Capítulo 30. 𝓕𝓲𝓪𝓶𝓶𝓮 𝓭𝓲𝓿𝓲𝓷𝓮

Hacía más de una hora que los huéspedes de casa de Lenna se habían encerrado junto a los residentes de Capri en una de las salas. Concediéndoles privacidad, Ellery y Aurora se refugiaron a orillas de la playa.

—Creí que te perdía —las palabras salieron del escritor sin avisar. Por una vez, no quiso reprimirlas—. Nunca he sentido tanto miedo. El no poder hacer nada, no poder buscarte, no saber si seguías viva... —vaciló—. Me sentía terriblemente hundido. 

—He vivido en la misma angustia que tú. —Aurora le acarició el dorso de la mano con cariño—. Tuve mucho tiempo para arrepentirme de lo que te dije.

—¿Sobre qué?

—Sobre el miedo. Tras el atentado era lo único que tenía conmigo. Entendí a la fuerza a lo que te referías esa tarde en el café. Todo en lo que pensaba, a todo lo que me aferraba era a ti. Rogaba porque estuvieras a salvo, y supe que la que hablaba aquel día era una Aurora ingenua, una Aurora que no había vivido una situación como la de ahora.

Despacio, venció los pies en la tierra. Los minúsculos granos de arena habían tomado la temperatura del ambiente. El vientecillo fresco de la costa le originó un ligero escalofrío que le recorrió la espalda. Se acurrucó junto a Ellery para entrar en calor.

—Me sentía desnuda, indefensa. —Un inaudible resoplido pausó su voz—. Eso es lo que me ha pasado contigo, Ellery. He tenido miedo, muchísimo miedo.

Ladeó los labios, meditabundo. Detestaba aquella emoción; el tedio que le producía, por simple que fuera el hecho que la desenmascarara, terminaba siendo insoportable. Había asistido demasiadas veces al final de la vida de terceros como para no suplicar porque la mujer a la que amaba no fuera la siguiente. Cualquier acontecimiento que se inmiscuyera en su plan de vida lo asaltaba con imágenes de un futuro abominable. Y él quedaba reducido a la nada, un ser deleznable, quebradizo.

Sin embargo, un salvador inesperado lo había forzado a entrever una perspectiva distinta.

«El miedo no evita la muerte, el miedo evita la vida».

Por más miedo que sintiera, no eludiría a la muerte, pese a lo inoportuno de su elección. ¿Qué quedaba entonces cuando la luz y el valor eran desterrados?

Seguir viviendo.

Aun con el miedo rebosando y los pensamientos en un temible círculo. Lo que pensó un ataque por parte de Aurora era la verdad dicha en boca de la mujer más inteligente que había besado. Evadía su razonamiento porque no soportaba una conclusión tan dolorosa, pero con ello solo rechazaba lo evidente: el disfraz de carne y hueso que vestían estaba confeccionado a merced de vulnerabilidad.

Era inútil enclaustrarse en un miedo irracional a la muerte cuando portabas un cuerpo enfrentado a una lucha abusiva por la supervivencia. Un rasguño, una pérdida o una necesidad no satisfecha eran peligros tan nimios como reales.

Vivir dependiendo de un cuerpo era una insensatez. La muerte era una constante predecible. Pero los recuerdos y las experiencias, las alegrías y los desaires, los abrazos y el amor, subsistían indemnes mientras el cuerpo se atenía a un desgaste imparable. El alma socorría toda vivencia y vínculo que la alimentara, y se transformaba, imperecedera.

El miedo a la muerte, cuando sentías que habías vivido por completo, no tenía cabida.

—El que me equivocaba era yo —declaró Ellery.

—¿Por qué dices eso?

—Porque lamentablemente es cierto. Tenía miedo de perderte, y lo de Nápoles fue... —Se rascó la cabeza, impulsado por una exhalación—: Entendí lo que quisiste decirme, Aurora, alguien me abrió los ojos. La muerte es una sombra indeleble. Queramos o no, está ahí.

—Pero el dolor...

—Es más factible con la propia vida, ¿no te parece? Pero un acontecimiento así no debería lograr su principal cometido, que nos olvidemos de nosotros mismos —replanteó—. La muerte, como tú me dijiste, está entre nosotros, a veces incluso nos pisa los talones. Y centrarnos constantemente en cuánto de cerca está ese final solo sirve para que nos convirtamos en unos hipocondríacos con miedo a vivir.

—Pero tiene sentido —contrapuso Aurora—. Lo que creíamos estructurado y predecible de repente se hace añicos. El miedo es inevitable.

—Pero tú decides qué hacer con él.

Aurora lo miró unos segundos. La conversación con Ellery le traía recuerdos de la cita con su editor dos meses atrás.

—Dejar el miedo a un lado y vivir el presente sin anticipar todos los posibles percances que pueden arruinarnos la vida —expuso con sorna su planteamiento—. Suena ideal —se burló—. Y nada sencillo.

—Creo que hay que intentarlo. Yo el primero. —Agachó el mentón al expresar su realidad—.  Tanto odiaría perderte que me asusta la facilidad con la que podría perderme a mí mismo en el camino.

—Pero esto no ha acabado, El. Seguimos aquí, en peligro. Tú mismo lo has dicho antes. —Lo miró invocando una reacción por su parte—. ¿Eso no te asusta?

Ellery la acurrucó contra su pecho. El aire que manó de su nariz al espirar revolvió unas hebras de cabello escarlata.

—En realidad, me aterra.

Aurora buscó el aguamiel que fijaba en ella una ternura desgarradora. Inclinó el mentón de Ellery y lo besó suavemente.

—Será mejor que nos centremos en lo que tenemos ahora —susurró.

—Será lo mejor.

En la solitud de Marina Piccola, Aurora echó a andar hacia la orilla. Unos pasos antes de que los vestigios de una ola mojaran sus pies, se deshizo de los finos tirantes del vestido azul que bailaban en sus hombros. Se desvistió lentamente, consintiendo que los ojos de Ellery la contemplaran, y franqueó el vestido arrugado en la arena.

Cuando la vio perderse bajo las aguas, el escritor se incorporó y puso rumbo al mar deshaciéndose de la ropa.

La alcanzó cuando la marea le cubría el abdomen. Sus manos acariciaron la piel iluminada por el último rayo del atardecer y encontraron las consecuencias del atentado en su costado. Un vacío perturbador se adecuó en su estómago. Turbado, la atrajo de la cintura hasta que sus cuerpos se unieron en el agua. Las piernas de Aurora se enredaron a su cadera ayudadas por la ingravidez de las olas. Sus bocas se buscaron en la penumbra de la costa.

La sensación de que ella era su hogar, su lugar de paz, eliminó los estragos de la incertidumbre. Aspiró sentir cada partícula de su piel, deslizando las yemas por el cuerpo que amaba, delineando cada curva conocida, cada herida batallada. Surcó el monte apacible y tentador de unos pechos erizados por la temperatura del mar y la excitación. Se detuvo en sus labios, malgastando un tiempo que ya no les importaba en el placer de sentirlos.

—Te necesitaba... —confesó Aurora en un jadeo—. Te necesitaba conmigo —le susurró—. A mi lado.

—Sabes que lo eres todo para mí. Todo. —Delineó con las comisuras el contorno de su clavícula—. Dime qué quieres. —La apretó contra su abdomen, desafiando al candente esmeralda, mientras apreciaba el calor de su cuerpo en la serenidad del mar—. Dime qué quieres de mí, y lo haré.

Las uñas de Aurora se hincaron en su piel. El vaivén se hizo más brusco. Quería sentir la voracidad del amor que el caos había desatado. Ellery contuvo el arrebato de perderse en el mismo placer. Con el rubor de sus mejillas exhibiendo la tensión liberada, vio sus labios componer una sonrisa.

Los pies de Aurora volvieron a rozar la arena del fondo marino. Cató la sal de sus labios, luego la sinuosa curvatura de la espalda que se adecuaba a su torso. Sin necesidad de mirarse, usando las manos como guía, dejaron que el amor derribara a la razón y conquistara el deseo.

—Te quiero a ti —le dijo Aurora en una voz deliciosamente débil.

Los jadeos se confundieron con la melodía aquietante de las olas. El tenue brillo de la luna alumbró sus siluetas a segundos de fusionarse con la oscuridad.

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