VI
Volví a despertar, y nos hagáis el sorprendido. ¿Qué pensabais? Si no hubiese sido tal no me hallaría con vos, sentado en estos sótanos ahora y escuchando el ácido de la tormenta caer mientras os relato esta historia.
Bien, digo pues que desperté, y me encontré de repente sentado al extremo de una larga mesa de comedor en uno de los salones del torreón. Me hallaba solo, y desarmado, y cubierto de cuajarones resecos de mi propia sangre. Frente a mí se encontraban dispuestas innumerables viandas. Y no me encontraba atado ni sometido de ninguna otra forma, y cuando reparé —¡otra vez, perplejo! — en que no mantenía ninguna herida ni magulladura en el cuerpo observé al fin la estancia a mi alrededor y evalué lo precario de mi situación.
Pero no pude profundizar demasiado en mis pesquisas, pues bien pronto las puertas del sombrío comedor se abrieron con estrépito y penetró en la estancia la figura de un hombre enorme y bestial. Se movía con la gallardía de un cazador y sus ademanes eran rudos y crueles. Se sentó al otro lado de mi mesa y sin dirigirme una mirada, y bien pronto agarró con una de sus manazas el cuarto de un pavo servido en una vasija de barro frente a él y comenzó a devorarlo, a bocados.
Con las barbas manchadas de grasa y rumiando las carnes del ave me preguntó, todavía sin dedicarme ni una mirada:
—¿Y tú quién demonios eres?
—¿Eres el Dux Balshazzar? —fue todo lo que le respondí.
—¡Te he preguntado que quién eres! —repuso alzando la voz y dando un manotazo en la mesa.
No respondí nada aún, absorto en el estudio de aquel hombre sucio y feral frente a mí. Arrojó los restos del pavo sobre la loza, asió un jarro de vino y lo apuró de un trago, hasta las heces. Se limpió con la manga de su deslustrada camisa y solo entonces me dirigió por fin una furiosa mirada, molesto a todas luces por mi obstinado silencio.
Entonces se abrieron de nuevo las puertas y entró en el comedor la figura demacrada de la mujer a la que había espiado en su alcoba en la última planta del torreón. Traía otro jarro de vino para el hombre y lo dejó frente a él en la mesa. Tras esto se retiró a un extremo de la sala y se quedó allí, quieta como una estatua, fundida en las sombras. ¿Sería acaso un fantasma? Voto a Dios que no lo creí en aquel momento, pues no hay fantasma, juzgué, que pudiera mostrar semblante más aterrorizado que el que lucía aquella desvalida mujer. Antes de que se retirase a las sombras aún llegué a sorprender una cosa más sobre ella: llevaba una sucia cadena al cuello, y de ella pendía el plateado medallón de una vestal. ¡Se trataba de una xana! ¡Sin duda a ella la debía yo esta vez la curación de mis nuevas heridas!
Volví la vista a mi anfitrión, con saña mal disimulada.
—Más te vale responder —me dijo entonces este de nuevo—. ¡Que quién eres! ¡Habla o te arranco la lengua! —exclamó dando un nuevo manotazo en la mesa que a punto estuvo de partirla en dos—. ¿Eres otro de los hombres del Eunuco de Astarté?
—Soy un emisario del Adorador de la Luna —respondí sin apartar de él la mirada.
—¿Ves? Pues eso, lo que yo decía, hombre... —contestó entonces el hombretón—. Otro hombrecillo del Eunuco. Bien —añadió entonces mostrando una sonrisa feroz de medio lado—, has de perdonarnos estas horas para servir la cena, pero oye, siéntete como en tu casa —dijo con un ademán de la mano—. Si el vejestorio de tu amo me hubiera avisado habría dispuesto todo mejor. Venga, ¿no tienes hambre? —añadió divertido. Me sentía como un ratoncillo con el que el gato estuviera jugando, muy próximo a recibir el zarpazo letal. Entonces levantó la vista y clavó en mí sus enfebrecidos ojos, como reparando de repente en algo, y una cruel sonrisa le iluminó el rostro—. ¡Pero espera! ¿Qué es ese olor? Oh, ¡no has venido solo! —exclamó olfateando el aire—. ¡Me habéis traído otra virgencita del Templo! ¡Qué generoso por vuestra parte! —dijo, y lanzó una furtiva ojeada a la mujer escondida en las sombras del salón. Sonrió, más para sí que para mí, cuando dijo—. Me alegro mucho, hombre: esta fulana está ya muy deslustrada...
Apenas pude contenerme. A fe que de haber contado en aquel momento con mi espada habría hecho que aquellas fueran sus últimas palabras.
—He visto a los otros emisarios —dije—. O mejor sea dicho he descubierto sus restos desperdigados por la ladera. Estáis en un serio aprieto, loco, ¿lo sabéis? —le advertí. Entonces aquel salvaje quiso responder algo valiéndose del sarcasmo pero no se lo permití, y levanté la voz—. ¡Soy Ruy Ramírez de la de Villalobo, y he venido para que me deis cuenta de lo que ocurre en estas tierras, necio! ¿Qué hay de cierto en vuestros supuestos tratos con los mauros? ¿Qué hay de los supuestos tributos en doncellas que les pagáis, loco cobarde?
Mi adversario ladeó la cabeza y me observó de reojo. En lugar de responder a mi provocación me respondió:
—No —dijo por toda respuesta, y la extraña calma de sus palabras dejó bien a las claras que allí había un torrente debajo que bien podría desbordarse y descargar con la brutalidad de mil demonios—. No. Te equivocas. Tú no eres nada. No eres nadie —contestó—. Por lo que a mí respecta no eres más que otro esclavo del Eunuco de Astarté, que viene a mis tierras a inmiscuirse en mis asuntos... No —repitió—. Bueno, conocerás mis mazmorras un tiempo, pues necesito que transmitas un mensaje de mi parte al muñequito de Tarsis. Para que comprenda de una vez que ni esta tierra ni la de más allá son ya suyas, ¡ni tampoco de la puta de los Cielos! —gritó, y la maltratada xana en el extremo del comedor dio un respingo y comenzó a sollozar—. Pero atiéndeme bien esto —continuó mientras jugueteaba con los huesecillos del pavo semidevorado frente a él—. No te tengas por eso por más afortunado que esos que has visto despeñados ahí abajo, en la ladera: piensa que para que tú me transmitas un mensaje solo necesito de tu boca —dijo—, y todo lo demás en tu cuerpo que no la haga abrirse y cerrarse, me sobra...
Tragué saliva ante su amenaza, y muy a mi pesar. ¿Pero de dónde había salido aquella bestia, aquel hombre dotado de tan atávico salvajismo?
—Necio, no me dejaré meter en una asquerosa mazmorra, Dux —contesté y le apunté con el dedo—. Os prevengo de que confinarme no os será tan fácil, ¡y no me conocéis! —dije paseando mi mirada por la mesa mientras trazaba un plan.
Y entonces el gigante se levantó por toda respuesta, y recorriendo la mesa en dos zancadas se lanzó contra mí con un gruñido. Yo me puse en pie también para enfrentarle, con un grito y lanzando atrás la silla en que me sentara un momento antes, mientras esgrimía el cuchillo dejado como cubierto frente a mí a modo de vizcaína, pero me vi sobrepasado por vez tercera en aquella noche.
Incrédulo vi como el salvaje lanzaba sobre mí una de sus manazas, y un solo segundo después me encontraba cogido por el cuello y levantado del suelo. Forcejeé, privado del resuello, y después me arrastró por toda la mesa tirando toda la loza al suelo como si yo fuera un pelele de trapo.
Dejé caer el cuchillo como un niño indefenso, y a continuación aquel monstruo me arrastró fuera del comedor conmigo pataleando como un gatillo a cuestas de su madre y me hizo bajar unas escaleras y me internó por desconocidos pasillos y mazmorras. Al cabo me arrojó como un muñeco en una infecta celda de anchos barrotes.
Me di la vuelta en el suelo, amoratado y pugnando por hacer entrar el aire en mis pulmones. Tosía yo con gran esfuerzo cuando aquel gigante exclamó frente a la puerta ya atrancada de mi prisión:
—¡Te ha enviado el Eunuco junto con otra de sus putas! Pero no temas, que tal vez pueda ocuparme de ella antes del alba, en cuanto acabe unos asuntos y prepare el relevo de mi nueva guardia... —Agarró los barrotes con una fuerza tal que parecía capaz de arrancarlos sin esfuerzo—. Entonces la buscaré en el pueblo, pues he olido en el aire los aceites con los que se perfuma los pechos, esos pechos que disfruta cualquier patán a cambio de llenar bien de cuñas las arcas del Templo. ¡Me recrearé con su carne, sí! —dijo con una crueldad y un odio infinitos—. Devoraré en ella la carne que no precisen mis siervos para la crianza, eso tenlo por seguro, ¡y si no aparece pasaré a todos a cuchillo en este pueblo, hasta que solo quede ella! —gritó fuera de sí. Y entonces rio, con un gesto malvado y cruel, y después se marchó, dejándome solo.
Me senté en las frías piedras de la mazmorra, sin dejar de carraspear. «¿Pero, ¿quién es realmente ese hombre? Esa... bestia», pensé con más asombro que temor en aquel momento, incapaz de hablar ni de comprender nada de lo que estaba ocurriendo, y entonces sonó la quinta campana de la Vigilia.
Pasaron los minutos en la soledad de la húmeda celda y mi razón se veía turbada por mil y un pensamientos sombríos. No podía dejar de pensar en las incomprensibles palabras de mi captor y ahora sí me encontraba muy preocupado por la suerte de Briseida si había de creer en sus amenazas.
¿Y cómo no habría de creerlas? ¡Aquel hombre parecía desprovisto de cualquier tipo de cordura! Su malignidad quedaba fuera de toda duda, y recordé apretando los dientes de pura rabia a los emisarios pasados a cuchillo, a la xana deshonrada y sometida cruelmente y a las doncellas tributadas y deshonrada.
Más, ¿qué podía hacer yo? Ya había inspeccionado mi calabozo en vano, en busca de alguna posible salida que me permitiese escapar, por lo que tras algunas inútiles tentativas acabé por desistir y me sumí en una honda desesperación. No había nadie más tampoco en las otras celdas contiguas a la mía, al parecer.
Por tanto el único sonido que escuchaba era el de las gotas filtrándose desde el suelo de los patios de la fortaleza hasta aquellos sótanos. Me hallaba completamente solo, y atisbando entre los barrotes solo alcanzaba a ver la oscuridad a uno y otro lado.
Me senté de nuevo con la mirada fija en la negrura, y cavilé también sobre aquella castigada región, sobre los guardias enseñoreados del puerto de Bosta, sobre las gentes obligadas a encerrarse en sus casas haciendo caso omiso de los lamentos de de sus vecinos y sobre la intolerable humillación por tener que entregar a cien de sus hijas a los mauros, Dios sabía con qué fines...
Y todo con la connivencia del Dux, ese hombre a quien odiaba yo ahora con todas mis fuerzas. Y todo esto pensaba cuando la oscuridad pareció arremolinarse en vaporosos jirones al otro lado de los barrotes de mi celda.
Me incorporé poco a poco, retirándome de las trancas metálicas hasta toparme de espaldas con la pared de mi estrecho cautiverio: en verdad algo flotaba en la oscuridad, podía jurarlo, y cuanto más me fijaba, cuando más clavaba mis ojos en la oscuridad más claro me parecía que espesas volutas de humo danzaban envueltas en la oscuridad. Entonces una figura emergió de aquellas sombras y ante mí apareció la figura de Briseida.
Parecía una visión, envuelta en su vaporosa túnica rosada. No sé por qué pero me vino a la memoria el pálido torso de Martín, parado bajo la desangelada luz de la luna en medio de aquella alcoba de Crise.
—¿Bris? —pregunté, y entonces la muchacha se adelantó, aferrándose a los barrotes de mi celda.
—¡Ruy! —dijo. ¡Era su voz, su melodiosa voz de siempre, no aquellos sonidos como de guijarros cayendo sobre un tejado que conformaban las palabras de las lamias!—. ¡Ruy, al fin te encontré! ¡Aquella comadre me dijo que habías subido a la fortaleza en busca del cambiaformas!
—¡Bris! —susurré echándome contra los barrotes—. ¡Márchate! ¡Corres peligro! ¡Esa bestia sabe que has venido conmigo! ¡Disfrutará atrapándote para hacerte cosas que prefiero ni pensar! Escucha, odia todo lo que tiene que ver con el Templo de Astarté, ¡lo he visto! Mantiene cautiva a una xana del Templo allí arriba. ¡Ni quitarse la vida la permite! ¡Tienes que huir!
—¿Una de mis hermanas? —susurró, descorazonada. Entonces cayó en la cuenta—. ¡La xana del templo abandonado de la ciudad! ¡Te lo dije! ¡Te lo dije en el Consejo! ¡Ruy, debemos detenerle!
Me aferré a los barrotes con rabia, a escasa distancia de sus labios.
—¡Sí!... ¡Debemos! —escupí—. ¡Pero es terrible, Briseida! Es fuerte como un toro, y muy rápido. Apenas he sido un juguete entre sus manos... Escucha, estoy convencido de que el Dux es el cambiaformas que asola la región, pero no comprendo cómo mantiene su colosal fuerza incluso en su forma humana... ¡Es formidable, en cualquiera de sus formas! ¡Debes huir!
—No, Ruy, no puedo... Entre los dos conseguiremos detenerle, de alguna forma —contestó, azorada—. Esas doncellas del tributo, la xana... —continuó con los ojos próximos a desbordarse.
Golpeé los barrotes, frustrado, y después suspiré, acercándome a su rostro.
—Tienes razón. Ruego me perdones. Bien, busca algo con que abrir esta puerta, ¡aprisa! Busca por las paredes; tal vez esté el manojo de llaves del carcelero colgado de algún clavo, a la entrada —dije, y entonces Briseida se fijó en la cerradura de la puerta enrejada y puso su mano sobre ella, musitando una plegaria.
El cerrojo se descorrió entonces con un chasquido y quedé maravillado. Había ocurrido como en el faro de Mastia, y Briseida entornó después la puerta, dejándome paso. Salí de la celda de un salto y me detuve junto a ella un instante, acariciando su rostro.
—Desde que llegamos aquí parece que no he sido más que un estorbo para ti, Briseida. Eres poderosa, hija de Lemuria —dije, y sonreí—. Ven —musité, y la tomé de la mano—. Busquemos mi espada. ¡Ardo en deseos de probarme y de servirte esta vez yo a ti! ¡La próxima vez que vea al Dux lo mataré, lo juro! ¡Vamos, liberaremos antes de nada a la xana del templo, a quien también le debo la vida! ¡Deprisa! —dije, y tiré de ella arrastrándola a los pasillos en busca de la salida.
—¡Espera! —me dijo al cabo de un momento—. ¿Dónde vamos?
—Afuera. A las puertas del torreón hay un carro de heno... Creo que allí perdí mi espada. Sin ella no puedo hacerle frente, Bris.
—¡Pero ese carro estaba destrozado, convertido en astillas!
—A fe que sí. Caí encima suyo desde lo más alto del torreón...
—¿Cómo? ¡Imposible, es demasiado alto! ¡Aún así habrías muerto, no digas más tonterías! —dijo, y luego se llevó la mano a la boca, como cayendo en la cuenta—. Diosa, la xana...
Asentí sin dejar de tironear de su mano y la conduje a la salida.
—Sí. La debo también la vida, ya te lo fije. Y a ti.
—¡Ruy, basta de eso! ¡Más veces te debo yo la mía! Acuérdate del faro...
—¡Dejemos eso ahora! ¡Mira, no hay nadie guardando las escaleras! Pero, ¿dónde están todos los guardias? —me pregunté en voz alta, y entonces recordé las palabras de mi anfitrión. Me detuve y repetí lo que le había escuchado decir—. «Me ocuparé del relevo de mi nueva guardia», dijo...
Briseida me miró sin comprender.
—¿Qué significa eso?
—El Dux —contesté—. Eso me dijo antes de abandonarme en esa celda... ¡Vamos! —la apremié—. ¡Busquemos entre el heno del carro! ¡Debo recuperar mi espada! ¡Creo que no queda nadie con vida en la fortaleza!
—¿Nadie? ¿Cómo lo sabes?
—¡Mira a tu alrededor! ¿Una mazmorra sin carceleros? ¡No hay guardas, Brisa! ¡El Dux debe haberlos matado a todos!
—¿Cómo? ¿Pero por qué? —preguntó la muchacha, pero yo me encogí de hombros sin dejar de correr hacia la salida. Entonces la sacerdotisa se soltó de mi mano y me adelantó por las escaleras, dando un grito—. ¡Diosa! ¡Es un loco! ¡Un loco fuera de control! —exclamó con nueva determinación—. ¡Vamos! ¡Busquemos tu espada y después al Dux! ¿Quería dar conmigo ese malnacido? ¡Pues aquí me tiene, pero seré yo quien dé con él! ¡Estas negociaciones han terminado! ¿Me oyes? ¡Es hora de que pague por sus faltas al Templo y a la Diosa!
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top