VIII
Fue una tarde triste en la que la lluvia embarraba los caminos y dificultaba el paso, pero con todo llegamos, si bien entrada la noche, al puerto de Bosta. En ese punto volví mi montura y Briseida y yo miramos atrás, a lo lejos; ¡terribles fuegos iluminaban la bóveda del cielo sobre Gothia! Muchos se volvieron entonces también, y hubo gritos y lamentos, pues todos tenían vecinos, conocidos o hasta familiares que no los habían querido acompañar, y así juzgaron cumplida la amenaza de Camazotz.
Cabizbajos enfilamos pues las calles de Bosta. El pueblo parecía desierto, sí, pero un destacamento de guardias, como ya sabíamos, guardaba el Gran Dux, la nave amarrada a puerto del difunto Balshazzar. Llamé a mi lado a la guardia exiliada de las puertas de Gothia y nos encaminamos al muelle. Allí descabalgué y exigí hablar con el alférez del destacamento.
Se adelantó este de entre las filas de sus hombres, y junto al muelle le expliqué lo sucedido al Dux en Gothia, le mostré nuestros salvoconductos y le hablé de la acuciante necesidad en que nos hallábamos. Los guardas a mis espaldas refrendaron mis palabras, pero ni así quisieron creernos, aunque en el horizonte el cielo sobre Gothia resplandeciera por las llamas.
Tampoco quisieron ceder el uso del barco del Dux. Era de esperar; para esos embrutecidos soldados nosotros no éramos más que una caterva de refugiados huyendo del hambre de demasiadas malas cosechas, y los guardias tras de mí tan solo unos despreciables desertores del blasón del Dux.
-Decidme entonces cómo vamos a dirimir esto, sin más -les dije yo entonces-, pues estas personas han vivido bajo la tiranía de un hombre que nada hizo por su pueblo y ahora él está muerto, y si al menos se quiere honrar y redimir en parte la memoria de Balshazzar dejadnos usar su navío para poder asistir a su pueblo.
Dije esto aunque sin grandes esperanzas y con prisa por agotar la vía diplomática cuanto antes: había decidido yo que los habitantes de Gothia que habían dejado todo por seguirnos dormirían aquella noche a cubierto, y no iba a ser de otra manera, ¡por mi honor!
El alférez de la guardia del puerto desenvainó entonces. Yo sonreí.
-Guarda esa espada y déjanos subir a bordo. No pediré esto último en nueva ocasión, y lo advierto -dije.
-Esta embarcación es propiedad del Dux y de ningún modo os será cedida para que la ensuciéis, y si es cierto que el Señor de estas tierras está muerto como dices no te moverás de aquí hasta que no lo comprobemos, por lo que puedas tener que ver con eso...
-En tal caso haz lo que tengas que hacer, pues vamos a subir a bordo -contesté, y pasé a su lado en dirección al embarcadero desentendiéndome de él.
-¡Sucio perro! ¡Guardias, a ellos! -espetó en ese momento, y cometió el atrevimiento de querer atacarme por la espalda.
Con media vuelta desenvainé y bloqueé su hoja. Apreté los dientes y me adelanté: mi hoja se deslizó por la suya con un siseo y rebanó la guarda de su espada y también varios de sus dedos. El arma cayó al suelo mientras el alférez estrujaba sus ensangrentados muñones contra el pecho y me dirigía una mirada cargada de odio. Me llegó una vaharada del acre y metálico olor de la sangre.
-Retiraos -dije, y bajé mi espada con la diestra y alcé la siniestra, a modo de advertencia.
Echó entonces mano a su puñal con la otra mano, herido no solo en su diestra sino en su orgullo. Escapé de su burdo ataque con un paso lateral y abrí un tajo en su pecho; hice otro al revés y hendí su mandíbula. Cayó al suelo pues, fulminado.
Sacó el resto de la guardia a relucir sus aceros entre gritos de sorpresa y rabia. Ya no cabía posibilidad de evitar pendencias, y no me refrené pues había dejado claras mis advertencias, y es que ciento cincuenta almas no iban a dormir bajo el aguacero, y de eso me disponía a dar fe.
Se inició por tanto un desacompasado baile sobre los maderos del embarcadero. No hubo dificultad en la refriega, ni honor para nadie, y solo tres fintas y dos paradas me bastaron para tener a mis pies a dos soldados más y a otro, atravesado de parte a parte, flotando boca abajo en el agua. Del resto se ocuparon los guardias desertores de Gothia, y fin, pues el barco del Dux era nuestro ahora.
Busqué a los más capaces de entre los refugiados para servirme de marinería, y fue así como embarqué a aquellas pobres gentes y durmieron en cubiertas los más jóvenes y en los puentes los más desvalidos, al abrigo de la lluvia. Pero no di orden de zarpar aún, y pasó una noche en la que hubo tres guardias, y por fortuna amaneció al día siguiente un cielo limpio salpicado de nubes, propicio para la partida.
Me extiendo demasiado, y lo sé. Sólo dejadme deciros que la travesía fue dificultosa aunque contamos con vientos favorables: pocos entre aquellos campesinos y artesanos tenían experiencia en el mar, y aunque no era mi deseo hube de echar mano de los remos del dromon.
Pero baste decir que con todo el Gran Dux llegó a Ispal tan solo ocho días después. En el Puerto del Gran Canal Briseida nos consiguió el permiso para entrar en la capital, y tras navegar a remo a través de los Tres Halos atracamos por fin en frente de las altísimas escalinatas del Templo, una calurosa mañana.
Entonces desembarcamos y desde allí condujo Briseida a los refugiados de Gothia hasta las mismas puertas del santuario, en donde salió a recibirnos el mismísimo Adorador de la Luna. Nuestra llegada había sido anunciada, sin duda. Hubo un clamor de trompetas y vimos al teócrata Nabonides salir del Gran Templo, vestido de púrpura y tocado de oricalco, seguido de sus Custodios.
-¡Briseida, seas bienvenida, hija mía! -dijo este tomando a Briseida de las manos-. ¿Qué es esto y quiénes son estas gentes?
-Esto es todo lo que queda de vuestras tierras de Gothia, Sagrado Padre: todo lo demás ahora es propiedad del Mal. He de contarle todo y cuanto antes.
El Adorador pareció quedar en suspenso y volvió la mirada a su Consejo de Ancianos. Ninguno de ellos supo bien qué decir.
-Lo hablaremos bien pronto -contestó al fin el teócrata tomándola del brazo-. Vamos dentro y me explicarás todo, Briseida. ¡Seguidnos vosotros también! -añadió dirigiéndose al Consejo de Ancianos, pero Briseida le retuvo.
-Padre, estas gentes... -comenzó Briseida, señalando a los las decenas de refugiados de Gothia en los escalones de mármol.
-No te preocupes por ellos, hija. ¡Marto, Marto! -llamó-. ¡Que los atiendan, les ofrezcan agua y vestido y les den cobijo provisional! No les faltará de nada -añadió llevando del brazo a Briseida y dirigiéndose al interior del Templo-. Ahora ven, hablemos dentro.
Unos guardias acudieron y comenzaron a dirigir a los refugiados a dependencias del Templo para asistirlos, pero yo me planté al final de la escalinata, solo. Briseida se detuvo de nuevo y se volvió a mirarme junto con Nabonides.
-¡Tú! -dijo entonces el teócrata, al parecer muy sorprendido por verme.
Tal vez se había olvidado de mi existencia: era en verdad un hombre muy anciano, eso ya os lo dije.
-Es el capitán Ramírez, Sagrado Padre. ¿Le recuerda? -dijo Briseida, y entonces ella me sonrió a las puertas del Gran Templo Dorado, bajo el Sol. ¡Parecía una Reina, o más bien semejante a una Diosa, voto a tal!
-¡Claro! -contestó el Adorador-. Supongo que estamos en deuda de nuevo con usted, capitán Ramírez; ahora Briseida me contará los detalles. Haré que os preparen cobijo y comida, y después hablaremos en privado.
-No podrá ser así, Sagrado Padre -le atajé, dejándole en suspenso-. Briseida os contará ahora los detalles y yo solo os pido una merced, y es que me permitáis conservar para mí ese navío que está amarrado a los pies de la escalinata. Lo confisqué en vuestro nombre al traidor Balshazzar para poder sacar a estas gentes de Gothia. También os solicito que me permitáis reunir en Ispal una tripulación para él.
Entonces Briseida se soltó del brazo del Adorador de la Luna y se adelantó a mí.
-¡Ruy, no! ¡Te necesitamos ahora!
Sonreí a Briseida y la tomé de sus hombros desnudos.
-¡Y sólo tú y no Tarsis, no el Adorador de la Luna, podrá contar conmigo cuando llegue la hora y el cielo se parta en dos otra vez, Bris! -la contesté-. En cada puerto en que atraque ese barco, en cada isla en que fondee mandaré posta a Ispal dándote cuenta de mis movimientos, y así podrás encontrarme si me necesitas.
-Pero, ¿por qué se marcha? -intervino entonces Nabonides a espaldas de ella, acercándose-. Quédese, y le pondré al frente de hombres a su cargo, capitán Ramírez. Necesito de esa extraña espada suya y de sus dotes. El barco de Balshazzar es ahora suyo, por supuesto; mandaré hacer la carta de cesión a un escriba y la llevarán esta misma tarde al puerto. Pero debe ayudarnos en este trance. ¡Debe ayudar a Tarsis!
-No -le respondí sonriendo, y alcé la vista hasta encontrarme con la suya-. No soy súbdito de este reino ni de este Templo, Sagrado Padre: solo me debo a Briseida, a quien una noche conocí en una taberna de puerto cuando su maestro aún vivía, y a la que debo la vida tras este viaje. Y aún algo más... -Briseida se ruborizó y miró al teócrata-. Briseida no es mía ni lo será nunca; ella pertenece a su Diosa, y lucho por aceptarlo. Con todo la debo mi vida, y os juro por mi honor que si ella me llama yo acudiré. Y como he previsto los tiempos que han de venir os digo que debo partir y recorrer las costas de Thule: he de conocer los otros gobiernos del continente y medir por mí mismo su pujanza. Quiero viajar al Imperio de Gadiria, y a la República de Tiria, y aún a la rebelde Moloch, en donde buscaré al minotauro que me regaló esta extraña espada que nombrais y que por cierto no merezco -dije, y añadí-. Porque para oponerse a lo que está por venir necesitaremos del concurso de todos, y por eso me llevo el barco del Dux en pago de deudas si tenéis a bien, y para ponerlo al servicio de Briseida y por tanto al vuestro, y con vuestro permiso.
Pero el Adorador negó una vez más, sin comprender.
-No estoy de acuerdo, pero le concedo todo en prenda de sus servicios. ¡Pero no le consigo entender, por la Diosa! La actual Gadiria es la empresa militar de un hombre sin escrúpulos, cautivo de órdenes militares propias de otra época, y Tiria ya solo es un Estado mercantilista gobernado por pusilánimes. En cuanto a la península de Moloch, es un hervidero de fugitivos y maleantes, y nada bueno encontraréis allá... ¡Quiera Astarté que se trague Auroch el Mar Velado, pero es libre de navegar a todos esos lugares si ese es su deseo! El barco del Dux es ya suyo, y esta tarde tendrá carta de propiedad y salvoconducto de reclutamiento, víveres en las bodegas y quinientas cuñas de oricalco -dijo, e hizo una seña a un escriba para que tomase nota de todo-. Ahora puede marcharse entonces, y con mi bendición.
-Doy gracias, Sagrado Padre -le respondí, y entonces me volví de nuevo a Briseida.
-Sigues siendo un tonto español, Ruy Ramírez... -me dijo ella.
-Lo sé -la respondí-. Todo no está resultando más que una sucesión de desafortunados contratiempos, pero como ves esas dificultades se están ocupando de que no nos perdamos de vista, y eso lo celebro. Te ruego que sigas permitiendo que nuestros caminos vayan de la mano, a donde sea que nos lleven, Briseida, y por tanto te lo repito: ¡avísame, y vendré! Recuerda mis palabras . ¡Adiós otra vez, Bris! -la dije, y así me despedí de ella en el mismo lugar en que me separase de ella la vez primera, en las escalinatas del Templo, y al cabo me volví y me perdí entre las señoriales calles del Primer Halo.
Tenía, ya lo veis, muchas cosas que disponer.
Y ahora sí tal es todo lo que puedo contar sobre la que se conoció después como la Bestia de Gothia. Aquella remota región septentrional de Thule quedó maldita por siempre, aún cuando todo acabó, y nadie en su sano juicio volvió a pisarla hasta mucho después de que finalizase la Guerra de la Segunda Quebradura. Nadie en su sano juicio, digo; por eso yo sí volví a recorrer sus caminos antes del fin, ¿o qué pensabais? ¡Ja!
¿Qué más? No tardé en reunir una tripulación mínimamente aceptable: Ispal era puerto de buenos marineros, aunque eché en falta a mi fiel Martín a mi lado.
Mi nueva nao demostró ser rápida y maniobrable, y tan pronto como me hice con una tripulación y suficientes cartas náuticas zarpamos rumbo a Gadir, la capital del Imperio de Gadiria, nuestra primera parada antes de establecer relaciones comerciales con los señores équites de Tiria; ardía yo en deseos de conocer las maneras del famoso Imperio del Gran Tribuno, aunque admito y os adelanto que ya en ocasión previa había tenido yo mis más y mis menos con Gadiria, pero eso queda para otra historia.
Pronto os relataré los trabajos que tuve que padecer para encontrar al Irannon, el buque insignia del Tribuno en aguas del Mar Velado, pero baste, pues ya hemos entretenido demasiadas horas. ¡Y mirad! ¡La lluvia no ha cesado, sino que más bien arrecia!
¡Pardiez! ¿Qué es eso? ¿Lo habéis escuchado? ¡Truenos! ¡Relámpagos capaces de tirar abajo estas piedras milenarias! ¡Vamos! ¡La Tormenta al fin nos ha encontrado, y ya veremos si vuelve a haber oportunidad de que pueda sentarme a referiros alguno de mis cuentos!
Pero con todo y si es así no os lamentéis, viejo amigo, y celebrad que al menos por fin la Matriarca nos haya alcanzado. ¡Ya empezaba a aburrirme! ¡Y venid pues, y veamos qué traen consigo todas esas luces en el cielo!
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