El poder del infierno (#3)
En la ribera del río, que estaba en los dominios del pueblo, se encontraban Juana, Miriam y Cristina limpiando la vajilla de madera con la fresca agua del río. Juana las había llevado a ese lugar tras que, tanto su marido como José, le pidieran que no se alejaran. El aviso no le agradó en absoluto. Miriam al parecer tenía una ligera idea de lo que estaba pasando, pero se mantenía con la boca cerrada porque estaba aún Cristina muy cerca.
Había algo gestándose y no era para nada bueno. Juana sabía reconocer las señales fácilmente y todas aquellas conducían a un desastre. Alfredo y José abrían sus negocios tarde, los cerraban antes y, muchas veces, ni eso para molestia del resto de Villanueva. Salían de madrugada y llegaban de madrugada. Una vez le confesó que salían a explorar, en busca de indicios.
—¿Indicios de qué? —había preguntado Juana sin recibir ni una respuesta por parte de su marido.
A pesar de todo, su faz se vestía de tranquilidad. Su labor era aparentar normalidad ante los ojos de Cristina. Miriam aparentaba una entereza que le estaba costando mantener. Si bien no la veía tan nerviosa como Ana, Juana la conocía lo suficiente para saber que, a pesar de su fachada de alegría, se encontraba muy perturbada, incluso asustada. De alguna forma, tenía que sonsacarle algo de información. No podía esperar a volver a la herrería para que Alfredo le contara todo. "Sólo necesito que Cristi se aleje un segundo", pensó frustrada.
Juana analizó la expresión de Miriam mientras lavaba los platos. Demasiada concentrada en dejarlos inmaculados. Distinguió una lágrima caer por sus mejillas que, rápidamente, Miriam limpió con el hombro. Desafortunadamente, no se había equivocado. Aquella niña estaba rota.
Una vez terminada su parte, se sentó en el borde del río, introdujo sus pies en el agua y se echó sobre la hierba. Se relajó y en la comisura de sus labios apareció una leve sonrisa. A pesar de que la tarde había estado nublada, las nubes se abrieron para que el sol volviera a pegar fuerte como las futuras mañanas del verano que llamaba a las puertas. Se sintió animada por la calidez del sol.
—Qué día más bonito —Juana no respondió—. Es una pena que dentro de poco todo se vaya al infierno.
—¡Por Dios, querida! —exclamó sorprendida Juana—. Imagino que las cosas no están bien, pero ese lenguaje no es el apropiado para una dama cristiana como tú.
—La verdad, no me importa. Lo que sé es que, dentro de poco, estaremos en un lugar mejor donde no habrá dolor ni tristeza.
—¡Qué dios nos guarde entonces, querida! No obstante, no puedes dejarte llevar por los acontecimientos como los cobardes. Tienes afrontarlos como los valientes. Y tú eres una de ellas.
—¿Yo? ¿Acaso no ves lo asustada que estoy? Y todavía no sé qué le pasó a madre —declaró Miriam mientras enjugaba sus palabras con lágrimas.
Juana abrazó a Miriam sin demora. Con total seguridad, esa sería la primera ocasión que la jovencita había tenido para desahogarse. Miriam se secó nuevamente las lágrimas y reprimió su llanto mientras miraba a Cristina. Sería una estúpida si la descubría llorando. "Quiero que al menos ella pueda estar tranquila".
—Escucha, mi amor. Muchas veces nos sucederá que no entenderemos y tendremos que sacar fuerzas de donde creemos que no hay, y tener fe en que todo saldrá bien. Todos nosotros hemos tenido miedo en innumerables circunstancias. No sabes lo que hemos pasado antes de que nacieras. Hemos batallado por este lugar contra los moros por años, y bien sabes que ellos no son enemigos fáciles. También nos las hemos visto con muchas bandas de malhechores que se han querido aprovechar de la ausencia de señor feudal. Querida, Villanueva ha sangrado para seguir existiendo. Tuvimos que enfrentarnos a nuestros miedos, a la muerte y, sobre todo, a los hombres para hoy permanecer donde otros murieron.
—¿Valieron la pena? Me refiero a todos los sacrificios que habéis hecho.
—Por supuesto, cariño. Mira todos los niños y jóvenes que hay en el pueblo. Es nuestro futuro en donde tenemos muchos talentos que nos puede beneficiar a todos. Tu hermano, tú; en el futuro Cristi.
—Gracias, Juana.
—Nada que agradecer, cariño. Tendrías que haber visto a Alfredo en aquellos días. Era un hermoso y fuerte guerrero. Y ahora... Bueno, es un buen marido y herrero.
Las risas llenaron el ambiente gracias al comentario de Juana aliviando el clima enrarecido. Era la segunda vez que podía reír ese día, tras varios días llenos de tensión. Por un momento, se sintió culpable al recordar el ataque a madre. Necesitaban resolver ese tema para que la tranquilidad retornara a casa. Extrañaba a Leon, el bufón de la casa y quién también estaba bastante serio por todos los problemas que podía tener un joven como él —además de las circunstancias actuales. Estaba aún enfadado por no haber podido ir al frente. "Igualmente no habría combatido. Álvaro volvió sin apenas desenvainar la espada", recordó. Al final, padre había tenido razón: había sido una perdida estúpida de tiempo.
Parecía increíble imaginar que se hubiera olvidado de la razón por la que estaban allí: Cristina. A punto de cumplir catorce años, era prácticamente una mujer. Había tenido su primer flujo unos cuantos días atrás y su cuerpo estaba tomando formas adultas. No era tan débil, pero tampoco era tan fuerte como Miriam. Por eso, en aquellos momentos de dudas y miedos, lo mejor era filtrarlo todo para que Cristi pudiera entender la gravedad de la situación sin asustarla.
Cuando hubo terminado con su parte, Cristi se acercó a su hermana y a Juana. Se sentó en la ribera y se echó hacia atrás, tal y como estaban sus compañeras de lavado.
—¿Terminaste ya? —preguntó Miriam, un poco más liberada de las frustraciones—. Espero que estén brillantes; si no, mañana volverás a venir. Pero esta vez, sola.
—Yo, al contrario que tú, cuando hago algo, lo hago bien —replicó con malicia la enana.
—¡Habrase visto la manera de hablar de estas mujeres! —exclamó Juana—. Así nunca encontraréis ningún pretendiente.
—Juana, no quiero saber nada de los hombres y mucho menos con los de este pueblo. Son todos unos borrachos estúpidos. Gracias a Dios, yo no estoy atada a matrimonios concertados —argumentó Miriam—. Y con la edad que cuenta la pequeña Cristi...
—¡Yo no me voy a casar! —exclamó la pequeña Cristina—. ¡No quiero! Me quedaré soltera.
—Eso dices ahora. Verás cómo en un par de años piensas distinto —replicó Juana.
—Lo dudo mucho. Cuando la enana toma una decisión, la lleva a cabo —aseveró Miriam.
—Desde luego que sois las mujeres más complicadas que jamás he visto. Compadezco a vuestra madre.
El comentario provocó las risas de las jovencitas a las que se unió Juana. La corriente fresca del río las relajaba. Las ayudaba a pensar en los venideros días de verano. En los sueños jamás dichos en los que cada una imaginaba una vida llena de emociones y aventuras. Por sus pensamientos no pasaba nube que oscureciera aquella alegría efímera. No obstante, si te subías a un árbol y mirabas al horizonte levantino, se divisaba un negro cúmulo que no auguraba nada bueno.
Tras las intervenciones de Ana y Leon, llegó el momento de reflexión. Un par de minutos en el que vaciaron sus vasos, meditabundos en cada una de las palabras de los trágicos testimonios. Demasiados ataques violentos para una corta fracción de tiempo. "Nada bueno puede venir de esto", pensaba Leon.
Alfredo fue el siguiente en levantarse y en tomar la palabra. Él y Jose tenían datos que podían arrojar luz a las sombras expuestas por Ana y Leon. Eso no implicaba que tras la exposición todos quedaran felices y satisfechos. "Nada más lejos de la verdad", reconoció para sí Alfredo. Pero la información era poder. Podrían decidir cómo habrían de proceder de ahora en adelante. Porque decisiones tendrían que ser tomadas. No podía quedar todo en la nada. Había muchas vidas en juego.
Leon estaba sorprendido de ver tan serio a Alfredo. Lo conocía como un hombre de buen humor con quien conspiraba para gastar bromas a Miriam y Cristina —y alguna que otra vez a Ana y Juana. Se le dibujó una sonrisa al recordar cuando le había hecho creer a Miriam que, si los dos usaban dos anillos iguales en el mismo dedo, la mente de uno pasaba al cuerpo del otro. Habían ensayado esa broma por mucho tiempo tanto que Leon había aprendido a imitar la voz de Alfredo de forma tal que incluso engañaba en ciertas situaciones a Juana. Pero lo que era hilarante era ver al herrero fanfarroneando como bien lo haría Leon. Temió que aquellos momentos no volvieran a ocurrir. "Lucharé por ellos".
El imperturbable José seguía sentado en su silla, esta vez acompañado por Ana a quien abrazaba firmemente. Su rostro carente de expresión no reflejaba miedo, angustia ni pena. Parecía estar asimilando toda la información recibida, la ordenaba en su mente y la relacionaba con lo que ya sabía. Buscaba la mejor manera de enfrentarse a los problemas y, desde la seriedad y la tranquilidad, tomaba las decisiones relevantes y, a la postre, acertadas. Su calma le había librado de muchos problemas desde su niñez. Ahora, habiendo sido atacada su mujer, asesinados Elena y Álvaro, era imperativo mantener la calma. Aquello ya no era una broma. "Podrían ser cualquiera de mi mujer e hijos", reflexionó con aprensión. No podía permitirlo.
Por fin habló el fornido Alfredo, con la voz profunda que llenaba la estancia.
—Las circunstancias nos obligan a revelar el porqué de nuestras desapariciones. Y como toda historia, ésta tiene un principio.
»Hace dieciocho años que conozco a José. Desde el primer momento en el que hablé con él, descubrí que era un joven íntegro y fiel a su palabra. Cuando nuestra amistad fue tan grande que nos sentíamos como hermanos, me contó la historia de su familia, pero no la versión que todos conocéis. Y tuvo sus motivos para guardarlo para sí. Permitidme comenzar.
»José tenía ocho años cuando se oyeron rumores de guerra en su pueblo, del que no queda más que las cenizas y la sangre, algo que llevó a llamar al lugar Desolación de la Sangre, casi a un centenar de millas al noroeste de Villanueva del Bosque. Todos se prepararon con prontitud, pues no era sabio dejarlo para más tarde. Se hizo censo de los guerreros disponibles y el número fue de: setecientos once hombres preparados para la guerra y doscientos cuarenta y tres niños que en caso necesario podrían empuñar una espada. Había también mujeres guerreras, no muy bien vistas, pero que sumaban sesenta y tres guerreros más. Lo que nos da mil diecisiete guerreros defendiendo las tierras.
»Apenas pasado un mes de todos los rumores, tal y como cuentan las leyendas, el cielo se oscureció, todo el sonido del campo y de las aves cesó y un recio viento se levantó. No había bramido de los ciervos, ni aullido de lobos, sólo un viento infernal que llevaba consigo sonidos de locura. En un momento dado se hizo un silencio sepulcral donde un guerrero podía escuchar los latidos del corazón de su compañero. Para todo aquel que ha sufrido, al menos una guerra, la ausencia de sonido era de mal agüero. Y esa desazón que se creó, la aprovechó el enemigo para atacar.
»Ni se os ocurra pensar de que no habían héroes ni grandes guerreros en el pueblo, pues, en su momento, esta pequeña población fue denominada como la Villa de los Héroes. Gracias a sus poderosos y valientes hombres, el rey logró ganar ciertas tierras para la corona. Pero tras pasar esta marea de destrucción, sus nombres fueron olvidados. No quedó nada. Ni carne, ni sangre, ni espíritu para el que osó luchar contra el terror. Muerte y dolor son su rastro. Por lo tanto, si ocurre lo peor, no nos pensemos mejores que ellos, pues seguramente no lo seremos. El orgullo solamente nos lleva a la destrucción.
Leon se movió inquieto en su silla. No estaba seguro a donde quería llegar Alfredo. ¿Aquel era un discurso de ánimo o desaliento? No podía ser que estuviera sugiriendo que se encontraban en una situación similar. Era imposible. ¿La guerra en Villanueva? Era inaudito. Lo peor era que parecía que estaba buscando una vía en donde el enfrentamiento no fuera la prioridad. "No me decepciones, Alfredo".
—En un momento dado —continuó relatando—, se escucharon gritos de guerra provenientes de hombres o, como decía Tomás Rey, tu abuelo Leon, era como si el infierno tuviera voz propia. Él jamás podría olvidar los rugidos de bestias que nunca existieron. Un repentino terror se extendió por el pueblo. Era posible que los pecados de todos hubieran motivado que Dios abriera las puertas del inframundo para llevárselos a todos. Así proclamaron los más fervientes católicos condenando sin remilgos a todos los presentes. Aun así, a pesar de que sus corazones estaban encogidos por el miedo y que sus miembros se negaban a cooperar, ninguno escapó. Como te dije, vivían en la Villa de los Héroes y, como tales, plantaron cara a sus terrores, aunque tuvieran que pagar el coste más alto.
»El suelo comenzó a temblar. La arena y el polvo de los caminos empezaron a formar una nube que se mezcló con una repentina llovizna. Las piedras, algunas se resquebrajaban y otras saltaban. Los gritos y rugidos se acercaban cada vez más. Unas figuras, envueltas en sombras iban apareciendo en la lejanía. Cada vez estaban más cerca.
»Usando tácticas romanas, el pueblo se había dividido en centurias. Cada centuria alzaba sus armas, ya fueran espada, arcos, hachas, cuchillos o guadañas, esperando la orden de ataque. El señor del pueblo, alineó a los escasos ciento ocho arqueros para que dispararan a su orden. Detrás, aguardaban su turno los cincuenta y cuatro caballeros, listos para combatir con sus lanzas o espadas protegidos por las resistentes armaduras y escudos de noble forja. Todos, maestros en su arte. Detrás de la línea de caballería, estaba el grueso del pueblo que lo componían espadachines, lanceros, hacheros, maceros entre otros más.
»Ante la sorpresa del pueblo, vieron a un solo guerrero corriendo hacia ellos. Sólo un loco podría atreverse a enfrentarlos. Bien que la situación distaba de ser lo normal, pero aquello era ir más allá de la valentía. Fue cuando todos los guerreros se confiaron. Uno contra mil. No había forma de que perdieran esa batalla.
»El señor del pueblo ordenó disparar los arcos contra aquel loco. Pero, como si aquel demente pudiera controlar las flechas a su voluntad, todas cayeron a su alrededor. Era algo increíble de ver. Los arqueros se frotaron los ojos pensando que su nerviosismo les había jugado una mala pasada. Aun así, el loco no sólo seguía en pie, sino que se acercaba más y más. Salieron entonces los caballeros formando en columna de a dos a su encuentro. Ante la sorpresa de todos, no se acobardó, sino que desenvainó sus dos espadas y dio cuenta de todos los que pasaban a su vera. Sólo la mitad de los caballeros permanecieron después del primer pase.
»Liberaron una nueva tanda de flechas pero esta vez, se protegió con el cuerpo de uno de los caballeros que aún no había muerto. El apenado señor del pueblo detuvo a sus hombres. De momento, las flechas no eran el arma que necesitaban para acabar con ese desgraciado.
»Una nube de flechas enemigas rompieron el aire agarrando por sorpresa al expectante ejército. No obstante, los soldados no eran el objetivo de ellas. Veintiséis saetas perforaron la gruesa armadura del señor quien, como es de esperar, cayó muerto. El desconcierto se cernió sobre los jefes de centurias que intentaban imponer el orden en vano pues, ahora fueron ellos el destino de una nueva oleada de flechas. Los soldados y caballeros restantes, cayeron en pánico y dejaron la formación temiendo ser ellos los nuevos objetivos de los ataques.
»Como si esperaran esa señal, unos veintiséis hombres aparecieron, acompañando al otro, junto con bestias salidas del infierno, que no puedo describir, pues ni Tomás sabía lo que eran. Los guerreros llevaban armaduras con dibujos de serpientes, demonios y cuernos sobresaliendo de todos los elementos de ésta. Armados todos con sus espadas, rodeados de esos monstruosos seres y profiriendo insultos y amenazas, se acercaban cada vez más a un cuerpo sin cabeza y sin control.
»A medida que se acercaban, más audibles se hacían los rugidos, gritos y canciones tenebrosas, atemorizando más a los fieles que aún permanecían preparados para la batalla. Es una pena que tantos grandes guerreros pervivan sólo en nuestras memorias y sin nombres.
»La pelea se prolongó durante varias horas y, por muy inverosímil que parezca, ninguno de esos veintisiete guerreros fue vencido. Algunas de las bestias cayeron y los cuerpos de los caídos eran devorados por las que quedaban en pie. ¡Demonios del infierno! Algunos guerreros eran devorados vivos, otros mutilados y dejados a desangrar, y los más afortunados morían al instante tras ser trinchados. Los golpes de aquellos diablos eran contundentes. No era extraño ver como las espadas de los héroes se quebraba como si de una rama de árbol se tratara, al igual que sus cuerpos. Jamás he visto ni oído nada igual, salvo en las leyendas y cuentos de caballería. Si no hubiera sido José quien me lo hubiera contado, me habría costado creerlo. Pero no dudo en sus palabras.
Hizo una pausa en la que volvió a beber y vació su vaso. El ambiente estaba enrarecido y la cara de Leon se vestía de incredulidad. ¿Acaso su padre no era capaz de exagerar una situación? Aunque ni eso. Esa historia venía de Tomás, su abuelo. ¿Cómo podía asegurar que él no estaba tan asustado como para potenciar la situación?
—Una de las veces en que salimos, y no regresamos en días, viajamos a este pueblo, del que no quedaban ni las piedras —prosiguió Alfredo—. Pero si vimos las tierras rojas a perpetuidad, por toda la sangre inocente vertida allí y sentimos un aura maléfica que perdurará hasta el fin del mundo. Obviamente, abandonamos el lugar antes de que nuestros espíritus fueran afectados. Más detalles no puedo contar, dado que no estuvimos ni participamos en la guerra. Tomás Rey sólo le contó lo sucedido a José antes de morir, en cuya memoria infantil quedaría grabado a fuego a perpetuidad. Ahora nos encontramos en la misma disyuntiva: luchar y morir o escarpar y vivir.
Alfredo concluyó solemnemente su charla y tomó asiento con rostro aún tenso. José era el único que restaba por hablar y después de unos minutos de recapacitaciones, se puso en pie y rompió el silencio.
—Ya conocéis, que uno de nuestros viajes fue en busca de mi pueblo natal y no encontramos más testigo que la muerte y su tierra roja. También, tras la historia que trajo Miriam a la mesa, buscamos al mercader y le pedimos que nos dijera el lugar donde estaba enterrado el moro que le dio el aviso. Nos confirmó que la tumba se encontraba cerca del límite de las tierras del Reino de Castilla con el reino almohade.
»Hallamos el lugar y desenterramos el cuerpo. Descubrimos que sus ropas eran ciertamente de origen morisco y encontramos una moneda de acuñación en el reino de Granada. No podíamos afirmar ni negar todavía que fuera muerto a espada en tales circunstancias. Lo único seguro que teníamos era su origen. Decidimos, a riesgo de ser apresados o asesinados, internarnos en aquellos territorios en busca de alguna persona que pudiera certificar lo que dijo Teófilo. Para ello llevábamos dos elementos que serían iguales de útiles si se terciaba la ocasión: una bolsa con oro y una buena espada.
»Nos encontramos, entonces, con una joven dama de origen morisco. La hallamos en un estado deplorable y nos ofrecimos a ayudarla. Pensamos que sería una pérdida de tiempo para nuestros intereses; pero le prestamos toda la ayuda que pudimos. Nuestra buena voluntad fue recompensada por Dios. Si la hubiéramos dejado atrás, habríamos perdido a una testigo de lo que ocurrió en Mālaqa. Por su boca nos contó las vicisitudes que vivió antes de fugarse de la tienda de uno de los asesinos del misterioso grupo que se hacía llamar: Vigintiseptem Homines. Hacía tan solo un par de jornadas que había escapado de su captor y desde entonces, ni había descansado, ni probado bocado. Le ofrecimos las monedas de oro y una daga que le serían muy útil para regresar a su ciudad. Entonces, después de una abundante comida, cada uno partimos hacia nuestros hogares.
»Lo poco que conseguimos saber de estos desgraciados, es que se encontraban de camino al oeste, hacia la costa. Iban a avituallarse y a continuar con su ola de destrucción. Desechamos la idea de perseguirlos pues, las tierras eran muy amplias y desconocidas para nosotros. Además, ¿de qué servía buscar el cuartel de un grupo itinerante y teóricamente invencible?
José paró, dio un trago a su vaso, pensó y sopesó el rostro de sus interlocutores. Tanto Leon como Ana, reflejaban el más profundo de los asombros. Antes de darles tiempo a que pudieran formular alguna pregunta, retomó su exposición. Aún no había terminado.
—Esta mañana, marchamos muy de madrugada y fuimos como tantas veces a explorar la zona, esta vez en dirección oeste. Tras recorrer la distancia de cuarenta millas, encontramos un pueblo completamente arrasado. Era como si una guerra hubiera acontecido en ese maldito lugar. No había rastros de vida, sólo cuerpos, sangre y destrucción. Encontramos un par de bestias muertas. Y por encima contabilizamos cerca de trescientos hombres, una cifra bastante superior que la de nuestro pueblo.
»Volvimos lo más pronto que pudimos y no encontramos nada de nada en nuestro camino. Ni persona, ni animal. Nos temíamos lo peor. Cuando llegamos al pueblo, descubrimos que la calma seguía imperando de momento, sin perturbar el trajín de costumbre. No había pasado nada, gracias a Dios. Decidimos entonces dar por terminada nuestras expediciones y avisar al jefe del pueblo para que se prepare para la evacuación. No nos queda mucho tiempo. La invasión es inminente.
—¡Padre! ¿Cómo vamos a huir? —interrumpió enfadado Leon—. ¿Acaso no somos guerreros? ¿O nos convertimos en cobardes?
—¿No escuchaste lo que dije, Leon? ¿Ni siquiera a Alfredo?
—¿Qué he de escuchar? ¿Las historias de niñas perdidas y mercaderes locos?
—Ni pienses que en este pueblo hay alguien hay alguien capaz de derrotar a algunos de esos guerreros y menos tú. Tienes una progresión impresionante, pero no estás a su altura —replicó Alfredo—. Y no es justo, ni respetuoso, que pisotees la sangre de todos los hombres que lucharon para cambiar la historia y para salvarle el pellejo a gente tan desagradecida como tú, como tu abuelo, que luchó...
—¡Pero que huyó como un cobarde!
Un puñetazo de José se estrelló en la cara Leon, arrojándolo al suelo de madera. Leon sorprendido se pasó la mano por la mejilla izquierda mientras se levantaba lentamente.
—¡No insultes su memoria con tus tonterías! —recriminó José enfadado—. ¡Si no fuera por él, ahora mismo ninguno de nosotros estaríamos aquí! ¡Espero que algún día entiendas que hay algo más importante que la guerra y el honor! ¡Un verdadero hombre tiene que saber cuándo luchar y cuando no tiene que hacerlo!
—Huye si tanto lo deseas, padre. Yo no tengo intención de hacerlo —declaró desafiantemente Leon, encarado con su padre.
—Eres demasiado joven para entender cómo funciona la vida. Sé consciente de que yo tengo a una familia a mis espaldas y mi responsabilidad es que no les suceda nada. Y no voy a desampararla para apuntarme a una guerra, desde el inicio, perdida —respondió José apenado.
—Haz tu camino que yo haré el mío.
Cada respuesta de Leon, era un puñal hacia su padre que esperaba o provocarlo o recordarle que no era una pelea de placer, sino de necesidad. "Si no luchamos, estamos muertos". No había otra posibilidad que no incluyera un enfrentamiento. Desde luego que Leon, no iba a faltar a su obligación como guerrero.
Ana lloraba desconsolada ante aquel inesperado giro de los acontecimientos. Leon siempre había sido un chico con mucho carácter. No aceptaba un no por respuesta y exigía que las mismas se justificaran. Conforme pasaban los años y crecía, más firme era su actitud y sus planes solían incluir una cantidad de violencia desproporcionada. Quería probarse en el campo de batalla de cualquier forma. Y, ¿qué mejor que una invasión de guerreros míticos? Aquello era lo que cualquier guerrero en ciernes esperaba. Sobrevivir a un bautismo de sangre como ese, sería el honor más grande que podría recibir. "Yo no quiero perderte", pensó Ana mientras reconocía que la situación se les había ido de las manos.
Leon salió hecho una furia por la puerta trasera de la casa, cerrando tras de sí con un sonoro portazo que hizo saltar los goznes. Abatido, José cayó sobre la silla, lamentándose por aquel repentino arranque de ira. Suspiró tristemente y comenzó a prever todas las desgracias que estaban a punto de acaecer. La situación no podía ser peor.
Siempre había querido controlarlo todo. Trataba de minimizar las eventualidades en su vida. Era metódico en todo: en su relación con las personas, en las tareas en la carnicería y en sus sentimientos. Pensaba que dejarse llevar por estos últimos, era sinónimo de inestabilidad y equivocación. No se dejaba guiar por el miedo, la frustración, la ira e incluso por la alegría o el amor. Casi podía dominar su hambre, su sed y el resto de sus necesidades fisiológicas. Pero por primera vez, se dejó llevar por los sentimientos y las consecuencias habían sido fatales. José sentía una impotencia brutal ante los acontecimientos y, lo peor de todo era que, no veía forma de subsanar aquel error.
Levantó la mirada del suelo y se encontró con la sorprendida y triste Ana. Como si ella conociera su dolor, vino y lo abrazó tan fuerte como nunca lo había hecho. A pesar de querer intentar evitarlo, una lágrima cayó por su rostro quebrantado.
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