VIII
Así que a la mañana siguiente no nos movimos, y di orden de plegar velas a la vista del muro de niebla. No hubo protestas ―al punto nadie andaba deseoso de pasar otra jornada entre las brumas―, pero sí mucha extrañeza, y algunas preguntas. Pero a ninguna explicación di ―¡faltaría más, pues al cabo era yo quien conducía nuestra expedición!―, salvo a Asterión, y eso en un aparte.
El minotauro guardó silencio cuando le expliqué mi azaroso encuentro con Halia, y pareció aceptar la situación sin mayor reparo: ¡deducid de ello qué portentos, qué extrañas criaturas habría conocido aquel marino a lo largo de toda su dilatada carrera como capitán de un navío pirata!
―En verdad eres una persona notable para no ser de estas costas, Ramírez ―fue lo único que acertó a decirme cuando acabé mi relato―. Mucho he oído de las nereidas, y un poco he visto o creído ver, es verdad... ―dijo―. Pero si a una de ellas le has caído en gracia y está dispuesta a ayudarnos pues bien por todos, y eso es que hay algo especial que corre por tus venas, amigo, y lo afirmo. Bien, esperaremos ―dijo al punto, y de pronto pareció alegrarse, como animado por una súbita esperanza―. Pero, ¿qué digo bien? ¡Ánimo! ¡Que con esto que me cuentas ahora sí te digo que aún tenemos una posibilidad de encontrar con bien el Irannon, pues te confieso que ayer pocas esperanzas abrigaba! ¡Nereidas! ―rio―. ¡Sí, por supuesto! ¡Esperaremos!
Como digo mi tripulación, disciplinada, acató sin demasiadas reservas mi nueva orden, pero otra cosa fueron los trierarcos, por supuesto.
Al cabo y a pesar de que les habían sido comunicadas por señas mis órdenes pidieron una y otra vez parlamento, y en fin que no hubo forma de posponerlo por más tiempo y subieron a bordo del Gran Dux a media mañana, exigiendo saber lo que pasaba.
Yo les esperé de pie en lo alto del castillo de popa, altivo y con mi espada al cinto, dispuesto a no ceder ni un tanto contra mi santa voluntad, y, aunque esperaba un enfrentamiento al ver cómo enfilaban la popa de mi barco con sus mantos azulencos flameando a la brisa marina y cara de más bien pocos amigos, no hubo tal.
Al punto subieron los travesaños del castillo y se plantaron ante mí los dos, y ya Hailama abría la boca para proferir en maldiciones cuando se escuchó el desgarro de la madera en mi barco, y entonces mi palo mayor cayó como un árbol talado y se precipitó en el mar, mientras la ronca voz de Asterión bramaba:
―¡Cuidado ahí! ¡Se ha roto, al final se ha roto la mesana!
Miramos los tres el destrozo causado con asombro desde el castillo de popa. Entonces Asterión, de pie junto a Rais, que observaba todo boquiabierto, se volvió a nosotros y desde la cubierta, alzando la vista, nos gritó:
―¡Capitán, lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible! ―dijo, con chanza―. Ha sido imposible salvar la mesana que estaba dañada y nos impedía navegar. ¡Ya lo veis, al final ha partido! Nos llevará tres días repararla, no menos, ¿verdad, tú? ―añadió, y se volvió y sacudió un manotazo a Rais, quien asintió al punto.
―No menos, no... ―contestó este.
―¡Pues venga, perros, que no se va a arreglar sola! ―exclamó entonces Asterión volviéndose a mis hombres―. ¿A qué esperáis, a que os ayuden las gaviotas? ¡Venga, hombre, sacad el palo mayor del agua, y que venga apretando las nalgas hasta aquí el carpintero, he dicho! O bueno, dilo tú, flacucho ―dijo, palmoteando de nuevo el hombro de Rais―, que para eso eres el contramaestre. ¿O qué? ¡Ja!
Los dos trierarcos se volvieron a mí. En esta ocasión fue Ahinadab quien quiso tomar la palabra, pero yo me adelanté:
―No, ya lo veis, y no se hable más del asunto: ¡tres días! Regresad a vuestro barco y sin tardanza, que necesito las cubiertas despejadas para llevar a cabo los trabajos.
Y así hicieron, y cuando salieron de mi navío no pude menos que sonreírme ante la marrullería y fortaleza de aquel enorme pellejo de mar con patas y cuernos que era Asterión; ¿pues no había sido capaz de echar abajo mi mesana con la sola ayuda de sus brazos, el muy bellaco?
Entretuvimos los tres días estipulados para el regreso de Halia reparando la mesana, pero al cabo se cumplió la fecha y esta vez Asterión y yo esperamos solos junto al mascarón de proa el regreso de la ninfa marina.
De pronto se escuchó un leve chapoteo en la noche, afuera del barco, junto al casco, y al punto algo como una aparición emergió del agua y entonces ya ella estaba allí, tal y como la viera la vez primera; desnuda, sentada a horcajadas en la baranda de estribor y observándonos.
Asterión, a pesar de que había quedado avisado de todo, no daba crédito.
―¡Moloch! ―bramó―. ¡Era cierto, Ramírez, vieja crápula! Te creí, no me malinterpretes, pero tampoco deseché la idea de que te hubieses vuelto tan loco como tu contramaestre...
Cuando Halia descubrió al minotauro a punto estuvo de echarse de nuevo al mar, pero me adelanté y la hablé con estas palabras:
―No os preocupéis, Halia ―la dije, extendiendo las manos―. Él es Asterión, y respondo de él. No corréis peligro.
―¡Ruy! ―me contestó la nereida―. ¡Debiste esperarme solo! ¡Te lo dije!
―Lo sé, pero confiad en mí ―respondí, y con un gesto invité a Asterión a acercarse.
Halia dudó.
―¿No me hará daño?
―No, os lo juro. Yo respondo.
Entonces Asterión se adelantó, tan solo un paso, y arrodillándose puso a los pies de la muchacha su enorme falcata.
―Mi espada es tuya, hermosa nereida ―dijo el gigante―. Y mi brazo también. Ahora me retiraré dos pasos, y te juro que no tendrás que prevenirte de mí.
Halia aún siguió contemplando con resquemor al minotauro unos instantes más, hasta que por fin sonrió, y me miró, y nos habló con su dulce y cantarina voz:
―¡Está bien, Ruy! ¡Creo que también me gusta este hombre tan raro con cabeza de toro! ―dijo, y tras saltar de la baranda corrió hasta mí y me abrazó. ¡Quedé en un azaroso suspenso, como comprenderéis, pues se encontraba desnuda!―. ¡Ruy, he encontrado tu barco perdido! ―me dijo entonces ella―. Se encuentra a media jornada adentrándose en las brumas, ¡por allí! ―exclamó, y apuntó en dirección noreste, directamente a las brumas.
―¿Lo habéis encontrado? ―repetí asombrado―. ¿Cómo lo habéis hecho, niña?
―Hay reinos enteros debajo del mar, Ruy ―me contestó ella―, poco se les escapa de lo que pasa sobre las olas.
―¿No se habrá movido de su posición? ―intervino entonces Asterión―. Irá a la deriva. ¿Qué fue de la tripulación?
Halia se volvió al minotauro y se encogió de hombros.
―No, no se mueve apenas. Las corrientes de los demonios etéreos no se lo permiten; lo han atrapado, y fecundado ―añadió misteriosamente―. No sé deciros más ―dijo entonces―. Nadie de los reinos submarinos se ha atrevido acercarse, y os aconsejan que os olvidéis de ese barco. ¡Es demasiado tarde para él!
―¿Que no se mueve, Halia? ―repetí de nuevo. Me acerqué y la tomé de los hombros―. ¿Cómo es posible? ¡Halia, respóndenos! ¿Queda alguien con vida a bordo?
La muchacha volvió a encogerse de hombros, molesta.
―No lo sé ―contestó zafándose de mis manos como un pez―. Bueno, y ahora ya sabes dónde está, Ruy: diles a esos hombres malvados de los otros dos barcos dónde pueden encontrarlo, y vámonos tú y yo de este lugar terrible.
Entonces me volví a acercar a ella y esta vez tomé con dulzura sus frías manos entre las mías.
―No puedo hacer eso. He de recuperar ese barco, Halia.
―¿Qué? ―exclamó ella, y se zafó de nuevo de mis manos―. ¡Mentiroso! ¡No, de eso nada! ¡No dijiste nada de eso!
―Tampoco dije alguna otra cosa, recuérdalo. Necesitaba saber dónde estaba el Irannon para ir en su busca.
La ninfa hizo un mohín y me observó muy contrariada.
―Me has engañado, Ruy Ramírez...
―¡No he hecho tal, por mi honor! ―repuse―. Ahora ve, espérame tú otros tres días a salvo, fuera de las brumas, que yo volveré con el Irannon en tu busca cuando lo encuentre, y eso sí te lo prometo.
―Lo prometemos los dos ―añadió Asterión, y se puso a mi lado.
Halia se volvió al enorme minotauro y se puso de puntillas para abrazarlo a él también. ¡Ja! ¡Pobre Asterión! ¡Juro que si su rostro no hubiese estado cubierto de un fino pelaje lo habría visto sonrojarse!
―Tú le cuidarás, hombre-toro ―le dijo―. ¡Te confío al capitán Ramírez, que no le pase nada! ―añadió, y le dejó y se volvió otra vez a mí.
―Eres un tramposo... ―me volvió a decir, pero esta vez me sonrió―. Tú ganas, pero tampoco irás solo. Yo os guiaré hasta vuestro barco.
―¡Halia, no! ―exclamé entonces. ¿Por qué hado las mujeres de aquel continente eran más gallardas incluso que los más principales équites del continente?―. ¡No permitiré que acometas esos peligros! ¡No hay razón! ―dije, pero entonces Halia negó, y deslizó un beso en mi mejilla.
―Teme más por ti, como hago yo ―contestó―. Yo no correré peligro alguno mientras no provoque a los demonios del Mar Velado. ¡Soy hija de Enosichthon, y tú solo eres un hombre, Ruy! ―dijo, y rio. Entonces cogió mi mano de nuevo y tiró de ella―. ¡Vamos, di a tus hombres que despierten de una vez, y seguidme!
―¡Espera, muchacha! ―bramó entonces Asterión―. ¡No ahora, no de noche! ¡Tú podrás ser hija del Rey de las Mareas como dices, pero temo que a nosotros se nos merienden como bizcochos!
Halia rio de nuevo.
―¡Es verdad! ¡Tú también me gustas, Asterión! Me alegro mucho de que Ruy nos haya presentado. ¡Y sí! ¡Tienes razón, partiremos mejor mañana, al rayar el alba! ¡Iré delante de vosotros! ¡Buscadme! ―dijo, y entonces se zambulló de un salto en el agua.
De nuevo no se escuchó allá abajo el menor chapoteo y esta vez fue Asterión quien se precipitó a mirar por la borda.
―¡No la veo! ―exclamó alarmado. Me acerqué despacio y sin dejar de sonreír―. Pero... ¡Espera! ―añadió―. ¿Qué es eso? ¿Es posible? ―Asentí ante sus palabras―. ¡Ha cambiado! ¡Ramírez, ha cambiado! Pero, ¿es ella? ¡Solo veo un delfín alejándose! ―Asterión se volvió a mirarme, con ojos alucinados―. Maldito bastardo enclenque... ―me soltó, el muy desgraciado―. ¿Pero a dónde me has traído?
―¿Acaso preferías los cuidados del Tribuno? ―le respondí llenando mi pipa.
―¡No, nunca! ―dijo, y rio palmoteando mi hombro―. ¡Que esa vieja pécora se consuma en sus palacios huecos, amigo mío! ¡Nereidas! ¡Yo te seguiré al fin del Mundo!
―Que me place ―le contesté, y estreché su mano con firmeza―, aunque espero que no sea necesario. ¡Y lo mismo os digo!
―Moloch... ―dijo al cabo, serenándose, y se acodó en la baranda; observaba la estela que había dejado Halia en las aguas―. Me hago una idea de dónde ha salido ella, Ramírez. Es una nereida, hija misma del mar, y no pertenece al mundo de los hombres. Apenas comprendo nada de lo que pasa... ―añadió de repente, pesaroso por un momento, y entonces se volvió a mí y me preguntó―. Pero bueno, ¿y tú? Insisto, no sé qué hay en ti. ¿De dónde demonios eres tú, y qué has venido a hacer aquí, Ramírez?
Le miré sorprendido.
―¿Yo? Solo soy un hombre, Asterión ―le contesté― . Uno venido de muy lejos, pero hombre al fin y al cabo, amigo mío ―añadí, y me acodé en la borda junto a él.
―¿Que de dónde vienes, maldito seas? ¿Cuál era tu mundo, ese del que dijiste que provenía la espada que te regalé?
―Os lo diré: soy español, y nada más. Ni menos.
―¿Español? ¿Qué es eso? ¿Eres de una secta de Astarté o algo así?
Reí ante tal ocurrencia.
―¡No, por cierto! A mi patria la llaman la de las Españas, y se dice que allí nunca se pone el Sol ―dije, y sonreí―. Solo que el mundo ha resultado ser más ancho de lo que habíamos pensado, Asterión. Pero, ¿y qué saben los españoles de todas estas cosas?
―¿Las Españas? ―repitió, extrañado―. ¿Eso donde queda?
Apunté con mi dedo al impenetrable muro de niebla cubierto de penumbras.
―Al otro lado de ese limbo de los condenados al que mañana nos dirigiremos otra vez, viejo amigo. Os veré al rayar el alba ―respondí, y le dejé solo en la cubierta―. Y por cierto, si han comenzado las confidencias ―añadí, volviéndome antes de marcharme― id preparando la historia de mi espada: os preguntaré por ella y vos me la contaréis, pero hoy no. Hoy ya estamos suficientemente cansados. ¡Buenas noches, Asterión!
Le dejé y me dirigí a mi camarote tras observar la luz de la Estrella de la Oración caer por la línea del horizonte. Cerré los ojos y musité una piadosa plegaria a la Madre Astarté, a quien estaba consagrado el lucero.
Debía prepararme para el tramo final de aquella travesía, y no en vano sentía que los portentos más grandiosos restaban por llegar.
¡Y resultó que no me equivocaba!
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