Capítulo 16. Separación (Parte de Ellery)
Dacio raspó el bordillo con la rueda delantera al frenar y se bajó del coche de un salto. Sacó a Ellery de la parte trasera mientras lo examinaba por encima. Al cerciorarse de la palidez que suplantaba el color tostado de su piel, lo trasladó a empujones al interior del salón. Lo acomodó en el diván que decoraba el centro de la estancia y marchó en busca del botiquín que guardaba para casos de extrema urgencia. De cuclillas, chasqueó los dedos para atraer la atención de Ellery.
—Necesito examinarle.
El escritor apenas elevó la mirada.
—Quítese la chaqueta y la camisa, por favor.
Ellery llevó a cabo la orden sin contestar. Sus ojos no se apartaron del médico durante el reconocimiento.
—Tiene heridas superficiales, ninguna contusión de gravedad —dijo con un resoplido de alivio.
Aguardó a que se vistiera. Sin embargo, no hubo reacción alguna en Ellery. La ferocidad de los puños que mantenía comprimidos sobre sus muslos le aportaba un aspecto animal. No tuvo tiempo de preguntar; mientras se incorporaba, unas fuertes manos lo atrapaban de la camisa y lo suspendían unos centímetros del suelo, que rozaba con la puntera de los zapatos.
—Me da igual si yo estoy bien —pronunció casi sin abrir los labios. Los bordes cuadriculados del mentón se marcaron en exceso—. Me da igual si usted está bien. Me ha obligado a abandonar a Aurora.
—Yo...
—¡Cállese! —le gritó a la cara—. ¡Quiero que se comunique con ellos! Quiero que...
—No puedo hacer eso.
—¡Por qué! —Apretó las solapas de la camisa entre sus puños. Todo lo que defendía, el autocontrol, la lógica frente al poderío de las emociones, se desvanecía en un triste soplo de aire como si no valiera absolutamente nada. La ira lo carcomía y, junto al miedo, lo convertían en un hombre distinto, un hombre que no reconocía.
—Porque es nuestro proceder —titubeó Dacio—. Ese sitio era seguro, Ellery. Si han atacado la plaza es porque la intimidad de nuestro círculo se ha visto trastocado. Algo está pasando, algo muy grave.
—¿Cambio de bando?
—Temo que sea al revés. Te-temo que en nuestro grupo un Uroboros se haya hecho pasar por Sirena. Les sería más fácil así...
—No le estoy haciendo ninguna sugerencia. —Acercó el rostro de Dacio al suyo—. Contacte con ellos.
—Eso sería cometer un suicidio. Tiene que entenderme —levantó las manos tratando de calmarlo—, debía ponerle a salvo.
—¿¡Y Aurora!? ¿Ella qué?
—Ella está con Fausto...
—¡Eso no lo sabe! —Poner de manifiesto aquella aterradora probabilidad acrecentó la furia con la que sostenía al médico.
—Yo... lo... lo siento, Ellery —farfulló—. Fausto la habrá protegido, se lo aseguro. Debemos pensar que están vivos...
—¡¿Pensar!? —repitió. La risotada encubrió un sollozo—. ¡Necesito hechos!
Terminó por soltarlo de una sacudida. El médico trastabilló con la mesita.
—No podemos hacer otra cosa —dijo alejándose hacia el pasillo—. Conozco a Fausto y sé de lo que es capaz. Está vivo, lo presiento.
—¿Lo presiente?
Dio una zancada hacia Dacio, aguantando el impulso de abalanzarse de nuevo.
—Mi alma está unida a la de ese hombre como usted nunca podría llegar a entender. Siento que sigue vivo, por lo que mi corazón está tranquilo. ¿No siente lo mismo por su compañera?
Lo miró con la locura apropiándose de su iris. ¿Estaba riéndose de él? ¿Sentir que Aurora seguía con vida? ¡Rezaba porque así fuera! Había sucumbido a una plegaria que creía sin sentido, pero se aferraba a un clavo ardiendo con tal de que estuviera viva. Había nombrado a todo dios habido y por haber, un falso modo de afrontamiento ante una situación que se le escurría de las manos. Se sentía un hipócrita. Siempre con el ideal por delante de aludir a la providencia innata que el ser humano demostraba cuando las circunstancias así lo exigían. Sin embargo, se había visto a sí mismo errando de deidad en deidad como un hambriento necesitado de un poco de omnibenevolencia.
En el duelo sostenido contra el médico, con las sombras del salón como espectadoras, su muro de furia se derrumbó. Cayó de rodillas en un llanto amargo. Llevado por una oleada de terror, estampó los puños contra el suelo sin poder contenerse. El dolor de los golpes amortiguaba el ruido mental. ¿Cómo podía haberla dejado sola?, ¿cómo había reaccionado haciendo justo lo contrario a lo que deseaba?, se repetía. Cada tortuoso pensamiento lo destruía frente a los ojos piadosos del hombre que, en realidad, le había salvado la vida.
Dacio observaba la escena desde la esquina de la puerta. Su creencia era tan irracional como insinuaba aquel americano, pero era lo único que le aportaba fuerzas para continuar. Confiar en que Fausto seguía con vida en una punta de Nápoles le servía para tener la mente cuerda, centrada en lo que podían hacer a continuación. Debía esperar a que las aguas se calmaran para discutir el paso siguiente. Aún era demasiado pronto.
Pero entendía la sensación de desdicha que anegaba al escritor. Lo entendía más de lo que podía imaginar. Cuántas veces se había acostado con la derrota en mente, desmenuzando cada momento compartido, cada abrazo y mirada, en busca de un significado diferente al de la amistad. El símil estaba ahí, presente. Ellery lloraba la probable pérdida de su amada; él había llorado durante años un amor no correspondido. No era la muerte, pero se le parecía bastante. Y ahora que lo veía en el suelo, lamentándose como un moribundo que percibe el final de su camino, la soledad se hacía contagiosa.
Unas manos se situaron sobre los hombros de Ellery. Al levantar la mirada, la expresión tormentosa del médico le hizo darse cuenta de su error.
—Perdóneme, Dacio...
—No tiene por qué disculparse. Sé lo que se siente.
—No debí... Pero no... No puedo... —El amargor del llanto trabó sus palabras.
—Está bien, ella estará bien. Téngala en mente en todo momento. Ahí seguirá viva mientras no sepamos más.
De rodillas, Dacio atrajo al escritor y lo arropó entre sus brazos.
—Siéntala en su corazón, Ellery —murmuró junto a su oído—. Sienta lo que su corazón le dice.
—Mi corazón está muerto de miedo.
El suyo propio también, pensó para sí el médico, pero no eran más que sentimientos generados al anticipar un futuro que amenazaba la pérdida de lo amado. Una mente racional, incluso en unas condiciones que autorizaban un juicio incoherente, no debía dejarse vencer por el miedo.
—El miedo no evita la muerte, Ellery —la frágil voz de Dacio se apropió de la estancia—, el miedo evita la vida.
~
Dos horas después, el silencio se había acomodado en el salón. Ellery no parecía consciente. La ráfaga de imágenes del atentado recurría a su cabeza. Recordaba a Aurora sentada a su lado en el café, la última mirada plagada de rabia que instaló sobre ella, el arrepentimiento de soltar su mano para confrontar al líder de las Sirenas. El modo en que Fausto la contemplaba había terminado por desquiciarlo.
Unos golpes en la puerta levantaron al médico de un respingo. Dejando a Ellery a solas, por la mirilla discernió a uno de los miembros del círculo.
—¡Me alegro de que estés bien, Saul!
—Te digo lo mismo. —El nuevo integrante, de cabello medio largo y rostro alargado, lucía el mismo aspecto funesto que el médico.
—¿Se puede saber qué ha pasado?
Se apartó para que accediera al vestíbulo y le dio un abrazo.
—¿Estamos solos? —preguntó, observando con meticulosidad su alrededor—. Por tu inglés...
—No exactamente —afirmó las sospechas de Saul—. Pero podemos confiar en él.
—¿Es ese hombre al que Fausto nos pidió vigilar?
—Sí.
—Como quieras —alzó las manos, restándole importancia—, pero prefiero que hablemos aquí. Ahora mismo hasta las paredes tienen oídos.
—Cuéntame.
—No tengo mucha información. —Saul se quitó el sombrero para limpiarse el sudor de la frente—. Llevamos corriendo de un lado para otro toda la tarde. Ya sabes que la Piazza del Plebiscito estaba protegida, teníamos a muchos de los nuestros allí. Han caído seis.
La muerte de varios camaradas le provocó un nudo de angustia.
—Quiénes...
—No estamos seguros —resopló—, pero dos de ellos eran Turi y Gabriella.
—Madre Santa... —Dacio se tapó la boca, aturdido por la noticia.
—En unas horas sabré el resto de bajas... En cuanto al cómo, sospechamos que hay un infiltrado entre los nuestros. —Ancló el puño a la pared y descansó parte del peso—. Solo nosotros conocemos los puntos exactos donde tenemos puestos de vigilancia, y las bombas han explotado justo en uno de ellos, Dacio. Alguien ha querido masacrarnos sin piedad, alguien al que hemos aceptado en el círculo y que es un sucio Uroboros.
—Esto es un desastre... —se lamentó.
—Y más que va a serlo. Cuando todos estén al tanto, nadie se va a fiar de nadie. Se va a instaurar una guerra interna con la que terminaremos divididos. Otra vez.
—No, eso no sucederá.
—¿Eso crees? Demasiado seguro te veo.
—No tiene por qué, si pillamos a quien ha creado esta barbarie primero.
—Y cómo vamos a hacer eso —espetó Saul, nada conforme con la respuesta.
—Fausto sabrá cómo. Tenemos que reunirnos todos. Solo así descubriremos al intruso. Fausto lo olerá a leguas.
—Veo difícil que nos reunamos todos los miembros —objetó la idea—. Sería el momento perfecto para otro ataque fulminante.
—No nos queda de otra. —El médico recostó la espalda contra el aparador de madera, impacientado—. Tenemos que encontrar al culpable y hacerle hablar. Y si no acepta nuestras condiciones, tendremos que usar otro método —insinuó.
—Veré que puedo hacer. En cuanto a Fausto...
—¡Sí! —Dacio dio una zancada nerviosa hacia su compañero. Necesitaba que alguien verificara el pálpito de que estaba vivo.
—Lo vieron salir del café junto a la pelirroja a la que tatuamos la sirena.
—Conque usted fue uno de ellos...
El tono resentido les llegó del acceso al salón. Ellery, de brazos cruzados, había escuchado discretamente la conversación. Saul elevó una ceja inquisitiva y dobló los labios con soberbia, dispuesto a rebatir cualquier ocurrencia. Pero no pudo siquiera reaccionar a los ágiles movimientos que se le vinieron encima. En una fracción de segundo, Ellery recorrió el espacio sobrante y estampó el puño contra su pómulo en un gancho seco.
La velocidad con la que lanzó el golpe provocó que Saul tambaleara hasta chocar contra la puerta. Algo crujió en el interior de su boca.
—¡Qué cojones! —bramó, taponando la contusión de la mejilla.
—Esto es solo el principio —respondió Ellery, acomodando una posición ofensiva con los puños en alto.
—¡Basta! —El médico se entrometió en la pelea extendiendo los brazos para separarlos. Vituperó a Ellery con ojos desorbitados—. ¡¿Se puede saber qué hace?!
—Si cree que me voy a quedar quieto mientras tengo delante a uno de los hombres que nos drogó y tatuó, está muy equivocado, doctor.
—¡Ahora eso es lo de menos!
Una fisura rojiza inflamaba la mejilla de Saul. Alterado, se lanzó sin pensar contra Ellery, colisionando contra la inoportuna barrera de separación en la que se había convertido el médico.
—¡Se va a enterar de lo que es bueno, stronzo americano!
—¡Detente, Saul! —rogó Dacio—. ¡No es momento para peleas!
—Tóqueme y recibirá otro regalo en el pómulo contrario.
—Americani sporchi! —Saul rio con desagrado—. Siempre con la fuerza por delante.
(—¡Sucios americanos!)
—Al menos valoramos un enfrentamiento cara a cara, sin artificios ni segundos de por medio. Le gusta jugar con ventaja, ¿eh, Saul?
La mofa sirvió para el fin que había pretendido. Saul se abalanzó nuevamente arrastrando consigo al médico.
—¡Paren de una vez! —Haciendo acopio de fuerzas, Dacio los empujó a rincones opuestos del vestíbulo—. Así no llegaremos a nada. —Tornó hacia Ellery y bajó los brazos, conciliador—. Por favor, deténgase. Sé que lo necesita, pero Saul tiene información que a usted también le interesa.
Masajeándose los nudillos, trasladó su atención del médico al miembro de las Sirenas.
—A dónde se han llevado a Aurora —exigió saber.
—¿Ahora quiere respuestas, americano?
—Saul, por favor, tú tampoco —suplicó Dacio.
—Solo por ti, Dacio, solo por ti —gruñó. Se limpió la sangre en la chaqueta arrugando un gesto de dolor—. Vieron a Fausto en el coche que lo condujo al café. Suponemos que fue a su casa para protegerse, pero allí ya no hay nadie. No hemos tenido más comunicación por ahora. Estamos esperando alguna señal para poner en marcha el siguiente movimiento.
—Lo más seguro es que quiera dejar Nápoles —dedujo Dacio con los dedos tamborileando en la barbilla—. Aquí ya nada es seguro.
—¿Dejar Nápoles? —intervino Ellery. La pelea con el italiano le había hecho olvidar la cuestión principal: Aurora estaba viva. Un agujero de luz deshacía la espesura que el miedo había propagado. Pero pronto otra preocupación tomó el relevo. Fausto se llevaba a Aurora de Nápoles—. ¿¡Por qué se marcha con ella?!
—Quiere ponerla a salvo —entendió el médico.
—¡Adónde!
—Por ahora estamos como usted —le dirigió Saul—. Tenemos varios puntos fuera de la ciudad. Es cuestión de que Fausto contacte con nosotros.
—¡¿Ya está?! —Ellery los miraba a ambos enfurecido. Aquella vaga respuesta no rebajaba su ánimo—. ¿Y ahora qué?
La solución que planteaban le parecía una locura. Fausto protegía a Aurora, y le debía la vida por ello, pero esa muestra de buena voluntad no hacía desaparecer la suspicacia.
—Lo único que podemos hacer en estas circunstancias —el médico lo aferró del brazo afectuosamente—: esperar.
—Eso no me sirve —desmereció Ellery, apartándolo con brusquedad.
—Guarde ese coraje de americano y acepte que es la única solución que nos va a mantener con vida. Aquí todos estamos hasta el cuello — se entrometió Saul—. Yo me marcho, Dacio. Si tengo noticias de Fausto, te lo comunicaré en la mayor brevedad que me sea posible.
—Estaré al aguardo de tu llegada, amigo. Y ten cuidado. Tened todos cuidado.
Ellery echó la cabeza atrás, apoyándose en la moldura de madera.
—Vayamos al salón —le dijo Dacio—. Allí entraremos en calor y podré tratarle los nudillos.
—Dígame una cosa. —Lo detuvo con una mano en el pecho antes de que traspasara el umbral. Sostuvieron un tenso encuentro de miradas—. Qué es lo que ve Fausto en Aurora.
—No es de mi...
—Déjese de cuentos. Yo también estuve en la cafetería, ¿lo ha olvidado? Me percaté de cómo la miraba. Parecía... —Espiró con furia; aquellas palabras eran como veneno—. Parecía un hombre enamorado. —Mantuvo la vista afianzada en las losetas del suelo unos segundos—. Qué es lo que me está ocultando.
—Yo no oculto nada.
—Pruebe a responder otra vez.
—No soy yo quien debe contar esa historia. No me pertenece —quiso excusarse.
—Será mejor que traicione a esa moral suya y me lo cuente, o me largaré de aquí.
—Marcharse sería su perdición —aclaró con gravedad—. Nos pondrá a todos en peligro.
—Eso ahora mismo es lo que menos me importa.
—Ellery, no puedo...
—Le recuerdo que su amigo nos ha metido en esto. —Se levantó ligeramente la camisa para mostrarle el tatuaje de la sirena—. Me lo debe.
Incapaz de diferenciar la fina línea entre lo correcto y la deslealtad, Dacio asintió y apartó la mano que lo retenía. Vagó hasta el centro del salón, cabizbajo, y se dio la vuelta para encarar al hombre que lo situaba en el papel de enemigo; primero con su misma dureza; después con compasión, pues el abatimiento que transmitía le alcanzaba de lleno.
—Qué ve Fausto en Aurora —repitió Ellery.
—Fausto... Fausto la ve a ella.
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