Capítulo 35: Un ultimo deseo

El auto siguió hasta frenar en medio del cruce de la calle, impidiendo que otros vehículos pudieran avanzar. El conductor se bajó a toda prisa, con los ojos abiertos como platos y llevando sus manos a la cabeza, tratando de agarrar el poco pelo que aún le quedaba.

El regordete hombre, casi calvo, sintió como todo el miedo y la preocupación que lo invadían se transformaban en ira al ver el resultado de la escena. Aquella niña "tonta" que se le había cruzado en el camino estaba sentada en el suelo, apoyando una de sus manos en el asfalto, cabizbaja.

—¡Por qué no miras antes de cruzar! —gritó, con su cara toda roja por el enojo—. ¡Si lo que buscas es morir, trata de hacerlo sin meter en problemas a otro! —siguió el hombre, dejando salir toda su furia para así quitarse la sensación de miedo que tuvo al pensar que había atropellado a alguien.

Sofía estaba atónita, su piel se tornaba pálida por el susto, y a pesar de todos los gritos del regordete hombre de poco pelo y la multitud rodeándolos, no los podía escuchar. Su corazón parecía una bomba a punto de explotar y aún su sangre no había vuelto a recorrer todo su cuerpo, seguía sintiendo todas sus extremidades frías.

La joven estudiante acababa de ver toda su vida pasar por delante de sus ojos, mejor dicho, aún lo hacía. En esas pequeñas milésimas de segundo, por primera vez en su vida, experimentó lo que era de verdad estar cara a cara con la muerte.

Y entre toda la confusión, el miedo, arrepentimiento, dolor, angustia... había un sentimiento, más bien, un deseo que predominó: "No quiero morir".

Muchas veces pensó en que tal vez todo sería mejor si no estuviera, que nadie la extrañaría o que le daba igual estar viva o no... Pero jamás se habría preparado para este momento. No había punto de comparación entre su imaginación o "lo que pensaba", al estar de verdad en un momento de vida o muerte, el miedo a que todo se acabe y el deseo de vivir gritaron dentro de ella con tanta fuerza, que aún lo siente en cada latido de su corazón.

El ver a su abuela y a su hermanito en sus recuerdos, le hizo dar cuenta de que tenía algo por lo que vivir, tenía gente que la necesitaba y contaba con ella. Su familia era lo único que realmente debía de importarle. No podía ni tenía que dejarlos solos.

—¿¡Me estás escuchando, niña!? —gritó el regordete hombre, deteniéndose delante de ella.

Sofía por primera vez, en aquellos eternos segundos que pasaron, levantó la cabeza y cruzó miradas con el hombre regordete. Al ver todas sus expresiones de enojo, junto a su notable color enrojecido, se dio cuenta de la situación que estaba. Poco a poco empezó a escuchar todos los sonidos que la rodeaban y a darse cuenta de los problemas que acababa de ocasionar.

Pero seguía asustada con la situación y al ver a varios de los transeúntes mirándola, riéndose de como le estaban gritando y con los celulares en sus manos, grabando y sacando fotos, recordó lo que acababa de hacerle Griselda. Sentía como si todos los aquí presentes fueran igual de malos que ella y buscaran divertirse a costa suya.

Sin dudarlo más, se levantó, tambaleándose por los nervios y la horrible situación que estaba pasando. Se fue sin decir nada, huyendo de los gritos del regordete hombre y la risa de todas aquellas personas. Ni siquiera había podido verles la cara, tenía la impresión de que todos sujetaban el celular a la altura de sus rostros... impidiendo que pudiera ver sus expresiones. Pero esto era peor, ella pensaba que de seguro se estaba riendo.

Quería llegar a su casa de una buena vez, pero le faltaba mucho.

Siguió avanzando por la vereda, a un ritmo acelerado, estaba bastante agitada y cansada. No se atrevía a mirar a la cara a la gente con la que se cruzaba por el camino. Para lo único que levantaba la cabeza era para asegurarse a la hora de pasar por la calle. No sería tan "tonta" como para repetir el mismo error.

Sabía que se encontraba muy exaltada, necesitaba un lugar para calmarse, por lo que aguanto hasta llegar a un baño de una estación de servicio que estaba de camino a su casa.

Para su suerte, no había nadie más adentro. El lugar no era para nada agradable y el piso se veía mojado, uno de los inodoros perdía agua y los que trabajaban en el lugar ni se molestaron en hacer algo por ello. Las paredes estaban escritas con fibrón, llenas de frases de mal gusto o palabras malsonantes. El olor nauseabundo dejaba en claro que no habían limpiado hacía mucho tiempo tiempo.

Pero para Sofía eso era lo de menos, ella se detuvo frente al espejo y al ver su cara de angustia, cerró los ojos con fuerza y empezó a respirar despacio para calmarse. Sus manos no paraban de temblar y al sentir que ya no había más gente burlándose de ella, se abrazó con fuerza, tratando de buscar consuelo en sí misma.

Se lamentaba haber sido tan egoísta y el pensar que su familia estaría mejor sin ella. ¡No podía dejarlos solos! Ella le debía la vida a su abuela, siempre estuvo para ayudarla y le dio prácticamente todo. Antes de caer enferma, hacía todo lo posible para que Sofía estuviera bien. Hablaban sin parar de cualquier cosa que se les ocurriera, no solo actuó como si fuera su verdadera madre, también era su amiga, su apoyo, su guía...

Puede que ahora que su enfermedad no haya dejado nada de aquella cariñosa y atenta mujer, pero en esencia, seguía siendo ella misma. Se lo debía, Sofía sabía que ahora era su turno de devolverle todo lo que les dio a ella y su hermano.

Y, por otra parte, Faustino se merecía tener una vida "normal" sin tener que pasar por todas las cosas que le sucedieron a ella, era su deber como hermana mayor cuidarlo y guiarlo. Tenía que cargar con todos los problemas de casa y ayudarlo a aligerar cualquier carga que él tuviera. Debían crecer juntos, apoyándose como familia.

Las lágrimas brotaban de los ojos de Sofía, sin duda, se sentía como una tonta. Recordar todas las cosas buenas que hizo su familia por ella era lo que necesitaba. No las había tenido en cuenta hasta este momento, se había dejado cegar por todas las situaciones males que le estaban ocurriendo en estos últimos años, pero... si ponía todo una balanza, tenía muchos más momentos felices que amargos. ¡Aun así!, si este no fuera el caso, tenía gente que la quería y la necesitaba. Tenía a su familia.

Fue ahí cuando recordó que alguien la había salvado, en el momento que iba a atropellarla, sintió un fuerte empujón que la aparto de la dirección del auto.

Esperanzada con aquel cálido contacto, abrió los ojos y miró hacía el techo.

«¿ me salvaste, verdad?», preguntó, esperando con ansias ver la gran sonrisa de su amigo. En el instante que apareciera, iba a saltar a abrazarlo para agradecerle. Por fin había conseguido a alguien con quien poder hablar sin parar y que la escuchase. No, él no era el único, también estaba Yani. Tenía amigos con los que contar, cada uno a su forma.

Él se mostraba amigable, pero siempre mantenía una distancia de ella. Sofía sabía que era alguien arrogante, bastante orgullo, algo vanidoso y que disfrutaba mucho de molestarla. Pero aún así, la aconsejaba a su forma y nunca dejo de hablar con ella, sin importar que tan tontas fueran sus preguntas o lo que dijera, él solo hacía una broma para molestarla y luego seguía a su lado como si nada.

Gracias a su constante compañía, por fin experimentó lo que era tener un mejor amigo. Tanto con sus pros, como sus contras, ya que su relación nunca fue perfecta, ni iba a serlo. Pero, Sofía no la cambiaría por nada.

Por más que ambos parecieran muy diferentes por fuera, ella sentía que podía entenderlo. Por momentos, creía que él se escondía debajo de una máscara, al igual que ella. Y los dos compartían la misma gran herida: la soledad.

«Ey, ¿me estás escuchando?», insistió al cabo de unos segundos, expectante a su alrededor, escudriñando con temor. Quería buscar consuelo en aquella sonrisa traviesa que tanto la estuvo acompañando durante este tiempo. 

El único sonido en la habitación era el del inodoro roto, perdiendo agua. A Sofía le era extraño que tardará en mostrarse, siempre lo hacía al instante. Se excuso bajo el pretexto de que al estar tan exaltada, todo le parecía diferente.

«Te estoy llamando, ¿Estás ahí, verdad?», preguntó de nuevo, con una desagradable sensación en el pecho.

Y al cabo de unos minutos, sin que él apareciera, por primera vez en mucho tiempo, Sofía sintió que realmente no había nadie. Estaba sola. Cuando más lo necesitaba, cuando al fin se había acostumbrado a él, desapareció...


Fin del capítulo 35

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