III
Dieciocho días después Briseida y yo nos encontrábamos sentados en el abandonado templo de Astarté de Gothia contemplando a las tinieblas alargarse hasta las apagadas tinas.
Habíamos atracado esa misma tarde en el cercano pueblo costero de Bosta. Aquel pequeño pueblo costero nada tenía que ver con otros como el de Mastia; nada había en él de antiguo, grande o señorial. Antes bien se trataba de un miserable lugar poblado por curtidores y pescadores. Había además buen número de guardias del Dux en los muelles y caminos, por todas partes, pero la dotación mejor pertrechada permanecía acantonada en el muelle en un sucio barracón de adobe, junto a un estilizado dromon de tres palos y velas triangulares que permanecía amarrado al atracadero más amplio del puerto.
Contaba el bajel con dos filas de remos, como una galera, y siendo esto cosa que nunca aprecié en barco alguno en mis costas en aquellas otras resultaba común y por razones que tal vez algún día venga mejor que os señale. De ahí y de su arboladura que lo refiriese yo en mis mientes como al célebre navío de los bizantinos.
Era por tanto y a todos los efectos un dromon, y portaba el blasón de Balshazzar colgado de su palo mayor tal y como me señaló Briseida, y comprobé que se trataba de un lobo de sinople sobre campo de azur. Y no presentaba artillería; ningún barco que navegara las aguas de aquellos océanos al oeste del Mar Velado armaba a bordo cañones o culebrinas, según había podido comprobar durante aquellos primeros años. Pero esto, con todo, estaba a punto de cambiar muy a mi pesar y, no puedo evitar pensarlo, en parte por mi propia culpa.
Pero mucho admiré aquel barco, tanto por su señorial hechura como por su recia construcción. No en vano llevaba por nombre El Gran Dux, y no en vano tampoco nos quitaron ojo los soldados de Balshazzar mientras desembarcábamos Briseida y yo de nuestro propio transporte. «Mala señal», me dije, y en verdad bien pronto hubimos de lamentar haber efectuado nuestra entrada en la región de Gothia de forma tan indiscreta.
Pues bien, en un apartado establo de Bosta un escuálido muchacho nos ofreció dos monturas pasables por pocas cuñas en prenda, y no quisimos demorarnos más en aquel desapacible pueblecito; el buen tino clamaba que nos quitásemos cuanto antes de la vista de los soldados del Dux.
Digo que me arrepentí de haber arribado a Gothia por mar, y es cierto, pero eso fue tan solo en el momento de desembarcar, y me explicaré. Y es que cuando Briseida y yo embarcamos días atrás en el Gran Canal de Ispal, en un bajel de cabotaje que nos habría de llevar hasta aquellas costas, mi ánimo no resultaba sombrío en modo alguno. Pues una vez zarpamos y salimos a mar abierto abandonó la tripulación el uso de los remos, y tras dejar atrás el Gran Canal nos vimos por fin a merced de las olas y el viento bordeando la costa oriental de Tarsis, justo debajo de un sol de justicia y rodeados del ajetreo propio de las labores de la marinería.
Entonces una extraña felicidad que creía perdida se apoderó de nuevo de mí, y por eso digo que en aquel momento al inicio de nuestra travesía no lamenté nada: de nuevo tenía yo a mi alrededor el azul infinito del mar, el canto del céfiro en el trapo y el lamento altivo de las gaviotas. Y contaba además con Briseida a mi lado. ¿Qué más podía yo pedir, en verdad?
Y es que tan pronto dejamos atrás el relumbre de las murallas de Ispal comenzaron las confidencias entre Briseida y yo. Aquella primera noche de travesía tras partir de Ispal, poco antes de retirarnos a descansar, ella me dijo:
-Háblame de todo lo que has hecho en este tiempo, Ruy. Desde que nos separamos tras volver de Mastia, quiero decir.
Me apoyé en la baranda de estribor mientras observaba las luces titilantes en las villas de la costa que íbamos bordeando.
-En verdad poco hay que merezca ser contado. Corrí sendas por aquí y por allá prestando mi espada a arrieros y comediantes, como escolta, pero creo que eso ya te lo referí.
La brisa nocturna resultaba cálida. Era aquella una noche primaveral de esas que se ofrecían tranquilas y templadas, y yo me hallaba en mangas de camisa. Fue por ello que Briseida advirtió las profundas cicatrices que recorrían mi antebrazo izquierdo. Se colocó a mi lado y las señaló, rozándolas con las yemas de sus dedos.
-¡Ishtar! ¿Dónde te hiciste estas heridas? Debiste estar a punto de perder el brazo...
Entonces la dediqué una sonrisa y extendí las mangas de mi camisa de lino hasta el puño, apartando aquellas cicatrices de su vista.
-Es verdad, casi fue así. Un animal a punto estuvo de quedárselo en prenda, pero ahora estas heridas son solo un recuerdo, ya lo ves; uno sobre un infeliz reencuentro en el que no vale la pena parar mientes, pues este sí lo es -la contesté, y me volví a mirarla de nuevo-. ¿Pero y tú? ¿Qué puedes contarme?
Briseida volvió la vista a las oscuras olas que rompían contra el costado de la embarcación con manso empuje.
-Apenas nada también. Me inicié en la Orden poco después de que te marcharas y he servido al Templo desde entonces, tal y como Silas quiso para mí.
Sentí como si un puñal me atravesara de parte a parte al escuchar sus palabras pero no dejé que ella lo advirtiera.
-Vistes túnica rosada, eso es cierto -contesté-. Pero el Adorador de la Luna parecía tenerte en gran consideración; no resulta muy común para una simple xana...
-El Adorador de la Luna sentía un gran amor por mi maestro Silas -respondió-. Su muerte le afectó mucho, y supongo que por ello me tomó bajo su protección, por decirlo de algún modo.
-Y regresaste a la capital con una reliquia perdida de tu Orden bajo el brazo, y aún no eras siquiera una simple iniciada... Eso es de admirar, es cierto.
Briseida se encogió de hombros, sonrió con picardía y se aferró a la baranda.
-Ya... Eso no fue mérito mío.
-Y modesta además... -repuse, algo molesto-. Otra acólita habría huido de vuelta a Ispal de haberse visto en tu trance, en Mastia...
-¿Soy modesta? -contestó-. Pues lo seré, y perfecto, porque la Diosa no gusta de arrogantes ni orgullosos, Ruy.
Fui entonces yo el que se encogió de hombros y me acodé de nuevo en la baranda, a su lado. Levanté entonces la vista al cielo y sorprendí a Ajenjo brillando sobre nuestras cabezas. Sentí un estremecimiento pero bajé la vista antes de que Briseida pudiese seguirla y descubrir al astro sobre nosotros.
-¿Qué fue del Brazal de Sothis? -pregunté al fin-. ¿Pudiste sacar algo en claro de él?
-No volví a verlo -respondió y no sin cierto resentimiento, según noté-. Se custodió en el Templo. Ahora que se ha recuperado algunos de los Altos Ungidos estudian las Sagradas Ruedas con mayor detenimiento. Tratan de llegar a conclusiones válidas.
-¿Sobre si es posible usarlo? -Briseida suspiró, y asintió-. ¿Y te han vedado el acceso al artefacto? -pregunté.
Entonces Briseida me sostuvo la mirada: como ella misma me había referido la Diosa no premiaba el orgullo en sus devotas; en Briseida, estoy seguro ahora, este debía ser uno de los preceptos de su Orden que más le debía costar obedecer. No en vano era lemuriana; su piel era blanca y brillante como la perla, y sus cabellos azules e indómitos como las aguas de los grandes abismos marinos de los que su raza había emergido milenios atrás.
-¡Pues claro que no, no digas más tonterías! -me respondió al cabo y de mal humor-. No es eso, ¿no te lo dije acaso hace tiempo? ¡Solo los Altos Ungidos pueden soportar la lectura de las Ruedas el tiempo suficiente como para poder descifrar un puñado de sus signos!
Guardé silencio y asentí. Briseida se quedó contemplando la costa y noté que se encogía. En efecto comenzaba a sentirse el relente de la noche.
Al cabo y por fin dije:
-Recuerdo lo que contaste de las Ruedas. ¿Y sabes? Celebro eso, en realidad. -Briseida me miró, sin comprender-. ¡Que sean los Altos Ungidos los que pierdan el pelo a mechones como gatos despeluchando! -dije, y la miré ofreciéndola de nuevo una sonrisa ante su probado gesto de desagrado-. No, en ellos no supone gran diferencia, Bris; ya son bastante feos, y más viejos que el pedir fiado -añadí, y la guiñé un ojo.
Ella sostuvo mi mirada hasta que muy a su pesar tuvo que sonreír. ¡Y no podría haber sido más sincero! Pues a fé mía que cuando nos retiramos por aquella noche las luces de cubierta arrancaban a su cabellera hermosos reflejos tornasolados.
En estas y otras pláticas pasamos aquellos días de travesía marítima bordeando la costa como veis.
Tan solo del cabo de Mastia al de Auroch nos adentramos en mar abierto, y no con poco temor: el capitán de nuestro barco trataba de permanecer lo más alejado posible de las brumas del Mar Velado, y digo que en esto hizo bien. Pero con mal disimulada frustración contemplaba también yo los torpes trabajos de sus marineros en cubierta.
Resultaba su tripulación estar mal capitaneada por este hombre tosco y poco hablador, quien no me mostró demasiado aprecio desde el mismo momento en que mostré a uno de sus marineros el modo de una buena lasca con que afianzar el pasador de la mesana, y eso es verdad.
Briseida, por su parte, me refería muchas cosas sobre la capital y sobre los trabajos del Templo, y es que hubo tiempo para todo durante aquellos dieciocho días de travesía.
Una tarde y poco después de almorzar en cubierta algunos hombres y yo la sorprendimos en el alcázar recitando una antigua plegaria a Astarté. Supe después que cantaban esta misma invocación los marineros de toda Thule cuando se encontraban a punto de enfrentar grandes tempestades. La escuchamos maravillados y con gran deleite; su canto me parecía salvaje y doloso, de raíces familiares, tal vez fenicias, y semejaba ser tan antiguo como el mar.
He aquí por ventura mi pobre traducción de los últimos versos que Briseida recitó, pero temo no hacerles la debida justicia. Pues en la métrica de aquel continente contaban con una extraña sonoridad en pies y yambos, y en labios de Briseida traían además una sentida emoción:
Ishtar, no me juzgues, severa,
pues yo solo soy de tus siervos
otro al que ha vencido la mar.
¡Ja! Me estoy extendiendo demasiado y bien lo sé, pero comprended, viejo amigo, que no tengo aunque lo parezca vocación de mártir. Mi razón se para, como la de cualquier otro, en los tiempos en que fui más feliz. Bien, pues durante aquellos pocos días de travesía y en especial aquella tarde en que escuché cantar esto a Briseida lo fui, y a la luz de los crueles reveses que después tendríamos reservados espero también que Briseida atesorase aquellos días en su memoria. No en vano gozábamos sin saberlo aún de la esperanza de un sol sobre nuestras cabezas y de la alegre brisa marina.
Pero continuemos al punto y de una vez la historia, aunque ello produzca reparo, y ruego me perdonéis esta demora.
Dije pues que al cabo de dieciocho días de vientos intermitentes el fin de nuestra travesía llegó, y que desembarcamos una triste tarde en el puertecito de Bosta bajo la mirada de la soldadesca del Dux, a escasa distancia a caballo del pueblo de Gothia.
Pues bien, tal y como referí conseguimos monturas en una cuadra, y ya al atardecer estuvimos a las puertas de la ciudad amurallada de Gothia.
Si Bosta de Gothia nos resultó un pueblo entristecido la capital de su provincia, una ciudad amurallada del mismo nombre que la región entera, nos pareció más triste aún.
La ciudad de Gothia se encontraba emplazada sobre unos escarpados riscos, y ya cuando nos aproximábamos al trote a través de campos sin rastrillar y veredas mal cuidadas la vista de sus desgastadas murallas también nos causó una mala impresión: sin duda algún tipo de desconocido pesar aquejaba aquella tierra.
Sobrepasamos algunas empobrecidas granjas y cruzamos las puertas de la muralla exterior ante la mirada de dos guardas desaliñados que no obstaculizaron nuestro paso pero que tampoco nos quitaron ojo.
Mientras galopábamos al paso por aquellas calles mal adoquinadas reparamos en que no se escuchaba el resoplar de los fuelles en las herrerías ni el repiqueteo de los martillos en los talleres; antes parecía que todo el mundo se encontrara encerrado en sus casas.
Levantamos la vista y vimos que la vía principal ascendía hasta los pies de una austera fortaleza en lo alto de un nuevo promontorio dentro de las murallas de la ciudad, muy cercano a su parte trasera. Resultaba esta ciudadela estar defendida a su vez por nuevos y más recios muros que le ofrecían una defensa adicional a las propias de la ciudad. Por último vimos enclavado en el centro de esta fortificación un monolítico torreón de piedras viejas y requemadas; dominaba la ciudad y los campos aledaños, más alto incluso que el decadente y semiderruido campanario del templo de Astarté de la región, y en lo alto de él ondeaba una bandera en su mástil, y era esta la del Dux de Gothia, la que vi yo en el dromon del muelle de Bosta.
Espoleamos las monturas mientras el cielo ya se incendiaba sobre nuestras cabezas para ascender sin tardanza por la calle y hasta la fortaleza, y cuando llegamos ante sus portones cuatros nuevos guardias, estos bien atentos y pertrechados, nos dieron el alto interponiendo sus picas ante nosotros.
Al otro lado de las puertas, en los patios de armas de la fortificación, aún alcancé a ver mientras desmontaba a la luz decreciente del atardecer otra escuadra, esta cerrando filas.
-Venimos desde Ispal por mediación del Adorador de la Luna para ver al Dux -dije al tiempo que mostraba a los guardias de las puertas nuestro salvoconducto con sello del Gran Templo-. Dejadnos pasar y mandadle presto llamar.
Pero el guardia apenas prestó atención a nuestras acreditaciones.
-Eso no puede ser -contestó-. Marchaos, el Dux nunca recibe a nadie al caer la tarde.
Levanté la vista hacia Briseida, quien esperaba a lomos de su castrado.
-¿No nos habéis escuchado? -exclamó entonces ella con una gran autoridad en la voz-. ¡Venimos en representación del Adorador de la Luna! ¡Id en busca de Balshazzar y permitidnos el paso ahora mismo!
El guardia frente a mí tragó saliva, lo vi, pero ni él ni su compañero se movieron un paso en sus posiciones. Antes empuñaron con más fuerza sus lanzas y nos dedicaron una mirada colmada de desprecio bajo sus casquetes de cuero.
-¡Digo que no puede ser, señora! -repitió el otro. Mi mano ya buscaba la empuñadura de la espada cuando el primer soldado junto a mí descubrió mi gesto y alertó a su compañero con un silbido. Éste escupió y aunque midiendo con gran cuidado sus próximas palabras dijo-. El Dux ya no recibe a nadie cuando el sol está bajo. ¡Son órdenes! Volved por la mañana.
-Por mucho que os mande el Adorador en persona -intervino entonces el primer guardia plantándose junto a mis riendas-, las costumbres en Gothia son muy distintas a las de Ispal. Ya habéis escuchado: si no os es posible volver por la mañana entonces regresad a Tarsis...
«Estamos en Tarsis», llegué a pensar, pero nada dije por precaución: el capitán de la escuadra del patio de armas ya había reparado en aquella discusión y observé que no perdía detalle: la escuadra tras él esperaba sus órdenes, alineados en espera castrense.
Volví la mirada a Briseida y negué con un gesto. Ella convino de la misma forma. Monté y guardé nuestro salvoconducto.
-Bien, mañana al alba volveremos entonces; avisad a vuestro Señor -les dije, y volviendo las monturas descendimos por la calle de vuelta a las calles de la ciudad justo cuando el Sol ya desaparecía por completo por el horizonte.
-Mañana tampoco nos querrán recibir -dijo al cabo de un rato Briseida cuando quedamos solos.
-A fe que no -contesté refrendando mi montura-. Pero nada se puede hacer ya por hoy. Busquemos posada donde pasar la noche. ¿Llegaste a ver alguna cuando pasamos por el centro del pueblo?
-A fe que no -repitió ella con fingida voz grave. Me volví en la grupa y la observé, sorprendido. ¡Se reía de mí, y después me guiñó un ojo!
-¿Pero acaso es posible esto? -respondí tirando de las riendas-. ¡Veo ahora que te he consentido demasiadas confianzas, Bris! -dije, y lancé una profunda carcajada que se extendió por las calles empolvadas y soñolientas de la ciudad. Entonces ella se echó a reír también y continuamos cabalgando a la luz casi extinta de aquel atardecer-. De un extraño humor estás, según veo-continué también de buen humor-, y eso a pesar de nuestro fracaso. ¡Pues bien, sea en buena hora, y aprovechémoslo! Busquemos un lugar tranquilo en que descansar del viaje, ¿quieres?
-Y tal vez beber algo -añadió ella.
Yo asentí, y espoleé mi montura. A la mañana siguiente el Dux habría de tener a bien recibirnos, pensé. ¡Cuán distinta resultó en verdad la jornada siguiente a lo que había imaginado!
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