Capítulo 13 (PARTE II). Dacio: un valor por el que vivir
1935, veinticuatro años atrás
—Fausto De Rosa.
Pronunció el nombre de su siguiente paciente desde la orilla de la entrada y marchó a su asiento. Esperó con la vista puesta en el expediente. Otra pérdida de tiempo, pensó para sí. Con los síntomas que había descrito a la administrativa, diagnosticaba sin necesidad de verle un resfriado común.
Notó la presencia del hombre frente a él y levantó la mirada con una sonrisa impuesta en un rostro que ni de lejos expresaba felicidad.
—Soy el doctor Dacio —se presentó—. Según he observado en los datos que le facilitó a la enfermera, presenta usted signos de un constipado.
—Eso me temía.
La voz del italiano lo asombró, así como su aspecto. Su cabello largo y dorado recogido en una coleta rompía con las etiquetas sociales que regulaban la vestimenta de un hombre respetable. La sonrisa de esos labios finos, verdadera y franca, marcaba unos rasgos delgados. Esos ojos, vivo retrato del dinamismo y la fuerza de una vida que seguía el sendero de sus propios valores, no tardaron en obnubilarle.
—No se preocupe —dijo recomponiéndose—. Le recetaré unas pastillas. En una semana estará como nuevo.
—Muchas gracias, doctor Dacio, es usted hombre de bien.
Le resultó irónico aquel elogio.
—Es mi trabajo.
Se mantuvieron en silencio mientras escribía la receta. Se la tendió a través de la mesa. El italiano la recogió con un gesto suave y delicado. Pero no se levantó, permaneció observándole. Sentía que ese hombre trataba de traducir lo que su rostro y su cuerpo exteriorizaban. Él mismo se lo habría dicho si hubiera tenido valor: desmotivación, apatía, la desgracia y el agotamiento que exprimían su interior.
—¿Puedo hacerle una pregunta?
Frunció el ceño ante la petición. Pero aquel hombre era particular, tan encantador como extraño. Lo incitaba a escucharle.
—Adelante.
—¿Su adicción es para rellenar un vacío o intenta poner fin a su vida?
—¡¿Cómo dice?! —Atónito, creyó hundirse en la silla del bochorno. ¿Cómo se había percatado ese hombre de que los ansiolíticos recorrían desde hacía unas horas su sangre como sustancia habitual? La crispación tensó sus músculos en la silla.
—Tiene usted muy mal aspecto. La palidez de su rostro y la delgadez, nada natural para la complexión de su cuerpo, el temblor de sus manos y el movimiento sinuoso de sus ojos, que alternan entre el expediente y el cajón izquierdo de la mesa, me hacen intuir que necesita una dosis para poder continuar con su trabajo. ¿Alcohol?
—Yo...
—No —atisbó en su rostro, entornando los ojos—, no es alcohol. Entonces, opto por tranquilizantes. ¿Es eso lo que está tomando?
—Está muy equivocado, señor De Rosa. Será mejor que se marche.
—Llámeme Fausto. No se preocupe, no lo molestaré más. —Tan ligero como una pluma, el italiano anduvo hacia la puerta. Antes de salir, le sonrió—: Solo dígame una cosa. ¿Su adicción es algo que deseaba o algo que necesitaba?
—¿En qué se diferencian? —detestó desde la distancia.
—Desear es codiciar la experiencia de algo, doctor. Necesitar, al contrario, es usar ese algo para purgarnos de lo que creemos que no podemos afrontar de otra manera. ¿Cuál es la suya?
—Está equivocado conmigo.
—Entonces, lo necesita.
—Deje lo que está haciendo. —Dacio se irguió de un golpe contra la mesa. El corazón le latía tan rápido que lo asfixiaba. Su autocontrol era nulo; habría hecho callar a ese hombre como fuera.
—No estoy haciendo nada, su aspecto lo grita todo por usted. —En lugar de salir, el italiano cerró la puerta, quedando ambos a solas en el despacho.
—Qué hace. Lárguese de aquí.
—Doctor, creo que se aferra a las drogas porque no posee un principio que guíe su vida. Un camino con el que ver la luz. Ese es su problema. En un principio pudo usar su trabajo como sostén y así evadir la verdad que teñía su mente, al igual que un náufrago ve su salvación en un trozo de madera en mitad del mar. Pero llegó un momento en que eso no era suficiente para usted —dedujo de aquellos grandes ojos que lo observaban aterrorizados—. Se ancla a un bote de pastillas porque no tiene algo superior que lo invite a buscar, a conocer, a abrir su mente. Se deja vencer por la ayuda fácil, evitando así enfrentarse al vacío que tanto le aterra.
Sintió sus piernas tambalearse. En menos de un minuto, aquel hombre había sido capaz de exprimir su dolor y sacar a la superficie lo que llevaba meses ocultando. ¿Quién era él? La sonrisa con la que se aproximaba a la mesa era tan asombrosa como su intuición.
—¿Quién...? ¿Quién es...?
—Alguien que solo desea echarle una mano, si usted me lo permite.
—¿Có-cómo?
Del bolsillo de la chaqueta sacó un panfleto. Lo dejó sobre la mesa con un dedo encima. Sus ojos rasgados surcaron lentamente la distancia entre el escritorio y el doctor.
—Vaya a esta dirección. Esta noche.
—¿Qué es eso?
—Lo sabrá cuando esté allí.
—Yo...
—Buenas tardes, doctor. Gusto en conocerle.
Se quedó paralizado viéndolo marchar. Un desconocido había advertido su estado de abstinencia. Poco faltaba entonces para que sus propios compañeros empezaran con habladurías que amenazaran su puesto en el hospital. La preocupación activó una oleada de estrés, y su núcleo del placer le pidió saborear la droga que necesitaba para normalizar sus funciones. Sudores fríos iniciaron el descenso. Tomó el bote con manos temblorosas. Lo odiaba, lo detestaba tanto como a sí mismo. Pero era su cura, su cura ante la desesperanza.
A punto de no resistir la tentación, sus ojos se toparon con el folleto que el italiano había depositado en la mesa antes de irse. Lo cogió en un arrebato de desesperación y lo leyó. Una dirección y una sola frase era todo lo que anunciaba. Pero la frase avivó su curiosidad:
"El camino hacia una vida consciente comienza al darse cuenta de la ceguera humana".
~
El edificio daba la espalda al cementerio Poggioreale. A aquellas horas de la noche, la zona lo sobrecogía. Tocó a la puerta de madera recia con el número 57 en la parte superior. Pronto, un hombre sonriente le invitó a entrar.
—Pase al fondo, allí están todos.
—Gracias.
Recorrió el pasillo, temeroso. ¿Y si estaba haciendo mal? ¿Y si era una trampa? ¿Cómo estaba seguro de que aquel sitio no era más que un hervidero para desesperados como él, que tan fáciles eran de cazar al vuelo, donde desvalijarles y quitarles la vida, una vida que no valía nada?
El pulso se le aceleró, deteniendo su andar. El calor se transformó en pegajoso y sofocante sudor. Tenía que salir de allí o acabaría sufriendo un ataque frente a un grupo de desconocidos que poco se apiadarían de un pobre drogadicto. Se giró en la oscuridad, pero antes de que pudiera dar un paso, una mano descansó sobre su hombro. Extrañamente, sintió paz en ese toque. Tornó la cabeza; la atrayente sonrisa del extraño paciente de aquel día lo recibía.
—Ha venido —dijo Fausto en un tono sumamente emocionado. Vio sus ojos brillar—. Me alegro de que lo haya hecho. ¿Se encuentra mejor?
—Yo...
—No pasa nada, tenemos comida y bebida. ¡Ah! Nada de alcohol para usted —rio sin un atisbo de maldad—. Agua, le sentará bien.
—Pero... —como un niño, balbuceaba sin unir dos palabras.
—Venga, le acompañaré.
El italiano lo agarró del brazo y lo condujo hacia la siguiente habitación. No pudo vencer al encanto del extraño; su porte, su voz, su carácter extrovertido a la par que altruista, lo desconcertaban. Su mente bullía a preguntas sobre aquel hombre: ¿quién era?, ¿de dónde provendría? ¿por qué lo había elegido a él?
—Siéntese, Dacio. —Señaló los asientos frente a un pequeño escenario de madera bastante concurrido—. Comenzaremos en breve.
Buscó una silla alejada del resto de hombres y mujeres que parloteaban animadamente. No se sentía ni con fuerzas ni con ganas de entablar una charla con nadie, menos en un lugar que todavía le despertaba cierta suspicacia.
Al momento, su atención se desvió del grupo al tablado. Fausto, con ese halo brillante que emanaba, hizo una reverencia.
—Gracias, amigos, por atender una vez más este coloquio donde debatir acerca de lo que une el camino de nuestras almas. Gracias por querer escucharme, y gracias por otorgarme el placer de escuchar sus voces. Veo que hoy somos unos cuantos más. —Algunos del grupo levantaron la mano en respuesta, a excepción del doctor—. Bien, daré comienzo a la charla de esta noche con unas palabras que, cuando las leí hace ya tiempo, me llenaron el corazón de luz y dudas. Siempre las llevo conmigo cuando me enfrento a un nuevo reto. La procedencia de esta frase les será conocida. —Esperó unos segundos, observando los rostros centelleantes que admiraban su figura. Un matiz acuoso fulguró en los ojos del italiano; esa gente era su vida, su lucha, y cada vez eran más. Les sonrió agradecido. Eran su familia—: «Aquellos que puedan ver más allá de las sombras y mentiras de sus culturas nunca serán entendidos, y mucho menos comprendidos por las masas».
Dacio lo observó bajar la escalerilla y saludar con un afectuoso abrazo al siguiente conferencista antes de sentarse en primera fila. ¿Cómo podía sentirse tan fascinado por aquel hombre? Pero era irremediable; aquel italiano había validado su dolor. No lo trató como un fantasma, ajeno al destrozo que su mente estaba creando en su cuerpo. Quiso mostrarle una alternativa que no enturbiara su conciencia con artificios creados con la única pretensión de aliviar un síntoma externo, que no la causa.
De repente, tornó la cabeza hacia su posición y le regaló una sonrisa ingenua. Nunca había sido testigo de una sonrisa tan sincera y viva como la de ese hombre. Lo cautivó. Pero las palabras del nuevo coloquiante le sorprendieron aún más.
~
—¿Qué le ha parecido?
Junto a la mesa donde se había servido un pequeño plato de sustento, Fausto lo asedió al finalizar el coloquio.
—No... no tengo palabras —fue claro en su respuesta.
—Eso es bueno.
—¿Usted cree?
—Claro. Cuando uno se queda sin palabras, la mente tiende a reflexionar, a buscar e intentar hallar una conclusión de aquello que no entiende. Y es gracias a ello que damos un significado distinto a lo que nos rodea. Hágalo —incitó, colocando el brazo de nuevo sobre el hombro del médico—. Busque un significado a lo que aquí ha escuchado, y, entonces, vuelva.
—¿Vol-volver?
—Nos reunimos miércoles y sábados. Siempre aquí, aunque si hay algún cambio lo avisamos los más prontamente posible.
—Yo... no estoy seguro...
—¿Qué ha sentido, Dacio? —le interrumpió—. Sobre lo que aquí hemos conversado.
—No sabría decirle.
—¿Miedo? ¿Incertidumbre? ¿Aprensión?
—Puede que todas... —murmuró, bajando cabeza y voz.
—Pero también curiosidad, excitación y necesidad de más.
Alzó la vista hacia el italiano. ¿Cómo era capaz de introducirse en su cerebro y describir las emociones que habían ido tomando el relevo durante la noche?
—Entiendo por su expresión que sí. Le digo entonces que volverá a por más. Porque así es el ser humano; cuando se da cuenta de su propia existencia en este mundo, sea cual sea el acontecimiento que origine ese despertar, su necesidad de darle un sentido lo lleva a buscar, buscar y buscar, incansable, hasta descubrirlo. Y usted acaba de iniciar ese maravilloso proceso.
—¿Usted ya lo ha encontrado?
—Hace tiempo. Pero el proceso del que le hablo es continuo y dinámico, cambiante. Siempre hay algo nuevo que aprender y valorar. Por eso formé este grupo —extendió los brazos—, para que otros como yo pudiéramos reunirnos y deliberar sobre las ideas que no podíamos expresar a viva voz, sobre nuestras creencias. De esa manera, sin que en un principio fuera ese el fin, hemos logrado que otros abran su mente y se unan a nuestra familia.
—Fausto, ¿busca algo con todo esto? —cuestionó el humanismo con el que había movilizado a la masa ruidosa que hablaba y reía.
El italiano rio, meloso y franco.
—¿No buscamos todos algo?
—Sí, pero ¿qué busca usted?
—Cambiar el mundo.
El médico arrugó el entrecejo. Dejó el plato en la mesa y se cruzó de brazos.
—Muchos dictadores han tenido el mismo objetivo que usted —dejó caer.
—Mismo objetivo; distintas razones. Yo no deseo dominar, menos someter al mundo a mi palabra. Mi pasión es la enseñanza, Dacio, mi corazón siempre ha perseguido el valor de instruir mentes en pleno crecimiento, de enriquecerlas. Solo quiero que el pueblo tenga la posibilidad de ver más allá, de ver la verdad.
—¿Qué verdad?
—La que se niegan a escuchar: la verdad de sus almas. Aquella que la sociedad nos manda silenciar para crear una masa gris, triste y deprimente a la que poder manejar a su antojo. La libertad, Dacio, viene con el conocimiento.
—¿La libertad?
—La raíz del comportamiento humano se sustenta en tres fuentes: emoción, deseo y conocimiento —expuso al médico—. La emoción es incontrolable; y desear no es lo mismo que amar. Solo el conocimiento, con su capacidad para hacernos dudar, nos enseña a pensar, a reflexionar, a no arraigarnos a lo establecido y dar por hecho lo que nos rodea. Nos incita a buscar nuestra propia voz, aunque el resto quiera silenciarla. ¿Y sabe qué es lo más hermoso? Cuando distintas voces que buscan lo mismo se encuentran en el camino y, sin ofensas ni conflictos, tratan de entender las maravillas que encierra este mundo. Sin ideas fijas, abiertos a la meditación y a la deliberación. A la riqueza de cada mente y cada experiencia, dispuestos a falsar la lógica impuesta.
—Entiendo... —pero sonó tan desconfiado que hizo sonreír al italiano.
—Dacio, por favor, le espero el sábado aquí mismo, en esa misma silla donde se ha sentado hoy.
—Lo... lo intentaré...
—Y espero, conforme vaya comprendiendo nuestra cruzada, que ese asiento esté cada vez más próximo a la primera fila.
—Tengo que marcharme...
—Claro, no le robo más tiempo. Pero una última cosa, Dacio. —Lo sujetó antes de que le diera la espalda. No entendió el motivo, pero su corazón, con el suave tacto de sus manos, se disparó—. Hágame un favor: tire ese bote de pastillas. No nuble sus sentidos con algo que solo es un refuerzo a corto plazo, pues sabe que su malestar sigue brioso, sin descanso. Las drogas sirven de evasión, pero sus efectos son peligrosamente efímeros. La realidad, la pura realidad, desvanece toda sensación reforzante y lo devuelve a la desdicha. No se deje engañar por el estado de placentera semiinconsciencia con el que se quita la vida día tras día. Abra los ojos, Dacio.
—No me conoce... ¿Có-cómo puede atreverse a decirme eso?
—Tiene razón, no le conozco —reconoció, sin embargo, no lo soltó, su rostro esbozó una expresión tan brillante como en el escenario, y la voz de Dacio se apagó del asombro—. Pero también sé que el propio autoconocimiento es doloroso, nos hace recorrer un camino vertical surcado de púas y sin zapatos que nos alivien. Es por ello que la mayoría prefiere permanecer ignorante; cualquier método de distracción ilusorio que los colme de placer será bienvenido, si con ello acallan las voces de su inconsciente.
—¿Ya ha seguido ese sendero?
—Hasta que las púas me atravesaban y el dolor era insoportable —admitió, y rio con ligereza.
—¿Y qué encontró en la cima? —preguntó asustado, pues temía lo que él pudiera hallar de sí mismo.
—Mi ego.
—¿Su ego?
La mueca de sus comisuras lo confirmaron.
—La multiplicidad de yoes que habían tomado el mando y que me recluían en una repetición constante: mismos pensamientos, mismos deseos, mismas experiencias. Una volición automática y anulada. ¿Y sabe qué hice? Muerto de miedo, como sé que está usted ahora —le apretó los hombros—, los observé, a todos ellos. Y sufrí con cada visión, con cada significado extraído. Pero algo en mí cambió.
—¿El qué?
—Mi conciencia. —Lo deslumbró su sonrisa perlada—. Me hice responsable de aquello por lo que sufría, de la repetición en la que vivía enclavado, al igual que un preso cuya cárcel está abierta, pero que teme girarse, y continúa de cara a la pared en busca de algo superfluo que evite su contienda contra la verdad. Encontré mi propósito en esta vida, y, por muy molesto o ruin que resultara conocer mis sombras, les he dado las gracias todos los días. Ellas me salvaron.
—No creo que todos seamos igual de valientes, Fausto. Ese sendero de clavos puede ser una perdición.
—O una bendición.
—... Me marcho, lo siento, llego tarde...
Y lo que menos esperaba, que aquel hombre al que acababa de conocer, en mitad de una sala repleta de extraños, le abrazara. Pero como si portara los mismos efectos que los fármacos que intoxicaban su sangre, una ola de indescriptible sosiego aplacó su corazón cansado.
~
Ese encontronazo con el italiano le dio fuerzas para llevar a la práctica una vez más la acción que vivía como un fracaso constante: se deshizo del bote de pastillas. Sin embargo, el camino que había emprendido estaba saturado de obstáculos que lo colmaban de dudas y remordimiento. Los temblores cuando examinaba pacientes o conversaba con compañeros lo sumían en una continua hipervigilancia. La disforia era otro síntoma despreciable; discutía por temas redundantes, todo crispaba su ánimo y encendía la llama de la ofensa. Ante cualquier acontecimiento fortuito, emergía de él una ira incontrolable, pues nada salía como supuestamente debía. Se culpaba de todo y culpaba al resto de todo. Apenas tenía apetito, lo que entraba por su boca lo vomitaba, incapaz de asentarse en su estómago. Y el sueño... el insomnio se había apoderado de las noches; lloraba, agotado, con los escalofríos desfilando en tropel y las imágenes del bote de pastillas riéndose de él.
Mejor muerto, se repitió varias veces, que sufrir lo que en cantidad de ocasiones había diagnosticado en sus pacientes.
Pero en su asistencia a la segunda charla, derrotado y sin fuerzas, despreocupado de las voces que discutían con entusiasmo, Fausto percibió el empeoramiento de su estado. No lo apartó de su vista en ningún momento y, cuando el grupo se disolvió a la entrada del oscuro pasadizo, no tardó en hacerle ver su impresión.
—La abstinencia está en su máximo esplendor —le comentó desde la esquina del portón.
—Gracias a usted —replicó Dacio. Lo había ayudado, pero el malestar eliminaba los efluvios de piedad de su persona.
—¿Vive solo? —se interesó.
—Es... evidente.
—Nadie le ayuda con sus síntomas.
—Soy médico, puedo valerme por mí mismo.
—Entonces, iré con usted.
Tan cansado estaba que creía fruto de su imaginación el insólito ofrecimiento del italiano.
—¿A dónde piensa ir?
—A su casa, por supuesto —le contestó—. No creo que deba pasar en soledad esta fase de su desintoxicación. La voluntad puede ser todo lo noble que queramos, pero el cuerpo prima las necesidades insatisfechas. Le hará caer, si nadie está a su lado.
—No hace falta que se apiade de mí —expresó desabrido—. Puedo yo solo con esto.
—No me apiado de usted, jamás haría eso. Quiero echarle una mano, eso es todo. Usted lo haría por mí si estuviera en su misma situación.
Mentira, se despreció. No lo haría; demasiados pacientes y demasiadas enfermedades como para compadecerse de otra persona que no tenía control sobre sus instintos.
—No soy como usted.
—Yo creo que sí —Fausto lo observó con modestia—, pero antes debe eliminar la negatividad que sita su alma. Volverá a ser el hombre que era. ¿O es que siempre ha odiado su quehacer médico? ¿No era en algún momento algo más que un trabajo? ¿Su vocación?
Quiso echarse llorar. Recordar al joven Dacio, conmovido y exaltado por la obtención de una plaza en la escuela de medicina con la que saciar su afán filantrópico, le rompía el corazón.
—¿Lo ve? —Fausto percibió su nostalgia—. Solo se ha alejado de su camino porque se ha dedicado a él sin un pretexto útil. Nada que lo sustente en los momentos oscuros que nos asedian de cuando en cuando. Pero ahora está aquí. Todo cambiará, se lo aseguro.
—Fausto... —Su voz la apagó un sollozo. No tenía fuerzas para más. Tembló, sintiendo que se derrumbaba.
—Tranquilo, Dacio, yo estoy aquí. —El italiano pasó el brazo bajo el hombro del médico y lo sostuvo—. Vayamos a su casa.
Aquel enigmático hombre vivió en su hogar durante unas semanas. Cuidó de él, de que mantuviera un aspecto aseado, de que comiera y trabajara, de que evitara toda tentación soporífera. Se quedó a su lado en los momentos de desvelo, distrayéndolo con conversaciones acerca de la pasión hacia la que encaminaba su vida. Lo animó en los episodios más terroríficos y evadió cada pelea que el estado descompensado de sobriedad acometía contra el hombre que alzaba una mano amiga.
Era un santo, bendecido con el don de la paciencia y la bondad.
Pese a los cambios que experimentaba su organismo procurando retornar al tan deseado equilibrio, el tiempo que Fausto vivió a su lado fue como estar a las puertas del paraíso.
En la actualidad...
En la soledad del despacho, recogía las píldoras desparramadas por el suelo. Todo había cambiado tanto... Veinticuatro años era mucho tiempo. Fausto pasó a encumbrar la cima de su vida, por encima incluso de la figura de sus padres. Les unía una amistad que pronto le otorgó el puesto de segundo en la sociedad que el italiano lideraba. Siempre juntos ante cada nuevo desafío.
Un largo suspiro lo devolvió a su asiento. Tiró las pastillas a la papelera y apoyó la frente en el borde la mesa. Estaba cansado. De nuevo, después de años de abstinencia, su cuerpo le pedía un poco de aquella adictiva sustancia. Era esperable; la continua guerra contra los uroboros parecía interminable. En cada rincón de Nápoles, un nuevo intento propiciado por aquellos con los que habían convivido trataba de borrarlos del mapa. Eso era más doloroso que la división del grupo; los hombres y mujeres contra los que luchaban, los que habían fallecido de ambos bandos, eran los mismos que habían compartido espacio, palabras y afecto. Pero ya nada de eso quedaba, ni un gramo de compasión.
Le devastaba ese reguero de sangre amiga, pero ¿qué podían hacer si querían conservar la vida? Aquel maldito dragón circular le producía una profunda aversión. Había tenido que matar a excamaradas que portaban el uroboros en su cuerpo como signo de verdad absoluta. Una falacia, eso es lo que era. Que aniquilaran a quienes negaran su creencia enfermiza era frustrante.
La voz cantante de los Uroboros dictaba a sus adeptos una muerte segura por el delirio que había insertado en sus mentes. Para Fausto era una afrenta al ideal que promulgaba. Su palabra había sido manipulada de una manera sucia e infame. La búsqueda de la consciencia que amparaban los Uroboros, de un supuesto conocimiento superior, en realidad no era más que egoísmo y codicia. Una aspiración de poder marchito, y no de crecimiento y desarrollo.
La sublevación fue un duro golpe que nadie esperaba y que destrozó a su fiel amigo. Todo el mal que él sufrió durante la abstinencia, el italiano lo experimentó con la desintegración de una familia que pensaba unida. Pero lo que desvaneció todo indicio de vida en aquel hombre que derrochaba bondad, lo que aún quemaba en su corazón, fue la persona origen de la revolución.
Y el motivo.
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Créditos imagen: Kieran Brent
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