Capítulo 16. Separación (Parte de Aurora)
Arrodillada en el suelo, Aurora rebuscaba con desesperación entre los derribos de la cafetería. Apenas se percataba de las heridas que los filos cortantes de metal rasgaban en sus manos cuando levantaba alguna de las mesas.
Un potente temblor corporal la paralizó al descubrir una pila ensangrentada de carne y hueso. El llanto emergió de su garganta tiñendo sus mejillas.
—¡Ellery! ¡Dónde estás!
Reaparecía el temor demoledor a la muerte. Aquella emoción había ido escalando de forma sinuosa hasta desplegarse con toda su colosal fuerza. Justo cuando pensaba haberlo superado, daba la cara con un escenario inconcebible.
—Todavía no... —murmuró, ahogando las palabras entre sollozos—. Todavía no te lo lleves...
La neutralidad con la que había confrontado a Ellery su aceptación de la muerte le parecía ahora una fábula macabra. Incansable y perversa, su mente confeccionó al psicopompo avanzando con sus inmensas alas negras hacia el cuerpo inerte del escritor. Aquel ser angelical, de un azabache cegador, cruzaba a su lado destilando una extraña sensación de melancolía. Derramaba lágrimas de pesar sobre su nueva adquisición, y lo cubría con su plumaje negro como si orara por el alma que lo acompañaría de regreso. Unos segundos, y sobre la superficie de la cafetería ya no había nadie, ni un vestigio del ángel ni del hombre al que amaba.
—¡Aurora!
No reaccionó a la voz de Fausto. Aquella realidad paralela atroz la obligaba a buscar a Ellery omitiendo los peligros a los que estaba expuesta.
—¡Aurora! —Los fuertes brazos del italiano la pusieron en pie. Centró sus ojos castaños en ella. Se percató de que su mirada lo traspasaba, perdida en los estragos de la cafetería—. ¡Aurora! —La zarandeó para que volviera en sí—. ¡Tenemos que salir de aquí!
—Ellery...
—¡No hay tiempo!
Una cuarta bomba retumbó en la pared a medio derruir, levantando una oleada asfixiante de polvo y cenizas. Fausto se encorvó para protegerse de los bloques de piedra que salieron desperdigados, cubriendo a Aurora con su cuerpo.
—Tenemos que salir de aquí —le dijo al oído, moviendo los ojos entre la polvareda con el objetivo de vislumbrar un recoveco por el que escapar.
—No puedo irme sin Ellery...
—¡Está con Dacio, su amigo está con Dacio! —le repitió encomiosamente—. Como no salgamos de aquí, nos quedaremos atrapados entre los escombros.
Aurora trató de soltarse, pero había perdido el aplomo. Si huía, dejaba atrás lo más importante de su vida. Aquel súbito momento de comprensión la derrumbó en el suelo. Una tormentosa angustia se asentó en su estómago. Se le hizo imposible mover un solo músculo sin sentir que desfallecía.
Fausto, observador del estupor que dominaba a Aurora, la alzó de los brazos. Aquellos ojos nublados por el miedo le sirvieron para tomar una decisión.
—No necesito su consentimiento para esto —habló con firmeza, dispuesto a sacarla en contra de su voluntad.
La obligó a andar hacia el exterior de la cafetería. Al pisar la plaza, se apresuraron hasta resguardarse en un callejón entre edificios. En la penumbra de los dos grandes muros de piedra rojiza, Fausto se detuvo y apoyó a Aurora en la pared. Advirtió la dilatación de sus pupilas.
—¿Me escucha? —le dijo con suavidad al tiempo que le apartaba el cabello de la cara—. ¡Aurora, debe hablarme!
—Está... está muer...
—Eso no lo sabe. —Sin poder evitarlo, la estrechó con vigor entre sus brazos para que los temblores desaparecieran y entrara en calor—. No lo sabe —le repitió al oído—. Yo la protegeré, ¿de acuerdo?
—Fausto, tenemos que volver... —sollozó.
—La plaza es una debacle —se negó a cometer una locura como la que le planteaba—. La policía estará a punto de cercar los alrededores. Debemos marcharnos.
A Aurora le fallaron las piernas. Fausto reaccionó a tiempo sosteniéndola por la cintura. La enderezó sin quitarle la vista de encima. En ese momento, distinguió una mancha rojiza en su camisa.
—Está herida —expresó asiendo la barbilla de Aurora para que le mirara—. Tengo que curarle eso cuanto antes.
—No...
—No puedo hacer otra cosa, Aurora. Quiera o no, tengo que ponernos a salvo.
La rodeó por la espalda y la forzó a correr calle abajo. Al otro lado, un coche tocó varias veces el claxon para hacerse ver. El conductor, al cerciorarse de la condición que presentaban, salió abruptamente del interior y les abrió la puerta trasera. Guarecidos en aquel espacio, el ruido se silenció, como si la devastación de la que acababan de escapar nunca hubiera existido.
—Cos'è successo?! —demandó el hombre una vez al volante.
(—¿¡Qué ha ocurrido?!)
—Hanno cercato di ucciderci, Nico. Siamo scampati per poco.
(—Han intentado matarnos, Nico. Hemos escapado por los pelos.)
—E Dacio?
(—¿Y Dacio?)
El italiano cerró los ojos, desolado.
—Spero sia sopravvissuto.
(—Espero que haya sobrevivido.)
En el asiento central del automóvil, Aurora miraba a la lejanía sin parar de temblar. Se masajeaba las manos repetidamente. De sus labios brotaba un murmullo incomprensible. Fausto permaneció en silencio. La mujer a su lado lo retrotraía a su pasado. Le resultaba imposible no sentir que algo los unía. Las pulsiones que se había esforzado en abolir lo presionaban a arroparla entre sus brazos. Pero quién era él si no el creador del infierno actual de aquella americana. No merecía ni mirarla.
—Fausto... —La fragilidad de su voz lo desarmó—. ¿Qué ha pasado...?
No pudo terminar la frase; desgarrada, Aurora rompió a llorar.
Incapaz de ver cómo se hundía frente a él, Fausto la abrazó. No percibió resistencia, pese a las dudas que albergaba de aquel acercamiento. Diez minutos después, el coche se detuvo frente a una fila de edificios. La fachada, de un color hueso avejentando con el paso del tiempo, era una réplica de las ilustres construcciones que Nápoles había preservado indemnes.
—Tenemos que bajar —le susurró Fausto. La vio asentir.
Se adentraron en la oscuridad del edificio y subieron las escaleras hasta su despacho. La ayudó a sentarse en un sofá de cuero marrón. Luego se acuclilló frente a ella. En un impulso afectuoso que no pudo reprimir, le acarició la mejilla.
—Espéreme aquí. Enseguida estoy con usted.
Aurora se mantuvo inmóvil. Ni el dolor de la herida del costado conseguía espabilarle. El miedo anulaba cualquier contratiempo carente de sentido.
—Tengo que limpiar la herida y desinfectarla.
El lado izquierdo de su camisa blanca despintaba un rojo oscuro. Solo asintió.
—Puedo... —buscó su consentimiento esta vez.
Otro asentimiento. Lentamente, Fausto le desabotonó la camisa y la desvistió con educada prudencia. Resultaba un alivio que otro pudiera ocuparse de lo que escapaba a su control. Lo observó coger un bote de antiséptico.
—Esto le va a escocer. Disculpe, pero tengo que tocarle. —Se apoyó en el hombro de Aurora y la giró levemente para poder examinar la herida con mayor detenimiento. Vertió parte del contenido en la hendidura abierta de la piel.
Aurora pestañeó con fuerza. El escozor quiso devolverle a la realidad, mostrarle que estaba viva. Las lágrimas bordearon su barbilla. Con los ojos muy abiertos, contempló alejada de la escena el proceso de cura.
Mientras limpiaba la zona, Fausto no había podido evitar contemplar el cuerpo que tocaba. La forma en que la clavícula ondeaba en una suave meseta, el camino fino y prieto hacia los pechos, el sostén negro que ensalzaba la sensualidad de una piel erizada por la exposición al frío ambiente. Le costó despejar aquella imagen de su cabeza.
—Es suero —dijo a la pregunta no expresada de Aurora. A punto de situarlo sobre la herida, la visión más consciente del cuerpo lo frenó. Se percató de las heridas que se esparcían como las espinas que protegen el tallo de una rosa—. Estas marcas... —murmuró.
—Son mí símbolo.
—¿Un símbolo? —repitió, aliviado por escucharla hablar—. ¿Qué significan? —Reanudó la cura—. Si me permite la pregunta.
—Que sigo en pie.
—Ha luchado por su vida antes —reformuló Fausto.
Pestañeó como respuesta.
—Y salió vencedora.
—Antes no pensaba así. —Hizo un inciso provocado por la irritación de la gasa—. Hace poco que comprendí que sí.
—Un significado muy valioso —convino, sonriéndole tenuemente. Buscaba un ancla que la conservara allí con él, en la habitación, y no a las puertas de un ataque nervioso—. ¿Puedo preguntarle cuál fue su enseñanza?
—Que toda vida importa, por doloroso u horrible que sea el acto con el que muestra al mundo que no es invisible. —Dos lágrimas tardías resbalaron por sus pómulos. Se miró las manos cubiertas de polvo y sangre—. Nos aterra mirar bajo la manta y enfrentar la oscuridad que podemos llegar a albergar. No entendemos que a veces es esa oscuridad lo que nos hace resistir.
Fausto admiraba calladamente la dualidad que portaban unas escarificaciones que decían mucho más de lo que aquella mujer se atrevería a contarle. Tenía claro que Aurora era una de ellos.
—Asombroso.
—No crea. Es una lección que no he terminado de aprender.
—¿Por qué? Opino todo lo contrario. Solo aquellos capaces de ahondar en el sufrimiento del otro y ver más allá tienen la capacidad de mejorar este mundo.
Aurora alzó los ojos hacia aquellos que la contemplaban con predilección.
—Eso es lo que usted perseguía en un principio, ¿no?
—Era uno de mis cometidos.
—Pero no salió como esperaba.
—Por ello redundo en la idea de que solo unos pocos tienen ese don —declaró abiertamente—. Otros, independientemente de la actitud conciliadora que intenten demostrar, se aferran a creencias rígidas sin intenciones de cambio.
—Y se dejó engañar —atacó sin suavizar el golpe.
—¿Engañar? —Fausto negó varias veces. No parecía molesto por la observación de Aurora. En su lugar, una sonrisa sincera ocupaba sus facciones—. No es dejarse engañar el tener fe en las personas.
—¿Fe? —repitió, escéptica.
—Sí, fe. Por difícil que nos resulte. El problema de este mundo, Aurora, es que vivimos en una sociedad donde el fin justifica los medios. Es algo detestable. Que yo quiera dar a conocer los principios que defiendo no implica que tenga derecho a usar cualquier instrumento para hacerme oír. Ahí es donde unos cuantos nos diferenciamos del resto.
—Eso fue lo que provocó la divergencia de su grupo.
Fausto carraspeó. La cuestión era más complicada que una simple discordancia de creencias.
—Fue una de las causas —aceptó contestar. Sujetó las gasas con unos esparadrapos y sonrió satisfecho—. Tome. —Le alcanzó una pastilla y un vaso de agua—. No se preocupe, es un antibiótico. Gracias a Dacio, esta fortaleza cuenta con un arsenal sanitario en condiciones.
—¿Qué va a ocurrir a partir de ahora?
Fausto tomó asiento mientras Aurora se recolocaba la camisa.
—Tenemos que dejar Nápoles.
—¡No pienso marcharme de la ciudad sin Ellery!
—No hay otra opción. Nápoles ya no es seguro. —Fausto sacudió la cabeza. No deseaba combatir con ella, pero no iba a permitir que el atentado orquestado por Ezio consiguiera su objetivo.
—¡Me da igual! —Con la angustia a flor de piel, se incorporó bruscamente, viéndose obligada a encorvarse a causa del dolor—. No me iré de aquí sin él.
—Dacio conoce el protocolo de actuación. Pondrá a su amigo a buen recaudo.
—Tenemos que contactar con ellos —exigió Aurora, reticente, sujetándose el costando mientras daba un paso atrás.
—Ahora es imposible. —Fausto también se levantó—. Habrán intervenido los teléfonos, aquí no estamos a salvo. Nadie debe tener conocimiento de nuestra ubicación. Tenemos que desplazarnos sin llamar la atención. Dejaré a mis compañeros un recado para Dacio. Él sabrá dónde ir a buscarnos.
—¿Y cómo piensa marcharse de Nápoles?
—Hace tiempo que luchamos contra los uroboros, Aurora —le recordó—. Tenemos una lista de alternativas en caso de que alguna falle.
—¿De verdad? —arrojó con fiereza—. ¿Y la cafetería? ¿No decían que estaba protegida?
—Y lo estaba. —Su rostro se transformó con las suposiciones que había estado considerando desde la huida en coche—. Algo ha sucedido, y debo hacerme cargo cuanto antes. Pero no aquí. La vida de ambos peligra. Muertos haremos mucho menos.
—Fausto —Aurora lo aferró de la mano y le miró a los ojos—, prométame que están vivos.
—No puedo prometerle eso.
Las posibilidades de supervivencia, dada la magnitud del atentado, eran ínfimas. El estado de los miembros del círculo de los que desconocía su localización martirizaba a Fausto, pero su único pensamiento en aquel momento era proteger la vida que le había sido devuelta.
—Tenemos que irnos. Un coche nos espera abajo.
—¡Un momento! —Lo frenó cuando atravesaban el marco de la puerta—. ¿A dónde nos dirigimos?
Los labios del italiano dibujaron una media sonrisa:
—A la isla de las Sirenas.
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