Bodas de Plata
Antes de abandonar la Medicina, Jesús creó un anticonceptivo que tuvo bastante éxito. La población seguía creciendo, pero a un ritmo más bajo. No hacía falta ser sabio como él para comprender que no cabrían en la superficie de Gea. Se construyeron viviendas subterráneas y ciudades flotantes.
Jesús se dedicó a la Astronomía. Diseñó un telescopio gigante para observar el universo. Pero, como vivía en el hemisferio norte, solo podía ver la mitad.
El nombre femenino más repetido en Gea, era precisamente ése. Muchos padres y madres adoran tanto a su planeta que pusieron su nombre a su hija. Jesús conoció a Gea cuando ejercía Medicina. Se enamoraron, ella se sentía la más honrada porque el más sabio la había elegido. Ella nunca le obligó a nada, se conformaba con estar a su lado.
Gea aprendió astronomía con su amado y maestro. Mientras se construía un nuevo telescopio en el hemisferio sur, ella logró aprender lo mismo que Jesús. Se separaron, aunque se veían cada mes para intercambiar impresiones. Gea descubrió la Tierra y otro planeta. Jesús otros tres más. Eran los únicos cinco con condiciones de ser habitados.
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Los tres amigos salimos juntos del colegio, contentos porque no hay clase por la tarde. Jose me pregunta:
— ¿Qué tal ayer?
Eduardo no me deja responder: —Mi hermana y él son novios.
—Por favor, Edu. Jose es de confianza y no me importa que lo sepa. ¿Qué te dije anoche?
—Perdona, Pablo. No lo repetiré. —Eduardo está avergonzado.
—Tranquilo, quiyo. Cuando me pongo serio, asusto. Somos amigos.
Jose pregunta: —Ahora que tienes novia, supongo que no nos veremos esta tarde.
—No hay nada en concreto. Edu, ¿suele tener libre la tarde del sábado?
—Depende del trabajo. Solo van si se han citado antes. Lo sabré cuando llegue a casa.
—Voy a llamaros cuando acabe de comer.
Así se zanja el tema. Seguimos hablando de otras cosas. Me da miedo el momento de estar frente a mi padre, ¿lo comprenderá tan bien como mamá?
—Pablo, ¿tienes algo que contarme?
—Sí, papá. Creo que amo a Cristina.
— ¿Así, de repente?
—No ha sido tan de repente. Me gusta desde que vinimos a Madrid.
—Si aún eres un crío.
—Miguel, —mamá me ayuda. —no es un capricho pasajero. Siempre me has dicho que Pablo es maduro para su edad. Yo confío en él.
—Está bien. Debo reconocer que eres responsable, yo también confío en tu criterio.
Papá, a pesar de su aspecto serio, es un pedazo de pan; fue peor contarlo a mamá. El resto de la comida transcurre con buen rollo y bromas de Rafa. Papá le dice que aprenda de mí
Después cumplo mi promesa de llamar:
—Dígame.
—Hola, Cris.
—Soy Eugenia, ya se pone.
—Perdone, tienen la voz muy parecida.
—Hola, Paul. Lo siento, tenemos trabajo.
—Vale, entonces saldré con Eduardo y Jose. ¿Podemos vernos cuando acabes?
—No lo sé. Puede que acabe reventada.
—Vale. Como estaré con Eduardo, cuando volvamos me enteraré.
—Lo siento otra vez. Te quiero.
—Yo también. Dile a Eduardo que se ponga.
—Vale. Hasta luego.
Es curioso, en una llamada hablo con los tres.
—Hola Pablo. Hemos terminado de comer. Por mí podemos vernos ahora.
—Tranquilo. Yo no podré hasta las 5. En la parada del autobús. ¿Quieres avisar a Jose?
—De acuerdo. Hasta luego.
Después voy a la parroquia. Ramón es un joven con gafas de pasta, ni gordo ni delgado y con mi estatura. Me cae mejor que el padre Saturnino. Era alto, serio y muy rígido. Ramón salió ese año del seminario y el padre Saturnino se jubiló.
—Buenas tardes, padre. Quiero confesarme.
—Vamos, con usted siempre acabo pronto.
Entra en el confesonario, me arrodillo y empiezo:
—Padre, he pecado contra el sexto mandamiento.
—Eso es nuevo, cuénteme.
—Se llama Cristina, nos hemos besado y abrazado.
— ¿Se aman ustedes?
—Creo que sí, padre.
—Bien. ¿Se arrepiente?
Éste es el momento más difícil. Digo la verdad:
—No lo sé.
—Le comprendo, la carne es débil. ¿Cuáles son las intenciones de ella?
—Quiere confesarse y acompañarme a misa.
—Eso está bien. Le pongo como penitencia no volver a verla hasta que ella se confiese.
— ¡Gracias, Ramón! ¡Eres estupendo!
Fuera del colegio, Ramón es mi mejor amigo. Charlamos de todo, nos tuteamos. Aunque él sea del Atlético y yo del Madrid. Sé distinguir cuando hablo con el sacerdote y cuando con el amigo. Intenta aplacar mi alegría:
—No te alegres tanto, el pecado es mutuo, deberéis compartir la penitencia de ella.
Vuelvo a casa, me ducho, me pongo mi mejor ropa. Un pantalón de campana color granate, una camisa de manga corta celeste ceñida a la cintura y unos castellanos negros. Me gusta mi aspecto, voy a la moda y a la zona más snob de Madrid, la Gran Vía. Siempre me pregunto por qué la llaman así si la avenida y la estación de metro se llaman José Antonio.
Tras cuarenta minutos de autobús y veinte de metro, salimos de la estación. Vemos el enorme cartel en el cine Palacio de la Música: la imagen de Ali McGraw y Ryan O'Neal, las letras grandes Love Story y otras más pequeñas "Amar significa no tener que decir lo siento". ¡Qué chorrada! Cris me lo ha dicho dos veces en la llamada. A mamá le gustan los seriales y las películas románticas.
Nos ponemos a la cola. Llego a la taquilla a las 6 y media.
—Buenas tardes. Quiero dos entradas para mañana a las 7.
—Es para mayores de 18, no te dejarán pasar.
—Son para mis padres.
—166 pesetas.
—Tenga.
—Toma, majo. ¡Ojalá mis hijos fueran como tú!
Me aparto y me sorprende que Jose haga lo mismo, El muy pillo se lo tenía callado. Oigo el comentario de la taquillera:
— ¡Ojalá sea una epidemia!
— ¿Y ahora qué? —Pregunto.
— ¿No has quedado con Cristina? —Pregunta Jose.
—No puedo verla hasta que se confiese. Eduardo, díselo.
—Cuenta con ello. Se me ocurre ir a merendar, yo invito.
—Entonces volvamos al Barrio.
—No, en esa terraza.
—Esto es carísimo.
—Mamá me ha dado 500 pesetas para invitaros.
Nos sentamos, pedimos cafés con leche y tres raciones de churros. Jose comenta cuando lo prueba:
—Están buenos. Pero el experto eres tú, Pablo.
—Están bien hechos, en su punto de sal. Eduardo, mi padre fue churrero.
—Lo sabía. Mamá me contó que coincidisteis en la avenida de Trueba.
La gente nos mira. Yo destaco porque la ropa de ellos es más vulgar. Se sorprenden cuando paga Eduardo y yo no.
Volvemos al barrio y me voy solo a casa. Saludo a mis padres, que están viendo la tele y entro en mi cuarto para escribir el capítulo anterior y éste. Acabo a la hora de la cena.
Anoche tuve un sueño muy extraño:
Estoy solo en un planeta abandonado, arrimado a una estrella enorme. Un pensamiento me invade:
—Paul, te necesito. Sólo tú puedes salvarme.
—Cris. ¿Qué debo hacer?
—Nada, yo lo haré todo.
No tenemos cuerpo, nuestras mentes se funden en una. Descubro todo lo que piensa, su amor a mí y el recuerdo de un accidente. Cris también viajaba en el coche con sus tíos y su hermano.
—Gracias, Paul. Me has devuelto a la vida.
—No sé cómo.
—Con tu Amor. Vámonos de aquí, ya no tenemos nada que hacer. Recordarás este sueño, pero no te obsesiones. Todas las preguntas que te hagas tendrán respuesta dentro de unos meses.
Estoy en el estado de duermevela previo al despertar. Cris sigue en mi mente impidiendo que llegue a despertar antes del amanecer.
Me permito el lujo de levantarme a las 9. Rafa y yo compartimos habitación, pero él sigue durmiendo.
Papá y mamá están en la cocina, desayunando.
—Buenos días, Pablo. —Saludan y mamá se levanta.
—Siéntate, mamá. Hoy es vuestro día. Explícame como debo hacerlo.
—El café debe estar todavía caliente, échalo en la taza, coge una cucharilla y la llenas dos veces con leche condensada, lo remueves y ya está.
Me siento; cojo un bizcocho y lo empapo. Mamá pregunta:
—Te veo raro, ¿qué te pasa?
—Otro sueño, muy raro. Cris iba en el coche con sus tíos y su hermano cuando el accidente. Me contó que le salvé la vida.
—Te creo. Eugenia me habló del accidente, pero no me dijo que Cristina iba en el coche.
Tardo en decidirme a formular esta reflexión: « ¡Qué paradojas tiene el destino! Una desgracia puede producir un encuentro feliz». Mamá se me adelanta:
—Pablo, ¿quieres que acompañe a Cristina a confesarse?
—No me atrevía a pedírtelo, gracias, mamá.
Papá siempre hacía las tartas de nuestras fiestas, yo observaba y aprendía. Esta vez quiero hacerla yo con su ayuda.
Ya tenemos el bizcocho, porque papá lo había comprado para no entretenernos en hacerlo en el horno. Hago un corte horizontal dejando dos mitades iguales, superior e inferior. Papá va calentando whisky con vainilla en polvo, hasta que se hace una crema espesa. La extiendo en la parte inferior y pongo la superior.
Rallo una tableta de chocolate negro con el cuchillo, mientras papá calienta un vaso de leche. Añado el chocolate rallado y una cucharada sopera de azúcar. Remuevo para que la leche no hierva y se desparrame. Cuando tiene la textura deseada lo aparto del fuego. Lo extiendo templado en la parte superior.
Rafa llega en plena faena, desayuna y nos echa una mano. Pica nueces y almendras con el rodillo. Papá y yo hacemos el merengue. Casco dos huevos, paso la yema de una parte a otra, dejando caer la clara en un plato. Papá licua azúcar calentándola en un cacillo. Mientras yo bato las claras, deja caer un hilillo de azúcar sobre el merengue que ya empieza a tomar color blanco. Meto el merengue en una manga con boca estrellada y lo extiendo por el lateral alrededor de la tarta.
Solo queda decorar. Espolvoreo los frutos secos, añado piñones enteros y guindas rojas y verdes partidas por la mitad.
Rafa exclama: —Es una obra de arte. Papá, me parece que te ha jubilado.
—Pablo, estoy orgulloso de ti. Lo único que lamento es tener que esperar a la cena para probarla.
Miro el reloj, solo hemos tardado una hora. Yo me ducho el primero. No me pongo la ropa de ayer, sino una camisa blanca, pantalón azul marino, corbata roja y una americana de cuadros rojos y azules.
—Pareces del Barcelona. —Dice Rafa.
—Me importa un pepino. Siempre serán los segundones. Nosotros tenemos seis copas de Europa y ellos ninguna.
1 y media. Ya estamos los tres duchados y vestidos. Mamá llega más guapa que nunca, pero está triste. Nos cuenta:
—Yo esperaba apartada. Cristina se arrodilló para confesar, tardó muy poco tiempo, se acercó a mí con el mensaje de que resistas, que el tiempo no es eterno. No lloraba, pero yo la vi con pena. Me besó como despedida y se fue. Ramón me contó que no se arrepentía y le puso la penitencia de no veros hasta el año que viene.
No puedo resistirlo, me derrumbo, tres meses y cuatro días me parecen una condena muy dura. Tratan de consolarme sin éxito hasta que Rafa dice:
—Pablo. Vamos a llegar tarde, si no vamos pierdo la señal.
— ¿Ir, adónde? —Pregunta mamá.
—A un restaurante, es mi regalo. Id vosotros solos, yo me quedo con Pablo.
—De eso nada, vamos los cuatro o ninguno. —Ordena mamá.
—Perdonadme, no es justo que yo os amargue el día. Vámonos.
Montamos en el 600, parece que vamos a un funeral en vez de celebrar unas bodas de plata. Están afectados por mi desgracia y nadie quiere decir nada. Trato de remediarlo charlando de temas intrascendentes y mi ánimo va mejorando por el camino. El vino del restaurante sirve para animarme por completo.
Rafa, cuando hizo la reserva en un restaurante de Bravo Murillo, cerca de Cuatro Caminos; encargó paella para las 3 porque no había mesas libres hasta esa hora.
Yo como contento porque veo felices a mis padres y porque ya no soy el protagonista del día, sino ellos.
Saco un sobre pequeño y se lo doy a mamá. Lo abre y me regala la misma sonrisa que Ingrid ofrece a Humphrey en Casablanca. Hace pocos meses, cuando mis padres me dejaron ver esa película, me sorprendí por el tremendo parecido de la actriz con mamá.
—Gracias, hijo mío. Eres un encanto.
Me da dos besos. Papá y Rafa me miran, dice mi hermano:
—No te ha manchado de carmín.
—Cristina me ha puesto uno especial que no deja señal. Parece que es cierto.
Mamá da otros dos besos a Rafa. Papá regala a mamá un collar de perlas y mamá a él un estuche con bolígrafo y pluma de plata. Se besan como mamá nos besó a nosotros, no está bien visto besarse en los labios. .
—Miguel, dentro de veinticinco años será de oro.
A papá no le gusta conducir por el centro, deja el casi coche (como él lo llama) aparcado en el mismo sitio. Vamos andando a Cuatro Caminos. La parada del autobús está al lado de la boca del metro. Nos despedimos cuando llega el autobús, ellos bajan y nosotros subimos.
Nos sentamos. Una de las últimas en subir es una señora con un bebé en brazos, cedo mi asiento y me da las gracias. Medito mi situación, pero no me altero. Rafa respeta mi silencio. La americana me da calor, o tal vez sea porque el autobús está lleno de gente. Planeo ir a casa, cambiarme de ropa, ir a misa y charlar con Ramón. ¿Y después? Depende de lo que me diga.
Entramos por la avenida de Betanzos. Pasamos delante del cine.
—Pablo, ¿entramos?
—La primera función ha empezado, si nos quedamos a ver las dos películas saldremos muy tarde. Además quiero ir a la iglesia.
Conozco bien a Rafa, cuando se calla es porque no quiere hablar de ese tema. Salimos del autobús y cuando no hay nadie cerca, me habla muy bajito:
—Voy contigo a la iglesia..
—Antes voy a casa para cambiarme, llamaré a Jose para que me acompañe.
—Como quieras.
Caminamos en silencio a casa, me dice muy bajo cuando cierra la puerta.
—Pablo. Hay cosas que ya puedes ir sabiendo. Has captado muy bien mi indirecta. En este país hay temas que todos debemos actuar igual. La religión es uno de ellos. Hay que tener mucho cuidado con lo que se dice en público, por ejemplo que no voy a misa, puedo tener problemas.
—Entonces, ¿no sería mejor que fueras para evitar problemas?
—Me cae bien Ramón, pero no trago a los curas ni a la Iglesia. Jesús predicó pobreza y muchos curas son ricos. Pablo, no te influyas de mí. Tú tienes tu fe y yo lo respeto. Solo estoy exponiendo mi opinión.
—Yo también respeto la tuya. Tranquilo por mi fe, porque es muy grande.
Llamo al número 2014347, casa de Jose. Nadie responde. Cuelgo y llamo a Eduardo, una vez me contó que alguna vez iba a misa con su tío.
—Hola, Paul.
¿Cómo sabe que soy yo? Me quedo sin saber qué decir, tengo la intención de colgar, pero no puedo.
—Paul, sé lo que has soñado, te amo porque te debo la vida. No hemos pecado. Jesús me lo ha dicho.
—Cris por favor, deja de atormentarme.
—Me ha dicho que debes tener paciencia y esperanza en el futuro, lo demás no importa.
— ¿Qué me dices de la fe?
—Yo tengo fe en Jesús y en ti.
—No lo demuestras, me confundes. Tal vez ahora yo esté en pecado mortal porque no sé si debemos hablar.
Ya no soporto más y cuelgo. Solo Ramón puede ayudarme.
—Adiós, Rafa.
—Espera, voy contigo. Te di mi palabra.
—Como quieras.
La misa está a punto de empezar. Ramón me ve desde el altar. Cuando empieza su sermón, me mira:
"Hay circunstancias que pueden reducir nuestra fe. Conozco el caso de alguien que ha sufrido una dura prueba. Cayó en la tentación de la carne, pero su fe se mantuvo firme. Después tuvo que elegir entre el deseo y la fe. Ha vencido su fe."
Continúa el sermón con temas no relacionados conmigo. No caigo en el pecado de la vanidad, a pesar de ponerme casi como un héroe. Pero sí hace crecer mi autoestima. Lo peor es que aún no puedo comulgar.
Acaba la misa y esperamos a Ramón.
—Hola, Pablo. Rafael, mucho tiempo sin venir.
—Digamos que prefiero estar en otro sitio. He venido para acompañar a Pablo, estaba muy afectado.
—Pablo. ¿Cómo estás ahora?
—Mucho mejor, gracias a tu sermón. Quiero preguntarte algo: ¿Puedo hablar con Cristina?
—La penitencia no lo impide, pero te aconsejo que no lo hagas.
—Ya lo he hecho, quería hablar con Eduardo y contestó ella. Otra cosa, ¿alguien puede conversar con Jesús?
—Es muy raro, pero hay casos en la historia, ya sabidos por ti. Cristina parecía convencida y sincera, pero cuando le pregunté por su aspecto, respondió que no tiene forma y que solo puede percibir sus pensamientos. Todo me parece tan raro que dudo mucho que su Jesús y el nuestro sea el mismo. Lo bueno es que me ha prometido volver cada domingo.
— ¿Y si coincidimos?
—Ella vendrá a la misa de las 10 de la mañana.
Volvemos a casa con mejor ánimo que como salimos. Rafa se permite el lujo de bromear:
—Ya te has curado de la cristinitis.
— ¡Qué va! No tiene cura, solo he aprendido a sobrellevarla.
Tener la mente ocupada es la mejor vacuna contra la melancolía. Nos metemos en la cocina. Rafa busca en el frigorífico.
—Pablo, ¿te apetece boquerones?
—Cené eso anteayer en casa de Cris. Me parece que ha pasado una eternidad.
—Toma. —Me lanza un tomate con ese único aviso, debo concentrarme en atraparlo y olvido mi última frase. —Tendrás que comerlos otra vez porque para mañana es tarde.
— ¿Para qué es esto?
— ¿¡Para qué va a ser!? Para la ensalada. ¿No querrás que haga yo todo?
¿Por qué será que los que hemos vivido en zonas de pesca, nos gusta más el pescado frito hace tiempo que recién hecho? Rafa contaba con eso y cuando llegan papá y mamá, los boquerones están en su punto para nosotros.
— ¡Buenas noches! —Saluda mamá.
— ¡Huum, qué bien huele!
—No nos digáis que habéis hecho la cena.
—Sí, mamá. Hoy es vuestro día.
—Sois unos ángeles.
Mamá sigue tan guapa como cuando nos separamos, y con la sonrisa mucho más. Mi día ha sido muy duro, pero ver la felicidad reflejada en las caras de ellos lo compensa. Les obligamos a que se sentaran y nosotros ponemos toda la mesa.
Comemos la tarta de postre. Como la experta en hacer café es mamá y no conviene tomarlo de noche, tomamos whiskys para acompañar la tarta. Mamá está emocionada, pero se controla mejor que yo.
—Gracias, hijos nuestros, por regalarnos un día inolvidable. Aunque haya sido tan malo para ti, Pablo.
—Mamá. No todo puede ser perfecto, pero el tiempo cura las heridas. ¿Qué tal la película?
—Preciosa, pero ¡qué triste final! No sé si contarlo.
—Yo no tengo edad para verla.
—A mí no me gustan los dramones.
—Ella muere de cáncer. En la flor de la vida.
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