Capítulo 29. Posiciones enfrentadas

Dacio divisó en el trecho descendente de la caleta la silueta de un hombre. Sus zapatos formaron socavones en la tierna arena de las dunas al afanarse en alcanzar la planicie del terreno, ralentizado por las ligeras ondulaciones que prolongaban su dominio bajo la inmensidad del mar.

—¡Fausto! —Olvidando las excusas que lo habrían detenido en otras circunstancias, se arrojó en brazos del italiano—. ¡Estás...! ¡Estás...!

—Yo también necesitaba saber de ti, amigo mío, yo también. —Le devolvió el abrazo, mitigando su desánimo el comprobar que Dacio había salido airoso del atentado—. Tu bienestar ha estado en mi pensamiento en todo momento. Doy gracias al cielo por tenerte aquí. Veo que usasteis el ferry.

Separándose de Fausto, su rostro se agravó al incidir en el aspecto demacrado que presentaba. Aquellos ojos enrojecidos y la delgadez añadida desenmascaraban la pesadumbre de hallarse arrinconado entre las posturas contrarias de su propia familia.

—Era la opción más conveniente. —Instaló la mano cariñosamente en el pecho de Fausto, entallando una sonrisa piadosa, y recibió la del italiano sobre la suya—. Pero no fue decisión mía. —Se giró hacia la pareja abrazada en la distancia—. No tuve más remedio que acompañar al escritor. Estaba empeñado en viajar hasta Capri. Lo que yo le dijera para persuadirlo le era del todo irrelevante. Y lo entiendo. Ambos... no nos tomamos muy bien vuestra ausencia en Sorrento —adoptó un tono resentido—. Después de todo, esperábamos encontraros allí...

—Lo sé, lo sé, y siento de todo corazón haber alargado tu tormento —Lo apresó de los hombros, dichoso de tener consigo la fortaleza y buen criterio de su mano derecha—. Pero nuestros compañeros se merecían conocer lo que está ocurriendo de mi propia voz.

—¿Y ella? —destacó la presencia de Aurora.

—Ella necesitaba una distracción.

—Y no había otro lugar para ello que la playa de las sirenas, ¿no? —dedujo su estrategia.

El italiano no contestó.

—Fausto... —Dacio miró una vez más a la pareja y plantó una mirada concisa en su amigo—, ¿saben que ella está aquí?

—No —descubrió su falta de valor.

—¿¡No les has comentado nada!?

—No hallé la manera adecuada. La ira que los carcome contra Beatrice provocará que la vean reflejada en Aurora. La culparán de instigadora del atentado solo por su apariencia.

—¿¡Y qué pensabas hacer entonces?! Porque te conozco y sé que no regresarías a Sorrento.

Fausto movió los labios a un lado.

—Daría las explicaciones pertinentes a su debido tiempo. Pero ahora...

—Ahora... —lo indujo a continuar.

~

—¿Cómo salisteis del derrumbamiento? ¿Estás herida?

Ellery comprobaba con un fruncimiento analítico si Aurora había sufrido algún daño. Desde el atentado, su mente le había arrebatado cualquier instante de paz. Las expectativas que trazaba apelaban a la cercanía de las explosiones en el café y a un posible alcance de la metralla. Todo lo que pudiera imaginar hacía pedazos la razón a la que se aferraba para no desmoronarse.

—No te preocupes, El, estoy perfectamente. Solo... —Instintivamente, se agarró el costado—. Un pequeño corte, no es nada. Está bajo control.

Enarcó una ceja que desprendía contrariedad.

—¿Fausto? —infirió al autor de la cura.

—Fue muy amable conmigo.

—Y ya habrás descubierto la razón, ¿a que sí? —expulsó furibundo—. Porque yo aún estoy tratando de encajar la historia.

—Conozco la relación entre Fausto y Beatrice —manifestó—. Su rostro... —Evocó los rasgos de la italiana en la oscuridad del despacho—. El parecido es extraordinario.

—Querrás decir aterrador.

—¿Aterrador?

—Aterrador cuando el hombre que posee ese retrato sigue enamorado —completó la frase.

—Tú también estás enterado.

—Sé una parte —entonó ásperamente—. Y supongo que tú conoces aquella que a mí se me escapa.

—Fausto se sinceró conmigo. —Aurora combatió el flagrante desprecio que derrochaba Ellery—. No creas que no sentí que fui injusta. Le obligué a contarme aquella etapa de su vida, pero...

—Pero esa intimidad que mostraba contigo necesitaba de una explicación —refutó, inclinando la cabeza al tiempo que entrecerraba los ojos.

—Para nada, Queen —le devolvió el golpe—. Yo buscaba un esclarecimiento de la guerra entre ambos bandos y me topé con una trágica historia de amor.

—Es una lástima, sí —declaró sin poder desasirse de la mordacidad.

—Ellery, él me protegió.

—Y le estaré eternamente agradecido por ello. Pero no esperes que finja cordialidad con el hombre que ve en ti a su mujer.

El rostro circunspecto del escritor logró que se echara a reír.

—A mí no me hace especialmente gracia.

—Que Fausto viera una copia de su esposa en mí no significa que yo viera en él al hombre al que quiero. —Se apoderó de la cara de Ellery y profundizó en sus ojos—. Fausto no eres tú, nunca podría serlo, y no he hecho otra cosa que rezar porque estuvieras bien, recordándome una y otra vez que tienes la suerte de salir airoso de todos tus percances. ¿Eso te deja claro lo que siento por ti, Queen?

—Es un principio —planteó dudoso.

La terquedad de Ellery dibujó una sonrisa en Aurora. Lo besó con ternura, percibiendo los labios del escritor moverse al son que los suyos, rebajando la tirantez de su postura.

Junto al camino de tierra que ascendía hacia la villa, la llegada de la pareja originó un enfrentamiento de miradas. Dacio repartía el nerviosismo entre el escritor y su compañero. Ambos, al contrario, mantenían una visual parca y silenciosa. Fausto no pudo evitar fijarse en las manos entrelazadas de la pareja.

—Gracias por cuidar de que Aurora estuviera a salvo —rompió Ellery la atmósfera enrarecida—. Se lo debo.

—No me debe nada —dispuso humildemente—. Lo he hecho sumamente encantado.

Ellery meneó la cabeza con una mueca de desagrado.

—Dígame, Fausto —retomó la cuestión—, ¿qué tienen planeado ahora? El atentado no ha sido más que el inicio de una debacle mayor. Su compañero recela de una infiltración en el grupo.

—Eso creemos —ratificó su presentimiento—. Por ello mi comparecencia en la isla. Estamos a la espera de que entablen contacto seguro con Sorrento para convocar una reunión urgente.

—¿Piensan quedarse en este trozo de tierra en mitad del agua? —cuestionó la decisión tomada.

Fausto se irguió al apreciar su arrebato de soberbia.

—Aquí estarán a salvo.

—Siento ser yo quien los traiga de vuelta a la realidad, pero este lugar es una ratonera.

—¿A qué viene eso? —inquirió Dacio.

—Lo de la Piazza del Plebiscito solo ha sido el comienzo. —Se encogió de hombros en una expresión despiadada de sinceridad—. Los Uroboros son los autores de un atentado que aspiraba masacrar al único bando que frena sus objetivos. Cuando menos se lo esperen, se darán de bruces contra una nueva emboscada. Quizá peor. No —soltó una risilla que desbarató los ánimos de los dos miembros del círculo—, estoy seguro de que mucho peor.

—Eso no lo sabe con certeza.

—¿Tanto les cuesta aceptar que no todos juegan con sus mismas normas? —Ignoró el par de ojos que lo vapuleaba—. Si entre ustedes hay un infiltrado, no veo por qué no ha podido ponerse en contacto con los Uroboros antes de viajar a Sorrento. Incluso aquí mismo —conjeturó—. Es muy probable que ya sepan dónde se esconden.

—Nadie se ha comunicado con el exterior desde el atentado —rebatió Fausto.

—Eso afirma usted, pero, en realidad, no tiene forma de comprobarlo —desarmó su muestra de fe—. Parece que no quiere comprender que se está enfrentando a un asesino que se ha hecho pasar por Sirena y que ha aniquilado a su familia sin una pizca de remordimiento —razonó con desmedida tranquilidad—. Ese hombre o esa mujer hará lo que le dé la gana.

—Y cuál es su solución —demandó Dacio, atenuando la confronta entre los dos hombres.

—Si no tienen pensado dejar Capri, contactaría con la villa de Sorrento para que se trasladen aquí de una vez. Qué más da ya si usan el teléfono o no, el infiltrado viaja con ustedes y, a estas alturas, lo sabrá todo. Le están regalando un tiempo que no tienen enfrascados entre dudas y esperas en lugar de en identificar al topo.

—Fausto, a este hombre no le falta razón —adujo el médico—. Cuanto antes los interroguemos, antes podremos elaborar una solución.

El líder de las Sirenas miró largamente a Ellery, debatiendo su parecer.

—Vengan conmigo —les pidió al apartarse del camino—, les presentaré a los miembros de Marina Piccola.

~

Dacio, sei qui!

(—¡Dacio, estás aquí!)

Al otro lado de la puerta, una mujer les daba la bienvenida en un atenorado italiano.

Lorenza, quanto tempo! —La besó en la mejilla—. Sono appena tornato da Sorrento.

(—¡Lorenza, cuánto tiempo! Acabo de llegar de Sorrento.)

La mujer discernió a las dos figuras que Dacio y Fausto escoltaban.

Loro chi sono?

(—¿Quiénes son?)

—Hay algo que no os he contado, Lorenza —mencionó Fausto.

Perché parli inglese?

(—¿Por qué hablas en inglés?)

—Lorenza, quiero presentarte a dos nuevas Sirenas que hace relativamente poco que se unieron al Círculo. Estos son Ellery Queen y Aurora Toldman.

La mujer recibió la sonrisa y el escueto saludo de Ellery. La fatiga que ensombrecía el atractivo de su apariencia no interfería en su calidez. Le susurró unas palabras y desvió la vista hacia la mujer. Al principio no reaccionó. Progresivamente, fruto de la confusión, el miedo sucedió a la sorpresa en su despliegue visceral. Los labios se entreabrieron a la par que los ojos. De forma automática, retrocedió hacia el interior de la villa, incapaz de enlazar las palabras, y alzó las manos como protección.

Bea...! Beatrice...! —gritó asustada.

—¡No, no! —Fausto accedió al vestíbulo y la sostuvo antes de que tropezara y llamara la atención del resto de convivientes—. No es Beatrice.

Come non?!

(—¡¿Cómo que no?!)

—Ella es Aurora Toldman —repitió lentamente el nombre para darle tiempo a procesarlo—. Comparten un parecido, pero no...

—¿¡Un parecido!? —espetó en un inglés acentuado—. ¡Es su viva imagen! ¿Q-qué hace aquí? —Volvió la mirada hacia Aurora y enfocó las manos unidas de la pareja—. ¿Quiénes son ellos? ¿Por qué...? ¿Por qué decís que son Sirenas?

Dacio se acercó a la mujer.

—Porque llevan nuestro símbolo tatuado.

~

El salón de la villa de Capri era un hervidero de recriminaciones. Ellery, acostumbrado a que las críticas y desaires lo tuvieran como centro de espectáculo, resguardaba a Aurora conservándola a su lado. Percibía su incomodidad. El parecido con Beatrice despertaba el temor del grupo, como si en algún momento pudiera deshacerse de la máscara que suponía su juventud y en la sinceridad de su expresión tomara forma una arrasadora maldad.

—¿Qué significa esto, Fausto? —buscó una explicación un hombre entrado en años de piel atezada, cuyo porte riguroso y defensivo antecedía al de sus compañeros—. Antes no nos has comentado que viajara contigo una mujer.

—No estaba seguro de cómo contaros esto. Como ya os habréis fijado, es complicado.

—¿Complicado, dices? Tu esposa ha cercenado muchas vidas y nos traes a su doble —asestó el golpe una mujer desde el otro extremo de la habitación—. ¿Y dices que es difícil? ¡No nos hagas reír!

—Gianna, os comprendo perfectamente —se giró con una disculpa en los labios—. Pero no podíamos hacer otra cosa que ayudarles.

—No estamos hablando de él, sino de ella —prosiguió la discusión otro hombre del círculo.

—Los Uroboros los atacaron a ambos, ¡no íbamos a abandonarlos a su suerte! —exclamó, mencionando indirectamente al médico—. Hicimos lo mismo que con aquellos que sobreviven a las garras de Ezio: protegerlos.

—Pero ella... —Una segunda crítica mantenía el dedo alzado contra Aurora.

—Todo empezó con Ellery Queen —expuso categóricamente Dacio. Los ojos divisaron al escritor, impávido, con su habitual actitud inalterable de descaro—. Lo eligieron para alistarlo en sus filas.

—¿Por qué? —El hombre de cabellos color ceniza solicitó respuestas.

—Porque sabía quién era yo. —Ellery se adelantó a la reacción el médico.

—¿¡Y quién es usted?!

—Solo soy un escritor —subestimó su distintividad alzando los hombros.

—¿Un escritor? ¿Nos está tomando el pelo?

El hombre se cruzó de brazos, destilando rencor con una grave espiración.

—En absoluto —contestó—. Supongo que Ezio relacionó equivocadamente la oscuridad de mis libros con su delirio patológico. Intentó matarme cuando rechacé su cometido.

—¿Pero por qué usted?

—Es un escritor reconocido, Luca —intercedió Dacio a su favor—. En Estados Unidos se le conoce también por sus aportaciones a la policía como asesor. Su lógica es irrebatible.

—Y querían hacer uso de la misma —infirió este.

—Eso me temo —convino Ellery—. Pero no contaron con lo único que estaba en mi mano —torció una mueca—: mi voluntad. No hace falta que justifique mi reticencia a las ideas paranoides de Ezio, así que no pierdan el tiempo. Me niego a que se me relacione con un genocidio sustentado en la falsa creencia de un mundo puro.

—¿Eso le explicó?

—En resumen, sí. Pero su discurso era el mismo que el de cualquier otro dictador con fines de dominio. Su liberador alegato sobre las almas no es más que una maniobra para disfrazar el asesinato en masa que cree necesario. Pero lo que me parece más ridículo es que llegara a pensar que yo podría aceptar ese razonamiento. —Chasqueó la lengua como si aquello fuera un dardo contra su orgullo.

—¿Y ella?

—Yo —expresó Aurora con un matiz beligerante, entorpeciendo a sus tres defensores— también conocí a Ezio. No solo querían matar a Ellery por su negativa; yo era otro cabo suelto.

—Creo que el motivo de su asesinato seguía órdenes muy distintas, señorita —presupuso una mujer a la que Aurora daba la espalda. A la vista de todos para ser escuchada, sus casi dos metros de altura fueron alumbrados por el plafón del techo.

—Ella no me conoce —contrarrestó.

—Pero Ezio sí, y es su hermano. No tardaría en informarle de su existencia. Y tener conocimiento de que Fausto la protegía habrá desatado su ira.

—No hables sin conocimiento de causa —se impuso Fausto.

—Fui amiga de tu esposa. —Los pasos que la situaron de cara al italiano aclararon su rostro, delgado y áspero como la lija, al incidir sobre ella la tenue luz de la estancia—. Le di la mano, la acompañé en cada ascenso en el grupo. Y sé cuánto te quería. Eso no se olvida. Y menos cuando tú tienes con quién hacerlo.

—Eso no es cierto —Aurora, reparando en la tensión que había originado aquella declaración en Ellery, habló imperativamente—. Yo no soy nada para Fausto, ni él lo es para mí. Me ha salvado de morir, pero eso es todo. Ellery es mi pareja —agarró su mano al aclararlo—, así que dejen de especular, porque ya me estoy hartando de que hablen de mí como si yo no estuviera presente.

—Aurora es una amiga —aseguró calmadamente Fausto—. Ambos lo son. Pero nos estamos desviando del problema principal. —Paseó alrededor del círculo—. El atentado estaba preparado con anterioridad. Estuvieran ellos aquí o no, lo habrían llevado a cabo.

—Avisemos a Lenna —Luca accedió a un paréntesis en la trifulca—. Tenemos que reunirnos hoy mismo. Ya hemos perdido mucho tiempo.

El círculo de miembros aprobó la resolución del segundo dueño de la villa.

—No se hable más. —Tomó el teléfono de la mesa esquinera. Tras una corta espera, inició una conversación en un célere y fluido italiano.

Fausto se acercó a la pareja. Conversaban a media voz con el médico, conscientes de las miradas furtivas.

—Espero que no les hayan importunado demasiado —quiso disculpar a su familia.

—No lo suficiente —le tranquilizó Aurora.

—Creo que será mejor que en esto se mantengan al margen.

—No hay problema. Nosotros tenemos mucho de qué hablar. —Ellery se encaminó a la salida con Aurora—. Si nos disculpan.

A solas, Dacio tomó a su amigo de la cintura. Acogió sus ojos de soslayo.

—Vamos —le sonrió amargamente—, tenemos una larga conversación por delante.

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