significa Rägnarok, empieza con los siguientes versos:

Con mantos blancos se cubrirán los campos,

congelado quedará el alimento de los hombres,

cuando el clima sorprenda en su destiempo.

Sangre será derramada por su misma sangre,

y el instrumento para ello vendrá del cielo.

―Eso es ―exclamé interrumpiéndolo―. Eso es precisamente lo que ha ocurrido. ¿Cómo sigue? ―lo incité, asustada con lo que pudiera escuchar a continuación a sabiendas de que parecía estarse cumpliendo.

Eslaigo se detuvo y nos miró a todos con una expresión sombría que me puso la piel de gallina.

―Eslaigo, ¿cómo sigue? ―le insistió Buncrana, todo lo alarmada que puede mostrarse una elfa.

El joven abrió la boca y volvió a cerrarla.

Solté un bufido, revolviéndome nerviosa sobre mis pies, y saqué mi teléfono para buscarlo yo misma. Fue inútil, pues estábamos en el extrareino y allí no había servicio de internet.

―Creo que deberíamos olvidarnos de este asunto hasta que hablemos con las Nornas ―propuso Eslaigo al ver que mi plan había fracasado.

Di un paso hacia él y lo tomé de los hombros.

―¿Cómo sigue? ―le exigí, con vehemencia.

Eslaigo se mojó los labios, para después suspirar y continuar recitando:

La tierra se estremecerá durante un suspiro

las nubes lloraran hasta deshacerse.

Los gigantes y su padre serán liberados.

La serpiente se alzará de su lecho oceánico

su saliva será el veneno de los humanos.

El mundo cesará y el amanecer no verá.

Las últimas palabras retumbaron en mis oídos con un eco estremecedor. El mensaje era claro y conciso: el mundo iba a acabarse y todos moriríamos. O en concreto los humanos, a quien mencionaba el poema como víctimas del veneno de una serpiente. Sin duda, se refería a Jörmundgander, el monstruoso animal que habitaba el océano alrededor de Midgard, y que nunca había salido del agua ni atacado a un solo ser humano. De hecho, se la consideraba la protectora de los marineros, ya que tenía la costumbre de asomar la cabeza para saludar a las embarcaciones y tomar los alimentos que estos le lanzaran.

No obstante, el poema había cumplido a rajatabla los primeros versos y si no lográbamos detener el Rägnarok, sin duda se cumpliría todo lo demás.

―¿Cómo podemos pararlo? ―pregunté, interrumpiendo el debate entre los elfos sobre qué dios habría iniciado el Rägnarok.

―¿Pararlo? ―repitió Buncrana, circunspecta.

―Para el fin del mundo ―exhalé, agitada.

La elfa se mordió el labio inferior pensativa.

―No se puede parar ―declaró Eslaigo categórico―. ¿Sabes lo que significa rok?

Negué con la cabeza.

―Destino ―respondió él―. Es inevitable.

―Y un pepino ―le chillé poniendo los brazos en jarra―. Tiene que haber una forma de pararlo o de... de intentar sobrevivir a ello, al menos.

Eslaigo me miró en silencio durante un instante, pero estaba claro que sus pensamientos estaban lejos de allí.

―Vamos, tenemos mucho camino por delante y se nos acaba el tiempo ―dijo, poniéndose de nuevo en marcha.

―Pero deberíamos avisar a Midgard ―protesté, sin dar un paso―. Tenemos que volver a Alfheim y avisar a todo el mundo.

Tálah me tomó del brazo y tiró de mí en dirección al portal de Rötter.

―No ―grité, intentando zafarme―. Aquí no funcionan los teléfonos, tenemos que regresar y avisarles.

Sorteé a Tálah y me planté frente a Eslaigo, quien era el que siempre tenía la última palabra.

―Por favor ―le rogué―, no puedo permitir que Jörmundgander se coma a mi familia.

Por su expresión supe que no iba a salirme con la mía, y sus siguientes palabras lo confirmaron.

―Aun tenemos tiempo, Siracusa ―dijo para intentar tranquilizarme―. Antes de nada, tenemos que descubrir que está pasando. Llegar a las Nornas es nuestra prioridad.

No tenía ni idea de cuánto tiempo nos tomaría conseguir la información, pero no podía cruzarme de brazos y esperar que fuera suficiente para evitar una masacre en Midgard. Si tenía que regresar andando a Alfheim, lo haría.

―Id vosotros, yo tengo que regresar a Midgard ―declaré, girando sobre mis talones para desandar lo recorrido. No obstante, un pecho se interpuso en mi camino. Alcé la vista para mirara a Tálah con expresión curiosa.

―Siracusa, no te marches. Estaremos de vuelta en un día ―me prometió―. Lalan anunció el Rägnarok para dentro de un mes, solo han pasado dos semanas. Danos un día más. Necesitamos más información.

Sacudí la cabeza confusa.

―Lo entiendo, id vosotros ―concedí―. Yo regreso a Midgard para ayudarles.

El rostro del elfo se transformó en una mueca de horror, y volvió a cortarme el paso.

―Ven con nosotros, danos un día más. No tienes información ni medios para proteger a nadie.

Solté un bufido, hastiada.

―¿Qué más te da a ti?

Tálah se mojó los labios, parecía ansioso por convencerme de algo que ni siquiera le incumbía.

―Si les avisas sin más información, el pánico que va a cundir en tu reino puede causar más daño que beneficio ―razonó, con tono suplicante. Sus manos cayeron sobre mis hombros como si quisiera asegurarse de que no me movía ―. Acompáñanos a Rötter y cuando regresemos, iré contigo a Midgard.

Pestañeé sobrecogida por su promesa.

―¿Por qué ibas a venir conmigo?

En lugar de responderme, cerró la boca y me contempló en silencio, hasta que Buncrana nos recordó que estábamos perdiendo el tiempo.

Suspirando y haciendo cálculos de que tardaría casi lo mismo en llegar a Alfheim andando que si iba con ellos, accedí.

Caminamos durante tres horas más, hasta que mi estómago rugió con tal fuerza que los elfos me miraron divertidos.

―Vamos a parar descansar y comer algo, se nos olvida la debilidad de nuestra acompañante humana ―declaró Eslaigo quitándose la mochila y sentándose con la espalda contra la pared de madera.

El fin del mundo, al menos había logrado que sus infravaloraciones de mi raza no me afectaran.

Mientras comíamos la temperatura descendió de golpe y me encontré tiritando. Debía de estar nevando de nuevo en los reinos, el rägnarok recordando así su inminente llegada.

Arrastré el trasero para pegarme a Buncrana, pero lo único que recibí de ella fue más frío y que mi aliento formara vaho frente a mi rostro.

―Siracusa, pareces al borde de la lipotimia ―me dijo la rubia contemplando mi rostro―. Deberías alejarte de mí.

La miré extrañada, y me di cuenta que mientras que yo debía tener la nariz roja y chorreante, los labios cortados y temblaba como un perrito bajo la lluvia, Buncrana estaba más reluciente y guapa que nunca, a pesar de desprender un halito de frío.

La joven rió adivinando mi confusión.

―Soy la princesa de la corte de invierno al fin y al cabo. El frío me empodera.

Pestañeé como si me estuviera dando un cortocircuito.

―¿Qué eres qué?

―De la corte de invierno.

―¿Has dicho princesa? ―Mis ojos se achicaron con incredulidad.

Buncrana asintió.

―Mi madre es la reina de la corte de invierno.

Solté una exhalación atónita.

―¿Es una broma? ―solté en un hilo de voz, mientras miraba a los chicos en busca de confirmación.

―Es cierto, humana ―me aseguró Eslaigo, con simpleza.

Lo miré completamente anonadada, y después me giré hacia ella.

―¿Eres una princesa y no me lo habías contado?

Buncrana se encogió de un hombro, mientras masticaba con elegancia.

―No ha surgido en la conversación hasta ahora ―dijo tras tragar.

―¿Qué no ha surgido? ―repetí anonadada―. Si yo fuera princesa me aseguraría de incluirlo en mi primera interacción con cualquiera.

Eslaigo torció la cabeza.

―Eso es imposible.

―Pruébame ―le reté.

Eslaigo alzó las cejas interesado en mi propuesta.

―Disculpa ¿podrías pasarme una servilleta? ―fue su sugerencia.

―Por supuesto―dije, y saqué una servilleta del interior de mi mochila, para entregársela―. Mi madre, la reina de la Corte de Invierno, se aseguró de que tuviera modales en la mesa.

Eslaigo soltó una risa nasal.

―Perdona, ¿sabes dónde puedo encontrar la oficina de correos más cercana? ―probó entonces Tálah.

―Por supuesto, está en la calle paralela a esta. Te recomiendo los sellos con la cara de mi padre, el rey de la Corte de Invierno ―respondí, haciendo una reverencia sobre mi propia persona.

Tálah esbozó un sonrisa involuntaria y sacudió la cabeza.

―Muy sutil, Sira ―me alabó Eslaigo, aplaudiéndome con cierta sorna.

―No es tan genial como crees, Sira ―intervino Buncrana, torciendo el gesto―. Mis padres tienen que escuchar quejas durante horas y horas. Tenemos que acudir a actos de lo más aburridos y luego está lo de mi matrimonio concertado.

―¿Tu qué?

Buncrana suspiró.

―Algún día tendré que casarme con el príncipe de la Corte de Otoño ―explicó, resignada.

―¿Tienes tu matrimonio concertado? ―repetí sin poder creérmelo.

Buncrana asintió.

―Desde nacimiento.

La miré boquiabierta y patidifusa.

―¿Quién es él?

―El príncipe de la Corte de Otoño ―me repitió.

―Sí, pero...¿cómo es? ¿os lleváis bien? ¿es guapo? ¿os habéis enrollado? ―mi boca parecía una ametralladora de preguntas.

Buncrana negó con la cabeza.

―Aun no le conozco. No tenemos que desposarnos hasta cumplir los trescientos años así que no nos hemos comunicado todavía.

Me llevé las manos a la frente.

―¿Es que no tienes curiosidad por saber cómo es tu futuro esposo? ―la incité. Saqué mi teléfono para investigar sobre él, pero recordé que no tenía conexión a internet, y solté un gruñido frustrado.

―Tengo su teléfono, pero nunca lo he llamado ―me informó ella.

―¿Tienes una foto? ―rogué.

Buncrana sacudió la cabeza en negación, y me sentí tan decepcionada como si me fuera a casar yo misma con él. Entonces se me ocurrió algo.

―Si tienes su número, podemos ver su foto de perfil en Triking ―propuse, emocionada.

―Creo que todo esto es innecesario ―protestó Eslaigo, cerrando la cremallera de su mochila y poniéndose de pié―. Tenemos que irnos ya.

Chasqueé la lengua molesta.

―No antes de ver si Mr Otoño tiene foto de perfil.

Buncrana y yo juntamos las cabezas sobre la pantalla de su teléfono mientras ella buscaba en Triking el número que le habían proporcionado del príncipe.

―Ahí está ―anuncié emocionada al ver la foto en pequeño. Buncrana clicó cobre ella y tras un segundo la pantalla mostró la imagen de un joven sentado en un banco con un parque difuminado de fondo.

Nos quedamos enmudecidas un instante y después intercambiamos una mirada.

―Ahora sé porque se caen las hojas en otoño. Son las bragas de los árboles ―solté, provocándole una risotada nerviosa a Buncrana.

―Ciertamente ―concedió ella más comedida.

Eslaigo se acuclilló para quitarnos el teléfono y mirar la foto del joven. Frunció el ceño al contemplar a Mr Otoño.

―No me parece para tanto ―dijo, mostrándose enfurruñado.

Tálah se asomó por encima del hombro de su amigo para curiosear. Después le dio un par de palmadas de apoyo en la espalda, porque ciertamente Mr Otoño era todo lo que una podía soñar en un príncipe: rostro rectangular, ojos azules, pómulos alzados y labios carnosos.

―Vámonos, tenemos cosas más importantes de qué ocuparnos ―nos censuró Eslaigo, dejando caer el aparato en el regazo de la elfa, en lugar de entregárselo en la mano alzada. Buncrana frunció el ceño, pero no dijo nada. Era tan obvio que estaba celoso, que ni siquiera ella necesitaba que se lo explicaran.

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