he will find her

prologue!
000. he will find her

percy.

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SOÑABA CON ELLA.

A veces eran fragmentos: solo destellos de pelo rubio o un parpadeo de sonrisa. Otras veces, era su risa tan radiante y feliz que le hacía desear oírla una y otra vez. Veía el brillo en sus ojos cada vez que le sonreía o giraba la mirada por alguna estupidez que él decía. Sentía que lo abrazaba con fuerza y que hundía la cara en su pecho, pero cuando iba a devolverle el abrazo, ella ya no estaba. Se esfumaba como el humo, huyendo de él como el agua, alejándose cada vez más hasta que apenas recordaba cómo se sentía, cómo sonaba o lo bonita que era su sonrisa.

Pero recordó su nombre como un soneto, como si estuviera arraigado en su ser de una manera que nada pudiera separarlo de él.

Claire.

Claire, Claire, Claire.

Lo repetía como un mantra para seguir adelante, para evitar caer exhausto. Seguir adelante, seguir corriendo, seguir luchando, para finalmente deshacerse de estas gorgonas de una vez por todas.

Deberían haberse muerto hacía tres días, cuando les había echado encima una caja con bolas para jugar a los bolos en un supermercado de Napa. Deberían haberse muerto hacía dos días, cuando las había atropellado con un coche patrulla en Martinez que cogió prestado (robó). Y está claro que deberían haberse muerto esa misma mañana, cuando les había cortado la cabeza en Tilden Park.

No importaba cuántas veces Percy las matara. No importaba cuántas veces se desmoronaron hasta convertirse en polvo a sus pies, ellas siempre volvían a formarse. Sus extremidades se juntaban, sus dedos se torcían hasta convertirse en garras y sus cabezas se fusionaban con sus cuellos cortados como malvados conejitos de polvo. Y mientras Percy se cansaba, ellas seguían como si nada.

Llegó a la cumbre de la colina y recobró el aliento. Percy tragó con dificultad, sintiendo su lengua reseca con un punto en su costado; incluso tan en forma como estaba (o creía que estaba), corriendo sin parar como acababa de hacerlo, era suficiente para hacer que cualquier gran atleta sufriera dolor. ¿Cuánto rato había pasado desde la última vez que las había matado? Intentó echar cuentas... ¿unas dos horas, tal vez? Nunca seguían muertas más tiempo.

—Joder —resopló Percy, con el pecho agitado y el sol brillando sobre su piel haciéndola arder. Tenía la frente empapada de sudor—. ¿Por qué no se mueren de una vez? —no preguntó a nadie en particular.

Los últimos días casi no ha dormido. Había comido lo que había pillado: ositos de goma de máquinas expendedoras, bagels rancios e incluso un burrito Jack in the Crack (que fue su punto más bajo). Su ropa estaba rota, quemada y salpicada de limo y polvo monstruosos que debían hacer que oliera peor que las aguas residuales.

Si había sobrevivido tanto tiempo había sido porque al parecer las dos gorgonas tampoco podían matarlo a él. Sus garras no le hacían cortes en la piel. Sus dientes se partían cada vez que intentaban morderlo. Su piel parecía estar hecha de hierro, pero este extraño don que tenía también parecía afectar horriblemente su resistencia. Sabía que no podría continuar mucho más. Pronto se desplomaría de agotamiento, y entonces, por difícil que fuera matarlo, estaba seguro de que sería su final.

Claire.

Percy se obligó a enderezarse de nuevo, haciendo una mueca por el dolor en sus rodillas y en su mano derecha por sujetar su espada con tanta fuerza durante tanto tiempo.

¿Adónde huir? ¿A qué sitio podría ir ahora?

Echó un vistazo a los alrededores. A su izquierda, unas colinas doradas y onduladas avanzaban hacia el interior, salpicadas de lagos, bosques y manadas de vacas. A su derecha, las llanuras de Berkeley y Oakland se extendían hacia el oeste: un inmenso tablero de damas formado por barrios, con varios millones de habitantes a los que probablemente no les apetecía que dos monstruos y un mugriento semidiós les arruinasen la mañana.

Más al oeste, la bahía de San Francisco relucía bajo una bruma plateada. Detrás de ella, un muro de niebla había engullido la mayor parte de la ciudad, dejando solo la parte superior de los rascacielos y las torres del Golden Gate.

Percy notaba el peso de una tristeza indefinida en el pecho, haciendo que su postura pesara por un momento. Algo le decía que había estado antes en San Francisco... no sabía cuándo, no sabía por qué, no sabía cómo... sólo sabía que había una conexión con ella. Tenía una conexión con Claire. Vino aquí con ella. Y ella le sonrió y debió de reírse y haberle advertido que era un estúpido, porque así era como se sentía cada vez que el fondo de su mente le decía que ella había estado allí. Sabía que se sentía vacío sin ella. Lo sabía con un terrible dolor en el corazón.

Parecía conocerla mucho y, sin embargo, sabía tan frustrantemente poco que le dieron ganas de estrellar su espada contra la tierra de la colina.

La loba le había prometido que volvería a verla y recuperaría la memoria... si tenía éxito en su viaje.

Tenía que triunfar.

Había varias opciones. Podría cruzar la bahía donde podía sentir el poder del océano justo en el horizonte. El agua siempre lo reanimaba; el agua salada era la mejor. Lo había descubierto dos días antes, cuando había estrangulado a un monstruo marino en el estrecho de Carquinez. (Fue muy satisfactorio). Si consiguiese llegar a la bahía, podría defenderse. Tal vez incluso podría ahogar a las gorgonas. Pero la orilla estaba como mínimo a tres kilómetros de distancia; tendría que cruzar una ciudad entera.

Pero ese no era el único motivo por el que dudaba. Lupa le había enseñado a agudizar sus sentidos: a confiar en el instinto que lo había estado guiando hacia el sur. Su radar de detección zumbaba en ese momento como loco. El fin de su viaje estaba cerca, casi justo bajo sus pies. Pero ¿cómo era posible? No había nada en la cima de la colina.

Quizás los sentidos de Percy ya estaban pensando en quedarse dos metros bajo tierra.

El viento cambió. Percy captó un olor amargo a reptil. Unos cien metros cuesta abajo, algo se agitaba en el bosque: ramas que se partían, hojas que crujían... todo con un furioso silbido como una docena de serpientes.

Las gorgonas habían vuelto.

Percy se maldijo a sí mismo otra vez. Deseaba que sus narices no fueran tan buenas: siempre le habían dicho que podían olerlo porque era un semidiós, el hijo mestizo de un antiguo dios romano. Percy había intentado revolcarse en barro, salpicarse por los arroyos e incluso meterse ambientadores en los bolsillos para oler a coche nuevo, pero por lo visto el hedor de semidiós era difícil de enmascarar, siguiéndolo como su propia sombra.

Se dirigió con dificultad al lado oeste de la cumbre. Era demasiado empinada para descender. La pendiente bajaba de golpe unos veinticinco metros, directa hasta el tejado de un complejo de apartamentos construido en la ladera. Quince metros más abajo, una autopista salía de la base de la colina y serpenteaba hacia Berkeley.

Sabía que estaba atrapado.

Se quedó mirando el flujo de coches que circulaba hacia el oeste en dirección a San Francisco y deseó estar en uno de ellos. Entonces cayó en la cuenta de que la autopista debía de atravesar la colina... Debía de haber un túnel justo bajo sus pies.

Su radar interno se volvió loco. Estaba en el lugar adecuado, solo que demasiado arriba. Tenía que ver ese túnel. Necesitaba una forma rápida de bajar a la autopista.

Se preguntó si eso sería todo. Si él llegaría al túnel y ella estaría allí, esperándolo. ¿Sonreiría? ¿Se reiría y le daría un ligero puñetazo para decirle que era un idiota como lo hace en sus sueños?

La idea le hizo quitarse la mochila. Se quitó la mochila. Había cogido un montón de provisiones en el supermercado de Napa: un GPS portátil, cinta adhesiva, un mechero, superglue, una botella de agua, una estera, una almohada con forma de oso panda (anunciada en televisión) a la que había llamado Blackjack (porque el nombre era tan familiar que le daba comodidad) y una navaja suiza, prácticamente todas las herramientas que un semidiós moderno podía desear. Pero no tenía nada que sirviera de paracaídas o de trineo.

Eso le dejaba dos opciones: saltar veinticinco metros y matarse o quedarse a luchar. Las dos parecían poco prometedoras.

Claire.

Percy sacó su bolígrafo.

Puede que no parezca nada: solo un simple boli de tinta azul, pero tan pronto como lo destapó, hubo un jirón en el aire. En segundos, la punta del bolígrafo se extendió hasta convertirse en una espada de doble filo con forma de hoja de bronce brillante. La hoja perfectamente equilibrada. La empuñadura de cuero se ajustaba a su mano como si la hubieran diseñado por encargo para él. A lo largo de la guarda, había escrita una palabra en griego antiguo que Percy entendía de algún modo: Anaklusmos; Contracorriente.

(Se había despertado con esa espada la primera noche que había pasado en la Casa del Lobo... ¿hacía dos meses? ¿Más? Había perdido la noción del tiempo. Se había encontrado en el patio de una mansión incendiada en mitad del bosque, vestido con un pantalón corto, una camiseta de manga corta naranja y un collar de cuero con un puñado de extrañas cuentas de barro. Contracorriente estaba en su mano, pero Percy no sabía cómo había llegado hasta allí y tenía una idea muy vaga de quién era. Estaba descalzo, helado y confundido. Y entonces aparecieron los lobos...)

—¡Ahí estás!

Percy tropezó, casi despeñándose por la colina. Allí, justo a su lado, estaba una de las gorgonas. Era la sonriente: Beano.

(Vale, ese no era su nombre real. Por lo que Percy había podido deducir, era disléxico, porque las palabras se le enredaban cuando intentaba leer. La primera vez que había visto a la gorgona, haciéndose pasar por una empleada de un supermercado con una gran insignia verde que rezaba: ¡Bienvenido! Me llamo ESTENO, había pensado que ponía BEANO.)

Todavía llevaba puesto el chaleco verde de empleada de supermercado encima de un vestido con estampado de flores. Parecía la abuela de alguien, hasta que mirabas hacia abajo y veías que tenía patas de gallo, o hacia arriba y veías colmillos de jabalí de bronce sobresaliendo de las comisuras de su boca. Sus ojos brillaban de color rojo y su cabello era un nido retorcido de serpientes de color verde brillante. ¿Y lo más espantoso de todo? No eran los ojos rojos, ni la intención asesina (aunque quedaba cerca), era que todavía sostenía su gran bandeja de plata con muestras gratis de salchichas Frankfurt con queso crujientes. La bandeja estaba abollada de todas las veces que Percy la había matado, pero las pequeñas muestras tenían una pinta perfecta.

Era raro que se fijara en ese detalle concreto, pero teniendo en cuenta cuántas veces la había matado, ¡deberían haberse hecho papilla en el suelo! Y con todo, ¡parecían reformarse tan rápido como ella!

—¿Quieres probar una? —le ofreció Esteno.

Percy la rechazó con su espada.

—¿Dónde está tu hermana?

—Guarda esa espada —lo regañó ella—. Ya sabes que ni el bronce celestial puede matarnos por mucho tiempo. ¡Prueba una salchicha con queso! Esta semana están de oferta. Me dolería mucho matarte con el estómago vacío.

—Encantador —murmuró Percy—. Pero paso.

(Se preguntó si podría tirar esa bandeja de queso y salchichas antes de que ella se diera cuenta.)

—¡Esteno! —la segunda gorgona apareció por la derecha de Percy con tal rapidez que al semidiós no le dio tiempo a reaccionar. Afortunadamente, estaba demasiado ocupada fulminando con la mirada a su hermana para prestar atención—. ¡Te dije que te acercaras a él sin hacer ruido y que lo mataras!

La sonrisa de Esteno vaciló.

—Pero Euríale... —dijo lo mismo, por lo que rimaba con Muriel—. ¿Puedo darle antes una muestra?

—¡No, imbécil! —Euríale se volvió hacia Percy y enseñó los colmillos.

Exceptuando el cabello, que consistía en un nido de serpientes de coral en lugar de víboras verdes, era idéntica a su hermana. El chaleco del supermercado, el vestido de flores... Incluso sus colmillos estaban decorados con pegatinas de 50% DE DESCUENTO. En su placa de identificación ponía: ¡Hola! Me llamo ¡MUERE, ASQUEROSO SEMIDIÓS!

—Nos has hecho perseguirte sin descanso, Percy Jackson —dijo Euríale—. ¡Pero ahora estás atrapado, y nos vengaremos!

—Las salchichas con queso cuestan solo dos dólares con noventa y nueve — añadió Esteno amablemente—. Departamento de charcutería, pasillo tres.

Esto provocó más discusiones entre las dos hermanas. Percy dio un paso atrás. Otros quince centímetros, y caería por los aires.

—Miren, señoras, ya hemos pasado por esto. No recuerdo haber matado a Medusa. ¡No recuerdo nada! ¿No podemos pactar una tregua y hablar de sus ofertas de la semana?

Esteno parecía encantada, pero su hermana gritó furiosa:

—¡No! Me da igual lo que recuerdes, hijo del dios del mar. Puedo oler la sangre de Medusa en ti. Es un olor débil, sí, de hace varios años, pero tú fuiste el último que la venciste. Y todavía no ha vuelto del Tártaro. ¡Tú eres el responsable!

—¿Y si lo dejamos en empate? —ofreció Percy, levantando sus manos y su espada. Intentó no sonar sarcástico, pero en su corta experiencia, no parecía poder evitarlo. También trató de mantener su cabeza alejada de cualquier cosa que "muriera y luego regresara de los confines del Tártaro" porque le provocaba un terrible dolor de cabeza entre las cejas—. Yo no puedo mataros, y vosotras no podéis matarme a mí. Si sois las hermanas de Medusa, la misma Medusa que convertía a la gente en piedra, ¿no debería estar petrificado ya?

—¡Héroes! —dijo Euríale con una mueca de disgusto—. ¡Siempre lo sacan a colación, igual que nuestra madre! "¿Por qué no podéis convertir a la gente en piedra? Vuestra hermana sí que puede." ¡Pues siento decepcionarte, chico! Esa era solo la maldición de Medusa. Ella fue la más odiosa de la familia. ¡Se llevó toda la suerte!

Esteno parecía dolida.

—Madre dijo que yo era la más odiosa.

—Beano, eres tan fea que me dan ganas de potar —le dijo Percy.

Su mirada se iluminó por un momento.

—¡Eres tan dulce! Euríale, ¿realmente tenemos que matarlo?

—¡Silencio! —le espetó su hermana—. En cuanto a ti, Percy Jackson, es cierto que llevas la marca de Aquiles. Eso te hace un poco más difícil de matar, pero no te preocupes. Encontraremos la forma.

—¿La marca de qué?

—¡Aquiles! —dijo Esteno alegremente—. ¡Oh, era guapísimo! Lo bañaron en el río Estigio de niño y se volvió invulnerable, menos cuando le daban en un pequeño punto del tobillo, ¿sabes? Eso es lo que te ha pasado a ti, querido. Alguien debió de sumergirte en la laguna, y tu piel se volvió como el acero. Pero no te preocupes. Los héroes como tú siempre tienen un punto débil. Solo tenemos que encontrarlo, y entonces podremos matarte. Sería maravilloso, ¿verdad? ¡Prueba una salchicha con queso!

Percy no recordaba haberse bañado en el río Estigio. Por otra parte, no recordaba casi nada. Su piel no parecía de acero, pero eso explicaría cómo había resistido tanto tiempo contra las gorgonas. Tal vez si se cayera por la montaña... ¿sobreviviría? No quería arriesgarse, al menos sin algo que pudiera frenar la caída como un trineo o...

Miró la gran bandeja plateada con muestras gratuitas de Esteno.

(Eso podría funcionar...)

—¿Te lo estás replanteando? —preguntó Esteno—. Muy sabio por tu parte, querido. Les he echado sangre de gorgona, así que tu muerte será rápida e indolora.

Percy sintió que algo se retorcía dentro de él. La miró fijamente, disgustado.

—¿Les has echado tu sangre a las salchichas?

—Solo un poco —Esteno sonrió—. Un cortecito en el brazo, pero gracias por preocuparte. La sangre de nuestro lado derecho puede curar cualquier cosa, pero la del lado izquierdo es mortal...

—¡Cabeza de chorlito! —chilló Euríale—. ¡No debes decirle eso! ¡Si le dices que las salchichas están envenenadas no se las comerá!

Esteno se quedó pasmada.

—Ah, ¿no? Pero le he dicho que sería rápido e indoloro.

Euríale parecía dispuesta a asesinar a su hermana.

—¡Da igual! —sus uñas se convirtieron en garras—. Lo mataremos por las bravas: no pares de atacarlo hasta que encontremos el punto débil. ¡Cuando venzamos a Percy Jackson seremos más famosas que Medusa! ¡Nuestra patrona nos recompensará generosamente!

Percy agarró su espada. Tendría que sincronizar sus movimientos a la perfección: unos segundos de confusión, cogería la bandeja con la mano izquierda... Que sigan hablando, pensó.

—Antes de que me degolléis, ¿quién es la patrona que has mencionado? Euríale se rió maliciosamente.

—¡La diosa Gaia, cómo no! ¡La que nos rescató del olvido! No vivirás lo bastante para conocerla, pero dentro de poco tus amigos se enfrentarán a su ira. Ahora mismo sus ejércitos marchan hacia el sur. En la fiesta de Fortuna despertará, y los semidioses quedarán reducidos como... como...

—¡Como nuestros precios! —propuso Esteno.

Un pensamiento horrible se grabó en el pecho de Percy, como una espada. Tus amigos se enfrentarán a su ira. Si le pasaba a Claire...

Percy actuó más rápido de lo que esperaba después de tanto correr. Agarró la bandeja de Esteno, desparramó las salchichas con queso envenenadas, cortó a Euríale por la cintura con Contracorriente y la partió por la mitad.

Levantó la bandeja, y Esteno se vio ante su propio reflejo grasiento.

—¡Medusa! —chilló ella.

Su hermana Euríale se había convertido en polvo, pero ya estaba formándose de nuevo en su horrible forma de ojos y labios rojos espantosos.

—¡Esteno, eres idiota! ¡Es tu propio reflejo! ¡Cógelo!

Pero Percy no iba a dejar que esta oportunidad se esfumara. Golpeó la bandeja metálica sobre la cabeza de Esteno con tanta fuerza, que ella se desplomó en el suelo, desmayada. Se colocó la bandeja debajo del trasero, dedicó una silenciosa oración al dios romano que supervisara las proezas de trineo estúpidas, y saltó por la ladera de la montaña.

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LO MALO DE BAJAR en picado cuesta abajo a ochenta kilómetros por hora es que si te das cuenta de que es mala idea a mitad de camino, ya es demasiado tarde.

Percy estuvo a punto de estrellarse contra un árbol, rebotó en un canto rodado y dio una vuelta de trescientos sesenta grados al salir disparado hacia la autopista. La ridícula bandeja de aperitivos no tenía dirección asistida. Oyó que las hermanas gorgonas gritaban y vislumbró el cabello de serpientes de coral de Euríale en la cima de la colina, pero no tenía tiempo para preocuparse por eso. El tejado del edificio de apartamentos surgió debajo de él como la proa de un acorazado. Se avecinaba un choque frontal en diez, nueve, ocho...

Apretó los dientes mientras giraba hacia un lado. El dolor se disparó a través de su cuerpo, sacudiendo sus huesos y haciéndolos vibrar. Pero logró no romperse las piernas con el impacto. La bandeja voló por un lado. Percy por el otro. Cayó hacia la carretera con un grito y, por un momento aterrador, pensó que aterrizaría en el parabrisas de alguien. Algún viajero molesto intentaría entonces empujarlo con los limpiaparabrisas: ¡Estúpido crío! ¡Mira que caer ahora del cielo! ¡Llego tarde!

Milagrosamente, una ráfaga de viento lo empujó hacia un lado, lo justo para no caer en la mismísima autopista, y fue a parar sobre un grupo de arbustos. No le rascaron la piel, pero le desgarraron la camisa ya rota, y le dolió un poco el pecho; estaba pegado a esta camisa por alguna razón. Muy pegado.

Percy gimió, dejando escapar un largo suspiro mientras miraba al cielo. Contempló las nubes durante un segundo, deseando poder quedarse allí tumbado y desmayarse, pero tenía que seguir moviéndose. Se levantó con dificultad. No tenía las manos arañadas, pero estaban rojas y en carne viva. No parecía haberse roto ningún hueso, lo cual era positivo. Todavía llevaba la mochila. En algún momento del trayecto en trineo, había perdido la espada, pero sabía que acabaría apareciendo otra vez en su bolsillo en forma de bolígrafo. Era parte de su poder mágico. Era lo único en el mundo que parecía a prueba de TDAH y no a prueba de TDAH al mismo tiempo. (Osea, ¿quién le da una espada a un niño con TDAH? Los dioses, por lo visto...)

Arriba en la colina, las gorgonas avanzaban cuesta abajo, yendo más lento que Percy pero con mucho más control. Calculó que tendrían unos cinco minutos antes de que lo alcanzaran.

Tenía múltiples opciones:

A su lado, una alta valla de tela metálica separaba la autopista de un barrio de calles sinuosas, casas acogedoras y eucaliptos muy altos. Probablemente la finalidad de la valla era evitar que la gente saliera a la vía y cometiera estupideces (¿quién haría eso?), pero la malla metálica estaba llena de grandes agujeros. Percy podía colarse fácilmente en el vecindario. Tal vez pudiera encontrar un coche e ir hacia el oeste, al mar.

Y como suponía, unos cien metros cuesta arriba, la autopista atravesaba la base del precipicio. Dos bocas de túnel, una para cada dirección del tráfico, lo contemplaban como las cuencas oculares de un gigantesco cráneo. En medio, donde habría estado la nariz, un muro de cemento sobresalía de la ladera, con una puerta metálica como la entrada de un búnker.

Podría haber sido un túnel de mantenimiento. Probablemente eso pensaban los mortales. Pero él no era un mortal, era un semidiós, y nunca son sólo túneles de mantenimiento. Dos chicos con armadura flanqueaban la entrada. Iban vestidos con una extraña mezcla de yelmos romanos con penachos, petos, vainas, tejanos, camisetas de manga corta moradas y zapatillas deportivas blancas. El centinela de la derecha parecía una chica, pero era difícil saberlo con seguridad con toda la armadura. El de la izquierda era un chico robusto con un arco y un carcaj a la espalda; una constitución extraña para un arquero. Los dos sostenían largas varas de madera con puntas de lanza de hierro.

Su respiración se entrecortó. Su radar se activó como loco; después de tantos días horribles, finalmente alcanzó su objetivo. Su instinto le decía que si podía cruzar esa puerta, estaría a salvo por primera vez desde que los lobos lo habían mandado hacia el sur.

Incluso podría encontrarla.

Tal vez finalmente la volvería a ver.

(Entonces ¿por qué sentía tanto miedo?)

Miró hacia atrás. Las gorgonas se acercaban. Tenía tres minutos, tal vez menos.

Pero cuando vio a esos niños afuera de la puerta de mantenimiento, sintió la necesidad de atacar o huir. Este no es mi territorio. Es peligroso.

Algo no estaba del todo bien y eso lo puso nervioso.

—Tienes razón —le dijo una voz a su lado.

Percy se sobresaltó. Al principio pensó que Beano había conseguido acercarse otra vez a él sin hacer ruido, pero la anciana sentada en los arbustos era todavía más repulsiva que una gorgona. Llevaba un vestido hecho con una mezcla de tela desteñida, edredones raídos y bolsas de plástico. Su pelambrera ensortijada era gris parduzco, como la espuma de la cerveza de raíz (aunque Percy no puede recordar exactamente cómo sabe esa similitud), y la llevaba recogida con una cinta con el símbolo de la paz. Tenía la cara llena de verrugas y lunares. Cuando sonreía, enseñaba exactamente tres dientes.

Percy se preguntó si se había chocado tan fuerte que de alguna manera se topó con la Malvada Bruja del Oeste.

—No es un túnel de mantenimiento —continuó ella—. Es la entrada al campamento.

Una sacudida recorrió la columna de Percy. Campamento. Esa palabra lo hizo sentir cálido por dentro; vino con un olor a malvaviscos humeantes sobre un fuego cálido, el sonido distante de un canto y una risa, una risa hermosa. Sí, de allí era. De un campamento. Su hogar. Quizás esta fuera su casa. Quizás Claire estaba ahí arriba esperándolo.

Pero algo no encajaba. Algo no iba bien. La sacudida se convirtió en un escalofrío.

Oyó a Esteno gritar de alegría y miró por encima del hombro; lo habían encontrado y se dirigían a matarlo.

La vieja arqueó las cejas.

—No tienes mucho tiempo, niño. Tienes que tomar una decisión.

—¿Quién es usted? —preguntó Percy.

—Puedes llamarme Junio —los ojos de la anciana brillaron como si hubiera contado un chiste buenísimo—. Estamos en junio, ¿no? Le pusieron mi nombre al mes.

—Vale... —Percy lucía seriamente desconcertado—. Oiga, debo irme. Se acercan dos gorgonas. No quiero que le hagan daño.

Junio juntó las manos sobre su corazón.

—¡Qué detalle! Pero eso depende de tu decisión.

—Mi decisión... —Percy miró nerviosamente hacia la colina. Las gorgonas se habían quitado los chalecos verdes. Unas alas les brotaron de la espalda: pequeñas alas de murciélago que relucían como el latón.

(¡¿Desde cuándo tenían alas?!) Esperaba que fueran de adorno, pero sabía que esperaba demasiado. Se las arregló para pensar un sarcástico genial, estupendo, cuando saltaron del edificio de apartamentos y se elevaron hacia él.

—Sí, una decisión —dijo Junio, como si no tuviera ninguna prisa—. Puedes dejarme aquí a merced de las gorgonas e ir al mar. Llegarías sin ningún percance, te lo garantizo. A las gorgonas no les importará atacarme y dejarte marchar. En el mar, ningún monstruo te molestaría. Podrías empezar una nueva vida, llegar a muy viejo y evitar todo el dolor y sufrimiento que te aguarda en el futuro.

Percy estaba seguro de que no le iba a gustar la segunda opción.

—¿O...?

—O puedes hacer una buena acción por una anciana. Llevarme al campamento contigo.

(Estaba de coña, ¿no?)

—¿Llevarla?

June se subió la falda y le mostró sus pies hinchados y morados.

—Yo no puedo llegar por mis propios medios. Llévame al campamento: atraviesa la autopista, recorre el túnel y cruza el río.

¿Qué río? De cualquier manera, no sonaba fácil. Junio parecía bastante pesada. Las gorgonas estaban ya a sólo cincuenta metros, deslizándose tranquilamente hacia él como si supieran que la caza estaba a punto de terminar; por fin era carne fácil. Percy miró a la anciana.

—¿Y por qué quiere que la lleve a ese campamento?

—¡Porque es un favor! Y si no lo haces, los dioses morirán, el mundo que conocemos correrá peligro, y todas las personas de tu antigua vida perecerán. Claro que tú tampoco te acordarías de ellas, así que supongo que no importa. Estarías a salvo en el fondo del mar...

Percy tragó saliva. Las gorgonas seguían chillando de risa mientras se lanzaban a matar. Su corazón empezó a martillear mientras lo pensaba. El mar era la opción fácil. Podía optar por la opción sencilla y, por alguna razón, tenía la sensación de que nunca había tenido la oportunidad de una vida fácil... pero...

—Si voy al campamento —mirando a la mujer a los ojos. Parecía antigua, y a la vez llena de juvenil alegría—, ¿recuperaré la memoria? ¿Volveré a ver a Claire?

Había un fantasma de sonrisa en su rostro. Ella sabía algo que él ignoraba y eso casi lo enfureció.

—Con el tiempo. Pero, quedas avisado, ¡sacrificarás mucho! Perderás la marca de Aquiles. Sentirás más dolor, tristeza y pérdida de los que hayas experimentado jamás. Pero podrías tener una oportunidad de salvar a tus viejos amigos y a tu familia, y de recuperar tu antigua vida... para salvar a Claire Moore de su pasado otra vez.

Claire Moore.

Claire, Claire, Claire... claro que tendría un bonito apellido como Moore.

¿Qué quería decir Junio? ¿Salvarla de su pasado una vez más? ¿La había salvado antes? Percy sentía que ella pasaba la mayor parte del tiempo salvándole a él.

Pero si había que salvarla, él tenía que llegar hasta ella a tiempo.

Las gorgonas estaban dando vueltas en lo alto.

—¿Y los centinelas de la puerta? —preguntó Percy.

Junio sonrió.

—Oh, te dejarán pasar, querido. Puedes fiarte de esos dos. Bueno, ¿qué dices? ¿Vas a ayudar a una vieja indefensa?

Percy dudaba que Junio estuviera indefensa. En el peor de los casos, se trataba de una trampa. En el mejor, se trataba de una especie de prueba.

(Percy odiaba las pruebas. Desde que había perdido la memoria, su vida entera era un gran examen en el que había que rellenar los espacios en blanco. Él era —PIIIIIIII— de —PIIIIIIII—, se sentía como #$!*%! y si los monstruos lo atrapaban, acabaría J#!$%8!! —PIIIIIIII—.)

Entonces pensó en Claire, la única parte de su antigua vida de la que estaba seguro.

Tenía que encontrarla.

—La llevaré —cogió a la anciana en brazos.

Era liviana, mucho más liviana de lo que esperaba, lo que decidió que era una bendición. Trató de obviar su mal aliento y las manos callosas con las que le aferraba el cuello. Llegó al primer carril de tráfico. Un conductor tocó el claxon. Otro gritó algo que se perdió en el viento. La mayoría simplemente viraban y se mostraban irritados, como si en Berkeley tuvieran que lidiar con un montón de adolescentes andrajosos que ayudaban a cruzar la autopista a viejas todos los días.

Una sombra se posó sobre él. Esteno gritó alegremente:

—¡Chico listo! Has encontrado a una diosa con la que cargar, ¿verdad?

¿Una diosa? ¿Qué era, la diosa de los sacos de patatas?

Junio cacareó de regocijo y murmuró «¡Whoops!» cuando un coche estuvo a punto de matarlos.

En algún lugar a su izquierda, Euríale gritó:

—¡A por ellos! ¡Dos presas son mejores que una!

Percy cruzó a toda velocidad los carriles que faltaban. Sin saber ni cómo, llegó a la mediana vivo. Vio que las gorgonas se lanzaban en picado y que los coches viraban mientras los monstruos pasaban por encima. Se preguntó qué verían los mortales a través de la Niebla: ¿pelícanos gigantescos? ¿Alas delta desviadas de su rumbo? La loba Lupa le había dicho que las mentes de los mortales podían creer prácticamente cualquier cosa, salvo la verdad.

Corrió hacia la puerta de la ladera. Junio se volvía más pesada a cada paso que daba. Su corazón latía con fuerza. Le dolían las costillas.

Uno de los centinelas chilló. El chico del arco colocó una flecha en la cuerda.

—¡Espera! —gritó Percy.

A quince metros de la puerta. Diez...

—¡Ya te tengo! —gritó Euríale. Percy se volvió en el mismo instante en el que una flecha se clavaba en la frente de la criatura. Euríale cayó al carril rápido. Un camión se estrelló contra ella y la arrastró hacia atrás unos cien metros, pero la gorgona trepó a la cabina, se quitó la flecha de la cabeza y se lanzó de nuevo al aire.

Percy llegó a la puerta.

—Gracias —les dijo a los centinelas—. Buen disparo.

—¡Debería haberse muerto! —protestó el arquero.

Percy rodó los ojos para sí mismo.

—Ya —masculló—. Bienvenido a mi mundo.

—Frank —dijo la chica—. ¡Llévalo dentro, rápido! Son gorgonas.

¿Gorgonas? —la voz del arquero sonó de forma estridente. Era difícil saber el aspecto que tenía debajo del yelmo, pero parecía robusto como un luchador y aparentaba unos catorce o quince años—. ¿Las retendrá la puerta?

Junio cacareó en los brazos de Percy.

—No, no las retendrá. ¡Adelante, Percy Jackson! ¡Recorre el túnel y cruza el río!

—¿Percy Jackson? —la guardia tenía rizos gruesos y oscuros que sobresalían de los lados de su casco. Parecía más pequeña que Frank, de unos trece años, con una tez rica y oscura escondida debajo de las grietas de los ojos de su casco. La vaina de la espada le llegaba casi hasta el tobillo. Aun así, parecía estar al mando—. Vale, es evidente que eres un semidiós. Pero ¿quién es la...? —miró a Junio, pero pronto decidió no hacerlo—. Da igual. Entrad. Yo me ocuparé de ellas.

—Hazel —el niño intentó detenerla—. No hagas locuras.

Pero ella simplemente negó con la cabeza.

—¡Marchaos! —ordenó ella.

Frank soltó un juramento en otra lengua (¿latín?) y abrió la puerta.

—¡Vamos!

Percy lo siguió tambaleándose bajo el peso de la anciana, que decididamente se estaba volviendo cada vez más pesada. No sabía cómo la chica rechazaría a las gorgonas sola, pero estaba demasiado cansado para discutir.

El túnel atravesaba la roca sólida y tenía aproximadamente la anchura y la altura del pasillo de una escuela. (¿Fue a la escuela? Seguramente fue a la secundaria, verdad... ¿fue a muchas? ¿A cuántas...?) Al principio parecía un típico túnel de mantenimiento, con cables eléctricos, letreros de advertencia y cajas de fusibles en las paredes, y con bombillas protegidas con alambre a lo largo del techo. A medida que se adentraban en la ladera, el suelo de cemento dio paso a un mosaico de baldosas. Las luces dieron paso a antorchas de juncos, que ardían pero no echaban humo. Unos cien metros más adelante, vio un cuadrado de luz del día.

Los brazos de Percy temblaban ahora; cada paso que daba, cada respiración, parecía como si la anciana se volviera más y más pesada. Junio farfullaba una canción en latín, como una nana, lo que no ayudaba a Percy a concentrarse.

Detrás de ellos, las voces de las gorgonas resonaban en el túnel. Hazel gritó. Percy estuvo tentado de tirar a Junio y volver corriendo a ayudarla, pero entonces todo el túnel se sacudió con un estruendo de piedra, cayendo por todas partes. Sonó un graznido, como el que habían emitido las gorgonas cuando Percy les había echado encima la caja con bolas para jugar a los bolos en Napa. Miró atrás. El extremo oeste del túnel estaba lleno de polvo.

—¿No deberíamos ir a ver cómo está Hazel? —preguntó.

—No le pasará nada... espero —dijo Frank—. Sabe moverse bajo tierra. ¡No te pares! Ya casi hemos llegado.

—¿Adónde?

Junio se rió entre dientes.

—Todos los caminos llevan allí, niño. Deberías saberlo.

—¿Al aula de castigo?

—A Roma, niño —dijo la anciana—. A Roma.

Percy no estaba seguro de haber oído bien. Cierto, había perdido la memoria. Su cerebro no había sido el mismo desde que se había despertado en la Casa del Lobo. Pero estaba convencido de que Roma no estaba en California.

Siguieron corriendo. El resplandor que se veía al final del túnel aumentó de intensidad y, por fin, llegaron a la luz del sol.

Percy frenó en seco. Se quedó helado. A sus pies se extendía todo un valle de varios kilómetros de ancho. Se expandía alrededor en un cráter inclinado; el suelo formado por pequeñas colinas, llanuras doradas y extensiones de bosque. Un pequeño río de aguas cristalinas serpenteaba desde un lago en el centro y rodeaba el perímetro hasta el borde antes de desviarse. Podrían haber estado en cualquier lugar del norte de California. Había robles vivos y eucaliptos, colinas doradas y cielos azul brillante. Todo ello se asentaba bajo la lejanía del Monte del Diablo, que se elevaba justo en el centro del perfil del horizonte.

Era hermoso, incluso impresionante... Percy sintió como si hubiera entrado en un mundo secreto. En el centro del valle, abrigada junto al lago, había una pequeña ciudad de edificios de mármol blancos con tejados de teja roja. Algunos tenían bóvedas y pórticos con columnas, como si fueran monumentos nacionales. Otros parecían palacios, con puertas doradas y grandes jardines. Vio una plaza abierta con columnas, fuentes y estatuas independientes. Un coliseo romano con cinco pisos relucía al sol, al lado de un largo estadio ovalado como una pista de carreras.

Al otro lado del lago, hacia el sur, había otra colina salpicada de edificios todavía más imponentes: templos, supuso Percy. Varios puentes de piedra cruzaban el río y serpeteaban a través del valle, y en el norte, una larga hilera de arcos de ladrillo se extendía desde las colinas hasta la ciudad. A Percy le recordó la vía de un ferrocarril elevado, hasta que se dio cuenta de que debía de ser un acueducto.

Pero la parte más rara del valle estaba justo debajo de él. A unos doscientos metros de distancia, justo al otro lado del río, había una especie de campamento militar. Medía aproximadamente medio kilómetro cuadrado, con murallas de tierra rematadas con afilados pinchos en los cuatro lados. Unas atalayas de madera se alzaban en cada esquina, guarnecidas por centinelas armados con descomunales ballestas montadas. De las torres colgaban banderas moradas. Una ancha puerta daba al lado opuesto del campamento, en dirección a la ciudad. Una puerta más estrecha permanecía cerrada en el lado de la orilla del río. En el interior, la fortaleza bullía de actividad: docenas de chicos iban y venían de barracones. Portaban armas, pulían armaduras... Percy oyó ruido de martillos en la fragua y percibió un olor a carne cocinada al fuego.

Algo acerca de este lugar... se sentía muy familiar, casi tan familiar que le provocó un dolor punzante en el pecho, cerca de su corazón... pero no estaba bien, algo no se sentía del todo normal.

—El Campamento Júpiter —anunció Frank—. Estaremos a salvo en cuanto...

Unas pisadas resonaron en el túnel detrás de ellos. Hazel salió súbitamente a la luz. Estaba cubierta del polvo de la demolición y respiraba con dificultad. Había perdido el yelmo, de modo que su cabello castaño rizado le caía sobre los hombros. Su armadura tenía unos largos tajos de garras de gorgona en la parte delantera. Una de las gorgonas la había etiquetado con una pegatina de 50% DE DESCUENTO.

Se detuvo junto a ellos. Se tomó un momento para recuperar el aliento.

—Las he retrasado. Pero llegarán en cualquier momento.

Frank soltó un juramento.

—Tenemos que llegar al otro lado del río.

Junio apretó más fuerte el cuello de Percy.

—Sí, por favor. No puedo mojarme el vestido.

Percy se mordió la lengua. Si aquella señora era una diosa, debía de ser la diosa de los hippies apestosos, gordos e inútiles. Pero había llegado hasta allí. Más valía que siguiera cargando con ella.

Es un favor, había dicho. Y si no lo haces, los dioses morirán, el mundo que conocemos correrá peligro, y todas las personas de tu antigua vida perecerán.

Si aquello era una prueba, no podía permitirse no superarla.

Si aquello era una prueba, no podía permitirse no superarla. Tropezó varias veces mientras corrían hacia el río. Frank y Hazel lo levantaban continuamente. Al llegar a la orilla, Percy se detuvo a recobrar el aliento. La corriente era rápida, pero el río no parecía hondo. Las puertas de la fortaleza estaban a un tiro de piedra.

—Vamos, Hazel —Frank colocó dos flechas en el arco al mismo tiempo—. Acompaña a Percy para que los centinelas no le disparen. Ahora me toca a mí ocuparme de las malas.

Hazel asintió y se metió andando en el riachuelo

Percy empezó a seguirla, pero algo le hizo vacilar. Normalmente le encantaba el agua, pero aquel río parecía... poderoso, y no necesariamente cordial. Algo le dijo que se mantuviera alejado.

—El Pequeño Tíber —dijo Junio, su lengua llena de simpatía—. Corre con la fuerza del Tíber original, el río del Imperio. Es tu última oportunidad de echarte atrás, niño. La marca de Aquiles es una bendición griega. No puedes conservarla si pasas a territorio romano. El Tíber se la llevará.

Percy estaba demasiado agotado para entender todo aquello, pero captó lo esencial.

—Si cruzo, ¿dejaré de tener la piel de acero?

Junio sonrió.

—¿Qué decides? ¿La seguridad o un futuro de dolor e incertidumbre?

Detrás de él, las gorgonas chillaron al salir volando del túnel. Frank lanzó las flechas por el aire. Desde el medio del río, Hazel chilló:

—¡Vamos, Percy!

En lo alto de las atalayas sonaron unos cuernos. Los centinelas gritaron y giraron las ballestas hacia las gorgonas.

Percy respiró hondo. Claire, se dijo. Claire, se recordó, un mantra. Para seguir adelante sin pararse...

Se lanzó al río. Estaba helado, la fuerza recorrió sus miembros, que hormigueaban como si le hubieran inyectado cafeína. Le inundó las venas hasta la cabeza y sintió que por fin podía respirar. Cuando llegó al otro lado, dejó a la anciana en el suelo. Las puertas del campamento se abrieron y decenas de niños con armaduras salieron en tropel.

Hazel se volvió con una sonrisa de alivio. A continuación miró por encima del hombro de Percy, y su sonrisa desapareció para poner cara de puro terror.

¡Frank!

Frank estaba a mitad del río cuando las gorgonas lo atraparon. Se lanzaron en picado desde el cielo y lo agarraron por cada brazo. El chico gritó de dolor cuando sus garras se clavaron en su piel.

Los centinelas chillaron, pero Percy sabía que no tenían a los monstruos a tiro. Acabarían matando a Frank. Los otros chicos desenvainaron sus espadas y se prepararon para meterse en el río, pero llegarían demasiado tarde.

Percy actuó sin pensarlo. Apretando la mandíbula, extendió las manos. Algo tiró dentro de él, un intenso tirón desde la boca del estómago y así, el río estalló. Remolinos descendieron a ambos lados de Frank, y desde las profundidades, manos gigantes surgieron del arroyo. Comandándolas como si fueran suyas, Percy extendió la mano y agarró a las gorgonas que dejaron caer a Frank por sorpresa. Las manos levantaron a los estridentes monstruos ejerciendo una presión férrea y líquida.

Oyó que los otros chicos chillaban y retrocedían, pero no prestó atención. Con un grito, bajó los puños y las manos gigantes hundieron a las gorgonas en el Tíber. Los monstruos llegaron al fondo y se convirtieron en polvo. Lucharon por volver a formarse, pero el río las dispersó como una licuadora. Al poco rato, todo rastro de las gorgonas fue arrastrado río abajo. Los remolinos desaparecieron, y la corriente volvió a su estado normal.

Percy dejó escapar un suspiro. Se quedó en la orilla del río y se tomó un momento para mirarse las manos. Su ropa y su piel desprendían vapor, como si las aguas del Tíber lo hubieran bañado en ácido. Se sentía expuesto, desprotegido... vulnerable.

En medio del Tíber, Frank se movía dando traspiés, con cara de perplejidad pero sano y salvo. Hazel se acercó y le ayudó a llegar a la orilla. Fue entonces cuando Percy se dio cuenta de lo callados que se habían quedado los otros campistas.

Todos los miraban fijamente. Percy buscó rápidamente entre sus rostros, con la esperanza de reconocer entre ellos el de Claire... pero ninguno se parecía en nada a la chica de sus sueños.

—Vaya, ha sido un viaje estupendo —habló Junio, sorprendiendo a Percy. Era la única que no parecía en absoluto desconcertada—. Gracias por traerme al Campamento Júpiter, Percy Jackson.

Una de las chicas emitió un sonido ahogado.

—¿Percy... Jackson?

Parecía que reconociera el nombre. Percy se centró en ella, con la esperanza de ver una cara conocida... pero tampoco era ella.

Saltaba a la vista que era una líder. Llevaba una regia capa morada sobre la armadura y su pecho estaba decorado con medallas. Debía tener su edad, y tenía unos ojos oscuros y penetrantes, y largo cabello moreno. Percy no la reconoció, pero la chica se lo quedó mirando como si lo hubiera visto en sus pesadillas.

Junio se rió de gozo.

—Oh, sí. ¡Os vais a divertir mucho juntos!

Y entonces, sin más, la anciana empezó a cambiar. Su figura brilló como si la luz del sol desapareciera del cielo y se concentrara en su silueta. Creció, y la luz creció con ella hasta que se volvió cegadora y Percy tuvo que apartar la mirada. Cuando volvió a posar los ojos en ella, ya no era una mujer vieja y harapienta, sino una diosa de dos metros de altura, vestida de azul y con un manto de piel de cabra sobre los hombros. Tenía un rostro severo y majestuoso, que los miraba a todos con un brillo agudo en los ojos. En la mano llevaba un bastón coronado por una flor de loto. En su mano había un bastón rematado con una flor de loto.

Los campistas se quedaron todavía más asombrados, si era posible. La chica de la capa morada se arrodilló. Los demás siguieron su ejemplo. Un chico se postró con tanta prisa que estuvo a punto de empalarse con su espada.

Pronto, Percy fue el único que quedó en pie. No se arrodilló, no había aliento dentro de él que tuviera el respeto de arrodillarse por esta mujer que le hizo llevarla a través de toda una autopista y a través de un río.

Hazel fue la primera en hablar:

—Juno.

Percy entrecerró los ojos a la diosa. Soltó una breve burla.

—Conque Juno, ¿eh? Si he pasado la prueba, ¿podéis devolverme ya mi memoria y mi vida?

La diosa sonrió.

—Con el tiempo, Percy Jackson, si tienes éxito en el campamento. Hoy te has portado bien, lo cual es un buen principio. Tal vez aún no esté todo perdido —se volvió hacia los otros chicos—. Romanos, os presento al hijo de Neptuno. Durante meses ha estado durmiendo, pero ya está despierto. Su destino está en vuestras manos. La fiesta de Fortuna se avecina, y habrá que liberar a la muerte si queréis tener esperanzas en la batalla. ¡No me falléis!

Juno relució y desapareció. Percy miró a Hazel y a Frank esperando alguna explicación, pero parecían tan confundidos como él. Frank tenía en las manos algo en lo que Percy no había reparado antes: dos pequeños frascos de barro con tapones de corcho, como pociones. Percy no tenía ni idea de dónde habían salido, pero vio que Frank se los metía en los bolsillos. Frank le lanzó una mirada como diciendo: Ya hablaremos más tarde del asunto.

La chica de la capa morada dio un paso adelante. Escrutó a Percy con recelo, y Percy no pudo quitarse de encima la sensación de que quería atravesarlo con su daga. Finalmente, en un tono frío y severo, dijo:

—Así que eres un hijo de Neptuno que acude a nosotros con la bendición de Juno.

Percy estaba cansado. Le dolía todo. Había pasado los últimos días luchando contra monstruos y preguntándose cómo había conseguido sobrevivir. Lo último con lo que quería lidiar era con las palabras burlonas y vagas de una chica a la que ni siquiera conocía y que, sin embargo, parecía dispuesta a encontrar la mejor manera de matarlo.

—Mira —le dijo, bastante molesto—, tengo la memoria un poco borrosa. De hecho, la he perdido del todo. ¿Te conozco?

Ella vaciló.

—Soy Reyna, pretora de la Duodécima Legión. Y... no, no te conozco.

La última parte era mentira; Percy lo notó en sus ojos. Pero también comprendió que si le discutía aquel punto allí, delante de sus soldados, a ella no le haría gracia.

—Hazel —dijo Reyna—, llévalo dentro. Quiero interrogarlo en el principia. Luego se lo mandaremos a Octavian. Debemos consultar los augurios antes de decidir qué hacemos con él.

—Vale, espera —Percy la detuvo antes de que pudiera continuar—. ¿A qué te refieres con decidir qué hacemos con él?

La mano de Reyna apretó la empuñadura de su daga. Percy se dio cuenta de que no estaba acostumbrada a que cuestionaran sus órdenes.

—Antes de aceptar a alguien en el campamento, debemos interrogarlo e interpretar los augurios. Juno ha dicho que tu destino está en nuestras manos. Tenemos que saber si la diosa nos ha traído a un nuevo recluta... —lo observó como si considerara esa posibilidad dudosa—. O si nos ha traído a un enemigo al que matar.

Percy la miró con el entrecejo fruncido; sin saber si mostrarse incrédulo o asustado, se decantó por lo primero. Pero eso fue todo lo que se dijo. Reyna asintió a Hazel y él fue dirigido hacia las puertas de la fortaleza. Miró hacia atrás para intentar captar la mirada de la pretora una vez más, pero los ojos que encontró no eran los de ella, sino algo mucho más inquietante.

Entre la multitud de campistas, había un muchacho más joven, delgado y pálido; el cabello dorado colgaba sobre un rostro casi completamente cubierto de cicatrices enfermizas.

Le devolvía la mirada con un gesto tan parecido y, a la vez, tan diferente... un brillo oscuro y avellana que coincidía con el ojo lateral del cuervo que le observaba desde su hombro.

Las cejas de Percy se fruncieron más profundamente. Sintió que algo se revolvía en la boca del estómago. El niño no apartó la mirada. No emitió ningún sonido, ni cambió su expresión... solo le devolvió la mirada hasta que Percy no pudo mirar más.

Y supo que, de algún modo, se encontraba de nuevo en un largo y tortuoso camino, un viaje que necesitaba completar. Donde al final, en el otro lado, ella estaba esperándolo. Claire Moore. Y pasara lo que pasara, Percy Jackson tenía que encontrar el camino de vuelta a ella.

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