CRATERS

No tardamos en prepararnos y bajar a la calle en busca del coche de Maria. Está aparcado en una zona peatonal, pero como normalmente no ponen multas —es lo bueno de vivir a las afueras de la ciudad—, nuestra compañera ha convertido un pequeño trozo de acera en su particular parcela de aparcamiento.

—Vamos, montad en Craters —nos invita.

Craters es el nombre con el que llamamos a su coche por todas las abolladuras con forma de cráter que tiene en la carrocería. Maria es una buena conductora, pero aparcar no es lo suyo.

Yo voy de copiloto y Verony, en los asientos traseros, justo a mis espaldas. Es un vehículo bastante pequeño, de dos puertas, y los asientos delanteros apenas se inclinan hacia delante. Verónica ha tenido que ingeniárselas para poder pasar sus anchas caderas atrás.

—Qué claustrofobia más grande —se agobia.

—No seas exagerada. —Maria arranca y nos ponemos en marcha—. No sabes toda la gente con la que he estado ahí y nunca nadie se ha quejado. Siempre hemos tenido espacio de sobra para...

—¡Maria, qué asco! —Verónica levanta el culo de la tapicería—. Dime que la mancha blanca del asiento no es... —Le da una arcada.

—¡Deja de hacer el bobo! ¡Y siéntate bien! —ordena la conductora—. No puedes ir todo el viaje así.

Verony mantiene el trasero en el aire, parece estar haciendo una extraña sentadilla.

—Sí, te vas a cansar —la advierto yo.

—No, tranquilos. Tengo las piernas entrenadas de jugar al quidditch en el parque. Podría aguantar así horas. Mis patas son tan fuertes como las de un tiranosaurio...

—¡Cuidado, un gato! —grito al ver un peludo felino en la carretera.

—¡Mierda! —Maria frena de golpe.

El coche para en seco y la inercia hace de las suyas: Verony hunde la cara en mi reposacabezas, rebota y aterriza sobre los asientos.

—Mi nariz... —gruñe—. Seguro que he perdido el olfato.

—Mejor —dice Maria—. Así no hueles la mancha sospechosa sobre la que has caído.

Verony se incorpora rápidamente, se aparta su alborotado pelo del rostro y lamenta:

—No tendría que haber venido.

La chófer la ignora y enciende el radiocasete. El resto del viaje lo pasamos escuchando música a todo volumen, mientras Verónica nos asegura repetidamente que se le ha desviado el tabique.


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