Presentación
Aunque no sea mi nombre auténtico, me presentaré como José García Martín. Soy amigo de Pablo y Cristina. Voy a explicar el motivo por el cual prosigo su historia.
Me pidieron que empezara contando la mía. Después de leer las dos partes de su historia, descubrí que me conocían mucho mejor que yo mismo. Por ello, prefiero no añadir nada y continuar donde ellos lo dejaron.
Sin más preámbulos...
Año 1986. La ludopatía me arrastró a lo más hondo. Sin trabajo, con deudas y avergonzado de mí mismo. No tiene cura, la mejor solución es evitar las tentaciones; menos mal que la asociación consiguió impedirme el acceso a las salas de juego.
Las desgracias nunca vienen solas, llovía sobre mojado. Mi padre sufrió un infarto, me sentí responsable porque él cargaba con las desgracias de sus allegados. Menos mal que se curó y pudo contarlo.
Yo necesitaba trabajar, en vez de buscar uno nuevo; decidí solicitar donde ya me conocían: el almacén de mercería, porque no me fiaba de mí mismo y temía recaer. Sin embargo el teléfono pertenecía a otra empresa. Menos mal que tenía el teléfono particular del jefe don Lucas.
Me contó que mudó el almacén a un pequeño local subterráneo en la calle Fundadores, cerca del Parque de la Fuente del Berro, parque donde mi vida tendría un cambio positivo décadas después. Me admitió, aunque me advertía que no podía pagarme mucho. Para mí era suficiente porque no tenía grandes gastos; como ayudar a mi padre a llevar la casa, él cobraba una pensión no contributiva de las nuevas creadas por el gobierno socialista, y me abstuve de salir.
Don Lucas me aconsejó que me apuntara a una oficina de empleo. Lo hice, como oficios rellené mozo de almacén, dependiente y conductor. Debía sellar cada tres meses y presentarme a todas las citas que surgieran.
No cuajó ninguna hasta agosto de 1988. Un garaje del barrio de Pacífico necesitaba un guarda para el turno de tarde. Gracias a la recomendación escrita por Don Lucas fui contratado eventual por seis períodos de seis meses, acabados los tres años pasé al contrato indefinido hasta ahora.
Me gustaba mi trabajo por aparcar coches de todo tipo, incluso de lujo y/o deportivos, y también por organizar la colocación de ellos; para que pudieran salir sin que ninguno les estorbara.
Lo peor era y es el horario, de 15 a 23 horas y de viernes a miércoles, librando sólo los jueves.
Meses después, con la paga extra de verano, compré un Seat 127 amarillo con once años por cincuenta mil pesetas.
Por fin me sentí satisfecho con mi vida, con empleo, casa compartida con mi padre, coche y la ludopatía ya era historia. Tan sólo me faltaba pareja. Frecuenté discotecas, mas mi timidez me impedía un segundo encuentro. Leía que a muchas de ellas les gustan los tímidos, ¿dónde se habían metido? Ninguna se interesó por mí.
26 de octubre de 1989. En los anuncios de un periódico vi las secciones de amistad y relaciones. La mayoría eran para chicos muy jóvenes o muy mayores. No recuerdo con exactitud el anuncio concreto, Alicia y Estrella buscaban amigos con coche y con edad entre treinta y treinta y cinco años, yo tenía treinta y cuatro. Quedamos a las 8 de la tarde en la parte nueva de la estación de tren de Fuenlabrada. Conocía esta ciudad por haber trabajado allí como representante, pero sólo conocía la parte antigua de la estación. Pregunté a alguien que me dijo que la nueva estaba al otro lado de las vías. Para ir por la estación debía comprar billete, Vi un puente sobre las vías y pasé al otro lado con el coche. Menos mal que fui con tiempo, llegué a la parte nueva el primero poco antes de las 8. No debí esperar mucho, menos mal que fueron puntuales. Ambas eran bajitas y delgadas. Alicia era más atractiva y más callada. Estrella tenía rostro esférico, pelo corto moreno, nariz, labios y orejas pequeños, gafas de culo de botella y un aparato ortopédico en su pierna derecha.
Mi primera intención fue ligar con Alicia, mas quien llevaba la conversación era Estrella, ella se presentó y me preguntó por el coche. Me guió hacia el pub Sándalo.
Estrella me cayó bien por su simpatía y desparpajo. Alicia casi no hablaba, cuando acabamos allí, me pidió que la llevara a su casa.
Estrella y yo nos quedamos solos, pregunté adónde vamos:
―Me gustaría ir a una discoteca en Atocha.
―Prefiero cenar algo antes.
―Hay restaurantes cerca.
Fuimos a El Brillante y cenamos una ensalada y ración de calamares rebozados. No resultó muy caro, mil pesetas.
La discoteca era la Titanic, antes fue el cine San Carlos y ahora el teatro Kapital. Tenía varias plantas, con ambientes de todo tipo. Fuimos a la planta marchosa con música funky, tecno y rock. Estrella bailaba con soltura, pese a su defecto. Tuvo la polio de recién nacida y le afectó a la vista y su pierna derecha. Perdió a su padre muy pequeña, su madre la cuidaba con exceso, sin darle libertad. Cuando Estrella tenía veintiún años, su madre se contagió del síndrome tóxico producido por el aceite de colza y pereció.
Nos sentamos en la mesa donde dejamos las bebidas, tuve la sensación de que buscaba a alguien, conversábamos sin mirarme a los ojos.
―Me gusta tu nombre, Estrella.
― ¿Y yo?
―Si me permites, voy a ser sincero.
―Te lo suplico, siempre que no me ofendas.
―Me caes muy bien, la buena esencia se guarda en envases pequeños.
―Me gustas, Jose. Es el mejor piropo que me han dicho... perdona un momento.
La impresión que tuve fue acertada, llegó el chico que ella esperaba. Me quedé sorprendido, casi enojado por no mencionar nada más. Dudé si acercarme para averiguar, mas la prudencia me mantuvo sentado. Me había sorprendido al entrar que ella no dejara su chaqueta en el guardarropa, como yo. Él también la llevaba puesta, una de cuero negro. Vi como las cambiaron, me sentí engañado porque habían quedado en la discoteca con ese propósito, ella me lo confirmó. Menos mal que no volví a verlo.
Fuimos a la zona de música lenta, empezó a sonar "Another day en the paradise" de Phil Collins, bonito título aunque cuenta una historia triste, ¡cuánta desigualdad hay en este mundo! Alguien debería ponerle fin. Le pedí a Estrella bailar y aceptó, elevó sus manos hasta mis hombros, las mías bajaron a su cintura, sentí sus senos en mi abdomen y me excitó.
Nos quedamos hasta el cierre y volvimos a Fuenlabrada, imaginé que para dejarla en su casa, me pidió que aparcara cerca de la parte vieja de la estación. Me equivoqué, entramos en un pub. Confesé:
―Estrella, no estoy acostumbrado a trasnochar, me temo que pronto tendré sueño.
―Yo vivo de noche y duermo por la mañana. Cuando perdí a mi madre comprendí que debía despabilarme o morir de asco. Adoro estar con gente y divertirme.
―Debes tener bastantes amigos. Me cuesta entender que publicases el anuncio.
―Fue idea de Alicia, se aburría con nuestros amigos.
Jugamos al billar por deseo suyo. No sabía ni agarrar el taco, ni apoyaba su mano en la mesa. Recordé los tiempos del barrio de la Concepción, cuando jugaba con mis amigos. Aunque aquel fuera el de tres bolas y éste el americano. Yo conocía las reglas de ambos, aunque éste nunca lo había jugado. Aprendió rápido, fingí fallar para que ganara. Se dio cuenta y me lo recriminó:
―Estás dejando que yo gane, juega como sabes.
Al final gané, seguimos jugando los dos hasta que metí todas las bolas en los agujeros. Ella comentó:
―Me gusta el billar porque es muy masculino.
Traté de resistir tanto como ella, pero notó mi sueño:
―Jose, llévame a casa y nos despedimos.
Vivía en una casa baja y antigua, en una calle sin asfaltar. Quedamos para el jueves 2 de noviembre.
Me gustaba Estrella, la vi como mi complemento ideal. Voluntariosa, locuaz, realista y despabilada
Desde ese día, el tiempo se aceleró casi sin darme cuenta. Me dejé arrastrar por su corriente. Nos veíamos cada jueves, conocí a sus amigos en discotecas cerca de su casa y me la enseñó. Conocí a su familia, aunque ella vivía sola, sus tres hermanos tenían casa e hijos. Ella también conoció a mi familia. Nuestra relación ya estaba formalizada. La noche que lo decidimos y después de despedirnos, tuve que parar el coche en el arcén para desahogar mi emoción.
Aunque yo no era muy creyente, deseaba boda por la iglesia, ella no quería. Compramos en Cortefiel un vestido granate de lana y un abrigo para ella, un traje verde con chaleco, camisa blanca, corbata roja y zapatos para mí y anillos para ambos en la joyería más cercana a su casa.
Noche del 14 de febrero de 1990, ella era muy romántica y eligió ese día para formalizar nuestra relación. Fuimos a un restaurante casi en la Plaza de España de Madrid, Tan solo recuerdo de aquella noche que nos pusimos los anillos, porque hace pocos años decidí olvidar aquella noche.
Compramos muebles para nuestra casa, que era la de ella. Nuestro dormitorio y el de nuestro primer hijo. A muchos les pareció precipitado porque ella aún no estaba embarazada, se quedó en el mes de junio.
Madrugada del 3 de marzo de 1991, Estrella rompió aguas. La llevé al hospital Severo Ochoa de Leganés, el más cercano. Pasó toda la mañana con dolores y sin poder parir por su anomalía física, tuvieron que hacerle la cesárea. No obstante, fue el día más feliz de mi vida por tener a mi hijo Sergio en mis brazos, pesaba cuatro kilos y doscientos gramos, no exagero. Por la operación, ella necesitaba transfusiones y no pudo darle el pecho durante dos días. Cuando pudo, Sergio se acostumbró al biberón y no tomó la leche de su madre.
Mas lo peor fue que ella enfermó de depresión, fuimos a varios psiquiatras del seguro, ninguno pudo curarla. Nos recomendaron a un curandero en Humanes y otra en Parla, tampoco. La curó un psiquiatra privado en Navalcarnero, un año después.
Mientras tanto, su tío y su esposa vinieron a casa para ayudarnos. Nunca habían visto así a su sobrina. Yo nunca antes me había visto en una situación similar y ellos confundieron mi desorientación por despreocupación, cuando yo estaba preocupado. A veces me preguntaba a mí mismo que hacía yo en esa casa. Yo les comprendía, deseaban lo mejor para su sobrina y yo era un extraño.
Menos mal que ella se curó y todo volvió a la normalidad, sus tíos volvieron a su casa. Volvimos a ser felices con la única compañía de nuestro hijo. Mira por donde le vino bien acostumbrarse al biberón porque cualquiera puede dárselo. Un día visitamos a Tomás, su hermano mayor. Allí en su casa, limpié y cambié el pañal a mi hijo. Mi cuñado se maravilló:
―Jose, has hecho tú más por tu hijo en un momento que yo por los dos míos.
Un día, tras la comida, me sentí algo raro. Estrella me pidió que no fuera al garaje, no le hice caso. Nunca antes había faltado, a pesar de que durante la depresión, sus tíos me pidieron varias veces que no fuera. Para ellos la familia era más importante que el trabajo. Yo opinaba lo contrario.
La estación estaba cerca de la casa y yo prefería ir en tren mejor que en coche, a veces encontraba atasco y tardaba más que el tren. Durante el trayecto, sentía que se me iba la cabeza, mas pude llegar al garaje sin perder el sentido. Lo perdí allí. Lo recuperé en el hospital Gregorio Marañón. Yo no sabía qué me había pasado. Mi familia creyó que ella intentó envenenarme, sigo sin saber si acertaron, es un enigma para mí.
Pasé dos días en el hospital, me vieron recuperado y me dieron el alta. Aunque seguía de baja laboral. Pasé esos días con mis hermanos, hasta que volví al trabajo y decidí volver a mi casa con mi esposa y mi hijo. Mi hermano mayor y mi padre me acompañaron y dialogaron con Estrella. Mi otro hermano nos sacó a mi hijo y a mí para mantenerme al margen y dimos un paseo sin alejarnos. La decisión tomada fue que yo debía vivir con mi padre. Nos separamos por primera vez.
Echaba de menos a mi hijo. Iba una vez al mes, salíamos los tres, porque sólo tenía dos años. Seis meses después de nuestra separación, hicimos el amor. Ella fue la primera no profesional, con ninguna otra sentí tanto como con ella, volví a enamorarme y acabamos viviendo juntos, desoyendo los consejos de mis hermanos.
Mi padre, como buen representante, sabía ocultar sus sentimientos y se mostraba atento con su nuera y adoraba a su nieto. Nos visitaba cada domingo.
La calle Albania, donde estaba nuestra casa, debía ser derribada para construir el nuevo ayuntamiento y un centro comercial. Antes construyeron un edificio para realojar a todos los vecinos. La nueva casa, en la séptima planta, era más grande; con tres habitaciones, dos cuartos de baño y un salón enorme, para el cual compramos nuevos muebles, cortinas y un espejo que ocupaba toda una pared del salón. También amueblamos la cocina y los cuartos de baño, todo a crédito.
El 23 de noviembre de 1994 nació Vicente, nuestro segundo hijo.
Nuestra relación se iba enfriando poco a poco. Estrella presumía que la vida le había enseñado más que el colegio, que dejó a medias.
Mi jefe don Celedonio me comentó al principio que los minusválidos creen que los demás están obligados a ayudarles. Me puso el ejemplo de un cliente que yo conocía, guardaba la moto especial para él en el garaje, llegaba y se iba en su silla de ruedas. Si alguien no le ayudaba a subir la cuesta, le insultaba. Hasta que compró otra silla con motor con la cual se desplaza desde su casa a cualquier sitio.
Comprobé en esos años que mi jefe tenía razón. Me hice un experto en cocina y las tareas domésticas.
Su incultura me exasperaba, prefería la telebasura a los libros. La vida enseña más que los libros, repetía una y otra vez. Cogí manía a Chayanne y Camela, su música favorita. El diálogo entre nosotros desapareció, yo llegaba casi a medianoche y me encontraba con la casa a oscuras y la cena encima de la mesa de la cocina.
Por eso me sorprendí la noche del 8 de septiembre de 2001, cuando llegué y vi luz en la cocina, junto a la entrada. Estrella preparaba una trucha a la plancha. Lo dejó para darme un beso como los primeros que nos dimos.
― ¡Hola, cariño! Siéntate y ve comiendo la menestra.
Me esperó hasta que acabé con la fruta. Charlamos hasta que el carillón marcó la 1, de nada importante, hablar por hablar.
Hicimos el amor después de varias semanas de abstinencia. Cuando yo estaba casi dormido, me pidió:
―Deberías hablar con tus hijos, te tienen miedo.
― ¿Miedo? ¿Por qué?
―Por tus gritos y romper cosas.
No dijo nada más, me quitó el sueño y se durmió tan tranquila. Me prometí a mí mismo que controlaría mi enojo delante de ellos y les hablaría con calma por la mañana.
Tardé en dormir lo que me pareció una eternidad, desperté a las 10, estaba solo. Me levanté y les vi cuando estaban a punto de salir.
― ¿Adónde vais? ―Dije con la mayor calma que pude.
―Hay una fiesta para niños con motivo de la Vuelta Ciclista.
Pedí explicaciones tratando de mantener la calma, no quería que mis hijos me vieran irritado. Me respondió:
―Anoche se me olvidó decírtelo.
― ¡Mentira! ¿También se te olvidó que venía mi padre para ver a sus nietos?
―Le llamé pero ya no estaba. Adiós.
Dejé que salieran sin saber qué decir. No pude resistirlo más, rompí en mil pedazos el tazón del desayuno.
¿Qué ganaba con irritarme? Lamentar las consecuencias. Pude sosegarme y recogí los restos.
Mi padre, como cada domingo, llegó media hora después. Charlamos y me aconsejó:
―Vuelve conmigo, no permanezcas ni un día más con ella. Sólo te quiere para su provecho.
―Debemos aclarar todo, intuyo lo que pretende, que yo abandone a mis hijos.
Con eso zanjamos el tema. Preparé la comida para los dos, porque la hora se echaba encima. Comimos solos, montamos en el tren hasta Atocha, él siguió hasta Vicálvaro y yo en el metro una estación hasta mi trabajo.
La noche del domingo 9 tuve que hacerme la cena y me encontré con la puerta del dormitorio cerrada, dormí en el salón. El lunes no vi a ella ni a mis hijos. El martes 11 salí a las 10.30. Fui a una peluquería unisex cerca del garaje, donde solía ir cuando no vivía en Fuenlabrada. Me gustaba la peluquera, aún se acordaba de mí. No quise contarle nada por el verdadero motivo de mi visita: que el placer de sentir su delicadeza me hiciera olvidar. Después comí en un restaurante y comencé mi jornada laboral.
Recuerdo tan bien aquel día porque coincidió con el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York. Pensé que por qué esta sociedad es tan violenta. Todo está dominado por el dinero, hasta las religiones. Cada quien busca su beneficio sin importarles los demás.
Aunque pasé cada noche en su casa, no volví a ver a Estrella y mis hijos hasta el jueves, mi día libre. Dormía cada noche en el sillón, me costaba dormir tanto que siempre despertaba cuando Sergio y Vicente estaban en el colegio.
Jueves 13. Estrella no salió. Le pedí que me explicara.
―Jose. No se puede hablar contigo, te alteras en seguida. Esta tarde vendrán tu padre y mi hermano para que sean testigos. Hasta entonces no diré nada.
Mi padre llegó cinco minutos antes que el hermano. Estrella expuso su argumento:
―Antonio, Tomás, quiero que seáis testigos de nuestra separación, para que Jose no cuente lo que le convenga. No vale ni como esposo ni como padre, sus hijos le tienen miedo. No se le puede decir nada, en seguida se enfada. Por favor, conserva la calma.
Miré a mi padre, se mantenía serio por la situación, aunque sus ojos mostraban su apoyo hacia mí y que le complacía nuestra ruptura. Estrella calló para tomar un trago de café. Los tres esperamos que prosiguiera:
―He hablado con la asistente social. No podemos divorciarnos porque no nos hemos casado, pero sí podía presentar una demanda de separación y lo hice. Jose, te ruego que mis hijos sigan viviendo conmigo.
―No te preocupes. Ellos tienen sus estudios y amigos aquí, prefiero que se queden.
―Entonces, no tengo más que decir. ¿Alguna pregunta?
Tomás fue el primero:
―No tengo preguntas, sólo quiero decir que sois adultos, que respeto vuestra decisión y que lo lamento. Jose, me has parecido buena persona. Si alguna vez quieres visitarnos, tendrás mis puertas abiertas.
―Gracias, Tomás. Dudo que vaya, aunque nunca se sabe. Estrella, mi dinero está en el banco, me quedo hasta mañana para sacarlo.
―No hace falta. He dejado para pagar los gastos de la casa, del resto he sacado la mitad para ti, veinte mil pesetas.
No hacía falta hablar más. Tomás se despidió para seguir con su trabajo.
Poco después llegaron Sergio y Vicente del colegio, cuando yo empezaba a guardar mis cosas. Lo dejé para recibirles; Sergio, con diez años, era más alto que su madre y casi como yo, le besé y abracé emocionado. No fui menos con Vicente. Su abuelo también les correspondió. Me disculpé:
―Perdonadme, creo que no he sido un buen padre. Sólo tengo clara una cosa: os quiero como a nada en el mundo. Debo dejaros por el bien de todos, me gustaría seguir viéndonos, ¿me lo permitís?
―Sí, papá. ―Ambos respondieron.
El juicio se celebró el año siguiente, yo era el demandado y me asignaron una abogada de oficio. Me aconsejó que solo hablara cuando me preguntasen, yo opinaba igual. Quien no lo hizo fue Estrella.
La jueza nos preguntó por la patria potestad, yo seguía con mi opinión de que los niños siguieran viviendo con su madre, en eso no hubo discrepancias.
Sí hubo en el tema de la pensión. Mi abogada entregó mis nóminas para demostrar lo que cobraba. El euro se puso en vigor ese año, compartido con la peseta, por eso seguíamos hablando en pesetas. Mi nómina ascendía a casi cien mil, ofrecí como pensión treinta mil.
―Él tiene derecho a pagarme cincuenta mil, porque cobra horas fuera de la nómina.
Interrumpió Estrella. Jamás consiguió entender, por mucho que yo le explicase, que derecho es un beneficio y deber una obligación. La jueza le reprendió:
―Ruego a la demandante que se limite a intervenir solamente cuando le pregunten. Le informo que usted tiene el derecho a recibir la pensión y él el deber de pagarla. Señor García, ¿es cierto lo que ella ha declarado?
―Sólo cobro lo que muestra la nómina.
Mentí tranquilo porque la justicia es ciega y su balanza se inclinaba a mi lado. Mi jefe me había ordenado que no mencionase nada de las horas para no perjudicar a su negocio. Por una vez, lo que era bueno para él, también lo era para mí.
No hubo discusión respecto a las visitas, un jueves sí y el otro no. Sí hubo en cuanto a las vacaciones, ella pedía una quincena de mi mes de vacaciones. Alegué:
―Ellos tienen tres meses de vacaciones, ruego que me acompañen en mi mes de vacaciones.
La jueza sentenció a mi favor, añadió que debía actualizar la pensión cada año, según el índice de precios al consumo.
El temor que infunde la justicia, que me dominaba al principio, se fue disipando poco a poco. Al final sentí satisfacción.
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