Capítulo 42. Imperecedero
"Es una ley de la compensación justa, equitativa y saludable que, así como hay contagio en la enfermedad y las penas, nada en el mundo resulta más contagioso que la risa y el buen humor".
Charles Dickens
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Cinco meses después...
La lectura en la librería Strand estaba a escasos párrafos de concluir. Un compendio de ojos embelesados reproducía una representación mental de escenarios, personajes y acontecimientos. Con una voz cristalina y cadenciosa, Aurora había conseguido reorientar los cuchicheos y murmullos de su aspecto físico a la historia de amor entre la Sirena y el Uroboros.
Ellery conocía al milímetro cada palabra escrita y sabía lo que deparaba el final del capítulo. También que Aurora estaba emocionada; lo percibía en el tono reverente de su voz, que disimulaba entre medias pausas y una precisa dicción. La historia, al igual que a él, le había hecho reexperimentar todo el dolor y el amor vividos meses atrás.
Alargando un resoplido, pues una por una las fibras de su cuerpo habían cooperado en su contra agasajándole con una rememoración cómplice de los hechos, abrió los ojos. Aurora pasaba a la siguiente página justo cuando sus miradas se encontraron.
<<La Sirena había logrado desasirse de las escamosas garras del Uroboros. Zambulléndose en las profundidades de un mar enarbolado, huyó a la seguridad de su tierra. Aun con el miedo originado por el fulgor oscuro y tenebroso de aquellas inmensas pupilas, una chispa de emoción despuntaba su corazón. Sus pensamientos no se despojaban de una idea en particular. Sabía que era una temeridad conocer lo que motivaba la amenaza del monstruo draconiano. Pero ansiaba respuestas, el conocimiento de una vida que no había sido capaz de apreciar.
Olvidando las advertencias que ella misma se había impuesto y la prudencia que profesaba su raza, una noche que las aguas dormían tranquilas, con el dorado del anochecer descendiendo por los grandiosos farallones que defendían la isla, a punto de ser descubierta por el haz de luz que traspasaba la cavidad de Stella, emergió a la superficie. Escondida entre las rocas de una cala cuyos penachos componían una W, encontró al ser que regía su curiosidad.
De pie, en el pico del trecho rocoso central, el Uroboros tendía la vista al horizonte. La Sirena lo admiró desde su escondrijo, fascinada y a la vez conmovida por la tristeza que honraba el rostro de aquel ser. Pese a lo aterrador de su naturaleza, la intensidad de la emoción contenida transformaba su porte garrido. A su manera, aquel ser era bello. Nada podía equipararse a la apariencia inofensiva de un ser humano, pero la esencia que lo envolvía era singular, extraordinaria.
Un movimiento inesperado del Uroboros la sumergió a ras del mar. Las ondulantes y transparentes aguas proyectaban una réplica difusa de aquel ser. El acto que contempló en secreto la obligó a agarrarse a las rocas, consternada y ligeramente asustada, y en su corazón se desató un látigo desmedido de compasión: un aullido atronador proveniente del Uroboros se adueñó de agua, tierra y aire, levantando un perturbador céfiro candente. Los miles de peces que jugueteaban en las profundidades huyeron despavoridos; las tardías gaviotas de la costa alzaron el vuelo; incluso el sol quiso ocultarse con celeridad bajo el lecho marino.
Los dos seres antagónicos quedaron a solas; el Uroboros, con el puño en el pecho y el semblante constreñido de dolor, recriminaba su pesar al firmamento nocturno; la Sirena, boquiabierta y expectante, codiciaba comprenderle.
Un cordel translúcido partió de los ojos del ser draconiano y desembocó en el mar. En un arrebato de temeridad, la Sirena nadó hacia el penacho que enaltecía su silueta. Se percató de que eran lágrimas, lágrimas de aquella réplica medio humana, derramadas por una mirada emponzoñada y afligida.
¿Lloraba?, se preguntó aturdida. ¿Por qué ese ser, que había comprometido la integridad de su pueblo, lloraba?
El lamento mortecino que brotó del Uroboros encendió en la Sirena una llama nunca antes experimentada: la piedad hacia todo moribundo cuya alma salvaguardaba se había convertido en un sentimiento intensamente amoroso. Fue tal el dolor que abrigó en ella escucharlo, que sintió una reproducción fidedigna del daño que lo sometía.
El monstruo serpentino, con la agudeza de sus sentidos, era consciente de que la Sirena curioseaba a escondidas. A pesar de aquel inadmisible acecho, de lo sencillo que le hubiera sido derrotarla, no quiso ser su verdugo. Que a aquella preciosa Sirena no le asustara su deforme aspecto lo intrigaba, y le concedió ser partícipe de su miserable reclamo. Condenado al silencio, la soledad bramaba por salir cuando el anochecer confinaba el esplendor áureo del cielo.
Pero la Sirena se había atrevido a abandonar su seguridad y lo miraba con un interés poco común. No vio miedo, tampoco repulsa o maleficencia. Vio su misma tristeza.
—¿Por qué lloras, ser extraño? —osó preguntarle.
«¿Por qué lloraba?», se repitió él.
—¿Estás herido?
«¿Era igual estar herido en cuerpo que en alma?».
—¿Puedo hacer algo por ti? —se ofreció, misericorde.
La entrega abnegada de la Sirena a la que había amenazado con diezmar su raza le pareció terriblemente hermoso. Ese iris castaño, su rostro lustrado y níveo, el largo cabello dorado... Era poseedora de una belleza que refulgía en la generosidad de su corazón.
Persuadido por su inocente candor, se acuclilló al filo de la roca.
—¿Por qué querrías entregarme tu ayuda? —le dijo entonces.
—Te he visto llorar. Y cuando un ser como tú llora, significa que su alma está gritando aún más fuerte.
—¿Un ser como yo?
—Severo y beligerante.
—No me conoces, Sirena —espetó con malicia.
Sus ojos achicados escrutaron el rostro de la beldad a la que desafiaba.
—¿Por qué llorabas? —trató de entenderle.
—He perdido algo.
El Uroboros desvió su oscuro iris verdinegro hacia la casi desaparecida bola de fuego.
—¿Puedo ayudarte a encontrarlo?
El Uroboros rompió a reír. Fue tan enérgica su voz, que la Sirena se sintió ofendida. Al percatarse de su error, apaciguó su risa y negó:
—No puedes. Aquello que perdí fue hace ya mucho tiempo.
—¿De dónde vienes, ser? —interpeló, curiosa del hombre reptil que se burlaba de su propio pesar.
El Uroboros asistió a la puesta de sol. Tardó en buscar entre sus recuerdos un rastro de aquellos que no sepultaran su temperancia.
—He vivido muchos años encerrado.
—¿Quién te obligó a una vida de cautiverio?
—El hombre —expresó a media voz, y sus rasgos se constriñeron en una facción vengativa.
—Pero ahora estás aquí.
—Me libré de las cadenas —le confesó.
—Me llena de dicha saber que obtuviste libertad.
El monstruo frunció el ceño.
—¿A qué se debe tu júbilo, Sirena?
—Si no hubieras escapado, jamás me habrías obsequiado con tu voz.
—¿Qué ambicionas de mí? —inquirió con suspicacia, rechazando su desinterés.
La Sirena enrojeció.
—Eres el único ser que al besarme no perece —expresó, pero pronto su semblante se agravó—. Y eres el único que, al verme, no ha querido raptarme para su disfrute.
Fue en ese momento que el Uroboros, distorsionando la credulidad de la Sirena y otorgándole un cariz maléfico de divertimento, impuso su poderío mostrando las afiladas garras que codiciaban ser armas.
—¿Me entregas tu confianza? —trató de asustarla. Mas, muy en su interior, juzgaba vil el acto de los humanos—. ¿No has concebido la idea de que esté tejiendo una trampa con la que lograr el trofeo de tu captura?
Pero la Sirena sonrió.
—Sé que no. Lo veo en tus ojos. No vas a hacerme daño.
El acuesto del sol avivó un extraño cántico en el pecho del Uroboros. Por una vez en siglos, alguien no le temía. Su sonrisa era magnánima, pura, veraz.
—Tengo que marchar, Sirena.
—¡Espera!
Alzó la mano y aferró la del Uroboros, impidiendo su ida.
El roce de la Sirena creó en el ser draconiano un universo nuevo, hasta ahora inconcebible. Creyó poseer el arrojo de morir allí mismo, de la mano de aquella hermosa diosa de la luna.
—¿Volverás? —le preguntó la Sirena.
—¿Es eso lo que realmente anhelas?
—Quiero conocer tu verdad. Cuando nuestros labios se unieron, fuiste un pozo negro para mi mente. No pude leerte, no pude vivirte. Solo tú puedes contarme tus secretos. ¿Volverás?
Se compadeció de su sed de vida, necesitada de un trayecto que le había sido vetado desde su nacimiento. Aunque una parte de ella era humana, aquella caracterizada por su pertenencia al dios del mar reprimía su ansia terrenal. Una porción de su corazón latió acorde al de la Sirena.
—Mañana visitaré el filo de esta misma roca cuando el ocaso despinte el cielo. Aquí te esperaré, Sirena, solo si me concedes, a cambio, un favor. Cada noche que yo te narre mi vida, tú me entregarás un beso.
La noche que la Sirena creyó besar a un moribundo más que velaría en su viaje hacia las Islas Afortunadas, la coraza del Uroboros, indestructible como el diamante, crujió. Cada vez que rememoraba aquel momento, la rotura profundizaba, y, como un encantamiento, lo enredaba en una maraña de intensas sensaciones. Forjó en él un sufrimiento inmaduro, diferente al que ya padecía, y que, por desconocido que le resultara, deseaba volver a sentir.
La Sirena había sido su epifanía.
La bondad en la sonrisa de la Sirena lo desarmó, y su corazón desfibriló por primera vez con la expectativa de contemplar ese rostro a la luz del sol. Sin saber cómo, aquella mujer, habitante de los abismos de un mar que duplicaba el firmamento, había conquistado el hueco de su pecho donde solo había espacio para el dolor.
—Celebraré tu presencia mañana en esta roca, Uroboros.
Impulsándose con sus pequeños brazos, la mitad del cuerpo de la Sirena brotó del agua. Sus delicados y danzarines movimientos la acercaron al Uroboros, y depositó en sus labios un largo y flamante beso.
La contempló perderse en el fondo del mar mientras relamía la humedad de sus comisuras.
Muy en su interior, el Uroboros comprendió que acabaría muriendo por aquella Sirena>>.
Sutiles lágrimas empapaban los ojos de Aurora cuando cerró el libro. Mantuvo la cabeza gacha admirando las dos figuras mitológicas entrelazadas en la portada, y luego contempló al público desde el atril. Los aplausos inundaban la diminuta estancia entre estanterías. Sonrió satisfecha. El gerente de la librería subió al estrado y depositó un beso en su mejilla.
—Ha sido sensacional —le susurró—. Damas y caballeros —comunicó desde el micrófono—, abrimos el turno de preguntas.
Una cadena de manos se elevó al momento. Aurora eligió una de ellas al azar.
—Señorita Toldman, una lectura espectacular —la felicitó en un principio—. Díganos, ¿ha dedicado su novela a alguien en particular o, como casi todos los escritores, ha dado las gracias a quienes le han servido de inspiración?
—A su pareja —se escuchó por ahí.
Las risas se contagiaron entre los presentes.
—A su pregunta —habló en voz clara—, le diré que sí, este libro tiene una dedicatoria especial. La historia es en conmemoración al amor que unía, y sigue uniendo —dijo en un murmullo solo audible para ella—, a dos personas.
Releyó mentalmente la cita expuesta en la segunda página antes de hacerlo para el público:
—«Los Ángeles lo llaman placer divino; los Demonios, sufrimiento infernal; los hombres, Amor».
El auditorio enmudeció.
—¿Siguiente pregunta?
~
La firma de ejemplares se desarrolló a la media hora del cierre de preguntas. Sentada en un recodo de la librería, la fila de individuos que se extendía hasta la entrada congratulaba a Aurora una vez les tocaba el turno, expresándole el deseo de continuar desvelando la aventura entre la Sirena y el Uroboros.
Uno de los libros se estampó en un ruido sordo contra la mesa, ya abierto por la cita del poeta.
—¿Querría dedicarme especialmente este ejemplar?
Ellery Queen la miraba con su inconfundible sonrisa torcida.
—¿Y qué recibo yo a cambio?
—¿Esto no era gratuito? —aludió, apoyando las palmas en la mesa y agachándose hacia ella.
—Para ti es un chantaje.
—¿Conque esas tenemos? —Frunció los labios, pensativo—. Bien, bien... Bueno, puedo ofrecerte un paseo.
—¿Un paseo?
—Por la preciosa ciudad de Nueva York.
—¿Y qué más?
—¿No te rindes con eso?
—No me vendo tan fácil.
Ellery se frotó la barbilla. Arrugó los ojos como si tratara de adivinar qué se le pasaba a la autora por la cabeza.
—Una pelirroja dura de roer... —Chasqueó la lengua—. Qué tal una cena.
—Mmm... una cena —repitió poco entusiasmada.
—Y puede que un beso.
Aurora se irguió en la silla.
—Veo una falla en ese plan, señorito Queen. —Lo observó inclinar la cabeza, renuente—: ¿Cómo continúa la historia después del beso?
Ellery acarició el borde de la mesa con la yema de los dedos. Luego la miró a los ojos.
—Con todo a lo que ese beso quiera llevarnos.
Aurora mordió la punta de la estilográfica, prorrogando su decisión. Cogió el ejemplar de Ellery y comenzó a escribir en la página abierta. Se lo entregó al poco cerrándolo de golpe para impedir que lo leyera.
—Espérame en la entrada —le dijo.
Ellery recorrió el pasillo entre los dos sectores de asientos hacia la salida. Mientras avanzaba, buscó la dedicatoria. Sus piernas se detuvieron al leerla. Miró por encima del hombro con una carcajada de alegría y descubrió que Aurora también le observaba, sonriente, con la estilográfica aún en los labios:
«A mi perfecto imperfecto; el único hombre que me hace pisar cielo e infierno en la Tierra; con el que despliego célicas mis alas de libertad, y, a veces, por un rato, escojo perderme entre placeres luciferinos».
~
Caminando a lo largo de Broadway, abrazados en un andar acorde, Ellery y Aurora se alejaron de la librería. Respiraban un aire nuevo, diferente, como si el publicar aquel libro hubiera supuesto una purificación de las muertes presenciadas. Todos y cada uno de los involucrados, como personajes de una novela, descansarían al fin en paz, encomiados por lectores inconscientes que revivirían sus hazañas eternamente. Con las figuras de Fausto y Beatrice como respectivas Sirena y Uroboros, el beso con el que sellaban el pacto cada noche, a pesar del futuro destructivo que auguraba, representaba la catástrofe en la que detonó aquel amor predestinado.
Pese a lo sucedido, la pareja de escritores sentía que algo en ellos había cambiado. El símbolo tatuado en sus cuerpos, una conexión solo cognoscible para ellos, ligaba sus vidas. Por incierto que resultara el mañana, con todo lo que este pudiera brindarles, la Sirena se encargaría de salvaguardar inalterable los hilos del destino, estuvieran juntos o separados.
Ellery así lo había dejado caer el día que regresaron a Nueva York. A la espera de un taxi, cuando la conversación retomaba una vez más lo que sabían y debían callar, le expresó lo que para él significaba el tatuaje:
<<—Tenemos la ecuación de Dirac sellada en nuestros cuerpos, señorita Toldman. —Le apartó un mechón de la cara y se lo colocó tras la oreja—. Y eso, lo quieras o no, une tu vida a la mía.
—¿La ecuación de qué?
—La ecuación del entrelazamiento cuántico —le dijo como si aquello supusiera un conocimiento anodino y común—. Establece que, si dos sistemas interactúan juntos durante un tiempo y se separan, serán entonces dos sistemas separados, pero de una manera u otra seguirán influyéndose a pesar de estar a kilómetros de distancia.
—¿Dos sistemas que no pueden huir de la relación aun separados?
—Es bonito, ¿verdad? —Dentro del taxi retomaron la conversación. El escritor deslizó el brazo por los hombros de Aurora y la recostó contra su pecho—. No importa la distancia; aunque se encuentren a años luz, la conexión sigue viva entre ellos, imposible de borrar.
—Nunca habría relacionado el significado de nuestros tatuajes con la conexión cuántica —juzgó Aurora—. Cada día me sorprendes un poco más, Queen.
—Es así como lo veo. Allá donde vayas, tendrás un pedacito de Queen contigo. Y yo de Toldman. Aunque no te vea por un tiempo, siempre llevaré un poco de tu encanto escarlata en mí.
Ellery la arrimó a sus labios, pero no la besó.
—Eres extrañamente enternecedor cuando quieres —se mofó ella, alternando la mirada entre sus ojos y los labios—. ¿Y desde cuándo sabes tú sobre física?
—Eso es un secreto, como tanto te gusta —le recriminó.
—Oh, ya. Déjame adivinar... —Lo apartó de un manotazo y reflexionó, jugueteando con el dedo de una mejilla en otra. Al rato, abrió los ojos con notoria emoción—. El caso de hace unos años del joven físico asesinado en la Universidad de Nueva York, ¿me equivoco? Seguro que engulliste plácidamente cantidad de libros para entender la investigación por la que habían matado al pobre muchacho.
Desviando los labios con fastidio, agarró a Aurora por el mentón y la atrajo hacia sí.
—Touché>>.
Sorteando a la masa ajetreada de neoyorkinos, Aurora atisbó de reojo el rostro deslumbrante de Ellery. No aguantó la risa, y recibió de él una mirada acusadora.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Tú —dijo con franqueza—. Desprendes felicidad en esa sonrisa tuya.
—Así me siento. Creo que soy el hombre más feliz del mundo.
—Dirás el escritor.
Ellery alzó una ceja apreciativa.
—¿Y no es lo mismo?
—En ti no.
—¡Qué mala eres! —La apretujó contra él buscando darle un mordisco. Aurora hizo el falso amago de soltarse, retrocediendo en la acera para evitar que se apropiara de su cuello.
Los dos rieron sin preocuparse de las ojeadas circunspectas que reprochaban un comportamiento tan atrevido en plena calle.
—Eres mala conmigo, ¿lo sabías?
Al ver que se encogía de hombros como si no existiera remedio alguno contra su carácter, Ellery la detuvo en mitad de la acera y encaramó los brazos a su cintura.
—Y cómo te gusta —lo acusó Aurora.
Ellery sonrió.
—Y cómo me gusta.
FIN
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