El poder del infierno (#1)

Álvaro Hernández caminaba a paso ligero hacia la gran roca. Allí había quedado con la hija del nuevo frutero, con la que se veía desde hacía un tiempo. Tenía prisa y no quería llegar tarde a su cita. La tarde recién había dado comienzo y las gentes estaban en esas horas cerrando las tiendas y almorzando, por lo que se hacía el momento ideal para su encuentro clandestino.

Álvaro pertenecía al pequeño rango de hombres jóvenes codiciables. Bien parecido, moreno de piel, cabellos y ojos, no muy alto, fuerte y hábil con la espada; es decir, el sueño de cada castellana, al menos en Villanueva. Era de la misma quinta que el primogénito de los Rey. No sabía si sería mejor que él con la espada. Jamás había podido practicar con él. El carácter bohemio de Leon se lo impedía —característica que las mujercitas del pueblo encontraban muy atrayente para la desgracia de Álvaro. Por fortuna para el resto de hombres, Leon parecía inmune a los flirteos de ellas.

Él había cometido el error de fijarse en Miriam. Al ser la hermana de Leon, no tendría que competir con él para enamorarla —o al menos eso esperaba. También era un hecho favorable que José Rey se negara a todo tipo de acuerdo matrimonial por lo que la mano de Miriam estaba disponible para quien la enamorara. Desgraciadamente, esos factores no facilitaron su tarea, sino todo lo contrario. Leon protegía con fraternal fiereza a su hermana, a pesar de que numerosas veces ella le había echado en cara su actitud. En ocasiones había conseguido cruzar un par de palabras con ella, sin conseguir más que amistad. Álvaro era totalmente invisible a sus ojos.

Decepcionado, se centró en sus clases de espada con el maestro Fabio Primero de Roma, conocido como El Errante. El romano lo había instruido durante años en el arte de la espada consiguiendo muy buenos resultados. Aprovechó sus lecciones para partir al servicio de las tropas del rey en la batalla con los moros hacía dos años pero, para su infortunio, su regimiento no llegó a luchar. Dada la situación de una aplastante derrota, se les hizo retornar a sus hogares, a la espera de una nueva incursión.

La experiencia de Álvaro como guerrero se limitaba tan sólo a enfrentamientos con bandidos y soldados venidos a ladrones. Casi ninguno de ellos había supuesto un problema. Él siempre terminaba en pie, a diferencia que el villano de turno. Todavía esperaba una batalla con la que forjar su leyenda. Esperaba ser un gran guerrero y, por qué no, un caballero al servicio del rey.

Pasado un año de su regreso, llegaron a Villanueva del Bosque una familia, los García, con su hermosa y joven hija Elena, quién no parecía muy feliz de residir por aquellas tierras. Por falta de fruteros en el pueblo, los García se convirtieron en los nuevos poseedores del negocio.

Álvaro no guardaba ninguna esperanza con la joven Elena. No intentó conquistarla, simplemente la trató como se merecía una dama y nada más. Inesperadamente, ese fue el momento en el que algo ocurrió. La joven empezó a confiar en él y con el paso del tiempo surgió una hermosa intimidad.

La joven de los García lo había pasado realmente mal. A sus diecisiete años, había dejado familia y amigos en León. Un día le confesó que estaba prometida a un joven de una casa noble menor de Toledo. Dado que a sus progenitores no toleraban el ajetreo y la poca seguridad de la gran ciudad, decidieron irse al primer pueblo en el alguien necesitara a algún comerciante. A pesar de que habían sido sastres en León, aceptaron de buen modo el cargo de la frutería aunque no dejaron totalmente de lado su trabajo de confección.

Tras varios encuentros, el amor surgió entre ellos. Hacía apenas una semana de su primer beso. Con tan sólo recordar ese fastuoso momento, Álvaro se sentía como en las puertas del paraíso. La muchacha de pelo castaño claro y rizado, portadora de unos singulares ojos de color castaño verdoso, lo tenía loco de amor.

Decidieron esconderse en el bosque y ocultar su amor prohibido de todo el mundo. Siempre que podían, se encontraban tras la gran roca y allí dejaban que su bello romance diera rienda suelta a la pasión. Dicho lugar, estaba en dirección suroeste una vez dejado el camino en el cruce. La zona era como una pequeña llanura, en donde la gran roca, en el centro, les permitía guarecerse del inclemente sol de las tardes de verano y de la lluvia como en ese día.

Súbitamente, el soleado clima había ido empeorando hasta que las nubes trajeron con ellas un inclemente viento y un despiadado aguacero. Bajo el cobijo de la roca, el ardor de sus besos y caricias los secarían y calentarían.

Finalmente llegó a su destino. Elena no había llegado aún. Deseaba que no lo hiciera esperar. Necesitaba tenerla entre sus brazos y amarla.

El sonido de pasos lo alertó de que alguien estaba llegando. Venían del otro lado de la piedra. Tenía que ser ella.

—No te hiciste desear —dijo mientras rodeaba la roca emocionado.

Había llegado tan disimuladamente que ni se había apercibido. No llegó a verla que sintió un fuerte en la cabeza y perdió el sentido.

Miriam volvía de la herrería de Alfredo Castillo quién le había afilado una decena de utensilios en la escandalosa cantidad de tiempo de una hora y media. No es que fuera un herrero incompetente, pues nunca invertía tanto tiempo en ese tipo de tareas; sino que había aprovechado para sermonearla sobre la importancia de la seguridad.

La llegó a exasperar con su paternalista monólogo referido a la inconveniencia de ir sola a cualquier lado. ¡Incluso en los límites del pueblo! Casi habría tildado de loco al que osara pasear por el bosque, aunque fuera para bañarse, amén de otras necesidades. Insistió en lo imperativo de ir acompañado cuando se alejaba de la seguridad de Villanueva.

—¡Sois insistente! ¡No pienso permitir que un hombre me acompañe en esos momentos! —exclamó indignada—. Tengo una reputación que mantener.

—Miriam, esto es serio.

—Si os deja tranquilo, llevaré un arco y flechas. Pero acompañada por un hombre, ¡nunca!—había sido la única concesión por parte de la muchacha.

El herrero dio por terminado el tema cuando descubrió la firmeza de la Miriam. Aunque no perdió la oportunidad de rogarle por enésima vez que fuera precavida.

De camino a casa, pensaba en la rara insistencia de Alfredo. Dios no le había concedido ser padres, a pesar de todos los intentos que habían hecho Juana y él. Por ende, trataban a todos los niños de Villanueva con amor paternal, sobre todo a ella y sus hermanos. Habían estado desde el primer día de sus vidas, apoyándolos constantemente. Miriam no podía más que sentir el mismo afecto para con ellos. Eran como sus segundos padres. No sería extraño que ella y Cristi pasaran algunos días o noches con los Castillo.

Miriam temió que las noticias de Teófilo hubieran tenido que ver con el sermón. Aunque también la estaba la eterna amenaza de los asesinos del imperio almohade. ¿Quién sabía? Podría ser eso u otra cosa.

Traspasó las puertas de su casa aun meditando en la historia del mercader. "Leon tiene razón. Seguramente lo exageró todo", reflexionó Miriam. Era más que seguro que no serían veintisiete, sino dos mil guerreros acompañados de caballería pesada. O tal vez, habría sido una guerra intestina que algunos habrían aprovechado para revivir viejas leyendas para ocultarse tras ellas.

Cerró la puerta, y, por un momento, pensó en trabarla. Las palabras de Alfredo la habían inquietado. Recordó una vez más la advertencia:

—Cariño, por favor, hazme caso. No camines sola lejos del pueblo. Ve siempre acompañada al menos por un guerrero. Tu hermano si quieres.

Su mirada no reflejaba temor, a pesar de la advertencia. Sus ojos verdes denotaban coraje y mucho valor, y su barba y su pelo largo rubio ceniza aumentaba la respetabilidad de ese gran hombre de piel rojiza.

—Ni loca, Alfredo. No hay necesidad de exagerar. Hace años que voy sola o con madre y jamás ocurrió nada.

—La ausencia de problemas, no exime a estos que vengan cuando quieran. Hazme caso, por favor. No vayas al bosque sin la compañía adecuada. No sabemos lo que puede llegar a pasar.

Gracias a Alfredo su inquietud no menguaría hasta que llegara madre. Para colmo de males, hoy no se encontraba padre en la carnicería. Era uno de esos muchos días en los que nadie sabía dónde se encontraba.

Decidió no trabar la puerta. "No hay peligro que temer", trató de convencerse. Seguidamente, llamó a la pequeña Cristi que se encontraría en alguna de las recámaras enfrascada en sus tareas orden y limpieza.

—¡Cristina! ¡Ven!

—¡Ya voy! ¿Qué quieres?

—Nada cariño. Quería ver si estabas bien.

—¿Por qué no habría de estarlo? ¿Qué tiene de distinto este día del de ayer?

Realmente, la pequeña Cristina la sorprendía. Por lo general, nunca había dado muestra de debilidad. Incluso en tiempo de enfermedad, no emitía queja. "Hasta en eso se parece a padre". En más de una ocasión, José se había cortado con los instrumentos de carnicería y nunca había gritado ni se había quejado cuando lo curaban. La enana, era igual.

—¿Llegó mamá? —inquirió Miriam, haciendo la pregunta que más le interesaba.

—No, aún no. Pero debe de estar al llegar. Me tiene que ayudar a preparar la comida.

—Muy bien —tras una pausa continuó—. A partir de ahora, habrá que ir acompañadas al bosque, ¿de acuerdo?

—¿Por qué motivo?

—Ninguno, pero como dice padre, herida que no sangra es la herida evitada —respondió Miriam. No se había atrevido a decirle la verdad. Bastante inquietud tenía ella como para soportar el miedo de la pequeña—. Y nunca está de más hacer las cosas con un mínimo de seguridad, ¿no te parece?

—No lo sé —contradijo ofendida. Cristina era muy celosa de su intimidad y tener que ir acompañada de alguien otra vez a su edad, la disgustaba—. En un par de meses cumpliré catorce años. Soy lo suficientemente grande para que alguien me mire cuando me baño...

—¡Nadie te va a mirar! Ni a mí, ni a ti. Sólo nos acompañarán hasta una distancia prudencial. A mí tampoco me hace gracia la idea, pero hay que seguir las indicaciones de padre.

—¿Desde cuándo te disgusta que te miren? Tampoco recuerdo que padre haya dicho nada —espetó fuera de lugar.

—¡Serás impertinente! ¡Padre y madre no te educaron para que seas así! Te mereces un gran castigo. ¡Haz mi cama, así aprenderás a ser más respetuosa con tus mayores!

—¡Hablaré con mamá cuando vuelva! —exclamó mientras se iba sollozando a la habitación.

Con un suspiro, distribuyó los útiles afilados en los muebles de la cocina y de la carnicería. Al menos durante unos minutos pudo liberar su mente de tantos problemas. Aunque su remanso de paz concluyó pronto. Madre todavía no había llegado. "Ya tendría que estar en casa", pensó. Temió que algo pudiera haberle pasado.

—Ya va a llegar, Miriam. No dejes volar a tu imaginación —trató de convencerse.

Abrió la puerta de la despensa y agarró la carne que guardaban para su consumo. Tomó un gran corte de lomo de cerdo, que se dispuso a filetearlos para que Leon los asara.

Una vez terminado, lo cubrió con sal y un pedazo de tela. Recordó que aún tenía que ir a la frutería de Mariano García, el vecino de llegado hacía pocas fechas. "Madre me dijo de comprar manzanas y se me olvidó", se lamentó. Las desapacibles palabras de Alfredo no la habían ayudado en nada. Atravesó las estancias de la casa hasta llegar a la alcoba que compartía con Cristina. Golpeó la puerta y, tras esperar una respuesta que no llegó, entró. El cuarto estaba limpio y ordenado en su totalidad. Se encontró a la pequeña sentada en el suelo, con la espalda apoyada en su cama y rostro afligido.

—¿Qué te pasa, cielo? —preguntó apenada al ver tan entristecida a su hermana.

—Tengo miedo, Miri. Padre hoy no abrió la carnicería. Todos me dicen que se comporta extraño. Hay días en los que no lo vemos y su trato es distante. Madre también está rara. Parece como si tratara de protegerme de algo, portándose más risueña de lo normal. Los únicos que estabais normales, erais Leon y tú, hasta hoy. ¿Y si pasa algo malo de verdad?

De inmediato, Miriam abrazó tan fuerte a Cristina que casi podía sentir el latido de su pecho.

—No te pasará nada, enana. Yo no lo permitiré —dijo con una ternura maternal.

—Escucho tu corazón —dijo hundiendo la cabeza en su pecho—. Quédate conmigo, te lo ruego.

—No me voy a ir a ningún lado.

La hermosa voz de Miriam tenía un número elevado de efectos. Podía enfadar, alegrar, e incluso hacer llorar. Pero cuando la empleaba con amor, tranquilizaba y llenaba de esperanza. Eso era lo que necesitaba Cristi.

Pasados unos minutos, Cristina descansaba tranquila sobre su lecho. Ya la despertaría cuando estuvieran todos en casa para almorzar. La tapó con una sábana y dejó la habitación cerrando cuidadosamente la puerta.

Recordó que aún tenía que ir a la frutería. "Voy a tener que darme prisa o me quedaré sin las malditas manzanas".

Antes de salir se echó un poco de agua fresca en la cara. Había quedado un poco adormecida y si iba a sí a comprar, terminaría llevándose las peores piezas.

Lista para dejar la casa, abrió la puerta. Antes que fuera capaz de reaccionar, una figura se abalanzó sobre ella haciéndolas caer en el suelo de madera. Cuando estaba a punto de gritar y revolverse, reconoció el rostro de su madre. Sus ojos estaban rojos y húmedos. De sus cabellos goteaba el agua de la lluvia. Mirándola detenidamente, estaba totalmente empapada. Reparó entonces en el sonido de la lluvia. Tuvo que parpadear varias veces para reconocer que la herida que tenía en la mejilla era real y no una fantasía producto de la maldición de Alfredo.

—¡Madre! ¿Qué os pasó? —preguntó mientras ambas se levantaban.

Mientras la escrutaba más detenidamente, halló que su vestido estaba roto, sus piernas rasguñadas y en la espalda una fina herida descendía por su bronceada piel—. ¿Quién os hizo eso?

—¡No grites por favor! —rogó la mujer nerviosa—. ¿Está tu padre?

—No, aún no llegó. Leon tampoco está.

—Mejor, necesito tranquilizarme y arreglarme. No pueden verme así. La pequeña Cristi, ¿dónde está?

—En la habitación.

—Bien, no la avises. No debe de enterarse de nada.

Miriam observó a su madre luchar contra los nervios. De entre las gotas de lluvia que perlaban su rostro, algunas lágrimas lograban dejar sus ojos para morir en el suelo. Estaba perdiendo la batalla. Algo malo había pasado.

—¿Qué ha pasado madre? ¿Os atacaron? ¿Llamo a Juana?

—Por favor, Miriam. Necesito tu silencio. He de cambiarme y lavarme. Tráeme agua a mi alcoba, por favor. No quiero que José me vea así. Se pondría furioso. Vamos, rápido.

Miriam tomó el mismo balde que usó anteriormente para refrescarse y lo llevó a la habitación de su alterada madre. Su nerviosismo se estaba tornando en histeria. ¿Qué diantres le había pasado? "¡Oh, dios Alfredo!", pensó atribulada. "¡Atrajiste a la desgracia!". No deberían de haber hablado sobre el asunto. De otra forma, estaría ahora riendo con madre y Cristi.

Miriam se asustó al ver nuevamente la herida en la espalda de Ana. ¿Quién le había hecho algo así? ¿Cómo lo habían hecho? "¡Podrían haberla matado!", reconoció.

—Por favor, tráeme una toalla y cierra la puerta —ordenó mientras disponía un vestido nuevo sobre su cama y dejaba caer el roto.

—Madre, por favor. ¿Qué os pasó? —preguntó Miriam ya con lágrimas en los ojos una vez regresó del mandado—. Estaréis preocupada, pero entended que yo también. Os estáis comportando de forma extraña.

—Perdóname, cariño. Estoy tratando de hacer las cosas lo más racionalmente que puedo. Estoy a punto de sucumbir al pánico. No quiero... no puedo hablar de eso ahora —respondió a punto de quebrarse—. Ahora ve a casa de Juana y dile que venga junto a Alfredo después de comer. Es muy importante.

—Sí, madre.

—Sólo te pido un poco de paciencia. Después te contaré todo.

Miriam asintió, antes de marcharse se volvió.

—¿He de buscar a Leon?

—No te preocupes por él. Llegará a tiempo.

Miriam se maravilló por la entereza de madre. Intentaba aparentar fortaleza, que su voz no se quebrara mientras le pedía calma y paciencia. Más lágrimas solitarias caían por sus mejillas. Temblores recorrían su figura. Apretaba los dientes cuando guardaba silencio y pensaba qué decir.

¿Y si no hubiera dicho nada acerca de lo que Teófilo le contó? Tal vez, esa circunstancia se habría evitado. Los males, ni aún que mentarlos hay. O quizás fuera inevitable, sin importar lo que hubiera hecho. Fuera como fuera, no podía evitar sentir miedo, mucho miedo.

Aún sin saber lo que le había acontecido a su madre, podía suponer que los causantes del terror eran los mismos que había destruido Mālaqa: Vigintiseptem Homines.

El mundo estaba a punto de cambiar. Las señales así lo indicaban. Miriam no quería ceder ante la desesperación pero auguraba que los buenos tiempos pasaron para no volver. La vida de todos estaba en peligro. Desde padre hasta la pequeña Cristi. "No puede estar pasando esto. Es una mala jugada de mi mente", trataba de convencerse. "Serán al final bandidos organizados. Eso es más lógico".

Respiró profundamente tratando de serenarse.Tenía que ayudar a madre en todo lo que pudiera y, asustada como un crío, nopodría hacerlo. "Ten fe, Miriam. Dios nos ayudará"."

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