Capítulo 8. El tatuaje
El traqueteo de la ambulancia removía a Aurora en el rígido asiento de metal. Estaba en trance. Se había convertido en una observadora externa de las voces que se entremezclaban en la estrechez de la célula sanitaria. Después de que los camareros telefonearan a los servicios de emergencias, el tiempo pareció ralentizarse. No fue consciente del pitido de la sirena ni de los enfermeros que se apoderaron de la zona descubierta del restaurante. Tampoco de cómo le arrebataron a Ellery de su regazo, dejándola clavada de rodillas en el suelo, sintiendo su cuerpo tan pesado como el plomo mientras que su mente nadaba a la deriva. Tenía la sensación de estar viviendo en una irrealidad en la que tomaban las pulsaciones y cogían una vía a un hombre inerte. Cuando logró oír el italiano acelerado y directivo de uno de los enfermeros junto a ella, no aguantó. Rompió a llorar como si lo ocurrido en el restaurante hubiera tomado sentido en ese preciso instante.
Con Ellery en la camilla y los sanitarios cercándolo sin separarse ni un segundo de él, sintió que se hundía en el desangelado fondo del asiento de la ambulancia. No entendía lo que había pasado. Horas antes todo era perfecto, envueltos los dos en la paradisíaca Nápoles.
El viaje daba un giro aterrador que ninguno de los dos había previsto.
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De nuevo un pitido se incrustaba en su cabeza. No obstante, percibía la diferencia. Leve, superpuesto a tramos de un silencio abismal, sentía como si fuera el único habitante de un mundo aparte.
El borroso techo de un blanco aséptico se asentó en sus pupilas. Con la sensación de haber hecho un esfuerzo sobrehumano, tornó la cabeza a un lado, chocando con el semblante lacrimoso de una figura pelirroja. Notó entonces cómo disminuía la frecuencia de sus latidos, y supo que se trataba de Aurora. La vio abrir y cerrar los labios, pero el silencio parecía haberse tragado su voz. Sonrió; un exquisito olor a jazmín se adentraba en su nariz.
Si era un sueño a las puertas de la muerte, no podía quejarse.
Pero sus sentidos iban retornando poco a poco a la normalidad, y con ellos, el dolor.
Silenció un alarido tensando cada fibra muscular para no gritar a viva voz, pero Aurora no se inmutó. Le faltaba el aire. Comprimió las sábanas de la cama donde acababa de percatarse de que yacía tumbado.
—¡Ellery! ¿Me escuchas?
Las manos de Aurora le agarraron la cara. Trató de controlarse focalizando la vista en ella. Su semblante consternado e intranquilo, con aquellas arrugas en forma de laderas suaves en la frente, le hizo reaccionar.
—Aurora...
—¡Ellery! —Lo abrazó con fuerza. Distinguió un ligero sollozo en su garganta—. ¡Ellery...!
—Tenemos que...
—¿Qué te ha pasado?
Se separó unos centímetros para darle espacio. Lo asió de las manos, que apretaba y acariciaba en un gesto recurrente y algo tembloroso.
—No... Ezio...
Apreciaba la garganta seca, como si no hubiera probado una mísera gota de agua en días.
—¿Quién es Ezio?
—Eh... es... es Giove.
—¿Ese hombre te ha hecho esto? —inquirió con los ojos muy abiertos, asustada.
Ellery trató de sonreír, pero sus labios solo esbozaron una ligera mueca inquietante.
—No llores... —murmuró al recaer en los ojos enrojecidos de Aurora.
—¡¿Que no llore?! —alzó la voz—. Me has dejado sola durante más de una hora —dijo mientras se secaba las lágrimas—. Es para enfadarse.
—Perdóname, yo...
—Cállate, El —negó con la cabeza y se aproximó a sus labios. Lo besó con cuidado, pues se había percatado de la fuerza con que aferraba las mantas. El dolor era visible en su cuerpo, irrigado por espasmos irregulares y repetitivos. Sin embargo, era su aspecto cadavérico lo que más le perturbaba.
—Estamos... estamos en peligro —quiso explicarle, dándose de lleno con el ceño fruncido de Aurora—. Ese hombre... intentó que yo me uniera...
La puerta de la habitación chirrió al abrirse. Frente a ellos, un hombre de cuerpo ancho, gafas acomodadas en una nariz nubia y cabello entrecano los escrutaba con prudencia.
—Soy Dacio, el médico que los atenderá —se presentó.
—Doctor, ¿qué le sucede? —indagó Aurora, incorporándose en la cama.
—El señor Queen, como usted comunicó en administración —comenzó a decir al tiempo que repasaba el archivo que traía consigo—, ha sido ingresado con graves señales de intoxicación en su organismo.
Ellery se irguió veloz, ignorando el dolor.
—¡¿Intoxicación!? —repitió, tan exaltado y sorprendido como Aurora.
—Le hemos administrado calmantes y suero para restituir los líquidos que había perdido, pero aún buscamos qué es lo que le ha causado tales síntomas —prosiguió—. Los análisis tardarán un poco todavía, a no ser que usted nos diga qué ingirió. Eso podría facilitarnos enormemente el trabajo. Y su recuperación, por supuesto.
—No puedo serle de ayuda, doctor —suspiró, agachando la cabeza—. Solo tomé unos sorbos de café... —soltó una carcajada que rezumaba ira—. Más lo que hubieran vertido en su interior.
El médico anduvo hacia la cama, rebasó a Aurora y sacó una pequeña linterna del bolsillo.
—¿Me permite? —Tras la confirmación del escritor, examinó sus pupilas—. Reactivas —dijo con voz clara para sí—, es buena señal. ¿Recuerda qué síntomas experimentó al ingerir ese café?
—Comencé a marearme más o menos a los dos o tres minutos de probarlo. Todo a mi alrededor se volvió confuso, manchas imprecisas que se desfiguraban cuando fijaba la vista en ellas. Al poco perdí la consciencia.
—Eso no explica los gritos de dolor con los que ha asustado a las personas que ocupaban la sala de espera, ni la pérdida de líquidos tan extrema. Deduzco que ese café que usted dice que tomó contenía un potente somnífero.
Aurora cruzó una mirada interrogativa con Ellery.
—¿Qué quería ese hombre? —le preguntó, tomando posición junto al médico.
Ellery no pudo responder. El dolor desbarataba el aguante estoico que había fingido con los dedos clavados en el colchón, coloreados por la presión de un tono violáceo oscuro.
—Doctor... —Aurora se dirigió al hombre que lo observaba con cierta pasividad.
—Voy a explorarle, ¿de acuerdo? —Sacó un estetoscopio del bolsillo de la bata y le auscultó el pecho—. Tiene los latidos muy acelerados y su respiración muestra signos de sibilancias. Por favor, quítese la camisa.
Como pudo, se desabrochó los pocos botones aún impolutos y la echó a un lado. Los ojos del médico viajaron fugaces al brazo izquierdo desnudo. La incredulidad acribilló fugazmente sus rasgos. Achicó los ojos, elevando una ceja inquisitiva.
—Señor, ¿desde cuándo tiene ese tatuaje en el brazo?
La pareja atendió con aturdimiento aquello que el médico señalaba. En el hombro izquierdo de Ellery resplandecía el símbolo de un dragón en tonos marrones que se mordía la cola.
—Yo... —titubeó, perplejo, moviendo los ojos por los detalles del tatuaje. No comprendía cómo había llegado a su brazo, pero tenía claro que el dolor partía de aquella zona. Un leve atisbo de familiaridad le produjo un estremecimiento.
—¿Qué es eso? —quiso saber Aurora, recibiendo una sacudida de cabeza de Ellery.
—¿No le pertenece? —intervino el doctor Dacio.
—Hasta ahora no tenía ningún tatuaje en el cuerpo —aseveró en voz queda.
Sin esperárselo, el médico lo asió del brazo y toqueteó la piel tatuada. Esta vez no pudo aguantar el grito de dolor por el tacto de los dedos que palpaban la zona inflamada con una neutralidad fría y objetiva.
—¿No es suyo? —volvió a cuestionar.
—¡Le... digo que... no!
—¿Sabe lo que es?
—Pues... —Clavó los ojos en el tatuaje—. Es un... es un... Oh, joder...
Aurora colocó las manos sobre las rodillas de Ellery, desesperada por captar su atención y entender lo que ocurría.
—¿Qué demonios es eso?
—Aurora, estamos en... peligro... ¡Aaargh! —desencajó un alarido, doblando el torso sobre sus piernas—. Tenemos que irnos de aquí.
—No pueden marcharse, no en las condiciones que presenta —objetó el doctor—. Es probable que ese símbolo sea el origen de su estado.
—¿El tatuaje? —medió Aurora al atisbar la actitud confrontativa del escritor.
Dacio esgrimió una sonrisa condescendiente.
—El uroboros, señorita.
Uroboros.
A Ellery se le heló la sangre. Había sido la última palabra en desfilar por su cabeza antes de desmayarse en casa del extraño. Encauzó unos ojos grandes y atemorizados en el médico que lo observaba con indiferencia. Solo él sabía que el dolor que se soldaba a las fibras nerviosas de su cuerpo y le engarrotaba los músculos era un intento de asesinato.
—Voy a tomar unas muestras del tatuaje. Está hecho con henna —informó—, así que podremos eliminarlo sin mucha dificultad. Pero el problema no es el tatuaje.
—¿Entonces? —demandó Aurora.
—El problema es la sustancia que hayan mezclado con la tinta para envenenar a su compañero —le dirigió igual de impertérrito.
—¿Enve-envenenado?
—Debe descansar. —El doctor Dacio evitó prolongar la conversación. Marchó a un extremo de la cama e inyectó el contenido de una jeringuilla en el líquido que, desde unos botes, se introducía a un ritmo constante en el organismo del escritor—. Esto puede dolerle un poco. —De uno de los cajones tomó una paleta pequeña y raspó el tatuaje. Luego vertió las muestras en un recipiente que guardó en el bolsillo de su bata—. Lo llevaremos al laboratorio y veremos qué toxina recorre su cuerpo, señor Queen. De esa manera podremos saber con precisión qué antídoto utilizar para frenar el curso de los síntomas.
Mientras se dirigía a la puerta, Aurora se recostó en el minúsculo espacio de cama sobrante. Se acomodó junto al hombro de Ellery. Advirtió que el analgésico comenzaba a hacerle efecto, pues las manos yacían a ambos lados con los dedos ligeramente entreabiertos. Antes de que abandonara la habitación, observó una vez más al doctor Dacio.
Y lo vio.
En la parte interna de la muñeca, descubierta al asir el pomo, resplandecía el tatuaje de una sirena idéntico al del apuesto italiano con el que había conversado en la biblioteca.
Aquello le dejó un mal sabor de boca. Dos sirenas en el mismo día distaban mucho de ser una casualidad.
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Tatuaje de henna de Ellery
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