Galletas de terciopelo rojo


Creo que nunca me acostumbraré a esto, piensa Hilda con la mirada fija en los brownies que acaba de sacar del horno. Aspira el aroma cálido del chocolate y sus ojos se llenan de lágrimas.

—Son demasiados...—dice en voz baja—. No puedo comerlos todos yo sola...

Voltea a ver la mesa donde Ángel, su marido, solía esperarla para cenar. Entonces no puede contenerse más. Se lleva ambas manos al rostro y solloza. Aún no puede superarlo. Han pasado dos meses y sigue esperando que él esté ahí y le pregunte cómo decorará los brownies hoy.

¿Por qué lo hizo?, piensa Hilda, ¿por qué no dejó una nota? Eso me habría ayudado a entenderlo.

Ángel se veía contento y en paz a su lado. Su esposa, poco después de que él se quitó la vida, hizo memoria de los días previos, buscando alguna señal que se le haya pasado por alto. Pero no había ninguna. La mujer sigue pensando en el motivo mientras lava la batidora, el cucharón y los recipientes que utilizó para cocinar. Ángel, de seguir aquí, hubiera lamido los restos de mezcla en el cucharón. Ella esboza una leve sonrisa entre sus lágrimas. Lo recuerda hermoso y risueño doblando las mangas de su camisa. Sus profundos ojos negros brillando tras las gafas cuadradas. Era una persona totalmente distinta a la que encontró en su cama atiborrada de pastillas, con la piel fría y la mirada ausente.

Hilda regresa a los brownies cuando ya están fríos. Es momento de cortarlos. Ella acerca el cuchillo, pero su mano comienza a temblar y sus lágrimas regresan. Ella decide tirar el postre a la basura. Quizás es mejor abandonar la repostería por un tiempo, pues de lo contrario no podrás salir de la primera etapa del duelo. Ella suspira. Sabe que hay muchas cosas que puede hacer para avanzar, pero es muy doloroso siquiera intentarlo. Su madre y cuñada le aconsejaron donar la ropa de su marido a la caridad, salir a caminar o irse de viaje a una ciudad lejana. De solo pensarlo siente un escalofrío. Pero debe hacerlo, aunque sea una cosa. Consulta la hora en su reloj de pulsera. Son las cinco de la tarde. Hilda toma aire y exhala.

Una cosa a la vez. Estaré bien.

Es mejor dar pasos pequeños. Sabe que nunca volverá a ser la misma. No puede hacer como si estos diez años de matrimonio jamás existieron. No puede apagar el dolor, solo aprender a vivir con él. Ángel siempre admiró su fortaleza ante los momentos difíciles, lo mejor que podía hacer para honrar su memoria era seguir adelante. Camina a su habitación y siente un vuelco en él estómago al ver la cama. Desde que encontró el cuerpo de su esposo le es imposible dormir ahí. Vuelve a inhalar y exhalar y se dirige al armario. Es muy amplio. Ella alza la mirada y abre la puerta corrediza. La inunda el aroma de Ángel. Tenía un olor muy particular, le recordaba a la madera y el té de cúrcuma. La mujer acaricia los sacos y cardigans de tweed con las puntas de sus dedos. Lo recuerda ajustándose la corbata en el espejo del tocador antes de irse a dar clases. Pobres de sus alumnos, ellos también lo extrañan mucho. Era de los pocos maestros de matemáticas que todos comprendían. Ningún estudiante se quedaba atrás en su clase.

—Y ahora tendrán que seguir sin ti...—musita Hilda— ¿Por qué los abandonaste?

Ella comienza a tomar las prendas una por una y las deja sobre la cama. Se está tomando todo el tiempo del mundo. Entonces, en uno de los ganchos, se encuentra con el suéter que él usó el día que se conocieron. La esposa sonríe, pero esta vez está genuinamente feliz. No puede creer que aún lo tenga.

Hilda conoció a su marido una tarde de otoño en el café de sus padres. Él pidió un café americano negro y una galleta de terciopelo rojo. Ella lo vio desde el mostrador. Él se había sentado en una mesa apartada. Sus ojos se iluminaron en cuanto probó la galleta. Eso la hizo sentirse bien, como si él le hubiera dado un cumplido. Siempre disfrutó hornear los postres para el negocio, pero esta era la primera vez en la que sentía tanta satisfacción por su trabajo. Deseó hablarle cuando le pidió otra taza de café, pero se limitó a asentir y servirle. Él era un joven muy alto y apuesto, la ponía nerviosa con solo verla. Se molestó bastante consigo misma cuando lo vio irse. Estaba segura de que perdió su oportunidad. Pero él regresó la semana siguiente, y la siguiente.

En una de sus visitas Ángel le preguntó si compraban las galletas de alguna panadería en específico.

—Eh...n-no—respondió ella—. Yo horneo todos los pays, brownies y galletas. Los croissant y panes rellenos de jamón y queso los adquirimos de una panadería local.

—Ya veo—él le sonrió—. Haces un gran trabajo. A mí me encantan las galletas de terciopelo rojo, y las tuyas se han vuelto mis favoritas.

A partir de ese día las visitas al café se volvieron más frecuentes, y las charlas entre ambos más extensas y personales. Hilda no podía creer que un hombre como él se estuviera enamorando de ella, ni que las cosas marcharan tan bien. Él no solo era un hombre atractivo, también era atento, paciente y detallista. Se casaron después de salir por dos años y en toda esa década como matrimonio jamás discutieron ni se aburrieron el uno del otro. La rutina que compartían les daba la paz que siempre habían querido. Solían darse su tiempo para salir a comer o a conciertos de jazz, y en el camino Ángel le hablaba de sus alumnos y ella sobre sus cursos de cocina. Le gustaba pasar el día a su lado afuera, pero lo que más disfrutaba eran los fines de semana en casa, cuando ella se disponía a hornear postres para Ángel y él le ayudaba con las tareas más sencillas y a limpiar.

Ángel se comía mis postres con la glotonería de un niño pequeño. Se veía tan feliz y agradecido. Después llenaba mi rostro de besos y me daba las gracias por hornear para él. Era tan feliz a mi lado. ¿Por qué decidió abandonarme? ¿Acaso no fue suficiente todo lo que hice por él? ¿Qué había en su corazón que lo lastimaba tanto?

Lo recuerda acariciando el dorso de su mano con las puntas de sus dedos, luego estrechándola con ambas manos para después besar la palma. Hilda intenta contenerse, pero vuelve a llorar una vez más. Se arrodilla para tomar las prendas en los cajones del armario y esta vez las saca sin detenerse a verlas. Ella gime lanzándolas sobre su hombro, sin importarle si caen sobre la cama o no. Y es cuando, en el fondo del último cajón, encuentra un baúl de madera. Lo toma y lo pone en su regazo.

—¿Qué es esto?

Lo abre despacio y adentro mira una libreta forrada en piel y una caja pequeña. ¿Un diario? Ángel no era un hombre que disfrutara escribir. De hecho lo aburría bastante. Prefería maravillarse con los números. Hilda abre la libreta y lee la primera entrada.


12 de Octubre de 2003

Soledad, 26 años

Sus uñas largas y rojas son muy sexys.


Hilda frunce el ceño. ¿Qué significa esto?


1 de diciembre de 2003

Rosa, 30 años (?)

Sus manos son muy menudas. Tiene un lunar en el dorso.


La mujer sigue leyendo, perpleja. Cada vez hay más detalles.


18 de Abril de 2004

Cassandra, 24 años

Manos demasiado gordas. Sus muñecas apenas y se distinguen entre tanta grasa. Dedos en forma de salchicha. Suda demasiado. Siempre huelen a sal. Hay mucha suciedad en sus uñas.


8 de septiembre de 2004

Minerva, 43 años

Sus dedos largos se sintieron muy bien cuando me hizo la paja. Tiene las uñas muy cortas porque se las muerde. Ya es muy vieja y tiene unas manchas leves en el dorso de un café muy claro, pareciera que se le derramó capuchino.


¿Tiene un fetiche de manos?, piensa Hilda. Con razón besaba tanto las mías. Esto le parece algo muy extraño, pero no lo suficiente para asustarla. Hay hombres que huelen pantaletas usadas y otros que chupan pies. ¿Acaso esto tenía que ver con el motivo por el que Ángel se suicidó? Quizá le daba pena decirle esto, o tuvo una aventura con otra mujer. No. No puede ser. Estas fechas datan de muchísimo antes de que se conocieran.

—Ángel...—Hilda se lleva la libreta al pecho—. Yo no te hubiera juzgado por esto. Te hubiera entendido.

La esposa abre la cajita y ríe al encontrarse con una polaroid de ella durmiendo de lado con los brazos extendidos. Tiene una mano sobre la otra. Tal vez Ángel encontró esa pose especialmente sexy. De haber sabido se hubiera cuidado las uñas con más empeño, y lo hubiera provocado haciendo bailar los dedos sobre la mesa o trazando círculos en sus mejillas. Ella sigue viendo las fotos de sí misma y de sus manos, después encuentra otras de rostros de mujeres posando con las manos cubriendo sus ojos o llevándose los dedos a la boca en un gesto obsceno. Hay algunas donde aparece el pene erecto de Ángel siendo estrujado por distintas manos bonitas. Eso la molesta. ¿Por qué no se deshizo de estas fotos? Quiere detenerse, pero su curiosidad sigue despierta. Este es un lado de Ángel que desconocía por completo. Las fotos son cada vez más explícitas. Y justo cuando empieza a sentirse verdaderamente celosa, llega a una foto de una mano cubierta de sangre.

Hilda grita.

Las fotos restantes caen en su regazo y se horroriza con lo que hay en ellas: mujeres atadas sobre camas con una expresión suplicante en el rostro, manos desmembradas y cadáveres forzados a sonreír por los dedos de Ángel. Hay fotos de él, alegre y tranquilo sosteniendo una mano cercenada repleta de anillos. En unas está besándola y en otras...

Hilda se lleva ambas manos a la boca e intenta calmarse para no vomitar. Todo su cuerpo está temblando. No puede ser verdad. No puede ser él. Aunque su rostro esté en las fotos y su letra en el cuaderno. No puede ser él, ese hombre es un extraño muy parecido. Su Ángel, su dulce y tranquilo Ángel, jamás haría algo tan atroz. Ella lo conoce perfectamente. Ha vivido con él por diez años.

—Él no...él no es así. Él jamás me hizo daño. Me amó y me cuidó...

La mujer siente como si el duelo hubiera empezado otra vez. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cómo iba a vivir a seguir con su vida, sabiendo que su amado era un monstruo?

—Ángel yo...—Hilda se abraza a sí misma, su rostro rojo por el llanto—. Yo te amo...yo te...

Ella se sorbe la nariz y enjuga sus lágrimas con ambas manos. Baja la mirada a las fotos. Solo hay sangre, manos amputadas y mujeres sufriendo. Vuelve a sentir arcadas, pero se contiene. Ha pasado mucho tiempo desde que todas ellas perdieron la vida. No hay nada que pueda hacer. Hilda se frota el entrecejo.Su corazón late muy deprisa. Le duele. Ella se cuestiona si él en verdad la amó o si estuvo en peligro todo este tiempo.

—Ángel...tú...

La esposa toma la libreta de piel y busca su nombre entre todas las muertas. Lo encuentra hasta la última página.

2 de noviembre de 2004

Hilda, 19 años.

Dedos finos y ágiles. Huelen a fresa kiwii y siempre están bien humectadas. Suele usar colores de tonos pastel en sus uñas, como el rosa o lavanda. Sus nudillos son muy suaves.

No puedo cortarle las manos. Sus galletas son demasiado buenas.

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