🌊2.
Gloria no está segura de si sigue temblando o son ellos los que se han unido a los movimientos de la tierra. Con la manga del pijama se limpia los mocos y las lágrimas y ahoga un quejido porque la gente sigue gritando y todo está oscuro. Todo se siente más grande y terrible.
La oscuridad total le asusta. Quiere luz. Quiere ver. Es aterrador no depender de una tecnología tan necesaria en estos momentos.
—¿Están bien? —Pregunta su tata con voz ronca. Vuelve a hablar sin respetar respuesta—: Parece que ya pasó, así que voy a ir a buscar frazadas o algo, que va a helar.
—La linterna está en la cocina, viejo, por lo horrible del corte parece que nos vamos a quedar sin luz por harto rato.
—Oh, ya. Aprovecho de ver cómo quedó la casa...
—Tata, ¿me puede traer las zapatillas? Me duelen los pies.
—Sí, Glorita. Ustedes esperen acá.
Ella no lo ve entrar. La luz de la luna es el engaño más grande del universo, porque no alumbra nada y es una sensación muy extraña sentirlo alejarse mientras ellas se atreven a moverse por el pequeño patio, ahogadas en los gritos externos que piden y ofrecen ayuda.
—¡Vecina! ¿Están bien?
La repentina luz de una linterna que las alumbra quema un poco. Un vecino de enfrente está sorteando las ramas y frutas caídas del árbol del lado.
—Sí, sí, estamos bien, Lucho—dice su abuela, los pasos más seguros, aunque nunca le suelta la mano—. El Toño está dentro buscando frazadas y viendo cómo quedó la casa. ¿Ustedes? ¿La comadre?
La linterna alumbra un camino que los tres siguen con la mirada. Algunas planchas del techo están en el piso. Alguien suspira con pesadez y se escuchan pasos fuertes y objetos que se mueven.
—Bien, bien. Está en la esquina. Las vecinas se están juntando con los cabros chicos por si acaso. El Benja dijo que unas olas subieron un poco y llegaron al muro de contención de la caleta, así que quieren ir a ver.
—Oh.
Gloria no se percata del intercambio de miradas de los adultos. Toda su atención la reúne su abuelo, al que la linterna alumbra y parece un fantasma, una aparición con cosas bajo el brazo. Es inevitable soltar la mano de su abuela e ir a él, sentir su calor en un abrazo rápido y más helado de lo que le gustaría.
—¿Cómo está la casa? ¿Mis peluches? —pregunta, recordando que todos estaban en el suelo y la cama. Debería ir a buscarlos o al menos sacarlos de dónde están.
—Todo está en el piso. Se nos cayó parte del techo.
Su voz se escucha gangosa y nadie necesita ver su rostro para notar que estuvo llorando. Que estuvo sufriendo. Gloria no tiene el valor de exigirle calcetines o de decirle que las zapatillas que le trajo le rompen el talón. Su abuela gruñe algo que no alcanza a entender y el silencio entre los cuatro es tormentoso y desagradable por varios instantes. Ella se coloca el polerón que le trajeron y se remueve, incómoda.
—Vamos a ir a ver la mar —dice el Lucho, preocupado. Tiene las gruesas cejas fruncidas—. Esta cuestión fue demasiado fuerte. La mar se recogió un poco y subió suave. Queremos ir a amarrar los botes antes de que se los lleve.
—Te acompaño. Espero que La Bernarda esté bien.
La Bernarda es el pequeño bote pesquero que el abuelo de Gloria construyó hace más de veinte años. Todos los años, cuando el calor desciende un poco, los tres bajan a la caleta a pintarlo. Este año, a ella le toca elegir los colores.
—Luchito nos dijo que las vecinas se están reuniendo. Nosotras vamos con ellas, viejo.
—Tengan cuidado.
Él le da un beso a su abuela. Le toma las manos y las aprieta entre las suyas. Luego le pasa una linterna pequeña y las frazadas.
—No te alejes de tu abuela, Glorita. Hazle caso a todo lo que te diga, ¿sí?
Gloria asiente. La voz parece haber escapado a un mejor lugar. Con las luces de las linternas no puede ver los ojos verdes de su abuelo, pero siente el pánico apretar su garganta. La sensación empeora, se curva como bilis en su estómago cuando él toma el rosario que siempre lleva colgado y se lo pasa con poca delicadeza a ella por el cuello.
—Esto las va a cuidar. Y así yo sabré dónde están.
El beso en su frente se siente áspero y amargo, aún cuando está repleto de amor.
—Tengan cuidado las dos —dice él, esta vez dirigiéndose a su abuela. Ambos se toman de las manos y las aprietan entre sí con fuerza—. En una hora más o menos, las encuentro en la plaza, ¿sí?
No se dicen que se quieren. Él rara vez expresa el sentimiento, pero se siente cuando se sueltan y él desaparece en la oscuridad difuminada de la calle.
—Vamos, vamos —dice su abuela. La voz le tiembla, pero empiezan a caminar despacio, fuera de la casa.
En la calle no se ve mucho. Puntos de luz con rostros deformes, con voces de las que no se alcanza a distinguir mucho. Todos hablan a la vez y ellas llegan a la esquina, donde un grupo de mujeres con sus hijos está reunido. Las luces de las linternas y celulares parecen luciérnagas gigantes, casi de fantasía.
No alcanzan a intercambiar muchas preocupaciones. La tierra gime de nuevo y el grito es colectivo. Un remezón de pocos segundos, mucho más suave que el que inició todo este desastre; pero se siente diferente. No es lo mismo experimentarlo estando consciente
El miedo sabe diferente, también. Una amargura en la boca que no se quiere desprender.
Las manos arrugadas y ásperas de su abuela se sienten pesadas sobre sus hombros cuando otro movimiento las sacude. En su vida, nunca había experimentado tantos juntos. Es horrible.
Y es como prender un fósforo. Alguien, un eco de miedo irreconocible grita que el mar está recogido, que hay que huir y el fuego de la desesperación arde en todas las miradas. Su abuela la tironea con una violencia que no le creía capaz. La empuja para que no se detenga una vez que empiezan a correr.
Son las 3:55 de la madrugada y es el inicio del infierno.
Nadie ve nada, el grupo se ha desbandado. Mujeres con sus hijos en brazos o de la mano, hombres con hijas en los hombros, tirando las mochilas para ganar velocidad. Todos suben en medio de la oscuridad a las alturas, porque el instinto es más fuerte que cualquier otra cosa. Pero no tan fuerte como el rugido que se acerca y que choca, destruye y mata. Despedaza sin piedad la madera, el acero y las vidas.
La gente corre buscando cerros, buscando alturas. El mar está a sus espaldas, lamiendo la tierra con fuerza.
Es un maremoto después del terremoto.
—¡Suban, suban, vamos, vamos, arriba. ¡Hay que subir rápido! ¡Vamos, por favor! ¡Corre, corre!
—¡Pero el tata! ¡El tata no ha subido!
—¡El Toño está bien! ¡Sigue corriendo, Gloria, sigue subiendo!
Mientras ambas corren en medio de la oscuridad en Talcahuano, en Santiago, la ONEMI está transmitiendo lo siguiente:
"Descartada la posibilidad de Tsunami".
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