Capítulo 7. La Muerte se cobra su primera víctima
La mansa corriente nocturna embellecía la velada en la terracita del restaurante de la Piazza Dante, o eso pensaba Aurora de aquellos que la rodeaban, pues la silla frente a ella continuaba vacía tras media hora de espera. Merodeó la vista por el entorno; parejas y familias devoraban sabrosos platos entre sonrisas y muestras de afecto.
¿Dónde se había metido Ellery? Le resultaba chocante que no hubiera elaborado una excusa con la que deshacerse del extraño y plantarse el primero en la cita. Pero la mesa desocupada había dado a su fantasía con la puerta en las narices. Ni rastro del escritor. Algo desilusionada, pidió una copa y aguardó su llegada. No sospechaba que la espera supondría dos tandas de vino y un incipiente mosqueo a camino de estropear la primera noche en tierras italianas.
—Voglio ordinare ora? —El camarero se acercó, compasivo, por tercera vez.
(—¿Quiere pedir ahora?)
—Non, grazie.
Apurada, desvió los ojos hacia la copa de vino y dio otro sorbo.
—Dónde te has metido, Queen...
~
Un tremendo dolor de cabeza forzó a Ellery a apretar los ojos. La dificultad en la simple acción de abrirlos le originó un creciente nerviosismo. ¿Qué le ocurría? La sensación térmica de la superficie traspasaba la ropa y le entumecía los músculos. Movió los dedos en torno a su cuerpo. Piedra áspera. Estaba en la calle, la protección entre las cuatro paredes y el techo de una habitación había desaparecido.
Entornar los párpados le supuso un cúmulo inconcebible de esfuerzo. La visión de un cielo oscuro y tenebroso a ras del mar consiguió alterar sus latidos. Respiraba acelerado, el corazón a un volumen ensordecedor se solapaba con el barullo de voces.
Logró inclinar la cabeza y mirar al suelo. Recostado contra la pared de una escalinata de mármol, sus ropas permanecían en perfecto estado. Torpemente, con la misma sensación que cualquier ebrio descoordinado, se llevó las manos a la cara en busca de una herida. Nada. Entonces, ¿por qué sentía que estaba a punto de desmayarse de nuevo?
El dolor se generalizó a la velocidad de la luz cuando trató de ponerse en pie, derribándolo contra el escalón. Sintió que la cabeza le iba a estallar, por lo que tuvo que agarrarse fuertemente la sien al tiempo que suprimía un lamento. ¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaba? Un pinchazo en el brazo izquierdo lo llevó a tocarlo. La quemazón consiguiente le avisó de algo inusual. ¿Qué le habían hecho?
—Signore, stai bene?
(—Señor, ¿está bien?)
El habla italiana de la pareja que cruzaba la calle descarriló en Ellery una hilera de recuerdos. ¡El extraño! La demagogia barata sobre un mundo perfecto y su negativa a formar parte del exterminio que le planteaba había concluido con su asedio y desfallecimiento frente a un grupo de sombras incognoscibles.
—Yo...
El dolor imposibilitaba una vocalización comprensible. El estómago, uniéndose a la perturbadora vorágine de sensaciones, desató una intensa angustia que intentó paliar encorvándose contra la pared.
—Signore? —repitió el hombre.
—Dove sono? —logró preguntar aguantando las arcadas.
(—¿Dónde estoy?)
—Cerca del Palazzo Donn'Anna, signore —le informó—. È stato perso?
(—Cerca del Palacio de Doña Ana, señor. ¿Está perdido?)
¿Perdido? Sí, efectivamente lo estaba. Y aquel escabroso pensamiento con el que evocó la habitación del hotelito amarillo en la Piazza Dante saltó a la imagen de Aurora en el restaurante. Nervioso e histérico, aturdido por la cascada de adrenalina que su sistema nervioso había desplegado, se enderezó, olvidando el dolor y la flojera de las piernas que malamente lo sostenían en pie.
—Aurora... —balbuceó.
Bandeando con notable desequilibrio, traspasó a la pareja carretera abajo y detuvo al primer taxi que encontró.
—A Piazza Dante!
Las calles se sucedían difusas a través de la ventanilla. Un segundo pinchazo en el estómago lo recostó en los asientos. Se abrazó el torso en el momento en que de su garganta brotaba un alarido.
—Signore?!
El taxista observó por el retrovisor central al americano que se doblaba sobre su regazo gritando de dolor.
~
Las diez de la noche y el mosqueo de Aurora escalaba a mayores. No quería excusas ni una explicación convincente. Las parejas iban y venían del restaurante, y la silla que debía estar siendo ocupada por Ellery permanecía en ascuas. Los avistamientos cautelosos de los camareros ansiando que pidiera un plato o cediera el espacio a nuevos clientes iban en aumento. Expulsó el aire lentamente por la nariz del cabreo que, de un momento a otro, dispararía otra de las peleas típicas entre ellos.
A lo lejos divisó a uno de los camareros encaminándose hacia ella. Refunfuñó para sus adentros; tendría que negar la carta, por cuarta vez. Pero unos metros antes de que el camarero le sonriera con piedad, la figura del escritor en la entrada de la pequeña terracita atrajo su mirada. Un sentimiento de alivio la relajó por unos segundos. Luego lo observó minuciosamente. Algo le ocurría.
—¿Ellery?
~
Localizó la entrada del restaurante tras bajarse del taxi y lanzar unas liras en el asiento del conductor. Notaba la saliva acumulándosele en la boca, apretaba la mandíbula como un perro rabioso para evitar rugir de dolor. Entre zancadas vacilantes alcanzó la puerta. Las caras de aquellos a los que rebasaba se deformaban a una rapidez escalofriante. Ya no escuchaba nada a su alrededor, un pitido sordo retumbaba y martilleaba en su cabeza.
Se enganchó al resquicio del acceso a la terracita. En una de las mesas más alejadas, junto al cercado de metal verde, distinguió una larga melena pelirroja. Supo que era Aurora con tan solo el destello escarlata que se desvanecía frente a sus ojos. Arrastrando los pies, encorvado, hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dirigió una marcha inestable hacia ella, esquivando torpemente las mesas que dejaba atrás. La vio levantarse, pero eso fue todo. Con una efímera exhalación, sintió que daba el último aliento.
~
El andar errante del escritor originó en Aurora una acusada intranquilidad. Dio un paso en su dirección mientras analizaba el aspecto que presentaba; las ropas desastradas y el cabello más despeinado de la cuenta. La tez, de un blanco cadavérico, estaba cubierta de sudor.
De repente se quedó de pie, inmóvil, como si algo obstaculizara su avance. Lo vio extender pesadamente el brazo y entreabrir unos labios trémulos de los que no salió palabra alguna. Tras unos segundos que parecieron eternos, se derrumbó al suelo.
—¡Ellery!
Con el corazón bramando en el pecho, al borde de un ataque de pánico, echó a correr hacia él. Justo cuando Ellery se desplomaba de costado, logró que cayera sobre su regazo. Arrodillada, tiró con fuerza de la chaqueta para adecuarlo a su altura.
—¡Ellery! ¡Ellery!
Lo zarandeó fuera de sí. Del estado de conmoción en el que se hallaba no era consciente de que había empezado a llorar. Que Ellery no despertara traía de vuelta la despedida de aquella misma tarde:
«La Muerte nos ha acompañado demasiadas veces».
Lo arropó sin parar de sollozar. Un angustiado reclamo emergió de su garganta:
—¡Un médico!
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