Prólogo: 9 MESES CONTIGO.

En cierto modo las visitas al médico se habían vuelto una de mis rutinas cotidianas más odiadas. En poco menos de dos meses he ido como unas diez u once veces, y eso que perdí la cuenta a partir de la cuarta vez que fui.

Siempre he odiado ir al médico desde pequeña, sobretodo aquella vez que cogí el sarampión y, seguidamente, la varicela. ¡Oh, Dios, cómo odié esa época!

Llevo más o menos media hora esperando y ya he perdido todas las esperanzas a que me llamen para pasar a consulta, aunque me he estoy dando el lujo de tomarme unas patatas fritas. ¡Qué haría yo sin ellas!

Sé que estoy causando cierta envidia a la señora que tengo a mi derecha, porque las está mirando que casi se le salen los ojos. Podría llamarse un amor platónico en toda regla, pero las patatas solo tienen ojos para mí, así que no, simplemente es un amor no correspondido.

—¿Señorita Mayer? —pregunta la recepcionista, mirando a ambos lados como una loca debido al aluvión de pacientes que hay esperando para ser atendidos.

—¡Yo! —exclamo entre la multitud, casi atragantándome con una patata—. ¡Soy yo! —hasta tengo que levantar la mano para que me vea y no se me pase el turno.

—Ya puede pasar, el doctor Williams le está esperando.

De un respingo, me levanto y tomo mi bolso para pasar a consulta, cogiendo mis patatas y guardándolas en éste y dejando a la señora con la boca aguada y los sentimientos rotos.

Mentiría si digo que no estoy algo asustada, pero también mentiría al decir que no soy un poco hipocondríaca con estos asuntos, porque soy una gran exagerada.

Antes de entrar, presiento que la recepcionista me mira raro, quizás porque esté comiendo en un sitio que no debería o qué sé yo, no soy adivina. Pero necesitaba comer esas patatas con sabor a bacon, sí o sí.

No me hago derogar más y entro, topándome a pocos metros de distancia con el doctor Williams, sentado en su silla y mirando unos documentos con una concentración asombrosa.

—¿B-Buenas? —pregunto dando un toque suave a la mesa.

—Perdóneme señorita Mayer —se levanta del tirón el doctor y me estrecha la mano—. Siéntese por favor.

Esto es una situación un tanto rara, las vibraciones me lo están diciendo.

—Los... los últimos análisis —comienza a explicar— han dado resultados un tanto... imprevistos.

—¿Cómo de imprevistos?

—Verá... quizás no me haya expresado del todo bien... —arqueo una ceja—... quiero que sea consciente de que la máquina con la que le hicimos los análisis sólo falla el uno por ciento de las veces...

—Bueno, ¡dígalo ya! —insisto—. Tampoco es como si me fuera a morir, ¿no?

El doctor Williams mira hacia abajo y yo reincido en mi pregunta:

—¿No?

—Los análisis —apunta a los papeles que sostiene entre sus manos—, nos informaron que usted... —tarda unos segundos y yo cada vez me desespero más—... padece cáncer mediastino anterior, en fase dos.

—¿C-Cáncer?

Sólo escucho la palabra cáncer, ni siquiera me molesto en seguir prestando atención a lo que el doctor cuenta, como si me importase un pepino y medio la charla que me estaba soltando sobre lo que dicen todos los médicos en estas situaciones: "todo va estar bien" y "entendemos por lo que estás pasando". Son palabras carentes de sentido, insensibles y muy hipócritas. Porque no me entiendes y ya nada va a estar bien nunca jamás.

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