Capítulo 20. (PARTE II) La vida de Fausto

Aquel mes de encuentros Fausto sintió que algo había cambiado en él. Cada noche que disfrutaba con Beatrice de una charla a orillas de la costa, paseando entre plazas o compartiendo la alternancia del cielo desde uno de los miradores de Nápoles, caía en la cuenta de que su vida estaba enteramente unida a la de aquella mujer.

En las despedidas, sentía que un pequeño pedazo de su mundo partía con la italiana de ojos oliváceos. Pasaba las madrugadas rememorando las sonrisas cómplices que se guardaban y el amor que revoloteaba en su pecho. Hasta Dacio se había percatado, una de las tardes en el café junto a la Piazza Dante, que tenía la mente en otro lugar.

—Estás otra vez pensando en esa mujer —escuchó el carraspeo hosco del médico.

—Y en quién si no, Dacio, en quién si no.

—No puedes continuar así. Estás distraído. Cuando ella no asiste a las reuniones casi no aportas tu opinión, y eres la voz cantante del grupo. Sin ti, no somos nada.

—Eso no es cierto, Dacio, amigo mío. Sois todo sin mí, y lo sois todo para mí. Pero... —Exhaló la pesadez que portaba consigo—. Estoy enamorado de Beatrice. Lo sé, lo siento aquí. —Puso la mano en su pecho—. Sé que es amor. Necesito estar con ella. No hay hora del día que no desee volver a verla, pero...

—¿Pero? —preguntó, ocultando el resentimiento en su voz.

—Pero no creo que ella quiera lo mismo.

—¿El amor te ha cegado tanto? —espetó desaborido—. Lleváis un mes como dos tortolitos. Deberías tenerlo claro.

—Pero no ha sido más que tiempo compartido. Y sí, gracias a ello he conocido en profundidad lo que Beatrice ansía de la vida. Deseo que siga confiándome lo que mueve su mundo, pero no desde la distancia. —Sus ojos descendieron hacia el café—. Me inunda el miedo, amigo. Miedo que ella misma leyó en mí aquel día.

Un resoplido de fastidio emergió del doctor.

—De nuevo estas cayendo en tu propia trampa mental —le dijo—. Olvida el miedo y ve a por esa mujer. Así volverás a ser el Fausto de siempre —se quejó—. Tú me ayudaste a vencer mis temores, lo logré gracias a ti. Haz caso de lo que tú mismo predicas y detén esa presencia insidiosa con acciones.

—Por eso eres mi mano derecha, Dacio. —Lo zarandeó con alegría—. Porque alumbras mi camino cuando solo veo obstáculos. Gracias, querido amigo. ¡Me marcho!

Fausto se incorporó de un salto. La ilusión pintaba su rostro.

—¿Ahora mismo? —interpuso Dacio, agarrándose a los reposabrazos de la silla.

—Tengo un asunto pendiente con la mujer de mi vida.

El médico observó la figura del italiano atravesando la plaza. Le deseó suerte en un murmullo, no sin antes sentir que él mismo perdía la oportunidad.

~

En el mirador de Posillipo, Beatrice admiraba el paisaje costero con el sonido de las gaviotas surcando las aguas. Fausto, unos pasos atrás, se armaba de valor.

—Nápoles es precioso —lo interrumpió a ras de sus labios entreabiertos—. Amo esta ciudad.

—Yo te amo a ti, Beatrice.

Ella se volvió despacio. Su rostro transmitía el fulgor de ese característico iris aceitunado. Apartando las dudas, Fausto tomó delicadamente sus manos.

—Yo te amo a ti —repitió con el corazón al filo de sus palabras.

Beatrice rio suavemente.

—Cuánto has tardado en decírmelo.

—Pero ya no quiero perder más el tiempo.

Fausto puso un dedo bajo la barbilla Beatrice y alzó su rostro. Se miraron y, muy despacio, sintiendo que el tiempo se ralentizaba para ellos, rozó los labios que tantas veces había soñado. El beso, en un principio suave, cauteloso, se tornó apasionado cuando Beatrice lo abrazó.

Nunca había experimentado unos fuegos artificiales como los que brotaban en su pecho. Una fuerza descomunal, un derroche de energía que gastó besando a la mujer que lo era todo para él. Lo único que tenía claro era que ella, Beatrice, era el origen de su felicidad.

~

Los mejores años de la vida de Fausto estuvieron ligados a Beatrice. La familia que el italiano había creado se desarrollaba sin pausa. Las reuniones nocturnas se trasladaron a salas de mayores dimensiones, y concentraciones semejantes comenzaron a impartirse en ciudades y pueblos a cargo de los compañeros que propagaban sus enseñanzas por diferentes puntos de Italia. Con Dacio a un lado y Beatrice a otro, el mundo del aquel joven italiano estaba completo. Tenía todo cuanto necesitaba.

Sin que aquello hubiera sido su cometido, se vio ostentando el puesto de líder. Más de una vez había escuchado a ciertos compañeros refiriéndose a él con tal calificativo. Pero aquel término llevaba implícito un poder y una autoridad que despreciaba. Todos allí eran vistos como iguales. El temor de revivir la dictadura que había subyugado su tierra lo impulsó a comentar sus dudas con las dos personas más importantes para él.

—La palabra líder no tiene por qué tener un significado negativo —renegó el médico cuando Fausto expuso su inseguridad.

—Es cierto, cariño. —Beatrice dio un voto a favor de Dacio. Estos, no sin esfuerzo, habían terminado congeniando. Nadie entendía la actitud distante del médico con la italiana, y de vez en cuando lo acribillaban a preguntas que él rehuía. Pero su amigo, al que notaba distanciado por la animadversión que canalizaba contra Beatrice, fue quien le hizo entrar en razón. Si Fausto la había aceptado en su vida, él debía aprender a hacerlo—. Tú encabezas y diriges esta familia, la llevas por el buen camino, evitas que se desvíe de su cometido. Eso es lo que significa ser un líder. Tú no impones tu palabra; la compartes y permites que se rebata.

—No sé... —vaciló en un hondo resoplido—. Puede malinterpretarse en otros círculos.

—Pues que vengan aquí y vean su error de juicio —simplificó Dacio.

La firmeza en la entonación del médico consiguió que Fausto riera.

—Cariño, ¿podemos hablar un momento? —pidió Beatrice en el silencio creado.

—Claro. —De la mano, se apartaron de la muchedumbre—. ¿Qué ocurre?

—Fausto...

Vio que en sus ojos centelleaban lágrimas.

—¿Todo va bien?

—Todo va más que bien.

—¿De verdad? Beatrice, si ocurre algo... Puedes confiar en mí, lo sabes. ¿Por qué lloras?

—No quería hacerlo. —Se limpió el inicio de unas gotas y canturreó entre sollozos para calmar el nerviosismo—. Fausto, ¿me amas?

—Mi vida es tuya desde hace mucho tiempo. Y deseo que siga siendo así.

—Si de verdad es sincero el amor que sientes por mí, ¿también lo será hacia el pequeño que llevo en mi vientre?

La notica conmocionó a Fausto. Abrió los ojos, estupefacto, al tiempo que su rostro ponía de relieve una inmensa felicidad.

—¿Estás... estás embarazada?

Asintió, apretando los labios para que no se le escapara un gemido.

—¡Beatrice! —La atrapó entre sus brazos, uniéndose dichoso a su llanto—. ¡Beatrice, me has hecho el hombre más feliz del mundo!

—¿De verdad?

—¡Pues claro! —La besó con ímpetu. Sostuvo su rostro con ambas manos, apoyando la frente en la de Beatrice—. Te amo, y también a ese pequeño que ahora sé que es mi hijo.

Ella lo besó una vez más, luego se resguardó entre sus brazos.

—Tenemos que decírselo al grupo —decidió Fausto, entusiasmado.

—No, no, por favor. —Beatrice se apartó—. Aún es muy pronto. Espera a que se me note algo, ¿de acuerdo? Entonces, lo celebraremos.

—Como tú quieras, cariño —volvió a besarla con una dulzura que estremeció a Beatrice—, como tú quieras.

~

A los cinco meses, la barriga de Beatrice asombró al grupo cuando la pareja subió al estrado e informó que, en unos meses, uno más se sumaría a las reuniones. La tanda de abrazos que recibieron usurpó la mitad del tiempo destinado a la charla, pero nadie protestó. Deseaban festejar la dicha que vivía la pareja. Besos, palabras de alegría y caricias en el vientre de la joven italiana se repetían en una fila que les daba la enhorabuena.

El único reacio fue Dacio. En su interior, la traición y el dolor lo molían a golpes. El hombre por el que daba su vida, aquel que le había conferido un lugar en el corazón de esa gran familia, no le había confiado el secreto del embarazo de su mujer. Y ahora entendía el motivo del casamiento impulsivo que, dos meses atrás, habían celebrado. Se presentaron de buenas a primeras anunciando ser marido y mujer con dos anillos relucientes en el dedo anular, y explicaron el acontecimiento aludiendo a la locura del amor que los embriagaba.

Pero no era solo amor, ahora lo sabía. El secreto que Beatrice portaba en su vientre era lo que los había llevado a casarse. Y él, siendo un médico respetable, ni se había fijado. Claro que tampoco centraba su atención lo suficiente en la italiana; ocupar un puesto junto a ella en la vida de Fausto no le agradaba, le robaba el protagonismo que una vez poseyó. Tomó la decisión, para eliminar el deplorable humor que le recordaba su enganche a los barbitúricos, que era mejor ignorarla que luchar por el interés de Fausto.

Sin embargo, eso solo le había servido para no percatarse de los detalles visibles en el estado de cualquier embarazada. Había sido un idiota; Beatrice había ganado la batalla, y a él lo relegaban al segundo puesto. ¡Ni eso!, se gritó, enervado. Era el tercero, pues el niño que nacería en verano ocuparía ese detestable sitio.

Estuvo a punto de no felicitar a la pareja, pero colisionó con el resplandor en el semblante de su amigo. Era feliz. Fausto era feliz. ¿Y no era eso lo que deseaba por todos los medios? ¿No era eso lo que atesoraba, aunque no fuera él la causa de esa expresión afortunada? Criticó duramente cada destructiva maldición germinada contra la pareja, y se animó a congratularlos. Él también fue feliz, por unos instantes, cuando Fausto lo abrazó y rio en su hombro. Nunca lo separarían de aquel hombre, aunque lo sepultaran dos figuras de mayor significancia.

~

Fausto recorría el pasillo de paredes blancas con las manos tras la espalda y la vista en el suelo. De vez en cuando, alzaba la cabeza cuando un ruido lo despertaba de sus rumiaciones, pero al cerciorarse de que nada tenía que ver con aquello que fatigaba su mente, reanudaba sus andares. Dacio, apoyado en la pared junto a Lenna y su marido, seguía el paseo del italiano de un lado a otro.

—Relájate, todo saldrá bien. Beatrice está en buenas manos —le tranquilizó.

—Estoy tranquilo, estoy tranquilo. Solo es que no creo que haya hecho bien dejándola sola en este momento. Necesita todo mi apoyo —expresaba mientras continuaba alternando rápidas zancadas.

—Ella necesita mucha concentración y calma ahora mismo, Fausto, no agobio. No te preocupes. Esto puede tardar un rato.

—Yo podría entrar —sugirió Lenna con amabilidad.

—No, gracias por tu ofrecimiento, Lenna, pero Beatrice prefiere que no haya nadie del grupo.

—Fausto, detente. —El médico lo asió de los hombros y se enfrentó a la inexpresiva tez de su amigo—. Respira, por favor, y cálmate.

—No puedo, amigo mío —también él lo agarró—, no puedo. La mujer de mi vida está sola, sin mí. Eso no debería ser así.

—Pero las normas son las normas.

—¡Al Diablo las normas! —exclamó, pero sus labios sonreían.

—¿Qué vas a hacer, Fausto?

—Lo que debería haber hecho antes, pero, como siempre, la preciosa Beatrice me hace dudar de todo. No, lo siento, pero no. No me voy a quedar aquí esperando por algo en lo que yo también debería ser partícipe. Luego nos vemos.

—¡Espera!

Nadie pudo detener al italiano cuando abrió la puerta de la habitación donde Beatrice se encontraba soportando el dolor de una fuerte contracción.

—¡Fausto! —gritó agradecida al verle.

—¡Cariño mío! —Acarició el bello rostro de Beatrice empapado en sudor. Estaba hermosa, más hermosa que nunca. Iba a traer al mundo a su retoño, y eso la convertía en la diosa de su universo particular—. No podía quedarme quieto esperando a que tú hicieras todo el trabajo sola.

—Cuánto has tardado —masculló entre gemidos de dolor y lágrimas de alegría.

Una contracción le hizo constreñir el rostro y agarrarse a la cama.

—Está a punto —avisó el obstetra—. Señor —reconvino con aspereza a Fausto—, debe marcharse.

—Yo no me muevo de aquí —expresó su deseo—. Son mi mujer y mi hijo, y yo me quedo.

—Su presencia solo entorpecerá —adujo el médico, cansado de enfrentarse a la cabezonería de otro padre primerizo.

—No les hagas caso, Fausto. —Beatrice consiguió que la mirara—. Quédate conmigo, por favor —le susurró—. Necesito que estés a mi lado. Te necesito aquí...

—No voy a irme, Beatrice, no hay otro lugar donde desee estar.

La agarró más fuerte cuando otro alarido tensaba el cuerpo de Beatrice contra el colchón.

—Cariño, es tu momento —dijo Fausto admirando la valentía que derrochaba su mujer—. Eres una luchadora, siempre lo has sido. Ya queda poco para tenerlo entre nuestros brazos. —Le acarició la mejilla—. Estás preciosa.

La vio reír antes de espirar con la potencia de otra contracción. Cinco minutos de agonía después, el médico tomaba a un bebé ensangrentado que no paraba de llorar. Beatrice, sin fuerzas y a punto de caer exhausta, alzó las manos hacia su pequeño.

—Deme... démelo —pidió.

Ignorando su petición, las enfermeras cortaron el cordón umbilical junto a una mesilla metálica y lo trasladaron a una zona alejada de la cama. Al poco, una manta envolvía al recién nacido.

—Aquí tiene a su bebé —le dijo la enfermera que se lo entregaba.

Sin poder controlar las lágrimas, Beatrice pegó al pequeño a su pecho y contempló maravillada aquellos ojos negros que la observaban muy quietos, como si trataran de entender quién era aquella mujer que le transmitía una apacible sensación de paz. Lo besó en la frente, respirando su olor, y giró los ojos hacia Fausto, que los observaba extasiado.

—Te presento a tu hijo Angelo.

Fausto jamás creyó poder sentir un amor como el que desbordaba aquella habitación de hospital. No le parecía real, como si con un chasquido todo pudiera desvanecerse. La mano de Beatrice aferrando la suya y situándola sobre su hijo desterró ese miedo. A pesar de lo caótico y aberrante del mundo en el que vivían, su propio mundo, aquel solo habitado por su mujer y su hijo, era espectacular, un paraíso que nunca pensó que pudiera ser posible. Besó a su hijo en la frente.

—Os quiero a los dos, Beatrice, os quiero como nunca he querido a nadie.

~

1953...

La noticia detonó como una bomba inesperada. Tres años habían pasado desde el nacimiento de Angelo, y la familia que Fausto había construido no podía ser más afortunada. El grupo que se reunía por las noches contaba con la presencia del miembro más joven, pues Beatrice negaba la ayuda de una cuidadora que aliviara parte de la carga de un trabajo que amaba. Quería hacer a su retoño partícipe del mundo que deseaban cambiar, hacer de él un hombre grande y fuerte al que todos siguieran, como a su padre. Era un niño amado, tanto por sus padres como por la inmensa lista de allegados que se expandía por toda Italia.

Cómo iban a imaginar que la vida del pequeño, cuyo camino sus padres ya habían predispuesto, acabaría tan pronto.

Una tarde a mediados de 1953, la pareja paseaba de la mano mientras contemplaba al niño de cabellos dorados reír de alborozo. Angelo correteaba frente a ellos tras una mariposa que aleteaba a su alrededor sin fijarse en las personas que lo esquivaban para no chocar.

El acontecimiento que los sumió en las tinieblas ocurrió en una fracción de segundo.

Unos disparos enturbiaron la atmósfera como rayos atronadores de una súbita tormenta. Paralizados por el estruendo, sus miradas recayeron en el pequeño que corría en dirección a la fuente del disturbio.

Le gritaron que parara. Le gritaron a la par que sus cuerpos rompían la inhibición y emprendían una carrera por la vida de su hijo. Desencajados por el miedo, contemplaron al pequeño Angelo girarse hacia ellos con la mariposa que había intentado cazar posada en el dorso de la mano. Reía, pues aquel insecto colorido le hacía cosquillas en la piel.

Aquella sonrisa se desvaneció cuando una bala atravesó su diminuto cuerpecito. La mariposa alzó el vuelo hacia la seguridad del cielo a la vez que Angelo se desplomaba de espaldas.

El grito que nació de Beatrice despedazó los esquemas del italiano. Sentía las balas acribillando su propio pecho, unas balas invisibles y desgarradoras. Se lanzó contra el cuerpo de su hijo al tiempo que su mujer, empapándose ambos con la sangre del niño al que abrazaban entre alaridos y un llanto inconsolable.

No podía ser cierto, se repitió mil veces Fausto, aquella desgracia no podía haber sucedido. Su hijo no podía haber muerto por un fuego cruzado que no les concernía. Pero el cuerpo de aquel ángel dorado no oponía resistencia a los brazos que lo sujetaban. Miró a su mujer, cuyos ojos eran dos puntos negros en el abismo de su alma, aullando el nombre del hijo al que le habían arrebatado.

Una parte de ellos murió aquel día.

Una parte que adoraron desde el primer momento.

La muerte de Angelo fue el principio del fin.

~

Desde el momento en que Fausto portó a Angelo hasta el hospital más cercano, la vida de la pareja descendió a los infiernos. Solo se miraban, incapaces de pronunciar una palabra, y asentían cuando escuchaban algo que no llegaban a procesar. Las negativas de los sanitarios a prolongar la reanimación en un cuerpo en el que ya no había alojado vida desataron la furia de Beatrice. Una furia que, sin embargo, expresó con el mayor de los mutismos. Aislada en un mundo de dolor, ni su marido poseía la facultad de traerla de vuelta a una realidad que odiaba.

Aceptando la soledad que su mujer reclamaba, Fausto se encargó de preparar el funeral con ayuda de Dacio, su soporte desde la impresiva llamada que recibió en la madrugada.

El pequeño Angelo fue enterrado en el cementerio de Poggioreale. La familia que habían formado por toda Italia asistió al velatorio. Uno por uno, con una sensación de pérdida en el corazón, dieron sus condolencias a la pareja que yacía junto al ataúd que alojaba un pedazo de sus vidas.

El féretro recibió unos versos antes de marchar hacia las profundidades. Fausto, circundado por la aflicción de sus amigos, sucumbió al vacío de su interior. Se derrumbó. Con las manos y la cabeza tocando la adusta madera, se dejó vencer por el dolor. Murmuraba una y otra vez el nombre de su hijo.

La escena sacó a Beatrice de su estupor. Ella también se postró de rodillas. Los dos, tan muertos como el pequeño angelito, pero irremediablemente vivos, contuvieron una mirada que hacía días estaba extinta.

—He muerto con él —le susurró Beatrice—. ¿Cómo...? ¿Cómo puedo volver a vivir si Angelo ya no puede? ¿Cómo?

—No lo sé... —gimió Fausto, apretando las manos de su mujer contra sus labios—. Yo tampoco lo sé. No sé quién soy, no sé qué hacer ahora... —le confesó.

—Luchar —musitó en un tono desolador—. Luchar contra los que asesinaron a nuestro hijo.

Fausto no comprendió a qué se refería, pero tampoco quiso preguntar. Lo consideraba un comentario fruto del duelo que atravesaban.

Cayó en el error de no tener en cuenta que Beatrice nunca manifestaba una opinión que no hubiera meditado previamente.

Jamás. 

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Créditos imagen: Los amantes - Akseli Gallen


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