Capítulo 10

Al día siguiente, el sábado, tenía turno de mañana en Campanilla. A pesar de tener que madrugar, el desayuno era mi horario favorito para trabajar, aunque debido a las clases solo me tocaba los fines de semana.

La mañana estaba tranquila y los clientes estaban llegando con cuentagotas como me gustaba a mí. En esos momentos, aguardando su pedido en el mostrador solo tenía a una elfa con su hijo pequeño, quien irónicamente debía tener más edad que yo, pero conservaba el aspecto de un humano de unos siete años.

Llevaban un buen rato esperando el pedido y la mujer parecía un poco tensa y estresada para ser una elfa. Me giré hacia la estantería caliente que comunicaba con la cocina. Solo la parte de la comida había sido depositada en esta. Apoyé el codo en el calorcito de la plataforma caliente.

―Didi ―llamé al nomo que daba vueltas por la pequeña cocina―. Eres el pistolero más lento del oeste. ¿Dónde está el resto de la comida?

Didi me lanzó una mirada enfadada. Cuando trabajas en un restaurante de comida rápida, lento es el peor insulto por haber.

A mi espalda escuché como la elfa le gritaba a su hijo.

―Hastiada, hastiada me tienes. No voy a traerte conmigo nunca más ―le gruñó al pequeño, señalándolo con un dedo autoritario.

Procuré no juzgarla. Ser madre y soportar monstruitos revoltosos a diario no debía ser nada fácil.

―Menú infantil ―anunció Didi desde la cocina, depositando una caja con dibujitos de la ElfaLaLi en la mesa caliente.

Por fin tenía todo el pedido, pero había sido la comida rápida más lenta de la historia.

― Didi, ¿puedes cambiar el menú infantil por uno adulto? El cliente ha crecido ―bromeé.

―Ja, muy graciosa.

Sonriendo, me di la vuelta con el sándwich y la caja en las manos para depositarlos en la bandeja.

―No lo soporto, me oyes, no te soporto ―estaba gritando la madre con el niño cogido por el brazo mientras lo zarandeaba.

Se me borró la sonrisa, y titubeé sin saber si debía intervenir o no. El niño tenía los ojos muy abiertos y miraba a su madre asustado.

―Señora, la comida ya está lista ―la llamé, intentando desviar su atención, pero la mujer estaba enfurecida y ofuscada en lo que fuera que su hijo había hecho para molestarla de aquella forma. Continuó sacudiéndolo―. Ehhh, señora ―insití con tono firme.

La mujer alzó los ojos hacia mí y fue como si despertara de un trance. Se sonrojó y miró a su alrededor, preguntándose quizá cuánta gente la había visto perder la paciencia con su pequeño.

―Es que... es insoportable ¿sabe? ―me dijo a modo de disculpa.

Asentí, entregándole la bandeja.

―Coma y relájese ―le dije, pero había algo que no estaba bien. Los observé alejarse y ví como la elfa se sentaba todo lo lejos posible de su hijo e intentaba no mirarlo. El niño tenía la cabeza agachada y parecía no querer ni respirar.

― ¿Y ese ceño? ―Reconocí la voz de Buncrana antes de mirarla.

Di dos pasos hasta el otro lado del mostrador para acercarme a ella.

―No sé, Buncrana, hay algo que no está bien con la gente ―le dije, echando otra mirada a los clientes.

―Sí, que aún no hemos desayunado ―respondió ella a modo de broma. Miró el cartel sobre mi cabeza―. ¿Puedes servirme un sándwich de aguacate y tomate?

Asentí seria y presioné los botones en la caja para enviar el pedido a cocina.

―¿Y de beber?

―Ponme ese té blanco con almendras y chocolate blanco de la otra vez, estaba buenísimo ―prosiguió Buncrana con una sonrisa.

―Estás de buen humor ―noté―. Son siete con quince.

Buncrana me entregó el dinero de su monedero con forma de hoja.

―Está noche es la fiesta ―me respondió entonces―. Va a ser divertido.

―¿Qué fiesta?

―La ceremonia de sabiduría de Eslaigo―me recordó ella.

―Ah, eso... sí suena divertidísimo ―mi sarcasmo era evidente.

Buncrana inclinó la cabeza a un lado. Estaba aprendiendo a identificar la ironía en mi tono de voz.

―Es de etiqueta, ¿tienes algo que ponerte? ―me preguntó entonces, mientras yo colocaba servilletas en su bandeja.

―No voy a ir.

La sonrisa de Buncrana se borró, transformándose en confusión, pero un instante después pareció entender.

―Tálah no va a ir ―me informó.

Me detuve en seco y la miré con curiosidad.

―¿Y eso?

―No lo sé, pero escuché que se lo decía a Eslaigo.

No los conocía lo suficiente como para saber si era extraño que Tálah no fuera a una ceremonia tan importante para uno de sus mejores amigos, o por si el contrario no era de mayor importancia.

―De todas formas, Siracusa, no vas a poder evitarle para siempre ―me recordó Buncrana con practicidad.

Me encogí de hombros. Empezaría por evitarle ese fin de semana y el resto ya se vería.

―Quedamos donde la última vez a las ocho ―insistió Buncrana y aunque estaba segura de que la ceremonia de sabiduría de un orden de sacerdotes debía ser un aburrimiento, no tenía nada mejor que hacer esa noche.

―De acuerdo, pero necesito comprarme un vestido cuando termine mi turno y tú vas a esperarme.

Buncrana esbozó una sonrisa entusiasmada y después señaló su desayuno en la mesa caliente.

―Después de desayunar soy toda tuya.

A las ocho y cuarto de la noche y enfundada en un vestido blanco de tirantes con doble tela de encaje, una tira de tul sobre el escote y una red colgando el hombro izquierdo de la que caían bonitas monedas de plata, subí las escaleras hacia el majestuoso edificio blanco donde se celebraría la ceremonia para reunirme con Eslaigo.

(Describir la ropa de ESlaigo)

―Bienvenida Siracusa ―me saludó el joven con una sonrisa.

Le di un beso en la mejilla y me miró divertido. Tenía el teléfono pegado a su oreja y parecía estar en mitad de una conversación.

―Sí, Siracusa está aquí ―le oí decir y alcé las cejas con curiosidad. El movió los labios para formar el nombre de Tálah―. No sé, amigo, Buncrana la ha invitado...sí supongo que se lo ha explicado todo.

Fruncí el ceñó, preguntándome que le estaría diciendo Tálah.

―Bueno, Tálah, ya es mayorcita ―prosiguió Eslaigo. Un instante despues de decir eso sus ojos volvieron a caer sobre mí. ― De acuerdo, te paso con ella.

Eslaigo alargó el teléfono hacia mí, pero hice aspavientos con las manos indicándole que me negaba a hablar con él, y el moreno me miró confuso.

―Toma quiere hablar contigo.

―No estoy ―le susurré y dibujé varias equis con las manos en el aire.

Eslaigo frunció el ceño.

―¿Cómo qué no? Estás justo ahí ―exclamó, lo suficientemente alto como para que Tálah lo escuchara por el micrófono del teléfono

Solté un bufido, cerrando los ojos ¿Ningún elfo era capaz de entender la sutileza?

―No quiero hablar con él ―insistí en tono bajo.

Eslaigo me miró molesto y dubitativo se lo puso de nuevo en la oreja.

―Siracusa, parece no tener bien la voz ―dijo, echándome una mirada ceñuda.

El elfo asintió escuchando lo que fuera que le decía Tálah, después se giró hacia mí.

―Tálah dice que te marches.

Puse mueca de estar oliendo algo fétido.

―Dile a Tálah... ―comencé enfadada, y entonces Eslaigo me pegó el teléfono a la cara y me quedé muda.

― ¿Dile a Tálah? ―quiso saber, su voz sonó un tanto divertida a través del auricular.

Tragué saliva y me mojé los labios, ante la expectante mirada de Eslaigo.

―Que pases buena noche ―solté de corrido. Antes de apartarme del teléfono y cruzarme de brazos lo oí llamarme con un deje de urgencia en la voz que me llenó de curiosidad.

Eslaigo intercambio unas palabras más con él y colgó.

― ¿A qué ha venido eso? ―me preguntó curioso.

―Sabes que no me llevo bien con Tálah ―le respondí con lógica, pero él pareció descolocado ante mi respuesta.

Forcé una sonrisa de inocencia, pero en el fondo estaba irritada con mi propia reacción. ¿Por qué ese idiota me robaba la paz con tanta facilidad?

―¿Dónde está Buncrana? ―me preguntó el moreno, guardándose el teléfono en el bolsillo interior de su chaqueta.

―Aparcando el... ahí viene ―me corregí señalando la parte inferior de las escaleras, y la saludé con la mano para que nos viera― ¿Qué es lo que Buncrana tenía que explicarme?

―Pues, acerca de los rituales de esta noche y lo que va a ocurrir ―me respondió Eslaigo.

La verdad era que Buncrana solo me había dicho que sería divertido, pero... ¿qué entendía esa gente por divertido y por qué estaba Tálaha preocupado por mí?

Paseé mi mirada por las amplias escalinatas que daban la vuelta a todo el edificio. Elfos con trajes y vestidos elegantes iban llegando y entrando en el edificio.

―¿Y qué va a ocurrir? ―insistí, pero Eslaigo no me respondió. Alcé los ojos hacia él, y lo descubrí mirando fijamente a Buncrana, quien estaba a punto de alcanzarnos. Llevaba un vestido negro que se anudaba a su cuello, pero dejaba todo su canalillo al descubierto, y era eso, su escote, lo que Eslaigo miraba chocado.

Sabía que no era material de sacerdote.

―Querido Eslaigo ¿qué les dirás esta noche si te preguntan si alguna vez tienes pensamientos impuros? ―inquirí con una sonrisa maliciosa.

Eslaigo abrió mucho los ojos al escuchar mi pregunta, sabiéndose descubierto.

―Les diré la verdad ―me respondió serio―. Un hombre es sus acciones y no sus pensamientos.

Puse los ojos en blanco.

―Un hombre con una existencia muy aburrida.

― ¿De qué habláis? ―preguntó Buncrana al reunirse con nosotros.

Abrí la boca deseando delatarle y comprobar la reacción de ella, pero me contuve al ver lo alarmado que parecía el joven.

―De lo bien que te queda ese vestido ―respondí con candidez y la tomé del brazo― ¿Vamos dentro?

Tras cruzar las puertas me sorprendió la oscuridad del interior. Pestañeé varias veces para adaptarme a esta, no parecía haber ni una sola bombilla encendida. Los rayos de luna eran la única iluminación a través de los ventanales del amplio pasillo circular en el que nos encontrábamos.

― ¿Por qué no hay luz? ―susurré, notando que se me erizaba la piel― ¿Qué clase de fiesta es esta?

Buncrana me tomó del codo.

―Por aquí, Siracusa ―anunció, poniéndose en marcha ―. Confía en mis ojos de elfa.

Tome una bocanada de aire dejando que me guiara. Se me olvidaba que no estaba en un lugar preparado para humanos y que los elfos no necesitaban tanta iluminación.

―Dime que no va a haber un sacrificio humano y que me habéis traído para eso.

La risa de Eslaigo me indicó que se encontraba justo al otro lado de Buncrana.

―Tu vida no corre peligro, Siracusa ―me respondió Buncrana y me pareció notar ofensa en su voz.

― ¿Entonces por qué Tálah no quería que entrara?

―Quizá Tálah no quiere que te diviertas ―respondió Eslaigo. Su voz sonó un paso por delante y de pronto se oyó el chirrido de una puerta. Mis ojos se abrieron aún más, ávidos por la luz de la luna y las velas que penetró por la rendija.

Salimos a un patio interior y circular, rodeado de un soportal sujeto por majestuosas columnas. La iluminación provenía del cielo ya que la parte central no tenía techo, y de las pequeñas velas que refulgían a los pies de cada columna.

Miré a mi alrededor, procurando registrar cada rincón recóndito y oscuro, pero solo parecía haber ladrillos de piedra y silencio.

¿Dónde estaban todos los elfos a los que había visto entrar?

Eslaigo y Buncrana avanzaron hacia el centro del patio. Contemplé sus esbeltas espaldas, preguntándome si podía fiarme de ellos.

Mi respiración agitada se hizo audible y mi corazón comenzó a retumbar en mis oídos. Buncrana no hubiera arriesgado su vida para rescatarme del kelpie si pensara asesinarme una semana más tarde, ¿verdad?

Otra puerta resonó en algún lugar del patio y me descubrí a mí misma trotando hacia los elfos.

Me di cuenta entonces de que no habíamos estado solos en ningún momento. Había una joven en el centro del patio. De su cabeza salían dos cuernos enormes que se retorcían hasta la altura de sus hombros. Llevaba un vestido negro y sencillo que caía lánguido a lo largo de su cuerpo pareciendo imitar su cabello de color ébano. Su piel era del mismo tono de la luna que la iluminaba, menos en la parte central de la cara donde llevaba pintura negra con forma de máscara.

No nos miraba, sino que su vista recaía en el libro abierto que sujetaba entre sus brazos. De sus páginas en relieve salía humo, luz y música.

Buncrana me tomó de la mano.

― ¿Lista?

― ¿Para qué? ―pregunté confusa.

Eslaigo se aferró a mi otro brazo.

―Para la caída ―me dijo y me empujó hacia delante.

Contra toda lógica, no me choqué con la chica de los cuernos. Mi cuerpo voló por el aire y cuando me estrellé contra el suelo este ya no era de piedra sino de tierra.

Alcé la vista confusa y me encontré rodeada de árboles. La suave música que había escuchado salir del libro ahora era nítida y provenía de mi izquierda.

Me terminé de levantar cuando Eslaigo y Buncrana aterrizaron a mi lado. Por supuesto, ambos elfos cayeron de pie y con gracia mientras que yo había caído de bruces y tenía la parte delantera del vestido blanco manchado de tierra y hojas secas. Por alguna razón eso me dio igual.

― ¿Estás bien? ―me preguntó Buncrana.

― Mejor que nunca ―respondí. Había algo peculiar en mí, pero no estaba segura de lo que era, solo de que me gustaba.

―Vamos ―dijo Eslaigo.

Sorteamos los árboles en dirección a la música hasta llegar a una amplia explanada con un animado campamento. Las tiendas de estilo indio estaban dispuestas en dos filas dejando un pasillo central que llevaba a una especie de cenador.

Elfos y todo tipo de faes estaban desparramados por distintas zonas del campamento. Bailaban, bebían y charlaban bajo el son de la peculiar música elfa con sus arpas y violines mezclados con sonidos tecno.

Eslaigo se giró hacia nosotras.

―Mi ritual ocurre en el cenador ―explicó, señalándola la carpa que estaba iluminada por una tira de pequeñas bombillas amarillas―. Siracusa, mira bien a quién te acercas ―me indicó.

Quería preguntarle a qué se refería, pero no llegué a hacerlo porque mi mano se alzó y rozó su boca.

―Tienes unos labios preciosos ―me descubrí, diciéndole.

Eslaigo alzó las cejas, mientras Buncrana me tomaba de los hombros y me apartaba de él.

―Humanos ―sonrió el joven, mirando a su amiga―. No tienen un mínimo de autocontrol.

Quizá creían que estaba bajo el efecto Pri-ya, pero no era eso. Lo que sentía era distinto,y esta vez seguía siendo yo misma.

―Voy a reunirme con los demás sacerdotes ―anunció el joven a modo de despedida.

Buncrana asintió y hubo un instante extraño en el que ambos se miraron en silencio. Eso nunca había pasado antes. Había algo peculiar en aquel lugar.

―¿Qué ha sido eso? ―le pregunté a Buncrana cuando Eslaigo se alejó hacia el cenador.

La joven me dedicó una sonrisa forzada.

―¿A qué te refieres, amiga?

Le señalé los ojos con dos dedos y luego señalé el camino por donde se había marchado el muchacho.

―Esa miradita entre vosotros.

En lugar de responderme, se dirigió hacia las mesas de bebidas.

La seguí.

―¿Y bien?

Buncrana me entregó una copa de cristal y la llenó de vino tinto.

―Este es un lugar especial Siracusa ―respondió, vertiendo en su propia copa―. Tú misma lo has notado.

― ¿Con lugar especial te refieres a que de pronto te apetece hacerle la aspiradora a Eslaigo?

― ¿La aspiradora? ―inquirió ella con una sonrisa curiosa.

―Sí, ya sabes. Cogerle la cara y aspirársela con la tuya.

Buncrana río ante mi escenificación y sacudió la cabeza.

―Tus ocurrencias no dejan de sorprenderme, Siracusa.

Paseamos entre las tiendas, despacio, sin pretender ir a ninguna parte sino disfrutando de la peculiar sensación de estar en aquel lugar y de la envolvente música. Me detuve para tocar los cuernos alzados de un fae con el torso desnudo y decirle que me parecía bellísimo, otra vez para analizar el rostro de una mujer cuya piel estaba en parte cubierta de musgo y de su cabeza salían hojas de helecho y rocas. Intenté espantar las mariposas que cubrían los ojos de un muchacho con el cabello del mismo tono blanco de sus alas. Me metía en las conversaciones de los demás, soltando lo primero que se me pasara por la cabeza. Era como si no existiera filtro entre mis pensamientos y mi boca.

Bailé desinhibida al son de la música y hasta Buncrana me acompañó enganchando sus brazos a los míos. Reímos, charlamos de un sinfín de tonterías, pero también de temas profundos. Nos contamos cosas que nunca habíamos confesado a nadie.

De forma generalizada conforme pasábamos el tiempo en aquel lugar más se nos soltaba la lengua, más nos desinhibíamos y nos olvidábamos de las consecuencias, y de que existía siquiera un mañana.

Rendidas nos dejamos caer en la colchoneta de una de las tiendas. Las cortinas que conformaban las puertas de cada pequeña carpa estaban recogidas en los laterales por lo que podíamos ver el exterior.

Uno a uno, iban ascendiendo al centro del cenador los jóvenes sacerdotes. Allí los entrevistaba un elfo de mayor edad con la piel pintada de blanco, una peluca empolvada de tirabuzones y un aparatoso traje dorado con ribetes duros que lo hacían parecer un candelabro.

―Es el turno de Eslaigo―anunció Buncrana, señalando la carpa circular.

Fue como ir a un concierto en el que conoces a uno de los músicos. Chillé su nombre y lo saludé con una mano y Buncrana me tapó la boca, intentando sisear en mi oído, pero invadida por la risa.

Con el barullo que había a nuestro alrededor y lo lejos que estamos de él, era imposible escuchar ni una sola de esas preguntas y respuestas de sabiduría. Aunque aquella parecía ser la intención de los organizadores.

― ¿Por qué nos invitan como público sino no se escucha nada?

―Necesitan de nuestra energía para llamar la atención de los dioses ―me explicó Buncrana―. Lo verás más tarde cuando llegue nuestro turno de participar en el ritual.

¿Participar en el ritual? Si tenía que hacerle una pregunta de sabiduría a Eslaigo, sería mejor que empezara a pensar en algo inteligente.

―¿Cómo se convirtió Eslaigo en sacerdote? ―continué, dejándo la sabiduría para más tarde.Empecé a picar de la fuente de frutas que habían puesto frente a nosotras, a los pies de la tienda.

―Cada corte debe presentar a los niños nacidos en un año bisiesto a una ceremonia de selección, donde el sacerdote más anciano los analiza y escoge a diez de ellos según su criterio.

―Genial ―ironicé, arrugando la nariz―. Nada como incitar la pederastia del clero.

Delante de nuestros rostros apreció un par de rodillas desnudas. Alcé la mirada despacio apreciando el peculiar atuendo de su dueño, quien llevaba una falda blanca con el corte de un taparrabos y una sudadera que cubría sus brazos y su cuello, pero dejaba a la vista su torso.

―Bonito modelito ―le dije al elfo mirando su estrecha cintura y marcados abdominales.

El joven me ignoró, y le ofreció una mano a Buncrana.

―Siracusa, nos vemos después del ritual ―se limitó a decirme, dejando que el joven la ayudara a levantarse.

Los contemplé boquiabierta.

―¿Buncrana? ―la llamé indignada, pero se limitó a volver la cabeza y sonreírme sin dejar de alejarse hasta cuatro tiendas más atrás donde se sentó con el exhibicionista.

Les lancé una uva que no llegó ni a la mitad del trayecto.

―Luego dicen que los humanos tenemos poco autocontrol ―refunfuñé.

Me había quedado sola para un ritual del que no sabía nada. La gente a mi alrededor empezó a sentarse en sus tiendas de dos en dos y a disfrutar de las bandejas de fruta.

Divisé al fae de cuernos largos y pecho al descubierto de antes y lo saludé con una mano. Me echó una mirada peculiar que no supe descifrar. Parecía indeciso, así que hice un gesto sobre mi bandeja para invitarle a comer.

Esbozando una ligera sonrisa, comenzó a caminar hacia mí. Mientras chupaba los restos de sandía de mis dedos, contemplé su caminar. Sus piernas, de rodilla para abajo, eran como las patas de una cabra.

― ¿Sigues aquí humana? ―me saludó, suavizando la rudeza de sus palabras con una sonrisa.

―Eso parece ―Alcé los brazos, mostrándome a mí misma―. No quería irme sin tocar de nuevo tus cuernos.

El joven fae inclinó la cabeza hacia un lado, observándome con una mezcla de curiosidad y algo más.

―Debes ahorrar un montón en zapatos―fue mi nueva perla. En algún lugar recóndito de mi mente sabía que al día siguiente me horrorizaría recordar todas las tonterías que había dicho.

Una hilera de dientes blancos brilló bajo la luz de la luna.

―No te creas, me lo gasto en curativos.

― ¿En serio? ―torcí el gesto, dubitativa― ¿y acudes a un podólogo o a un veterinario?

El joven soltó una carcajada medio bufido.

Se acuclilló a mi lado y comenzó a pellizcar el racimo de uvas negras mientras me contemplaba meditabundo.

―No sé si te encuentro ofensiva o cómica.

―Ofensiva ―la voz de Tálah nos pilló a ambos por sorpresa. El elfo, que había aparecido de la nada, hizo un gesto de cabeza para que lo siguiera y continuó por su camino.

Me quedé donde estaba, descolocada y preguntándome de donde había salido, pero Tálah se dio la vuelta aun caminando de espaldas y me llamó con la mano.

Puse una mueca de fastidio y me levanté.

―Ahora vuelvo ―le dije a mi nuevo amigo.

―No, no vas a volver ―lo escuché decir con sorna a mi espalda.

Tálah me estaba esperando de brazos cruzados frente a una de las tiendas más cercanas a la carpa de la ceremonia de sabiduría.

―¿Y bien? ―le pregunté al situarme frente a él. Miraba por encima de mi hombro hacia el sacerdote que estaba siendo evaluado― ¿Qué quieres?

―Ya están acabando con la última entrevista, el ritual está a punto de empezar ―anunció sin mirarme. Se inclinó sobre la tienda y desató una de las puertas para que esta cayera como un velo que medio ocultaba el interior. Después se sentó en la colchoneta y se sacó las botas.

Al parecer, había interrumpido mi conversación con el fae, solo para ignorarme.

―Me voy ―anuncié.

Tálah se movió como un rayo para atrapar mi tobillo con su mano, ocasionando que casi me cayera de bruces.

―Suéltame.

―El ritual está a punto de empezar, Siracusa ―repitió con tono severo―. No vas a ninguna parte.

Para ilustrar su declaración tiró de mi pierna, obligándome a saltar a la pata coja y caer a su lado. Me empujó como a una croqueta hasta que quedé en la parte tapada de la tienda y volvió a darme la espalda bebiendo de su jarra de vino como si yo no estuviera. Su cuerpo bloqueaba la visión del exterior, pero pude escuchar el sonido de una trompeta y el alboroto que ocasionó.

―¿Qué está ocurriendo? ―le pregunté, poniéndome de rodillas a su espalda para otear entre el hueco que dejaba su cabeza.

―Los remolones tienen dos minutos para buscarse una tienda ―explicó él, apurando de un trago su bebida.

Fijé mis ojos entornados en su nuca.

―Tengo la impresión de que me estás custodiando aquí dentro para que me pierda el ritual ―lo acusé.

Tálah giró el rostro hacia un lado, pero sin llegar a mirarme.

―Oh, te equivocas. Tú también vas a participar ―murmuró entre dientes―. Es obligatorio con la asistencia.

Parecía tan enfadado que casi tiró la tienda entera al bajar la otra solapa que cubría la puerta.

―No cierres, quiero ver qué ocurre.

Tálah me empujó del hombro para que me sentara y se tumbó sobre su espalda, continuaba evitando concienzudamente mi mirada.

―No puedes ver nada, todos están dentro de las tiendas ―me informó.

Me erguí y abrí una rendija para comprobar que lo que decía era cierto. Fuera no quedaba un alma. Las puertas de las tiendas habían sido desenrolladas y lo único que se vislumbraba eran las luces del interior y siluetas.

Alrededor de la carpa principal, se habían sentado todos los sacerdotes con las piernas cruzadas y tomados de las manos. Tenían los ojos cerrados como si estuvieran meditando. A excepción del que había presidido la ceremonia, que estaba justo en el centro y decía algo con la cabeza alzada al cielo.

―¿Qué está haciendo el candelabro de oro?

―Llama a los dioses para que presencien el nivel de sabiduría de los nuevos sacerdotes.

Me giré hacia Tálah, dejando caer la cortina.

―¿Por videoconferencia o cómo se llama a un Dios? ―pregunté con cierta sorna.

―Para eso estamos aquí ―respondió él.

Apoyada en mis manos giré la cabeza hacia arriba para descubrir qué era tan fascinante del techo.

―¿Por qué no me miras?

La trompeta sonó de nuevo y cuando lo hizo, Tálah se sentó frente a mí y alargó la mano para destapar una especie de pizarra en la que había escrita una lista.

Para alguien que lo había estado evitando sus ojos buscaron los míos con una intensidad peculiar.

Un segundo después, como si ya hubiera obtenido lo que quería del fondo de mis pupilas, movió la mano para borrar una de las palabras de la lista: Miedo. Después se pasó la mano llena de tiza por la mejilla.

Fruncí el ceño sin entender qué estaba pasando.

―¿Qué es esa lista? ¿Por qué has borrado el miedo?

Tálah soltó una risa bufido por la nariz y negó con la cabeza.

―¿No sabías nada del ritual verdad? ―volvía a parecer enfadado―. Estoy tentado de hacerte daño de la misma forma que planeaba ese fae con el que tonteabas.

Abrí la boca sin tener ni idea de a qué se refería.

―Buncrana no dejaría que nada malo me ocurriera ―le espeté―. Y tú no eres mi niñera.

Tálah se mojó los labios.

―Desagradecida... ―murmuró―. He salido de entre los cálidos muslos de Drogheda para evitar que te hicieran daño.

Las descripción tan íntima fue cómo una descarga eléctrica en mi pecho que me enfureció e hirió con una intensidad atronadora.

―Maldito imbécil ―le dije, horrorizada con que me fallara la voz―¿Te he preguntado yo entre qué piernas te metes?

Tálah pasó la mano por encima de la palabra celos y después la frotó contra mi mejilla, manchándome de tiza rosa.

Abrí la boca sorprendida e intercalé una mirada entre la pizarra y él.

―¿Qué juego es este? ―exigí, indignada―. ¿Insinúas que tengo celos de Drogheda?

Tálah asintió, y entonces frunció el ceño y borró la palabra alegría, untándosela en su otra mejilla.

Se me escapó un hálito de sorpresa ¿Estaba entendiendo bien aquél juego creado para llamar la atención de los dioses con una gran acumulación de emociones?

―Te alegra que sienta celos de ella ―murmuré.

Tálah no dijo nada.

―¿Por qué te alegran mis celos? ―insistí―. ¿Sientes algo por mí?

Los ojos de Tálah brillaron a la luz de las velas que había en el interior de la tienda.

―Siento horror por tu humanidad cada vez que te miro ―me confesó. Sus palabras resonaron en el interior de la tienda como la hoja de una afilada espada cortando el aire.

Tardé un instante en reaccionar, pero al fin alcé mi mano para abofetearle con todas mis fuerzas.

Tálah pestañeó una vez, después borró la palabra rabia y me la pasó por la cara, para a continuación hacer lo mismo con la palabra dolor y untársela en la mejilla agraviada.

Era tan extraño ser acariciada por alguien que acaba de insultarme. Era tan peculiar intercambiar tales palabras, provocar tales sentimientos y seguir como si nada, avanzando con la lista con la mayor brevedad posible, como si fuéramos limones siendo exprimidos para sacar un jugo de emociones.

Tomando consciencia del ritual miré la pizarra. Tristeza era la primera palabra de la lista y aun no había sido borrada.

―Me niego a que me pongas triste ―le dije, cruzándome de brazos.

Tálah comenzó a desabotonarse la camisa.

―Ayer me preguntaste de qué era la cicatriz que tengo en el pecho ―me dijo, descubriendo la marca en forma de equis―. Mi madre amaba la fantasía y la magia, y se aseguró de que mi infancia estuviera llena de ambas cosas. Todo era un juego con ella ¿sabes? A veces, cuando volvía del colegio, me encontraba notas por la casa y el jardín con pistas y adivinanzas que conducían a huevos de chocolate o a un juguete nuevo. Por muchas cosas que tuviera que hacer, se pasaba horas siendo el dragón que yo debía matar o el monstruo que debía sortear para llegar hasta la princesa. El día que mi madre murió, fue como si toda la magia del mundo desapareciera con ella. Ese día se me rompió el corazón, se me rompió a la vez que la infancia y la inocencia. Esta cicatriz es la marca externa de que lo llevo en pedazos.

La palabra tristeza desapareció de la pizarra bajo la palma de su mano, y esta vez, cuando la frotó contra mi mejilla volvió mojada. Tálah se untó la humedad de mis lágrimas en su propia mejilla. La tristeza era el único sentimiento de la pizarra que ambos habíamos compartido.

―Este es el peor juego del mundo ―le dije secándome las gotas que caían por mi mandíbula con el dorso de la mano.

Tálah se mojó los labios y echó un vistazo a la pizarra.

―No es un juego, Siracusa, es un ritual.

De pronto, sus ojos habían adquirido un color distinto. Miré la pizarra para descubrir cuál era la última emoción.

―Placer ―leí.

Tálah puso ambas manos en mis rodillas.

―¿Qué estás haciendo?

Sus manos subieron por mis muslos y por debajo de mi falda.

―Tálah ―dije, y me entró la risa floja―. Bromeas ¿verdad?

―Estás en Alfheim, humana ―me respondió, agarrando mis caderas y tirando de mí―. Tienes que dejar de jugar con seres y tradiciones que no entiendes.

Me acunó en su regazo, con la espalda encajada en el hueco de de su pecho. Los cabellos rubios que se habían desprendido de su coleta me cosquillearon el rostro, mientras mi traidora sien buscaba el calor de su cuello.

Me reí ante las cosquillas de sus manos en mis rodillas.

―Rélajate, Siracusa, será rápido ―susurró junto a mi oreja.

Volví a reír nerviosa.

―¿El qué será...

Su mano derecha ascendió por la cara interna de mi muslo y se me quitaron las ganas de reír.

Si pudiera sentir vergüenza en aquel lugar no hubiera sido capaz de soportar que Tálah me contemplara mientras me retorcía entre sus brazos. Pero todo pudor me había abandonado y esa vez, fui yo quien borró la última palabra de la pizarra.

Más tarde, mientras la fiesta se iba apagando de forma gradual, convirtiéndose en algo más íntimo y relajado, encontramos a Eslaigo y a Buncrana charlando al final del campamento.

―Tálah, ¿qué haces aquí? ―preguntó la elfa sorprendida, al vernos llegar.

―La habéis dejado sola con un fae de cuernos alzados ―le reprochó, señalándome.

Buncrana inclinó la cabeza hacia mí con cierta decepción.

―Siracusa, no debes intimar con esa clase de faes, les gusta mezclar el placer con el dolor ―me informó y se cruzó de brazos―. ¿Es qué aun no te has leído el manual?

―Pues claro que no se lo ha leído ―intervino Tálah por mí, sin siquiera mirarme―. Es suicida o increíblemente estúpida.

Le propiné un codazo, antes de colocarme frente a mi amiga, dándole la espalda al insolente.

―No deberías haberme dejado sola, y menos para irte con el del taparrabos ―la amonesté. Me giré hacia Eslaigo, quien había echado una mirada de reojo a Buncrana tras escucharme.

―¿Y bien? ¿Cómo te ha ido?

Eslaigo esbozó una sonrisa amplia y llena de orgullo.

―He obtenido un setenta y nueve ―anunció solemne.ç

Fruncí el ceño.

―¿Sólo?

Eslaigo se mostró contrariado de primeras, pero su expresión pasó a divertida cuando recordó que se trataba de mí, la que no sabía nada de sus costumbres.

―Es muy buen resultado Siracusa.

―¿En qué puesto has quedado? ―insistí―. ¿Has sido de los primeros?

Eslaigo abrió la boca y después se cruzó de brazos, apoyándose contra el tronco del grueso roble que tenía detrás.

―No nos comparamos unos a otros, y mucho menos formamos clasificaciones ―me instruyó. El tono de censura en su voz indicaba que lo creía una mala costumbre humana―. El valor de un individuo no se puede clasificar.

¿Estaba de broma?

En Midgard, ya en las escuelas, nos separaban en distintos grupos basándose en nuestras notas. Y no solo eso, todo se estaba convirtiendo en puntuaciones y rankings. Puntúa este restaurante, este libro, esta película, esta llamada... En algún momento habíamos dejado de ser seres complejos y de entender nuestras interacciones como algo subjetivo y lo habíamos conseguido matematizar. El número de seguidores en redes sociales, la puntuación y las reseñas eran la nueva criba para seleccionar a quien dabas una oportunidad en un mundo abarrotado de opciones y competencia.

Eran aquellas cosas, las que me demostraban la cercanía de elfos a la divinidad.

―Enhorabuena por tu resultado ―concedí al fin.

―Que los dioses se regocijen ―entonaron Tálah y Buncrana a la vez.

Nos internamos de vuelta en el bosque, y aunque no estaba segura de cómo íbamos a salir del libro, pensaba en la vergüenza que sentiría una vez saliéramos y el efecto desinhibidor de aquel lugar desapareciera.

Buncrana me tomó del brazo y me preguntó si me había gustado la fiesta.

Esboce una sonrisa sorprendida al darme cuenta de que había sido una de las mejores noches de mi vida.

Los dos elfos, que habían caminado por delante de nosotras, se detuvieron en un lugar del bosque como cualquier otro, que debieron, de alguna forma, identificar como la salida, pues alzaron sus rostros hacia los parches del cielo que se adivinaban entre las hojas.

―Antes de irnos, quiero decir que no echo nada de menos a mi consciencia, ni a mi vergüenza, ni...

―Tampoco es que tengas mucha vergüenza, Siracusa ―se burló Eslaigo con una sonrisa ladina.

Le devolví una mueca poco divertida.

―Lo que quería decir, es que opino que deberíamos quedarnos a vivir aquí. Que le den al mundo real.

―Solo los novelistas viven en libros, Siracusa ―respondió Buncrana, dando un tirón cariñoso de mi brazo.

―Voy a llamar a la Bokhållare para que nos saque de aquí ―prosiguió Eslaigo, sacándose algo del bolsillo. Era una llave dorada del tamaño de la palma de su mano.

―Espera ―rogué, alzando mi mano, para detenerle―. Vamos a confesar algo que nunca le hayamos dicho a nadie antes de irnos.

Los tres elfos me miraron en silencio.

―Está bien, empiezo yo: Hay una chica en mi vecindario en Rohan por la que siempre he sentido envidia. Sacaba mejores notas que yo, tenía uno de esos pelos sedosos y brillantes que siempre perfecto, ganaba todos los concursos de la escuela... en fin, no podía evitarlo pero al detestaba. Un día estaba en el supermercado con mi madre y nos encontramos a la suya, quien llevaba una crema depilatoria facial en la mano y muy poca discreción. Nos contó que era para el labio superior de su hija y yo transcribí esa información en una mesa de clase. Le pusieron un apodo después de eso y nadie nunca supo que había sido yo la desencadenante. Ni siquiera ella.

―¿Te arrepientes? ―me preguntó Buncrana, con los ojos curiosos de un gato.

Asentí.

―No obtuve placer de su tormento ―expliqué―. En realidad, no lo hice por verla sufrir. Solo quería enseñarle al mundo que no era perfecta.

―¿No era suficiente con saberlo tú? ―preguntó Eslaigo.

―Supongo que en aquel momento no, pero hoy no me gusta haber sido esa persona.

Eslaigo me contempló con ojos entornados, pero no parecía juzgarme.

―El ego es una espada con un empuñadura tan afilada como la propia hoja.

El elfo tenía razón. ¿Existían actos movidos por el ego que no acabara dañando a ambas partes?

―Es tu turno ―le dije a Tálah―. Confiesa algo que no le hayas contado a nadie.

Tálah asintió resigando, y se miró los pies con los brazos en jarras buscando en su memoria. Al fin, alzó el rostro hacia nosotros con expresión reluctante.

―Si no hay más remedio ―dijo para sí mismo, como animándose a hablar―. Aquella mañana en el caserío Moher, cuando desperté junto a Olaya y...

Parecía más cohibido que el resto de nosotros, quizá porque llevaba menos tiempo dentro de aquel lugar. Moví la mano en círculos para animarle a proseguir.

―...bueno, cuando abrí los ojos y vi que se había transformado en un cerdo me sorprendió, pero, igual la besé.

Solté una exhalación fascinada justo antes de echarme a reír.

Tálah suspiró mirando hacia arriba y después a un lado, quizá en busca de paciencia.

Mi risa se tornó carcajada y me doblé, sosteniéndome en mis propias rodillas. También Buncrana parecía divertida aunque fue más comedida.

―Estabas poseído ―lo consoló la elfa con media sonrisa―. Cualquiera hubiera hecho lo mismo.

―Sí, pero fue él quien de verdad besó a un cerdo ―corregí entre risotadas―. Para los demás es solo un caso hipotético. Ahora, en un juego de beber si alguien dice: yo nunca he besado un cerdo, Tálah tendrá que dar un trago.

Buncrana chasqueó su lengua, procurando mostrarse seria.

―Siracusa...

―Deja que se divierta ―la tranquilizó Tálah―. Viniendo de alguien que se morreó con una pared de corales no me ofende.

Me giré hacia él.

―Prefiero mil veces la pared de corales que un cerdo maloliente ―lo provoqué antes de besuquear el air, mientras hacía soniditos con los labios intercalados por graznidos de cerdo.

―No deseo ser sacerdote ―. Las palabras de Eslaigo, a mi espalda, me detuvieron. Lo primero que vi fue el horror en los ojos muy abiertos de Tálah. Después me giré hacia Eslaigo y lo descubrí tan sorprendido y espantado por las palabras que parecía haberlas pronunciado otra persona.

―Salgamos de aquí de una vez ―bramó Tálah, y caminó hacia Eslaigo con movimientos tensos para quitarle la llave―. Lleváis demasiado tiempo en este lugar.

Tálah alzó la llave hacia el cielo y pronunció en voz alzada.

Bokhållare, estamos listos para partir.

Antes de que nada ocurriera, Buncrana entrelazó su brazo con el mío.

―Yo no he hecho mi confesión ―me susurró, y la miré expectante.

La elfa echo un vistazo a Eslaigo tan seria y preocupada como lo estaba Tálah. Quizá decir en tu ceremonia de sabiduría que no querías ser sacerdote era algo bastante grave.

Iba a preguntárselo, pero entonces Buncrana me confesó algo con la misma expresión de culpa y espanto de Eslaigo:

―He pensado en él mientras me tocaban.

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