El poder del infierno (#2)
La adrenalina se había disuelto. Llegó el bajón. Ahora, Ana sentía que el peso de todo lo que había estado pasando durante esos días, caía de golpe sobre sus débiles hombros y no era capaz de soportarlo. Los esfuerzos por tranquilizarse y comportarse racionalmente, eran del todo infructuosos. Además, ¿cómo podías decirle a la gente que iban a morir por mucho que intentaran evitarlo? ¿Cómo podía contárselo a José? ¿Y a sus hijos? Sobre todo a Cristina, que era quién más la preocupaba. Miriam era grande y, a pesar que era posible que se asustara, sabría vencer su temor. Y Leon, ya era un hombre, fuerte que estaría dispuesto a luchar si era necesario. Pero, nuevamente, sus pensamientos volvieron a la pequeña Cristina. No sabía cómo reaccionaría.
Ya no era una niña. Estaba en el punto en el que estaba convirtiéndose en una mujer. Hablaba como una adulta y se esforzaba por comportarse como tal. Obviamente no quería quedarse a la estela de sus hermanos, aunque, todavía su mente era frágil. Su cuerpo en desarrollo no albergaba a una mente totalmente activa y formada. Una noticia mal dada, podía tener consecuencias fatales.
Rememoró lo que le ocurrió en el bosque por primera vez. La muerte había hablado con ella y la había marcado. Aún notaba en su oído la respiración y el lametón en su cara. Al igual que su mente, su cuerpo guardaba los traumas de lo que le había sucedido. No quería que ningún desalmado la raptara. Se sintió mal por su egoísmo. "No quiero sufrir". No sabía si sería tan fuerte como para soportar las calamidades que perseguían a la leyenda; pero, a pesar de eso, daría la vida si fuera necesario por cualquiera de sus hijos.
Necesitaba ayuda. Divina o humana. "O quizás las dos". Necesitaba que alguien estuviera a su lado, la reconfortara y animara. Daba por hecho que José nunca la dejaría sola, que la defendería de todos los peligros. Lo necesitaba ahora a su lado. Su firme abrazo. Sus tiernos besos. Su sobrenatural seguridad.
Por unos instantes se preguntó si no estaría sacando todo de quicio. ¿No podría ser que fueran unos desgraciados que estuvieran aterrorizando a todos con el nombre de Vigintiseptem Homines? "¡No! Bajo ningún concepto", pensó. De otra manera, no estaría ella en su casa sino ultrajada y muerta en cualquier sucio rincón del bosque. Esa amenaza era bien real. Al final, aquel mercader había tenido razón. ¡Su hija había tenido razón!
Volvió de sus elucubraciones. Tenía que terminar de arreglarse con la ayuda de Miriam quien la miraba alarmada. Ella sería fuerte; lo preveía. Sería una mujer que superaría todo lo que estaba a punto de desencadenarse. Ese pensamiento la hizo sonreír y con ello, aliviar la tensión de su hija.
Aun así, no podía olvidar que el fin estaba más que cerca.
El día lluvioso había sido bien recibido por Leon. El período estival estaba en su apogeo y los días de sofocante calor se sucedían uno tras otro. Si entrenar con calor probaba su resistencia, hacerlo con lluvia lo obligaba a concentrarse en realizar ágiles movimientos que vencieran el estorbo de la ropa mojada. En cualquier caso, agradecía la lluvia porque lo refrescaba en esa calurosa jornada.
En ese preciso instante, sus pensamientos volaban hacia padre. Él le había enseñado todo lo que sabía del arte de la espada y practicar con él era todo un reto. No obstante, desde que Miriam había contado la historia del moro asesinado, se había ausentado de toda instrucción. Eso lo apenaba, dado que perder el tiempo con esa fábula le estaba robando un tiempo más que valioso. Y José no tenía mucho que envidiarles a muchos maestros espadachines.
Desde que había llegado a Villanueva del Bosque a sus tiernos ocho años, había viajado a un pueblo de la periferia de Toledo en donde un veterano guerrero, le había enseñado las técnicas tradicionales de la espada española, germana e italiana. Lucha con espada de una mano, lucha con espada de dos manos y lucha con dos espadas durante. A pesar de eso, el carácter de su padre era totalmente contrario a todo tipo de guerra. ¿Qué razón habría tenido su adiestramiento si no le interesaba hacer uso de él? Y no sólo eso, también estaba la cuestión de por qué lo instruía a él, cuando no lo dejaba ir a luchar.
Leon estaba tremendamente orgulloso de él, aunque pocas veces se lo había dicho. Era un oponente bastante duro. Con dos espadas tenía dificultades de vencer a José, aunque él portara sólo una. Sabía que el día en que se darían vuelta las tornas no tardaría en llegar. Padre no dejaba de repetirle que sería un gran guerrero.
—Sólo tienes que ser paciente, hijo mío —pedía esperanzado.
El único problema que había, es que no era un chico paciente por naturaleza. Lo que quería, intentaba tenerlo cuanto antes, así que eso de esperar lo ponía en serios aprietos. Necesitaba una batalla, una guerra en donde ponerse a prueba y ver si su padre tenía razón.
Continuó practicando formas dando estocadas al aire de forma más fluida, hasta que la lluvia cesó. Cuando terminó, analizó su espada. Tras tanto entrenamiento con árboles, había desgastado demasiado su filo. Más tarde se la llevaría a Alfredo Castillo para que la afilara. "Algún día tendré una espada de noble forja", solía pensar.
Si su padre estaba en lo cierto. Como héroe en potencia, sabía que algún día portaría un acero totalmente distinto al que tenía: con un legendario nombre, templada bajo los fuegos de la fragua y los martillazos de un mítico herrero. Aun así, los niños se peleaban por agarrar su arma. Al fin y al cabo, Leon era uno de los guerreros más prometedores de toda Villanueva y a cualquier niño le gustaba tomar la espada de un guerrero por insignificante que fuera.
Un lejano alarido lo sacó de sus pensamientos. Juraría que era un grito de un hombre. Pasados unos segundos, lo volvió a escuchar, pero de forma más continuada. "Alguien está haciendo daño a ese pobre desgraciado", pensó.
Raudo se encaminó en dirección sur. Anduvo precavido por poco más de media milla, hasta que vislumbró un llano con una gran roca en su centro en donde reconoció una figura. Antes de adentrarse en la zona desarbolada, vigiló por cualquier posible movimiento, cualquier presencia extraña que pudiera estar rondando el área. Unos momentos después, concluyó que quién estuviera allí, hacía tiempo que se había marchado. Adentrose pues, en el claro con los sentidos afinados. La zona era segura. Avanzó hasta llegar a un cuerpo de mujer tendido en el suelo sobre un charco de su propia sangre. La zarandeó tratando de reanimarla hasta que halló dos cortes de espada que habían atravesado por completo el torso del cadáver. La giró y se encontró el rostro sin vida de Elena demudado un rostro de dolor y miedo.
—¡Dios bendito! —exclamó Leon.
¿Qué clase de bastardo podría hacerle eso a una joven inocente como ella? Mientras apartaba la mirada de Elena, descubrió otro rastro de sangre que avanzaba un par de metros y se ocultaba a la vuelta de la gran roca. Lo que descubrió removió todas sus tripas y lo hizo vomitar. Ante él se encontraba el cuerpo brutalmente mutilado y devorado de un hombre. Por sus ropajes y la espada rota que estaba a cierta distancia, pudo reconocer que la identidad del cadáver correspondía a Álvaro. "¿Qué ha pasado aquí?", se preguntó bastante alarmado.
Antes de marchar, le quitó a Elena un anillo con una rosa grabada como prueba.
—No puedo dejarlos así de esta manera —concluyó.
Tampoco los podía llevar de vuelta al pueblo. Tenía que enterrarlos. Haciendo de tripas corazón, cavó con la ayuda de su espada un gran hoyo en los que situó los cadáveres de Elena y Álvaro. Sabía de la clandestina relación de ellos a pesar que no era realmente amigo de ninguno. Era justo que fueran enterrados uno al lado del otro. Sucio por el movimiento de tierras, se arrodillo y con la cabeza gacha, realizó una oración por las atormentadas almas de la pareja. ¡Qué Dios les diera descanso en el paraíso!
Tenía que regresar cuanto antes a Villanueva del Bosque. Tenía que hablar con padre, para que les diera la noticia a los padres de Elena y Álvaro, y de paso alertar al pueblo. Algún mal estaba acechándolos y era necesario que estuvieran preparados. "Llegó mi momento".
Miriam daba gracias al cielo por cómo se había tranquilizado madre.
Después de ayudarla a limpiar sus heridas, se habían centrado en cocinar y servir la comida. Esas simples tareas sirvieron para que las mujeres se despejaran y evitaran pensar otra cosa que no fuera el aliño de la carne y la cocción de las patatas. En un momento dado, Ana le dijo que despertara a Cristi. Llevaba mucho tiempo durmiendo y era hora de comer. Padre y Leon estarían por llegar.
Se dirigió a la habitación y contempló como la enana descansaba plácidamente, ajena a todo el mal ambiente que reinaba en la casa.
—Cristi, despierta. Ya está la comida en la mesa —mientras se estiraba y bostezaba, la pequeña le preguntó por madre—. Ya llegó, así que no la hagas esperar.
Mientras asentía, Miriam descubrió en Cristina un esbozo de sonrisa. Tal nimio gesto, la animó verdaderamente. La incertidumbre la estaba matando. Esperaba que padre y Leon no se demoraran más. Quería saber de una vez qué estaba pasando.
Ana seguía en la cocina, terminando de disponer todos los utensilios en la mesa para el almuerzo. Miriam regresó a la cocina y vio una tierna sonrisa en el rostro de madre. Sin duda alguna, era una mujer excepcional, fuerte, y amorosa. Estaba segura que no se dejaría vencer por nada. Se enorgulleció de ser su hija y se alegró al haber heredado esa serenidad y fortaleza.
Iba a decirle algo, cuando Cristi corrió como un rayo hacia los brazos de madre y la abrazó fuertemente. Miriam le relató que había pasado un rato antes. Ana alzó el rostro de Cristi y le habló con amor, mientras acariciaba sus aguados cabellos negros.
—Mi hermosura, no te preocupes. Sólo me entretuve hablando con la frutera después de venir del bosque. Y por si lo preguntabas, la herida que tengo en el rostro es debida a una cruel rama. Además, ¿cómo voy a estar mal teniéndote a mi lado?
—Tengo miedo. Algo raro está pasando aquí. Sé que intentáis protegerme por ser la menor, pero no soy una niña. Sed sinceros conmigo —replicó asustada.
—No va a pasar nada, amor. Y, en el caso de que pasara, estaremos todos juntos. Ya sabes lo que siempre digo: una familia unida puede vencer reinos.
Cristina se dio por consolada. Ana le pidió que se sentara a la mesa y, como si no hubiera existido esa charla, comenzaron a hablar de las banalidades diarias del pueblo. Diez minutos más tarde, llegaba José con su rostro impertérrito, aunque Ana detectó un pequeño gesto de alarma en su faz, como si supiera todo lo que había pasado en las horas anteriores. Sin embargo, gracias a un comentario de Miriam, elevó una sonora risa. Aquel gestó sirvió para confortar a todos en la casa. No había mayor regalo que ese.
Soltó la espada, lavó sus sucias manos y tomo asiento en la cabecera de la mesa. Miriam se sentía realmente satisfecha con su llegada. Su risa había sido todo un bálsamo para esa inquietud. Había que destacar que hacía días que no veía una sonrisa en su curtido rostro. "No hay nada que temer", dijo para sí. Sólo quedaba que llegara Leon para que su confort fuera pleno. Todo estaba yendo por su cauce.
Como si su deseo fuese escuchado, Leon atravesó la puerta exaltado y con rostro cariacontecido. Antes de que pudiera hablar su madre lo frenó.
—Ya era hora Leon. Siéntate y comamos en paz. Después hablamos, que hay mucho por contar —dijo Ana.
En la sugerencia estaba implícito no insistir, pero Leon, el hijo del trueno, no parecía aceptar una negativa.
—Madre esto...—insistió.
—Ya escuchaste a tu madre, Leon. Déjalo para después —intervino José no dando lugar a la réplica.
Resignado, lavó sus manos y tomó asiento en torno a la mesa para comer. Por lo visto, habría pasado algo que no querían hablar delante de Cristi. Resolvió que habría sido un total imprudente si hubiera contado lo que había pasado teniéndola presente. Aunque ya se estaba convirtiendo en toda una mujer, cosa que supondría tener que protegerla de los buitres, no era necesario asustarla en vano. Sacrificaría sus ganas de hablar, a la espera de que su padre le diera permiso. Mientras tanto, saboreó una carne insípida, como el ambiente que había en esa casa.
Pasó una comida incómoda, sembrada de dudas. Al levantarse de la mesa, Miriam dejó los platos en un canasto vacío para después ir al río a lavarlos. Cristina hizo el amago de agarrar el canasto, ese día le tocaba a ella y a su hermana ir a limpiar, pero madre las retuvo.
—Espera un poquito, cariño —dijo cariñosamente Ana—. Ahora viene Juana y os vais juntas a la ribera del río.
—¿Viene Miri conmigo?
—Sí claro, ella no se va a librar de lavar los platos —el tono afable en el que se expresó, liberó las tensiones tras una comida incómoda.
—Yo nunca me libro de nada, madre —reprochó Miriam—. En cambio, Leon nunca hace nada. Sólo entrenar, cazar y buscar mujeres.
—A mí ni me nombres. Yo no estoy haciendo nada como para que me metas en tus problemas.
—Ese es el problema, nunca haces nada.
—Dejadlo ya, que después acabáis mal —se impuso el padre que ya veía cómo iba a terminar la pelea.
Minutos después, unos golpes firmes y decididos atrajeron la atención de la familia. Ana sabía quiénes eran sin siquiera abrir la puerta: Alfredo y Juana. La gran mayoría de los días, se reunían para tomar leche caliente y algunas pastas dulces. Los hombres aprovechaban para charlar de los viejos tiempos, las guerras, el vecino más nuevo... Las mujeres, además de ir en busca de cotilleos, se paseaban por el pueblo y por la herrería en busca de algún artículo antiguo o de plata que les proporcionaban los vendedores ambulantes a los herreros. Alguna que otra vez le habían ofrecido artículos de poderes místicos que, según las leyendas, proporcionaban la eterna juventud, sanidad instantánea, sabiduría sin igual, invulnerabilidad, amén de otras peculiares habilidades, que por groseras algunas, no merecían ser contadas. Sin embargo, Ana y Juana sabían que esos supuestos poderes no eran más que tretas para vender aquellos productos a los más ingenuos.
—Dios sea con vosotros y con vuestra casa —dijo Alfredo, recitando su saludo más típico—. Juana querida, ibas a acompañar a Cristi y a Miri a lavar y comprar algo, ¿me equivoco?
—No, querido. Así aprovecho para contaros algún que otro chisme. Y os anticipo, ¡no os los vais a creer!
Miriam les había contado lo justo y necesario para que supieran que el motivo de la reunión entrañaba cierta gravedad. Afortunadamente, hacían gala de una gran habilidad para no hacer sospechar a Cristi.
Juana abrazó como siempre a la pequeña, e hizo el comentario de rigor: "Te veo más grande" y "estás hecha una mujer", provocando el sonrojo instantáneo de Cristina. A Miriam le besó en las mejillas. Conspirando con las niñas, salió de la casa, mientras que Alfredo y José tomaban sus asientos. Ana les sirvió unas cervezas templadas, que terminaron en unos escasos diez minutos. Antes de terminar las bebidas, José le pidió a su mujer que llamara a Leon y que les proporcionara un par de vasos más, esta vez de agua, que los iban a necesitar.
Ana salió al jardín y avisó a su hijo, absorto haciendo el dibujo de un anillo con grabados en el barro. Leon estaba tan concentrado, que fue necesario que le tocara el hombro para que reaccionara. Una vez dentro, tomó sitio al lado de padre. Tenía ganas de hablar y contar todo lo que había descubierto, tendría que esperar a que le fuera concedido su turno. "Dios quiera que no tarde mucho".
Servidos los vasos de agua, Leon bebió el suyo hasta el fondo. José y Alfredo dieron un ligero sorbo. Ana le rellenó el vaso a Leon, mientras que José se levantaba y, entonces, comenzó a hablar.
—Ya estamos todos. La razón de esta reunión se debe al deseo de mi mujer de comentarnos unas infortunadas noticias. Entiendo que Miriam os adelantó algo ¿me equivoco? —Alfredo asintió—. Tienes la palabra, mi amor.
—Siento tener que ser portadora de malas noticias, pero es necesario que hable, por el bien nuestro y del pueblo.
»Iniciada la tarde, estaba terminando de bañarme, cuando noté que era observada. Intenté escapar antes que fuera demasiado tarde, mas no pude. El guerrero que me acosaba frenó mi escape con flechas y lanzas mientras seguía escondido entre las copas de los árboles —a medida que progresaba el relato, el rostro de José se demudaba en una mueca de furia—. Escuchaba ruidos, risas, rugidos de animales, hasta que al final me atrapó.
Poco a poco, a medida que iba contando el desarrollo de los acontecimientos, comenzaba a temblar y a alterarse. Las lágrimas también hicieron acto de presencia en sus tristes ojos. Tenía ganas de agarrar a José y sus hijos y salir corriendo lo más rápido posible. Si eso le pasaba a alguna de sus hijas...
—Me sorprendió por la espalda e hirió mi rostro al intentar girarlo. Después rasgó mi vestido, haciéndome daño con su espada. Y empezó a tocarme mientras me amenazaba. Fue tan repentino que pensé que me iba a matar después de... después... Sin embargo, colocó su boca frente a mi oreja y me instó a avisar al pueblo de que la muerte se acercaba y que volvería a por mí.
Todos la miraban sorprendidos. Leon estaba furioso, José hacía un duro esfuerzo por mantener la calma y Alfredo pensativo, no levantaba la cabeza.
—Llevo el resto del día intentando serenarme y no tener miedo —confesó Ana entre sollozos—. Miriam me dijo que Cristina está asustada y es cierto. Logré consolarla y ella estaría bien ahora; pero a mí me faltan fuerzas para aguantar. Lo que quiero es llorar y llorar para librarme de toda esta angustia y desazón que me lleva agobiando desde los pasados días. No puedo más, José. Tengo mucho miedo.
El llanto de Ana llenó la estancia. Vencida por las circunstancias, se dejó caer al suelo sobre sus rodillas. No tenía fuerzas para mantenerse en pie.
José se levantó de la silla, agarró por los brazos a su mujer y la levantó. Tomó su barbilla y alzó su rostro para que lo mirara a los ojos. La besó en la frente y la envolvió fuertemente con sus brazos. Reconfortada por sus gestos, Ana le regaló una sonrisa y lo besó en los labios.
Intentando asimilar las revelaciones de Ana, Alfredo, de brazos cruzados, vagaba con la mirada perdida por la habitación. No era nada bueno en absoluto. Veía como la desgracia, por la que se llevaba reuniendo con José, había acaecido antes de lo que imaginaban. Sus investigaciones daban fe que el mal que los acechaba tenía ominosos planes para con toda Villanueva. Desterró un sinfín de ideas que circulaban por su mente, pues no eran para nada mejor que la idea de morir. "¡Oh, Dios! ¡Ten piedad!".
Leon no daba crédito a lo que oía. No podía imaginar qué clase de cobarde osaría atacar a una mujer. Dudaba que, lo que le había ocurrido, no estuviera relacionado con su hallazgo en la gran roca. Las imágenes del cuerpo de Elena y la salvaje mutilación a Álvaro se agolpaban en su mente.
Sin poder aguantar más, se puso en pie. Si como él suponía, los asuntos estaban vinculados, no le quedaría más remedio que asumir la posibilidad de que se enfrentaran a un grave conflicto.
—Padre, os ruego que me permitáis hablar. Lo que descubrí esta tarde..., creo que está relacionado con lo que le pasó a madre.
—Habla, por favor. Demasiados avisos estamos recibiendo —declaró preocupado José.
Después de tomar agua, Leon comenzó a exponer sus tristes hallazgos en el bosque.
—Estaba entrenando en el páramo de los árboles altos, cuando escuché el grito de un hombre y una mujer. Temiendo que alguien estuviera siendo atacado por bandidos, me aventuré hacía la fuente de los alaridos, esperando ser de ayuda. Me aproximé con cautela hasta que llegué al claro de la gran roca.
—Conocemos el sitio. Bastante apartado de Villanueva —intervino Alfredo. José asintió y le hizo un ademán para que Leon continuar.
—Después de cerciorarme de que no había nadie allí o en los alrededores, me atreví a salir. Desafortunadamente, llegué demasiado tarde. Encontré los cuerpos sin vida de un hombre y el de una mujer. Me apenó descubrir que la pareja no era otra que la formada por Elena y Álvaro.
—¡Dios mío! —exclamó Ana nuevamente con lágrimas en los ojos.
Elena había estado muy perdida sus primeros días en Villanueva y, alguna que otra vez le había pedido consejo para saber qué hacer. Aunque no había sido un contacto prolongado, Ana sentía afecto por la joven. Le recordaba tanto a Miriam...
—No puede ser —comentó Alfredo mientras su mirada perdida vagaba por el suelo de la casa.
—¿Estás seguro, hijo mío?
—Sí, padre. Elena estaba casi intacta salvo un par de cortes en el pecho, pero el de Álvaro... fue salvajemente mutilado —relató Leon mientras resistía las arcadas al rememorar las imágenes de aquel destrozado cadáver—. Fue horrible, padre. Enterré ambos cuerpos. No podía cargarlos ni dejarlos allí a la intemperie mientras regresaba con los padres de ambos. Pero traje el anillo de Elena. De él... no había nada más que su espada rota que dejé para marcar su tumba.
Rebuscando en una bolsa atada a la cintura, encontró la sortija y la dejó en la regordeta mano del herrero, quien la pidió para examinarla. Alfredo la acercó a los ojos, la volteó varias veces e incluso la mordió. Tras unos minutos de tener fija su mirada en ella, la apartó de su vista como si se la hubiera aprendido de memoria. Levantó las cejas y la expresión ceñuda de contemplación pasó a sorpresa primero y de profundo pesar después. Soltó el anillo en la mesa y una lágrima cayó de sus ojos.
—Prueba más que suficiente es tu testimonio, pero este anillo lo confirma. Ciertamente era de Elena. Me llamó mucho la atención la primera vez que lo vi. No es de aquí, ni de la comarca. No es que conozca todas las técnicas de orfebrería, pero las que se usaron para forjar este anillo no son las de esta región —dejó pasar unos segundos, tomó un poco de agua de su vaso.
—Me temo que todo esto no es más que el principio de todo lo que está por venir —avisó José.
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