Día 7.6
Cuando me desperté, todo estaba claro para mí. Los nudos mentales habían sido desatados y la corriente volvía a fluir sin interrupciones ni fugas inesperadas. El panorama, aunque todavía desagradable, estaba completo. Los últimos detalles acababan de ser tallados por un sueño conclusivo.
Alguien me palpaba el cuello. Abrí los párpados con pesadez, dirigiendo mis pupilas en dirección al individuo. Pensé que el estado de mi cuerpo debía ser lamentable incluso desde afuera. Lo sentía como si hubiera pasado por un procesador de basura y luego sido arrojado al incinerador.
—¡Qué alivio, muchacho! —exclamó un hombre de mediana edad que poco a poco fue aclarándose en mi visión a contra luz—. Ya iba a llamar a la policía. Creí que estabas muerto. No te encontraba el pulso.
Intenté incorporarme, pero solo conseguí gemir y gruñir de dolor.
—¿Dónde estoy? —Mi voz sonó áspera, distante.
—El cementerio católico de Brooklyn. ¿Qué te pasó? ¿Quieres que llame a una ambulancia?
—No. —Volví a intentar incorporarme, pero nuevamente fallé.
—Mira, quieras o no, te ha pasado algo horrible que entiendo que no quieras compartir conmigo, pero realmente necesitas asistencia médica.
—No necesito ir a ningún hospital —insistí—, gracias.
El hombre frunció el ceño y se llevó su celular a la oreja. No tuve más remedio, lo agarré por las bastas de su pantalón y lo transporté por las sombras lo más lejos posible de mí dentro de la ciudad.
Esperé desmayarme de nuevo al volver, pero no lo hice. El viaje fue más rápido y no me costó llegar a un lugar concreto. A partir de ese día no se me volvió a complicar demasiado la tarea, ni las sombras tomaban nada de mí que no quisiera dar. De alguna forma, teniendo aquella conversación con mis reflejos y dejando fluir mis emociones en su compañía accedí a un secreto atávico que me permitió dominar la técnica de los viajes.
Aún así, seguía exhausto y adolorido. No tenía ambrosía en los bolsillos y eso era lo único que me podría ayudar a recuperarme rápido. De modo que me quedé allí, tirado boca abajo en un cementerio, reflexionando. Tal vez había llegado allí a propósito.
Estar cerca de los muertos me tranquilizaba. Antes de Will, cuando mis problemas me parecían demasiado grandes y las emociones demasiado abrumadoras, solía ir al cementerio. El Cementerio católico de Brooklyn era uno de mis destinos predilectos. Me resultaba reconfortante porque era privado y las almas enterradas yacían en paz, transmitiéndome esa sensación. Pertenecía a una de las pocas parroquias católicas existentes en Brooklyn y los familiares tenían horario para visitar a sus amados fenecidos. Hice memoria y me sentí aliviado al entender que la familia del hombre que acababa de enviar al culo del mundo era la única que tenía que presentarse hoy.
A juzgar por la luz solar, aún no debía pasar de mediodía. El mediodía del día siete. Hacía un clima plácido, tal como en aquel sueño de cariz profético que ya no tenía poder sobre mí.
Cerré los ojos, apretándolos. Mis lágrimas mojaron el césped por debajo de mi mejilla. Había descargado el resentimiento, había logrado la comprensión que me esperaba al final de esa descarga, pero el dolor que implicaba seguía latente. Los sollozos se hicieron presentes. No me importaba que no tenía con qué limpiarme. Sólo era un chico llorando sus penas en un cementerio. Nada fuera de lo normal. Al menos en apariencia.
Lloré hasta que mis párpados se hincharon tanto que me parecía que no los podría mantener abiertos y ya no me salían más lágrimas. Entonces quedó ese dolor sordo e intrincado, el que no se llora. Ese fue el peor. Duró más que el llanto y no se apagó, pero cuando había terminado de procesar ambos, ya debían ser al menos las cinco de la tarde.
Así se sobrevivía al día siete. Intenté nuevamente levantarme y sucedió lo mismo de antes.
Fue en ese punto que me pregunté por qué me empeñaba en sobrevivir. Sin embargo, rápidamente reconocí que no quería echarme a morir.
Will nunca me enseñó a vivir. Sólo disipó la niebla que me impedía ver más allá de mi amargura. Yo sabía que, pasara lo que pasara, quería vivir. Siempre lo supe.
Cerré los ojos e intenté dormir de nuevo. Sabía que esta vez ya no habrían más sueños y podría descansar.
Cuando los abrí, alguien me sujetaba contra su cuerpo, abrazándome. Por un momento pensé que veía a un espejismo. Entonces recordé que ya tenía esa certeza, tal vez la tuve todo el tiempo y no quería confiar en ella porque le temía al filo doble de la esperanza.
—¿Por qué me abrazas? —pregunté casi sin voz—. Sabemos lo que sucedió.
Él dio un pequeño respingo. Sus lágrimas mojaban mi camiseta, que me di cuenta de que estaba hecha jirones.
—Lo siento...
Todos cargamos con demonios a cuestas y un grado de perversidad por el mero hecho de ser humanos. Tenemos derecho a sentir ira, rencor, envidia, animadversión. Nadie puede reclamarnos por ser lo que somos, ni es nuestro deber avergonzarnos. Pero lo que hacemos o dejamos de hacer con ello sí es responsabilidad nuestra. No hay justificación válida a menos que aceptemos las consecuencias.
Yo pude aprender a superar el dolor, a esforzarme por mejorar, a quererme a mí mismo, a liberar mis emociones negativas. Pero si no hubiera ampliado el espectro de aceptación y el perdón hasta donde se me hacía más difícil, no habría servido de nada. Y para hacerlo, necesité quitarme vendas de los ojos, cuantas fueron necesarias, y comprender el panorama.
Esa es la clave final. El punto decisivo. Entender y perdonar incluso las cuestiones más terribles que veamos en cualquier persona, por el bienestar de todos. Algunos empiezan desde el exterior hasta el interior y otros viceversa.
Yo no había aprendido tanto para no ayudar a otro a hacer lo mismo.
Lo abracé de vuelta, hundiendo la cara en la curva de su cuello. De repente me sentí feliz de tenerlo allí, tan feliz que volví a derramar lágrimas a pesar de que pensé que las había gastado todas.
—Lo importante es que te perdones a ti mismo, Will.
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