II
Que mi voz no sea más que un susurro mientras os refiero la última de mis aventuras, antes de que la muerte me alcanzase por primera vez en las maldecidas tierras de Gothia y tan lejos de los brazos de mi amada.
¡Briseida! Cuán negras han sido todas las noches en que me vi privado de tus dulces brazos mientras estos eran entregados a otros en Ofrenda y Celebración.
Pues bien, esta es la última de las historias, la que culmina en el Primer Tránsito, y en ella es protagonista esa figura que oís ahí fuera, golpeando con sus puños desnudos estas rocas.
Ella lo es, pero también Briseida, y Asterión, y aún yo mismo, pero ante todo lo es ese engendro de ahí fuera, digo, ciego de asesina determinación. Como un demonio. Como un autómata.
Vamos con ello.
Bien, cuando terminé de referiros la historia acerca de cómo se recuperó el Irannon me visteis abandonar mi barco y a mí mismo para recorrer con Halia los misterios de los Reinos Submarinos, ¿recordáis? La nereida no erró al juzgar que el descubrimiento y la maravilla mitigarían mi viejo y lacerante dolor, pues aquello en cierto modo me devolvió la vida. Y en verdad, cuando fui devuelto al Gran Dux y partí de nuevo de Ispal con mi barco descubrí que podía tenerme en pie, cuando menos. Las heridas no habían cicatrizado, no, pero al menos la sangría en mi alma se había detenido. ¡Bendita fuera aquella muchacha del océano!
Así pues continué con mis viajes, y si bien traté de olvidar a Briseida, la de celestes cabellos, yo mantuve mi palabra, y en cada puerto en que fondeé seguí mandando posta cumplidamente al Gran Templo, indicándole mi posición y mis próximos viajes. Todo con fin de que pudiese dar conmigo si el apuro resultaba desesperado. O dicho de otra forma, ¡por si el cielo al fin se quebraba en dos y la tierra vomitaba monstruos dispuestos a borrar Thule de las crónicas de aquel lado del Mar Velado!
¿Y qué queréis? Nobleza obliga, pero a pesar de ello os confieso que trataba de separar de tal proceder toda cuita de mi corazón, y voto a Dios que en verdad lo conseguí... A veces.
Halia me ayudaba, y es verdad. Juntos dirigíamos el Gran Dux, de Ispal a Gadir, de Gadir a Auroch, de Auroch a Mastia, y de allí a la monolítica Sarra, y durante el día ella nos abría camino como nuestro delfín, saltando delante de la proa. Pero durante la noche ella tomaba su forma humana y asaltaba mis cubiertas, y pasábamos largas horas sentados en la desierta proa o en la intimidad de mi camarote, hasta casi rayar el alba, y la muchacha reía y todo resultaba cantos y ofrecimientos para conmigo.
Parecía feliz, y hasta yo lo habría podido ser, también, pero los brazos de la sirena, si bien torneados y deliciosos, tenían el deje frío de las olas, y el sabor de sus labios me resultaba salado. ¡Pero era yo, que no ella! ¡Maldición!
Y mientras, a todo aquello, el negocio del comercio seguía prosperando, y resultaba ello alentado por las historias que de mí se referían ahora por doquiera pasábamos. La recuperación del Irannon me otorgó aún más fama de la que ya disfrutaba como marino mercante. Comprobé, con chanza, que me había ganado el sobrenombre de Navegante de las Brumas, y Asterión por su parte el curioso apelativo del Asta Nublada. ¡Me llovían cada vez más contratos madereros, y hasta la misma República de Tiria, cuando fondeé la vez primera en Sarra, su capital, me propuso ejercer de espía para los équites!
Denegué tan dudoso honor, por supuesto: tiempo habría en que hubiese de echarme a la cara al Consejo de Señores de aquella nación y a su actual équite, como en efecto y más tarde aconteció, pero no sería para rendirles cuentas yo, sino para pedírselas a ellos en cambio.
Pues se avecinaban los trabajos que tanto había temido yo: la Segunda Quebradura resultaba ya inminente. Y es que en los siguientes meses tras lo del Irannon Ajenjo había crecido aún más en el cielo, y resultaba ahora una luna gibosa y sangrienta incrustada en el cielo nocturno. Mientras, la Estrella de la Oración parecía haber disminuido sus estancias en el horizonte del crepúsculo y del alba.
¿Y las pocas noticias que llegaban de la maldecida tierra de Gothia? Los hachones de Camazotz ya ardían en ella desde hacía mucho, ya lo sabéis, pero se sentían ahora enormes estremecimientos en la tierra, y venían de aquella parte. La tierra se abría y se partía en dos, como se abriría y partiría el cielo algún tiempo después, y contaban los escasos agentes de Gadiria y de Tarsis que conseguían regresar de aquellas tierras que enormes columnas de humo surgían de las profundidades, como penachos de guerra, y que todos los días legiones enteras de mauros negros salían de los abismos para desfilar bajo las portadas de la fortaleza del difunto Dux de Gothia.
Malas venían dadas, como veis, y en esas estábamos todos cuando los sucesos se precipitaron, como era de esperar.
Y es que parecía mantener la Bestia de Gothia oídos por todas partes, pues en efecto las noticias de los movimientos del enemigo nos resultaban escasas, y sin embargo casi todos los empeños de los agentes encubiertos de Tarsis eran entorpecidos en tierras aledañas a Gothia. Casi todos los emisarios del Adorador de la Luna eran descubiertos y descuartizados por los mauros, y después devueltos de esta guisa a Ispal. De tal modo, y ya lo veis, se decía que el enemigo mantenía informadores hasta en el mismísimo Gran Templo de Astarté. Y resultó ser verdad.
De todo esto se hablaba en voz baja en los puertos, sobre todo en los Halos de Ispal, pero yo no podía creerlo. ¿Confidentes de Camazotz entre los Ungidos de Astarté? Desconfiaba de los gentiles hombres del Adorador de la Luna como cualquier otro, sí, pero no de haberse vendido al ascendente poder de Gothia. Pues su Bestia, estaba yo seguro de ello, no corrompería con sucios tratos a los clérigos del Templo, ya que perseguía su total destrucción, y esto me resultaba tan claro como el agua. ¡Y aunque resultó al final que no había traidores en el Gran Templo sí que hubo espías, y bien pronto me comprenderéis y veréis cómo pude averiguarlo, muy a mi pesar y con no poco peligro!
Pero me adelanto un tanto, como siempre, pues antes de comenzar mi relato sobre la malhadada Esfinge de Sothis he de referiros un inesperado reencuentro que mantuve en Auroch, y así os daré cuenta a la vez del modo en que supe que podía no haber traidores en Ispal, Gadir o Auroch, aunque sí informadores del enemigo.
Bien, pues hacía yo noche en Auroch y muy en contra de mi voluntad ―bien sabéis la opinión que aquella cueva de piratas me merecía―, impedido por ciertas necesidades de mi navío. Y es que iban cargadas mis bodegas hasta las trancas de caobas y me hallaba en travesía hacia Crise, y fue así que dejé mi nao bien amarrada en Puerto y a cargo de mi contramaestre Rais mientras yo buscaba por todas las fondas del muelle al beodo del funcionario del puerto.
Necesitaba que estampase su sello en el acta bienal que me permitía navegar aquellas aguas hasta doblar Mastia. Cosas de la burocracia, bien sabéis, que existe hasta en las más libertinas naciones piratas, pero bien, no queríamos problemas con la torcida y corrupta Regiduría de la capital aurocca y valía más la pena pagar la exigua salvaguarda, y a otra cosa.
Pues en esas me encontraba cuando di al fin con el funcionario, durmiendo bajo una de las mesas de un lupanar. Y como quiera que cuando vi al fin mis documentos sellados resultábamos estar a deshoras decidí pedir jergón en una fonda, no fuese que el caminar de madrugada por las oscuras callejas del puerto despertase el ánimo de los menesterosos... ¡Y no es chanza, por Dios, que ser sorprendido al alba con dos cadáveres a mis pies en los muelles, aunque fuese de facinerosos, podía retrasar mi ansiada partida de tan aborrecidas costas!
Por tanto, resolví pedir posada en la tasca más aseada que encontré, como digo, y pasar noche y llegarme fresco y bien temprano hasta el embarcadero para continuar travesía a Ispal.
Bien, pues ya rayaba el alba al día siguiente, y ya me hallaba despierto en esas en mi habitación ante espejo, jofaina y palangana, repasándome los bigotes. Canturreaba yo aquella zarzuelilla que había escuchado, no sabía dónde, esa que decía:
Playas, las de Levante.
Costas, las de Lloret.
Dichosos los ojos
que os vuelvan a ver [...]
Y en esas estaba, digo, cuando alguien desde la estancia de al lado golpeó con fuerza la pared de mi habitación. Presto, desde la habitación contigua alguien gritó una maldición, con un vozarrón descompensado y para mí de sobras conocido:
―¿Cómo? ¿Y que haya que aguantar estos cantes y a estas horas? ¡Uno nos dejamos, trierarco! ―le escuché decir a la persona al otro lado de la pared, con chanza, y yo no daba crédito―. ¡Cu-cu, Ramírez! ¡Hola, pajarillo! ¡Ven al pasillo y muéstrate, no seas tímido!
Reí con ganas, alegre de pronto y de corazón, y arrojé la navaja en la palangana mientras corría al pasillo de la fonda. Se abrió entonces la puerta de la habitación contigua, y en la decreciente oscuridad que aún reinaba en la posada vi emerger de ella el enorme corpachón de un minotauro. Apenas cabía por la puerta el mostrenco, digo, y me acerqué y extendí ante él mis brazos de buena gana.
―¡Asterión, en buena hora! ―exclamé estrechando entre mis brazos a mi amigo―. ¡Voto a Dios que os veo bien, cabestro tuerto! ¡Qué alegría me dais!
―¡Ramírez , vieja crápula! ―me contestó el minotauro, gozoso a todas luces―. Pero, ¡Moloch!... ¡Ramírez, eres tú! ―repetía, y me tomaba por los hombros y me zarandeaba de tal modo que a punto estuvo de descoyuntarme. Apoyó su testa en mi frente―. ¡Ramírez!
Yo reía a carcajadas, y nos palmoteamos las espaldas en mitad del pasillo. Mientras, una figura furtiva y femenina se escurrió de la habitación de mi compadre. Él celebraba el reencuentro con grandes voces también, y entonces ya resultó en demasía el alboroto, como era natural, y empezaron a escucharse golpes de protesta en las paredes e insultos tras las puertas, por las deshoras.
―¡Va! ¿Qué haces aquí? ―me dijo al cabo, empujándome dentro de mi habitación―. ¡Vamos, coge dos trapos, y póntelos! ¡Vamos abajo y despierto pero ya al posadero, que nos traiga todo el vino de la fonda y que nos prepare de comer! ¿No oyes? ¡Que yo lo pago!
―¿Pero es que de tan buena mañana queréis ya andar con morapios, beodo? ―protesté yo, aunque aprestándome a salir.
―¡Calla! ¿Y cómo no? ¡Vas a ver! ¿Ya sale el Sol? ¡Pues no verás un jarro vacío hasta que se ponga de nuevo, y luego ya hablaremos! ¡Pero venga, que hay mucho que hablar y que beber! ¡Ja!
Él reía y yo así hacía, conque pronto salimos los dos de la habitación y enfilamos el pasillo camino de las escaleras, muy vivarachos, de tal guisa que la puerta más cercana a la escalera se abrió de pronto con ímpetu y nos apareció un parroquiano con caras de pocos amigos. Venía protestando el pobre diablo por aquellos alborotos, y al llegar Asterión a su lado, mientras que con una mano me apremiaba a mí a bajar, con la otra le regresó de un empellón a la cama.
Así pues bajamos, y despertó mi compadre a gritos al posadero, y bien pronto nos hallábamos sentados ya con una jarra de vino al frente, mientras el tabernero avivaba las ascuas del hogar y sacaba un poco de queso y de carne de membrillo. Asterión le mandó matar dos pichones, y al punto nos quedamos los dos solos en silencio, mirándonos con mal contenida alegría.
―Ramírez... Cómo me alegro de verte ―me dijo, dando un buen trago a la jarra.
―Y yo también, hermano, yo también ―le contesté, y estreché de nuevo su mano―. Y por mi fe que celebro no habernos encontrado en el cabo de Mastia, como temimos. ¡Prefiero en verdad y con mucho esta ocasión!
―¡Y tanto! Pero, ¿y qué haces aquí, en Auroch? ¡Creía que no te gustaba fondear en este puerto!
―Y bien dices, pero ando en adeudos con el regidor. Ya sabéis.
―Y tanto. ¡Pues por fin han servido de algo los impuestos del cabo, si en verdad aquí te han traído! ¿De qué vais cargados?
―A vos os lo puedo confesar, pero bajad la voz. De caoba, como siempre. Atracado tengo aquí el Gran Dux y a resguardo con Rais. De hecho y por ello no puedo demorarme mucho; las paredes oyen, y el cargamento es valioso.
―¿Cómo? ¿Con Rais, dices? ―bramó―. ¿Y eso que dices de que llevas prisas? ¡No, olvídalo! ¡Este día es para celebrar nuestro encuentro, y no se hable más! Despreocúpate de tu barco, Ramírez, que conmigo en la villa nadie osará acercarse ni a una cuarta de tu navío. ―Y dicho esto chasqueó los dedos y el posadero se acercó venido de no sé dónde, bien solícito―. ¡Anda, Fino, llámate a tu chaval y que dé recado a mi compadre Corno! Que le diga donde estoy, y que venga a verme con los calzones en la mano si es que aún no se los ha puesto. ¡Anda, ve! ―El posadero se marchó mascullando algo entre dientes, y entonces Asterión se volvió de nuevo a mí―. ¿Ves? En un suspiro tengo a Corno aquí y le mando montar guardia ante el Dux y correr la voz de que tu barco es intocable. ¿Es suficiente así? ¡La caoba no se pudre fácilmente, pero a nosotros sí nos espera ese destino! ¡Bebamos hoy, entonces! ¿Puedes ya dedicarle un día a tu viejo compadre, Navegante de la Bruma? ―añadió, con chanza, y yo le correspondí con una sonrisa y echando mano de mi cuartilla de vino.
―Y tanto que sí... Así os lo digo: ¡el día es nuestro! ―dije, y entrechocamos nuestras jarras de nuevo antes de regarnos el coleto con aquel vino tempranero.
Departimos con sentidas palabras hasta que la luz de la mañana penetró por las ventanas de la posada y llegaron los primeros parroquianos. La luz se enseñoreó de la viciada sala en que nos hallábamos sentados junto al amor de la lumbre del hogar. Trajeron los pichones, bien guisados, cuando ya acabábamos el queso, y dimos buena cuenta de ellos, y después llegó al fin Corno, el compadre de Asterión, y mi amigo le despachó con unas escuetas instrucciones tras sentarle solo un momento a compartir un vaso de vino con nosotros.
Nos pusimos al día del resto en las horas siguientes. Habían pasado muchos meses en verdad desde nuestra despedida en el Yunque, en Gadir. Yo referí a mi amigo mis últimos viajes, y llegó entonces el punto de ocuparnos de un primer detalle escabroso. Hablé yo entonces, animado por el vino que no había dejado de correr, y miré a Asterión de reojo.
―¿Y vos? ¿En qué os habéis empleado estos últimos tiempos, viejo amigo?
Asterión eructó y me miró de frente, muy serio por vez primera en aquella mañana. Le costaba trabajo darme una respuesta, lo noté, y suspiré desanimado.
―Te equivocas en lo que estás pensando... ―me dijo de mal humor―. No he vuelto a las andadas. ¡Que no me gano ya de esa forma la vida, ea!
Observé entonces al minotauro con cierta suspicacia.
―¿No?
―¡No! ―respondió―. ¿Es que acaso te sorprende? No consigo hacerme con una tripulación desde...
―¿Desde lo del Irannon? ―le interrumpí. Asterión asintió―. ¿Y cómo puede ser tal cosa? ¿Acaso no eres el Asta Nublada, el minotauro que regresó de las nieblas del Mar Velado?
―Sí, y también el que ayudó a Gadiria a recuperar el Orgullo del Tribuno... ―respondió él zanjando el asunto, y terminó de un trago su cuartilla de vino. Ordenó que nos sirvieran otra jarra más. Yo aguardé―. Desconfían de mí.
―Pero, ¿cómo puede ser esto? ―exclamé entonces, ya fuera de mí―. ¡Fui yo quien os arrastró en la búsqueda del Irannon! ¡Luchaste por tu libertad, no por los intereses del Tribuno! ¿Te tienen ahora por traidor?
Asterión se encogió de hombros y me miró, divertido.
―Pues ya ves que sí. Me he granjeado un gran respeto por estas tierras, pero se murmura en los muelles. Aparte de Corno y cuatro más no cuento con gente de confianza a mi lado. Nadie se quiere hacer al mar conmigo, Ramírez, y esa es la verdad. Por eso te repito que puedes estar bien tranquilo: no tienes ante mí al pirata de antaño. ¡Esa vida, me guste o no, por Moloch que se ha terminado!
No podía creerlo, y por mucho que en mis adentros me alegrase de que Asterión hubiese abandonado la piratería no por ello podía dejar de compadecerlo.
―Pero, ¿y vuestro barco? ―pregunté.
―Nos lo estamos bebiendo y comiendo tú y yo, ahora mismo... ―dijo, y lanzó una risotada―. ¡Y bien está así! ―rio, aunque yo quedé con la color demudada―. ¡Bah! Mira, regresé aquí tras lo del Irannon y resultó que se me había dado por muerto, como es lógico. ¿Quién había podido escapar alguna vez del Yunque? Mi tripulación se había buscado un nuevo capitán, y habían puesto mi barco para su uso en consorcio.
―¡No puedo creeros, gañán!
―Cállate, y te lo contaré. Así fue, como te lo digo ―continuó―. Esperé el regreso de mi barco y cuando atracó en Auroch subí a bordo para reclamarlo, por supuesto. ¡El barco era mío! ¡Tendrías que haberles visto! ¡Ja! ¡Creían hallarse ante un fantasma! Bueno, el caso es que saqué mi falcata e hice una muesca en la cubierta; una línea ante mí. «¡O sea que esto es lo habéis hecho en mi ausencia!», les grité, muy digno. «Pues que atraviese esta línea y se plante junto a mí el que quiera volver a navegar conmigo». ―Asterión se echó un largo trago al coleto y suspiró―. Ya lo ves. Solo cruzaron siete hombres a mi lado. Los minotauros somos gente muy supersticiosa. Muy orgullosa, y yo era para ellos un fantasma, un pájaro de mal agüero... ¡Así que imagínate! ¡Ah, pero el barco era mío, eso sí! ¡Y lo recobré, vaya que si lo hice! ―dijo, y dio un puñetazo en la mesa que a punto estuvo de partirla en dos―. Pasé a cuchillo a todos aquellos bastardos con la ayuda de Corno y seis más que se pusieron a mi lado, y recobré lo que era mío. Después como te digo traté de reunir una nueva tripulación, y al final me alcanzó la historia de nuestra búsqueda: llegó hasta Auroch. Yo al final no sería un fantasma, no, pero me había liberado del Yunque y había ayudado al Tribuno a recuperar su Irannon... O sea que era un espía, o un traidor aunque no probado, que es peor que un resucitado. ―Mi amigo suspiró―. Y eso es todo. Cansado, malvendí mi barco y di una parte de la ganancia a los hombres que me habían sido fieles. ¡Y aquí estamos, como digo, bebiéndonos mi barco! ¡Ja!
Me recosté en la silla con los brazos cruzados. No sabía qué contestar, pues de alguna forma me sentía responsable de su mala estrella.
―¡Bah! ―continuó él―. ¡Pero basta de esto! ¡Tú! ¡Tú! ¡Cuéntame de ti! Háblame en confianza, como siempre. ¿En qué te has ocupado aparte de transportar leños en tu barquito por el ancho mundo? ¿Qué hay del Adorador de la Luna? ¿Qué te dijo cuando le ofreciste el pacto de neutralidad del Tribuno? ¡Apuesto que debieron sacarte a hombros del Gran Templo! Y por cierto, ¿qué hay de cierto en eso que se cuenta de que desapareciste de Ispal y que abandonaste el Gran Dux durante un mes tras tu regreso a Tarsis? ¿Qué hay de eso?
Apuré mi jarra y me mesé los bigotes.
―Pues que fueron dos semanas, que no un mes ―le dije al fin―. Necesitaba... ―Dudé sobre si referirle todo al recordar mis viajes con Halia; tiempo habría de contarle a Asterión todo lo que la ninfa marina me había mostrado de las profundidades del océano, pues para mi cornudo compadre Halia debía seguir siendo solo un recuerdo más de aquella extraña travesía en busca del buque insignia de Gadiria. Recordad que, para él, la nereida nos había dejado en la cubierta del Irannon tras sanar milagrosamente a Ahinadab, el trierarco, a petición mía y con el corazón roto―. Necesitaba estar solo ―añadí por último.
―Ya, bueno... Déjalo por ahora, si quieres, que te has puesto ceniciento y todo. ¿Y el Adorador? ¿Qué hubo de él?
―Pues que aceptó de mal grado el pacto con Gadiria, pero lo admitió ―respondí, y miré a un lado y a otro con suspicacia, como temiendo de nuevo que oídos indeseables pudiesen escucharnos; como dije había ya parroquianos revoloteando por la fonda, a pesar de las tempranas horas.
Asterión se percató de mis furtivas miradas.
―¿Qué temes tanto, Ramírez? ―dijo, y se inclinó sobre la mesa para continuar entre susurros―. Oye, que esto es Auroch; olfateamos a un espía de Tarsis a un estadio de distancia, estate tranquilo. ¡Y a los de Gadiria, a dos!
―Pues a fe mía que en esta cloaca que llamáis ciudad habéis perdido el olfato o las napias por completo, buen amigo, si a ti te han tenido por espía del Tribuno...
Asterión hizo un aspaviento y se irguió muy serio, como si fuese a darme un mamporro por mi osadía, pero después se echó a reír.
―¡En eso dices bien, español! ¡Dices bien!
―No es a los espías de Nabonides a los que temo, Asterión ―continué yo, a tal punto.
―Pues entonces bebe y cuéntame lo que temes aunque sea en susurros, por Moloch, que yo soy yo.
Sonreí, y contemplé a mi amigo.
―Tampoco temo a los espías de Gadiria ―dije―, y precisamente porque sé a ciencia cierta que sois vos y no otro que os imita que estoy aquí, hablando en vuestra compañía ―añadí entonces y ahora muy en serio.
Asterión me miró sin comprender. Se acercó de nuevo y volvimos a los susurros de antes.
―¿Pero qué estás diciendo? ¿Es que te has vuelto loco, Ramírez? Explícate: ¿es que temes entonces que haya espías del figurón ese que se ha levantado en armas en Gothia? ¿Aquí, en Auroch? ―Yo asentí. Asterión bufó en cambio―. ¡Es absurdo! Pero espera, explica también eso de que solo porque estás seguro de que yo soy yo que estás aquí hablando conmigo... ¡Pues claro que lo soy! ¿Quién demonios podría ser yo sino yo mismo, y no otro?
―Asterión ―dije entonces acercando mi silla a la suya y bajando aún más la voz. Llené al mismo tiempo su jarra de nuevo y la puse frente a él―. El que se ha levantado en armas en Gothia se hace llamar Camazotz. Toma la forma de un lobo monstruoso para destripar a sus oponentes, pero ese es el menor de sus poderes: es un formidable estratega y ante todo enemigo declarado de todos nosotros...
―¿Qué? ¿Y cómo sabes tú todas esas cosas?
―Yo le enfrenté, hace tiempo. Cuando el Dux de las tierras de Gothia fue asesinado. ¡Fue él el culpable, y luego vino la ruina para esa región, como estoy seguro que habréis escuchado!
Asterión se volvió y se quedó mirando las brasas de la chimenea del salón.
―Pero... ―respondió al fin, pero no le dejé continuar.
―Callad ahora vos. La Bestia de Gothia no es de este mundo, Asterión; comandará legiones cuando el cielo se quiebre, y pasará todo el continente a fuego y cuchillo. Ispal, Gadir... ¡Todo!
―¡Moloch! ―susurró Asterión―. ¿Y Ajenjo es su signo, no es verdad? Apenas es un poco más pequeña que la propia luna ya, la muy maldita... ―Asentí a eso―. Esto es grave, sin duda...
―Lo es, y en esas ando, Asterión ―dije―. Ando en que Camazotz nos halle lo mejor preparados que nos sea menester. He intentado acercarme a Tiria al igual que hice con Gadiria y Tarsis, pero el équite, con quien de todas formas he trabado cierta amistad, no escucha. ¡No estoy logrando mi empeño, y el tiempo de la Segunda Quebradura se acerca! De Sarra, su capital, precisamente vengo en esta travesía...
El gigante asintió, y apuró de nuevo su jarra.
―Vale. ¿Y lo de que si yo soy yo? ¿Qué hay de esa mandanga?
Sonreí y me recosté en la silla de nuevo, regando mi coleto de morapio. El alcohol me dio ánimo para recordar aquella «mandanga», y referírsela: no se lo había contado a nadie más aparte de a Briseida, en una de nuestras postas, y solo por prevenir al Templo de aquel gran peligro descubierto.
Y así, le referí por fin a mi compadre mi encuentro con el doppelgänger de Sarra, a donde una vez llegué poco después de lo del Irannon, y he de referírosla yo aquí también, a fin de que todo sea entendido.
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