X

Quedaba ya la noche cerrada cuando Asterión, Briseida y yo mismo nos internamos en la oscuridad de la galería descubierta tras los portones. Y lo hago notar aquí, viejo amigo, porque no volvimos a ver la luz de las estrellas durante muchos días desde aquel momento.

Bien, descendimos por aquella rampa ignota durante lo que nos parecieron estadios sin cuento, con solo la luz de nuestras antorchas para alumbrarnos y cada vez más adentro de las entrañas del Mundo. Aquella funesta brisa surgida de no sabíamos dónde restaba sequedad al ambiente, de otra guisa muy reseco y viciado.

Al menos el descenso resultó cómodo: la galería parecía tirada a línea, sin desviarse ni un codo y siempre abajo, con la misma pendiente, y quedaba también libre de cascotes o escombros.

Se entreveía allí el trabajo de manos expertas, y no nos parecía que pudiesen ser estas de vulgares hombres, tan recto discurría el descenso. Íbamos bien pertrechados de agua, herramientas y alimento, digo, y fue una suerte poder contar con las anchas espaldas de Asterión en las primeras jornadas para acarrearlos, pues cuando aquella penosa travesía terminó no quedó ni una gota de agua en nuestros pellejos.

Pero otra vez me adelanto, y perdonad.

Tras una eternidad, digo, la rampa por fin suavizó su pendiente. Ya no descendía más, y al punto penetramos en lo que nos pareció una nueva galería horizontal, de nuevo perfectamente pulida y rectangular, con suficiente espacio para que los tres pudiésemos caminar codo con codo.

¿Cuánto nos habíamos internado en el subsuelo? Imposible es decirlo, pero el nuevo corredor se extendía en línea recta más allá de luz de nuestras antorchas, y así siguió y siguió.

El calor nos resultaba ahora sofocante, allá abajo, y si no hubiese sido por las ocasionales rachas de aquella maliciosa brisa desconocida tengo por seguro que habríamos caído desvanecidos.

Briseida fue la que se adelantó primero en el nuevo túnel. Todo su empeño era, bien lo sé, encontrar la Esfinge, resultase lo que resultase ser aquella cosa, y es por ello que la seguimos sin oponer palabra, contagiados de su fiera determinación. ¡Que Dios nos ayudase!

Paramos por fin a descansar unas horas después tras larga y tediosa caminata, extenuados, y después de permitirnos echar una cabezada proseguimos de nuevo la penosa marcha.

Y entonces todo cambió, de repente.

De improviso ―¡oh, maravilla!― sentimos más fuerte que nunca aquella brisa cavernosa, pero ahora nos llegaba desde nuestra siniestra, y con sorpresa descubrimos que la pared del túnel a aquel lado... ¡había desaparecido! ¡De repente el túnel se había convertido en una interminable terraza, asomada a un abismo oscuro e infernal!

Contuvimos el aliento, temerosos de asomarnos a aquella imponente sima abierta a nuestro lado. Sin embargo, no podíamos distinguir nada en ella. La oscuridad ocultaba el fondo y el contorno al que la terraza se asomaba como la boca de un lobo. Fue Asterión el que lanzó algo al abismo, no recuerdo el qué, esperando escuchar el sonido del choque contra el suelo; nada oímos.

Mi pulso se apresuró, lo confieso, y esta vez fue Briseida quien se asomó al precipicio. Yo permanecí junto a ella, bien dispuesto por si daba un traspiés junto a la fosa. Musitó una extraña plegaria, y entonces de su mano surgió una suerte de esfera de luz azulada que inundó la caverna en un resplandor místico. La dejó caer, y para maravilla nuestra vimos el orbe descender como una pluma por el abismo, iluminando tan solo las negras rocas de la garganta a su paso.

Los tres nos llegamos de rodillas hasta el borde y observamos su caída. ¿Por cuánto tiempo descendió aquel globo de luz? No puedo decirlo, pero como digo vimos oscuras paredes y amplios desfiladeros sin cuento, nunca hollados por herramientas de hombre, hasta que por fin, mucho después, la luminaria pareció detenerse allá abajo, hallado al fin el suelo del abismo. Ya solo era un remoto punto de luz azulada en el fondo de la sima, ¡y de repente estalló en una explosión de luz, iluminando el fondo de la caverna con la fuerza de mil soles!

Gritamos de puro terror ante lo que allí descubrimos, pues, ¿qué vimos? Al principio no nos pareció ver nada, cegados como estábamos por el fuerte resplandor: tan solo aprecié unas extrañas protuberancias rocosas, alargadas como estrías y enredadas unas sobre otras, como en un paisaje extraterrestre.

Pero cuando nuestra vista se aclaró y se acomodó a la tremenda distancia que tratábamos de vislumbrar yo al menos lo vi, y comprendí lo que estaba mirando realmente: ¡las rocas, aquellas estrías rocosas y enrevesadas, parecían retorcerse!

Y después, cuando mi mente asustada pudo apreciar lo que ahora contemplaba en su verdadero contorno, me vino a las mientes el fondo de un cubo que se usa para la pesca, atestado de gusanos enroscándose en su fondo. ¡Solo que a aquella tremebunda distancia no contemplaba yo gusanos, sino titanes, y ciegos se contorneaban los unos sobre los otros, agitados por aquella luz que había venido a quebrar su oscuridad de miles de años!

Ahora sé que el fondo de aquel abismo bullía de colosales dholes, y que estos roen las entrañas del Mundo desde tiempos inmemoriales, y es por eso también que yo de lo que hablaba Randolph Carter en sus relatos oníricos, y lo que contó a sus compañeros el Peregrino Gris sobre lo hallado por él en las profundidades del Mundo.

Demudados de terror y a gatas retrocedimos los tres hasta apretarnos contra la pared de la galería, a nuestras espaldas. Queríamos tratar de alejarnos lo más posible de tan horrenda visión, y fue al cabo Briseida la que se recompuso al fin un tanto, y poniéndose en pie nos dijo a Asterión y a mí:

―Poneos en pie, que son estas las terrazas que se asoman a N'Kai. Venid, pues vamos por buen camino. ¡Pero no os aproximéis al borde de la terraza ni oséis mirar de nuevo ahí abajo, no sea que atraigamos la atención de uno de esos seres!

Tal dijo, y echó a andar, y la hubimos de seguir Asterión y yo, sofocados.

―Que no nos asomemos más... ―musitó Asterión un momento después―. ¡Por Moloch, que bien tranquila puede quedarse!

Nada contesté, aún no encontraba palabras, pero no cesaron ahí las maravillas, pues pocos pasos después comenzamos a ver extraños signos tallados en la pared de la galería, la que se oponía al abismo.

―¿Qué es esto ahora? ―bramó Asterión, y aproximó la luz de su antorcha a la pared, iluminando las primeras hileras de lo que nos parecieron extraños jeroglíficos que llenaban la pared de arriba abajo.

Pero la terraza seguía y seguía al frente, ya lo sabéis, ¡y en adelante toda la pared a la diestra aparecía cubierta de aquellas extrañas formas de escritura pictórica!

Briseida se aproximó a Asterión y contempló durante unos instantes los extraños jeroglíficos. Parecía querer descifrarlos, y al cabo dijo:

―Puedo leerlos. Es escritura lemuria, el lenguaje de mis ancestros.

―¿Qué dicen, Bris? ―me apresté a preguntar.

Briseida contestó:

―Las primeras hileras dicen: «Esta es la Historia del Mundo tal y como nos fue revelada por la Gran Raza, desde su creación hasta el hundimiento de Lemuria, que llegó, y también el de Mu y el de la detestable R'lyeh, la de extraños contornos, y aún más allá. Que todo el que siga adelante la estudie, para que pueda ponderar todo lo que viene antes de postrarse ante la Esfinge»―. Briseida se volvió, muy alterada, y exclamó―. ¡Estamos en la Galería de Thuria! ¡Se hablaba de ella en las Sagradas Ruedas! ¡No era un mito!

―¿Qué más dicen esos signos, Briseida? ―quise saber yo, receloso.

―Ven ―me contestó, y me tomó de la mano. Avanzamos unos pasos mientras ella iba traduciendo para nosotros aquellos pasajes, al paso.

Y esto es lo que nos contó Briseida durante las horas o días sin cuento que siguieron, pues aquellos primeros pasos se convirtieron en larga caminata, de la que descansábamos solo cuando nuestras piernas se resistían a soportar nuestros cuerpos por más tiempo. Y así, al cabo, descubrimos en una de aquellas obligadas paradas que nuestras antaño copiosas provisiones mermaban ahora peligrosamente. ¡Ya os lo previne! Mas, ¿cuánto tiempo estuvimos allí abajo?

Con todo, Briseida no cesó la lectura de los jeroglíficos y los bajorrelieves, digo, y ni Asterión ni yo ―¡que Dios nos perdone!― la pedimos que dejase de hacerlo, aún fuera a costa de nuestra propia cordura. El relato nos atrapó sin remedio.

Os referiré acaso brevemente todo lo que se nos dio a conocer, si estáis dispuesto. ¿Queréis? Bien, sabed que los jeroglíficos de la Galería de Thuria narraban una suerte de Historia del Mundo, ya lo dije, desconocida para todo hombre viviente en aquellos días, desde luego. En aquel momento apenas pude aceptar que nada de lo allí revelado hubiese podido suceder realmente bajo la luz del Sol, pero ahora, con el paso de los años sin embargo... ¡Pobre de mí!

Briseida nos relató con voz trémula todo lo que iba descifrando, y así la oímos referir sobre el principio de los Tiempos, cuando el Mundo mismo era joven, apenas un caldo primigenio, caliente y borboteante. Quedaba la Tierra cubierta de océanos de lava en aquel entonces, y se encontraba trepanada por rugientes volcanes.

Entonces fue cuando unos extraños seres ardientes descendieron de las estrellas. Iban seguidos por una abrasadora presencia, poderosa y terrible, y cuando Briseida describió a aquellos pequeños seres encendidos que la precedían reconocí en ellos los trémulos fuegos fatuos que contempláramos Asterión y yo en enjambres sobre aguas del Mar Velado, o aquellos mismos otros que Bris y yo descubrimos la noche en que Gothia se perdió.

Pero hubo más. La galería seguía y seguía, y al cabo nos llegó el relato de unos extraños seres, ni vegetales ni animales, que llegaron también desde los cielos cuando ya la tierra se hubo enfriado, y cómo fundaron la primera de sus numerosas ciudades en el fondo de los mares helados. Los nombraban Antiguos, o Primordiales, y se refería cómo llevaron a cabo numerosas guerras contra otros extraños visitantes y cómo se disputaron la Tierra, y cómo tras millones de años de luchas la perdieron.

Y aún hubo más cosas. Supimos de la semilla del Gran Cthulhu, cuando descendió desde Aldebarán, y oímos de la propia llegada del infame monstruo marino un tiempo después, y cómo habitó en Mu, y cómo fundó allí la detestable Ciudad de Fango y la pobló de horrores, hasta que un cataclismo la ahogó. Y ahora el Gran Cthulhu sueña muerto allí, esperando, colmando los sueños de los hombres de ansiedad y angustia...

Pues hubo cataclismos, sí, y de ellos daban cuenta los ancianos jeroglíficos. El imponente asombro de escuchar aquel relato allí, en una galería no pisada por hombre alguno en miles de años, con la insondable sima de N'Kai a nuestra siniestra, os digo que no puede ser referido con palabra alguna.

De tal modo, Briseida nos leyó también que en el Mundo, en un principio, hubo dos grandes concentraciones de tierra, una al norte y la otra al sur. Y que con el paso de los eones ambas masas se desplazaron hasta juntarse, y que al chocar formaron la antiquísima tierra de Pangea, y también la propia de Mu, en lo que ahora llamábamos el vasto Atlántico.

En ese entonces florecieron gran número de estas razas invasoras, aunque también hubo algunas nativas de nuestro orbe, como pudieron ser una especie de grandes lagartos, enormes como catedrales vivientes, y estos medraron en tierra firme junto a una suerte de organismos de forma cónica, altos sin medida y desgarbados, extraños en suma, cuya vaga representación en aquellos bajorrelieves nos llenó a los tres de aprensión.

Pero al cabo Pangea se resquebrajó, de este a oeste, y Mu como es sabido se perdió en las aguas, y nacieron entonces de nuevo dos grandes continentes, y se llamaron estos Laurasia, al norte, y Gondwana, al sur.

Nacieron en ellos reinos míticos como el de Hiperbórea, o la misma Lemuria, gobernada por humanos y bendecida por Astarté y Enosichthon, levantada por encima de unas aguas que, ¡ay!, demasiado cerca cubrían Mu y velaban el sueño del durmiente Cthulhu, y eso bien es verdad.

Lemuria duró eones, como relató Briseida con lágrimas en los ojos, pero al cabo una desconocida maldición vino a caer sobre ella, y fue también hundida en parte, y de nuevo hubo nuevos e imponentes corrimientos de tierras, y de las cenizas de Lemuria nació Thuria, que era el antiguo nombre que recibía el continente de Thule, bajo cuya superficie nos encontrábamos.

Otro vasto mundo quedó separado de este por la enorme masa de agua del Atlántico, e ignorado.

Surgió entonces en la primitiva Thule el despiadado imperio de los mauros, seguidores de Ereshkigal, Madre Hydra, la hermana de Astarté en los cielos y conocida entre susurros como la Matriarca de la Oscuridad, quien trajo la Quebradura del Cielo para mostrarnos su rostro.

Pero aquellos hombres de la primera Thule se encontraban bendecidos por los Dioses, y se impusieron sobre los mauros, y así se dio la Guerra de la Primera Quebradura, a cuyo término se fundaron siete reinos entre los descendientes de los primeros reyes de Thule, siendo los mayores de tales reinos Tarsis y la propia Tiria, en la que nos hallábamos.

La Quebradura, al cerrarse, vomitó extrañas nieblas sobre los mares, y Thuria y el resto de tierras del orbe se vieron separadas. El resto, hasta el momento presente, ya es Historia, como bien se dice en otros lares.

Pues bien, habíamos llegado en la lectura de los jeroglíficos hasta los albores de los tiempos modernos. Cuando llegamos a los eones más recientes Briseida pareció impresionarse, y mucho, y es que en verdad, nos dijo, ¡las escrituras continuaban refiriendo pasajes aún por suceder!

Callo ahora tales enloquecidas historias por no hacer este relato demasiado prolijo, pero por ejemplo se refería la forma en que una antigua raza de seres mentales tuvieron que abandonar sus cuerpos cónicos, durante la Antigüedad, y proyectar sus espíritus hasta encontrar otros que ocupar en el futuro distante, cuando huyeron de un desconocido peligro. Así, encontrarán unos seres con semblanza de escarabajos que sucederán, nos leyó Briseida, al propio hombre.

¡Al propio hombre!

El destino de nuestra especie se encontraba fijado al parecer, y Briseida nos refirió según los signos que nada quedará de él en el fin de todas las cosas, a excepción de un último ente creado por él mismo, y que será esta la última conciencia sobre el Mundo junto a los arácnidos inteligentes que poblarán la Tierra, antes de ser engullido el orbe por un hinchado y agotado Sol.

¡Pero basta ya de locuras! No pudimos trabar palabra tras concluir Briseida su relato. Nuestras mientes protestaban ante lo ignoto de todas las cosas reveladas, y fin.

―¿Y nada se dice de la Segunda Quebradura que está a punto de sobrevenir? ―pregunté por fin, consternado. Tomé a Briseida por los hombros―. ¿Qué dicen los jeroglíficos sobre esto? ¿Cómo terminará? ―Entonces Briseida me miró con ojos brillantes, y pasó su mirada por encima de mi hombro. Señaló la galería, al frente.

Me volví, y entonces lo vi; la galería, tras tiempo sin cuento, moría en un pasillo hecho por entero... ¡de metal! Se acababan las terrazas de N'Kai, y con ellas las inscripciones cinceladas en las paredes.

Eso era todo.

―¿No hay más? ―exclamé entonces de nuevo, fuera de mis cabales. Asterión se había tendido en el suelo, conmocionado por todo lo revelado―. ¡Pero nada has leído sobre la Segunda Quebradura, y nos has relatado la historia del Mundo hasta su final , Bris! ―dije―. ¿Qué se decía de la Segunda Quebradura, Briseida? ―repetí, y la obligué a mirarme―. ¿Qué ocurrirá a su término? ¿Será ese el fin pretendido del hombre?

Entonces ella negó, y respondió con voz trémula:

―Nada se dice sobre eso ―dijo―. ¡Nada! Hay una laguna intencionada entre la Primera Quebradura y el relato del fin del hombre...

Quedé mudo de asombro y pesar, y me volví al pasillo de metal en que morían las terrazas de N'Kai.

Aquello quería decir que el devenir de la Segunda Quebradura, nos dijo Briseida al fin, resultaba aún por escribir.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top