Ghost

Abrió los ojos, y lo único que vio fue oscuridad.

Su brazo instintivamente intentó agarrar algo a su lado derecho, pero lo único que se encontró fue las sábanas.

Como siempre, había sido incapaz de dormir en aquel lado.

Se levantó con un suspiro, viendo en el fluorescente reloj la hora. Era aún demasiado temprano como para empezar el día, pero no era como si pudiese dormir más.

Después de todo, desde aquel día nunca podía dormir más de tres horas, no sin que las pesadillas acudieran a él.

Preparó su café diario, intentando ignorar la taza roja que descansaba en el lado izquierdo de la encimera. No se había atrevido a tirarla, ni siquiera a moverla. Mucho menos a usarla.

No se sentía capaz.

No podía, simplemente, olvidar.

Bebiendo un sorbo de su café, quemándose ligeramente los labios ante el ardiente líquido, miró a través de la ventana de la cocina al sol naciente, con sus matices naranjas y rojos sustituyendo al azul oscuro de la noche.

Odiaba el despertarse día a día aún con el cansancio en el cuerpo. Odiaba el hecho de no poder dormir más, tan solo porque las pesadillas acudirían a su mente.

Y sin embargo, eran en esas pesadillas donde él aparecía, con su sonrisa ingenua y tonta, para decirle que todo estaría bien.

Pero nada lo estaría. No desde ese día, desde esas palabras todo empezaría a rodar cuesta abajo hasta un abismo del que veía imposible salir.

Aunque había pasado un año, aunque se suponía que debía tenerlo superado, no podía simplemente despertar un buen día y asumir con alegremente que el amor de su vida jamás volvería a cruzar aquella puerta con aquella estúpida sonrisa suya diciéndole lo bonito que estaba el día, que no se preocupase por nada, y que estar juntos era lo que importaba.

Simplemente, no podía.

No cuando le veía por todos lados, en un reflejo inexistente. Cuando escuchaba su voz, que tan solo era producto de su imaginación. No cuando podía aún sentir su calidez y oler el perfume del champú que siempre usaba.

No podía desterrarlo de su vida. Pero tampoco podía vivir con su pérdida.

Pero no era como si fuera a admitirlo. Delante de las cámaras, delante de la gente e incluso frente a su familia, hacía mucho tiempo que se había sobrepuesto a todo y había salido adelante.

Todo, aunque fuese mentira, una falsa fachada para que nadie le tuviese pena o lástima. Odiaba esas cosas. Nunca le había gustado mostrar debilidad ante nadie, ni siquiera ante sus padres, y su esposo había sido el primero y, muy probablemente, el único en ver su parte más frágil, esa que nunca había dejado salir con nadie. 

Pero no estaba. Ya no estaba, y no podía hacer nada más que hundir su dolor en lo más profundo de su corazón en cuanto cruzaba la puerta de su casa y salía al exterior.

Porque nadie podía notarlo.

No dejaría que nadie viese su dolor.

Encendió la televisión, pese a que era muy temprano para que algún canal estuviera en emisión. Tan solo estaban los de la teletienda y los de música a esas horas.

Sin embargo, en cuanto la pantalla se encendió, empezó a salir por los altavoces una melodía dolorosamente conocida por él.

Esa era la canción que había en aquel restaurante, en aquel momento en el que se arrodilló ante el que aún era su novio y quien, entre lágrimas de felicidad, aceptaría ser algo más, dar el siguiente paso, dos años atrás.

Lo recordaba como si hubiese sido ayer, y habían pasado veinticuatro meses ya.

Se dispuso a cambiar de canal, y estiró la mano con el mando en ella para hacerlo. Sin embargo, el brillo del anillo que seguía reluciendo en su dedo índice hizo que el corazón se le encogiera, y lentamente bajó el brazo.

—No puedes hacerlo, ¿verdad?

Se giró para ver de dónde había provenido la voz.

Y se encontró con él. Con su misma sonrisa, sus mismos ojos, su mismo cabello, su misma mirada...

Excepto que aquello era una fantasía. Algo que sabía que, si llegaba a tocarlo, se desvanecería entre sus dedos.

No era más que su fantasma.

Y aún así, intentó tocarlo. Aunque se desvanecería entre sus dedos, trató de alcanzarlo. Sin embargo, aquella ilusión rió y se transportó más allá.

—¿A qué juegas? ¿Qué eres? —preguntó, con sus manos echando chispas.

La ilusión, el fantasma, cualquier nombre que se le pudiese dar, tan solo se rió. El héroe profesional, no demasiado feliz con la broma, lanzó una explosión hacia el espectro, que se volvió a teletransportar.

—Muy lento.

—¿Qué se supone que quieres?

—No es lo que yo quiera —sonrió—. Es lo que tú quieras de mí. Tan solo soy una manifestación de tu propia mente, y estaré aquí hasta que no me dejes ir.

—Eso si antes no te destruyo. Si esto es un jodido juego del gilipollas de pelo morado, me va a escuchar.

—La única manera de que me vaya es que de una vez lo asumas.

Bakugou desvió la mirada al suelo, y luego vio una fotografía, al lado de un anillo color dorado. El corazón se le encogió ante la visión, y quizá alguna lágrima hubiese resbalado si no fuera por la presencia de aquel fantasma.

—Lárgate —ordenó, dándole la espalda.

Sin embargo, pudo sentir su mirada clavada en su cuello. Aunque no fuera real, aunque fuera un juego de aquel tipo o simplemente una ilusión de su subconsciente, como había dicho aquella ilusión, era tan similar a Kirishima que dolía en el alma saber que no podía volver a sentirlo.

—Llevas dos años de este modo. No puedes negar lo innegable.

—Que te calles —dijo, sin dedicarle siquiera una mirada.

—No puedo. Me callaré para siempre una vez me hayas dejado libre.

El tono de su voz denotaba tanta tristeza, que incluso parecía real. Enfadado por ello, se giró, pero vio en los ojos de aquel fantasma un brillo de dolor que desestimó toda su rabia y tan solo quedó la inmensa pena que sentía en su interior.

—Déjame ir, Katsuki. 

El ruego hizo que el rubio apretase los dientes. No podía. Simplemente no podía aceptar que se había marchado de su vida para siempre. Lo único que le quedaban eran recuerdos, sueños y un millón de promesas que ya nunca se cumplirían.

Todo por su culpa. Si hubiese llegado tan solo un minuto antes, si no hubiese permitido aquel derrumbe, si hubiese estado ahí...

Si lo hubiera hecho bien, Eijiro sería el que estuviese en ese momento con él, y no su fantasma.

—No es tu culpa. No fue la culpa de nadie.

Quizá eso era lo que más dolía. No había nadie más a quien echar la culpa. Ni un villano, ni una víctima, nadie excepto él mismo y su tardanza. Quizá al tiempo, a la vida, a la muerte, ¿pero cuál de ellos le devolvería a su esposo?

Ninguno.

El fantasma se acercó a él, con una sonrisa de tristeza en su rostro, y le acarició la mejilla por la que ya rondaban lágrimas. Su tacto era etéreo, efímero, ni siquiera podía sentirse.

—Déjame ir, Katsuki —repitió—. Por favor.

No podía. Pero tampoco podía ver al amor de su vida con aquella expresión compungida por su causa. Tan solo quería hacerle feliz.

—Tan solo deseo que tú seas feliz —declaró—. Y que vivas la vida que a mí me faltó por vivir.

El rubio sonrió entre lágrimas y se derrumbó, intentando abrazarle. La figura de Kirishima se hizo polvo, brillante como las estrellas, y Bakugou se encontró abrazando al aire.

—Te lo prometo.

El eco de su rota voz fue toda la respuesta que obtuvo.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top