Capítulo 49: ¿Valentía o cobardía?
Alrededor del mediodía me preparé y salí de mi casa para ir a la de Antonio, tenía muchos nervios, pero iba con la intención de declararle lo que sentía y finalmente alejarme. Solía hacerme el fuerte cuando hablaba sobre él con otras personas, podré engañar al resto pero nunca a mí mismo, llegué al punto de desconocerme por las cosas que sentía hacia él, ¿En dónde estaba mi dignidad? Esto era un maldito desastre, no tenía sentido enamorarme de lo peor que me había pasado en la vida. Intentaba no sentir miedo por lo que iba a decirle, pero era imposible, mi valentía se había convertido en un desafío.
Era un día caluroso y despejado, el sofocante calor derretía mi protector solar sobre mi piel haciéndome parecer a un fantasma. Tenía un short negro y una camisa blanca de manga larga, un par de zapatos cómodos, mis gafas de sol y un moderno sombrero negro. El barrio de Antonio parecía que estuviera poblado por zombis y vampiros, me aterraba la soledad desterrada en ruinas de casas destruidas y abandonadas, sentía que en algún momento saldría alguien para secuestrarme, torturarme y asesinarme.
Antonio dijo que me esperaría en una de las calles principales, pero no lo veía, comenzaba a asustarme porque apenas conocía el camino de la universidad hasta mi casa. De repente, una llamada entrante sonó en mi teléfono, primero miré a mi alrededor y saqué el celular de mi bolsillo, sentí un alivio al ver que era Antonio.
- La inseguridad aquí es abrumadora –dije al contestarle la llamada–, siento que estoy en Afganistán. ¿Dónde estás?
Me quité las gafas y las dejé colgando en el cuello de mi camisa.
- Gira hacia atrás –indicó.
Me di la vuelta y lo vi parado detrás de mí, el silencio me provocó besarlo. Es imposible decir que ese hombre no es perfecto, al menos lo era físicamente. Tenía una camiseta negra que le quedaba enorme, pero se veía precioso.
- Ya te vi –satiricé, colgando la llamada.
Él caminó hacia mí y me abrazó.
- ¿Cómo estás? –Preguntó.
- Mejor –respondí, sintiéndome como el más hipócrita del mundo.
- ¿Sí? –Arrojó.
- Sí –repliqué, poniéndome nervioso. O sea, me refiero a que estaba perdido en este lugar y pensé que aparecería un cazador de brujas.
- Soy el cazador de brujas –añadió.
- Entonces, ¿Yo soy la bruja? –Me reí, metiendo mi teléfono en el bolsillo de mi camisa.
- Pues, te gusta la brujería –repuso.
- Tienes razón –convine.
- ¿Te gusta el jugo de lechosa? –Interrogo repentinamente.
«La detesto» respondí en mi cabeza.
- ¿Por qué? –Contesté mientras caminábamos despacio.
- Tienes cara de que no te gusta –supuso.
- ¿Por qué lo preguntas? –Repetí con humor.
- Mi abuela hizo un jugo para ti –respondió–, me pidió que te pregunta sí te gustaba.
Levanté el rostro, dedicándole una mirada errante.
- Es un lindo detalle de tu abuela –titubeé–, es una persona muy dulce. Por supuesto que me encantaría probarlo.
Tuve un mal presagio, por primera vez sentí miedo de perderlo aunque nunca fue mío. No paraba de pensar en cómo reaccionaría después de que le confesara lo que sentía.
- ¿En qué piensas? –Curioseó al ver la tensión en mi cara.
- En cómo sería nuestra civilización sí no hubiera quemado la biblioteca de Alejandría –comenté sarcásticamente para eludir su pregunta–. La compilación de todas las obras del ingenio humano.
- Se perdieron años de importantes descubrimientos y progresos –prosiguió–, con ello tendríamos la cura del cáncer, del SIDA y quizá pudiéramos viajar a la velocidad de la luz.
- Casi un millón de libros quemados –suspiré, apesadumbrado–, me desespera saber que existieron obras literarias, filosóficas, científicas y artísticas que nunca conoceré.
- ¿Qué tal sí habían pruebas que comprobaran la vida extraterrestre? –Razonó Antonio.
- ¿O pruebas que justificaran la existencia de Dios? –Añadí.
- ¿O pruebas que explicaran la inexistencia de Dios y la falsedad de la biblia? –Rebatió.
- Todo es un misterio –consideré–. Hay muchas teorías de su destrucción y todavía no se sabe cuál es la cierta.
- Algunos dice que fue la invasión árabe o Julio Cesar –agregó pensativamente–. Otros dicen que fue la iglesia católica, parece que nunca lo sabremos con certeza.
- ¿Sabías que el semen tiene muchos elementos nutritivos? –Comenté, cambiando el tema a 360 grados.
Antonio me arrojó una sonrisa mientras cruzábamos miradas.
- ¿De verdad? –Replicó.
- Las vesículas seminales están revestidas por un epitelio secretor –expuse–, ese mismo está encargado de producir un material coloide rico en levulosa, ácido ascórbico, inocitol, aminoácidos, prostaglandinas y otros compuestos de gran valor nutritivo.
- ¿Qué tan nutritivo es? –Inquirió.
- Lo suficiente para participar como mediador de diferentes funciones fisiológicas. ¿Por qué no me regalas un poco de tu semen?
Antonio se rió.
- ¿Quieres que te dé de mi semen?
- Sí –respondí satíricamente, mis chistes estaban disfrazados porque de verdad hablaba en serio.
- Está bien –afirmó seriamente con un tono de voz calmado–, con gusto.
Lo miré mientras caminaba y nos quedamos en silencio por algunos segundos, no sabía qué decir después.
- Las prostaglandinas aumentan las contracciones uterinas –continué–, esto le permite al espermatozoide movilizarse hasta las trompas de Falopio. Algunos fisiólogos creen que la prostaglandina disminuye el ritmo cardiaco del feto, es una teoría interesante, porque puedo pensar que sí una mujer está embaraza y recibe una eyaculación vaginal, esto le provocaría un aborto por la acción de las prostaglandinas en el útero y en el ritmo cardiaco del feto.
- A veces me imagino cómo serías en medio de un montón de negros –dijo súbitamente, a continuación se rió escandalosamente–: Jajajajaja.
- ¿Imaginas que me cogen o que me están golpeando? –Cuestioné, observándolo con una mirada de confusión. No sabía sí debía reírme.
- Que te cogen –habló entre los dientes.
De repente, me tropecé cuando lo escuché decir eso.
- Oh –dije–, jajajajaja, ¿Por qué piensas eso?
- No lo sé –expresó, confundido.
« ¿Es un tipo de fantasía sexual?» imaginé, no quise preguntárselo porque sentía vergüenza.
- ¿Cómo te fue en el encendido de luces? –Le pregunté.
- Aburrido –declaró–, no me gustó para nada.
- Qué bueno saber que no fui.
- Me hubiera gustado estar contigo allá. Quería que me conocieras ebrio.
- ¿Por qué? –Indagué.
Mi voz sonaba cansada y agitada, ya me había agotado de tanto caminar por la empinada subida a su casa.
- Solo quería que me vieras borracho –contestó con misterio.
- No me gustan los borrachos –enuncié–, sí te hubiera visto ebrio no te habría hablado más.
- ¡Llegamos! –Bramó.
- Al fin –dije, exhausto–, sentí que estábamos escalando el Monte Everest.
- Jajajajaja –se carcajeó, sacando las llaves de su bolsillo–, no exageres.
- ¿Y tú abuela? –Quise saber.
- No está –respondió.
- Quería saludarla –articulé.
- Creo que fue a la iglesia –supuso–, ella vuelve más tarde.
Antonio abrió la puerta y entramos a la casa, cerré los ojos y supe que esa sería la última vez. Tomé sus manos y mirándolo a los ojos le dije:
- Gracias –expresé, sintiendo miedo y nostalgia–, por ser siempre tan dulce y atento conmigo. Pase lo que pase, será lo que siempre recordaré.
- ¿De nada? –Respondió, cerrando la puerta–. Vamos a mi habitación, estoy muriendo de calor. Espérame adentro, te llevaré agua.
- Vale –convine.
Lo seguí por el pasillo y entré a su habitación, los recuerdos de la última vez golpearon mi cabeza. Me quité los zapatos y me senté en sillón mientras respiraba su olor en el aire, metí la mano en el bolsillo de mi camisa y saqué mi teléfono, lo encendí y vi que tenía una llamada perdida de Mónica, deslicé la barra del menú hacia abajo y lo puse en modo avión. Quería disfrutar el último día que pasaría al lado de Antonio, de todas formas no regresaría más a su casa después de lo que le confesaría.
- Volví –notificó Antonio, abriendo la puerta de la alcoba. Entró y cerró la puerta.
Antonio tenía un vaso diferente en cada mano.
- ¿Qué traes ahí? –Pregunté, observando el otro vaso.
- La eutanasia en forma de jugo de lechosa –bromeó, caminando hacia mí–. Primero bebe tu agua antes del jugo o como tú quieras.
Observé los vasos con una mirada vacilante y luego lo miré a él, detonando en risas.
- Estoy dudando sí le pusiste algo a estas bebidas –bromeé, recibiéndole primero el vaso de agua–, pero estoy en el punto de mi vida donde no me importa si muero envenenado.
- Jajajajaja –se rió a carcajadas–, no le puse nada, tonto. Además, no me gustaría matarte en mi propiedad... Bueno, en la de mi abuela jajajajaja. Luego vendrá tu secta satánica a buscarme.
- Me recordaste a Jeffrey Dahmer –dije, tomándome el agua.
- ¿Te han dicho que te pareces al actor de la serie cuando lo interpreta? –Añadió.
- Sí –afirmé–, alguna vez me lo dijeron–. Pero, ¿Por qué tendría una secta satánica?
- ¡Eres el escritor de "PLÉYADES"! –Exclamó irónicamente–. El protagonista de tu saga es un hombre nazi, satanista y sumo sacerdote de la iglesia de Satán. En toda la historia solo lees de sectas, ocultismo, poder y supremacía.
- Jajajajaja –bufoneé–, creo que no has entendido el mensaje del libro. Eso es algo que solo dirían los fanáticos religiosos que me acosan, pero es una buena idea que pienses que tengo mucho poder, porque si algún día me haces daño, pensarás que mis discípulos vendrá por ti para arrastrarte y ahogarte en tu sangre.
Él se sentó en el borde de la cama, sus mejillas se volvieron escarlata cuando nos perdimos en nuestros ojos.
- Escúchame algo –ordenó autoritariamente–, yo sería incapaz de hacerte daño. Créeme, soy capaz de matar al que pretenda hacerte algo. Lo juro.
« Entonces, ¿Por qué me haces daño?» pensé. Me ruboricé y agaché la cara.
- Gracias –dije, entregándole el vaso vacío–. Espero que le hayas puesto una sustancia alucinógena al agua, si no lo hiciste me molestaré mucho.
- Sería algo muy cliché de las películas –opinó, dándome el vaso de jugo–, la lechosa tiene propiedades laxantes, creo que son mucho más peores que las alucinógenas.
Tomé un trago de jugo y me sorprendí al ver que me gustó, siempre había odiado la lechosa en todos los aspectos.
- ¿Qué tiene el jugo? –Cuestioné después de beberme todo el jugo.
- ¿Te gustó? –Fue su respuesta.
- Sí –aseveré–. Está riquísimo.
- Bueno, tú querías probar mi semen –dijo, proyectando una mirada de asombro.
- ¿Le diste tu semen a tu abuela solo para que me preparara un jugo? –Arrojé.
- Tú lo has dicho –convino, emitiendo una risotada.
Su risa fue contagiosa, yo también comencé a reírme estúpidamente.
- Sea lo que sea, me encantó –deleité, entregándole el otro vaso.
Antonio tomó ambos vasos y los situó en la mesa de su computadora.
- ¡No, no, mi camisa! –Exclamé afligidamente, había manchado mi camisa blanca de jugo.
- ¡JAJAJAJAJA! –Rugió Antonio–. ¿Por qué siempre ensucias tu ropa cuando vienes a mi casa?
- No lo sé –rezongué con preocupación. Me quité el sombrero y lo puse en su cama–, otra prenda más que tampoco volveré a usar jajajaja.
- Cada vez que veas esas manchas te acordarás de mí –sonrió Antonio–, me ames o me odies me recordarás y te reirás.
Comencé a reírme sin razón mientras intentaba quitar la mancha, pero cada vez la ponía peor.
- Eres esa mancha que nunca podré remover de mí –aseveré–. Tus palabras son deseos que serán concedidos.
- Estoy seguro que sí –ratificó, se acostó y abrazó su almohada. Sus ojos brillaban solo por mí.
- ¿Y tu novia? –Pregunté, poniéndome la soga al cuello con su respuesta. Me mantuve firme y sonreí con hipocresía.
Antonio cabeceó con sarcasmo.
- Terminamos –respondió, haciendo un silbido con la última sílaba.
- ¿No habían vuelto? –Averigüé, asombrado.
- Sí –asintió indiferentemente–, pero ya no hay nada entro nosotros. Hemos terminado para siempre.
- Oh... Lo siento mucho –dije empáticamente, utilizando un tono dócil y comprensivo.
- Gracias, Michael, pero de verdad ya no me interesa –estableció.
- Está bien –apacigüé, mirando a un rincón sin saber qué decir.
- ¿Quieres acostarte conmigo? –Preguntó.
- ¿Ah? –Dije atropelladamente.
- Sí –persistió–, ven, no hagamos nada de la universidad jajajaja. Mejor veamos una película.
Antonio se echó a un lado para que me acostara con él. Me levanté del sillón y me acosté a su lado.
- ¿Qué película quieres ver? –Añadí interrogativamente.
Estábamos bastante unidos en la cama, nuestros brazos rozaban uno con el otro. Me sentía tenso.
- Tú eliges –respondió, ladeando la cabeza para mirarme–, se ve que tienes muy buenos gustos.
- ¿El ciempiés humano? –Mencioné.
- ¡Ponla! –Graznó, señalando la computadora que estaba a mi lado.
Entré a Google y escribí el nombre de la película, ni siquiera cargó la búsqueda por la mala internet.
- Creo será mejor verla en otro momento –deduje, apartándome de la computadora para volver a acostarme.
- Hay algo que podríamos hacer todo el día –susurró, mirándome los labios con encanto–, vamos a leer tus libros.
Su voz cerca de mi oído me dio escalofríos.
- Me encantaría –dije silenciosamente, acariciando su mano con mis dedos.
Antonio se levantó un poco y apagó la luz de la habitación, regresó más cerca de mí y se acostó cómodamente, me sentía cálido con su presencia.
- ¿Cuál ha sido la lección más dura que te ha tocado aceptar? –Escrutó, levantando su brazo para ponerlo encima de mí. Apoyé mi cabeza en su brazo y volteé la mirada hacia él.
- Soy reemplazable, pero jamás repetible –respondí sabiamente sin preámbulos–. ¿Y tú?
- No he aprendido nada de mis lecciones –reconoció–.Mejor vamos a leer. ¿Sí?
Esperaba una respuesta más sabia y madura, con la mirada fija en su rostro asentí con la cabeza y busqué mi libro en los archivos de mi teléfono. Estuvimos todo el día en la cama leyendo y fantaseando con "PLÉYADES", fue un momento melancólico y confuso.
Al final de la tarde fuimos a visitar a una de sus vecinas para medirle la presión arterial, era una anciana desnutrida en condiciones moribundas y terminales. Me encantaba ver a Antonio atendiendo afectuosamente a las personas como el futuro médico en el que se estaba convirtiendo, nunca antes me había sentido tan orgulloso de él, sabía que Antonio se esmeraba para dar lo mejor de sí todo el tiempo, adoraba la forma en la que lo intentaba y lo lograba.
Antonio me sonrojaba a cada rato cuando me presumía con sus vecinos, me presentaba ante ellos como "el más inteligente de la universidad" o "el médico escritor de la facultad", a pesar de todo se sentía lindo ver que alguien estaba orgulloso de conocerme.
Las casitas de su vecindario eran muy humildes y diferentes a las que habían por donde yo vivía, pero la paz y la tranquilidad se percibía en el ambiente que creaban las personas que lo poblaban.
Alrededor de los 7:30 PM volvimos a su casa y vimos que su abuela había regresado, fue encantador verla nuevamente y saludarla, sabía que nunca más volvería a saber de mí. Entré a la casa y fui a la habitación por mi sombrero, salí con rapidez y me despedí de su abuela. Antonio quiso acompañarme en todo el camino hasta la parada, era de noche y las calles se veían muy solas y oscuras. Después de un largo día llegó el momento de hablarle sobre mi verdad y despedirme de la persona que fui hasta ese día.
- Gracias por acompañarme –dije al llegar a la parada.
Antonio sacó su teléfono y repentinamente me tomó una selfie junto a él.
- Creo que no hay autobuses disponibles, Michael, ¿Te parece sí seguimos caminando?
Escudriñé mí alrededor y sentí miedo al ver la oscuridad de la carretera. Solo éramos él y yo en la penumbra.
- Claro –asentí–, pero... ¿No es peligroso para ti regresar a tu casa? Es más lejos.
- No te preocupes –aseveró–, conozco muy bien estas calles y he caminado en ellas a la mitad de la noche. ¿Puedo acompañarte hasta tu casa?
- No quiero poner tu vida en peligro –cabeceé negativamente–, acompáñame hasta donde tu creas que puedas hacerlo. No te imaginas lo preocupado que estaré camino a casa pensando en sí ya llegaste. Tu abuela se intranquilizaría.
Antonio caminaba con las manos metidas en su bolsillo, temblaba friolentamente.
- Como tú digas –convino, bajando la cara mientras reía–, te acompañaría hasta el abismo más profundo del planeta.
Crucé mis brazos y soplé aire caliente en mis manos, estaba muriendo de frío.
- Lo sé –concerté–, pero me importas mucho como para que pongas tu vida en peligro en esta soledad.
La noche era tétrica y desolada, la neblina cubría el espesor de la acera y la carretera.
- ¿Ya te he dicho lo mucho que me gusta pasar mi tiempo contigo? –Preguntó él.
- Sí –respondí–, supongo que también sabes lo mucho amo estar a tu lado.
- Eres una de mis personas favoritas –reveló–, nunca llevo a nadie a mi casa. Solo a ti.
- Qué lindo saberlo –expuse con nostalgia–. También eres de mis personas favoritas, me siento muy seguro cuando estoy a tu lado.
Parece que Antonio quería decirme algo, pero se le dificultaba expresarlo.
- Pienso que eres muy atractivo –comentó, hablando con mucha seriedad–, quizá no es la primera vez que te lo dicen. Tienes todo para ser atractivo ante los ojos de los demás, en físico y en inteligencia. En otra vida habríamos la pareja ideal, tu para mí y yo para ti.
Momento de silencio.
- Tú también lo eres –concerté después de hacer una pausa–, cuando lo dices tú hace que el halago sea diferente a cuando otra persona lo dice.
- No creo que sea lo suficiente atractivo –expresó con baja autoestima–, pero gracias por decírmelo.
En ese instante estábamos pasando por las afuera del cementerio en el que yacen los restos de mis abuelos, no quise mencionarlo, pero eso me dio fortaleza.
- Antonio –pronuncié su nombre mientras caminaba con lentitud, mi voz se entrecortó. Aclaré mi garganta y respiré hondo–, hay algo de lo que me gustaría hablarte.
Los nervios se apoderaron de Antonio, ya conocía su lenguaje corporal a la perfección.
- Dime –instigó, cambiando su semblante. Al mismo tiempo fingía que no sabía lo que le iba a decir–. Puedes hablarme de lo que sea.
Mis sentimientos se rompieron en pedazos hasta que mis ojos se nublaran de lágrimas.
- Siento que es muy difícil hacerlo –añadí afligidamente, hice una pausa y suspiré con los ojos cerrados–. Tengo mucho miedo y no quiero perderte.
Antonio levantó su mano y acarició mi espalada.
- Michael –dijo mi nombre apaciblemente–, no me vas a perder porque tampoco quiero perderte. Respira hondo y tranquilízate, yo estoy aquí para acompañarte.
Lo miré fijamente con la tristeza en mis ojos y derramé una lágrima. Aún recuerdo cómo mi cuerpo se pulverizaba de la inseguridad.
- Estoy enamorado de ti –confesé, redirigiendo la mirada al piso–. Eso es lo que te quería decir. Fueron noches enteras de confusión y perdición para poder entender lo que siento ahora mismo por ti. Respeto quien eres y no espero ninguna respuesta de ti, solo quería que lo supieras porque no puedo seguir escondiendo esto... Esto me está haciendo daño y es como si fuera a enloquecer, no puedo dejar de pensar en ti.
Antonio se quedó callado, reservando sus palabras con el rostro pálido y sorprendido.
- Oh, la verdad no me sorprende –dijo, rebatiendo agresivamente sus acciones–, Bruno también me dijo que estaba enamorado de mí.
Me enrojecí de la vergüenza, la ira y la decepción. Mis nervios se convirtieron en furia.
- ¿Qué tengo que ver con Bruno y por qué lo mencionas justo ahora? –Disparé, colérico y cansado. Estaba alterado.
- Solo es una comparación para que veas que no es algo grave –continuó, hablando con su ego–, pensé que era algo más fuerte... ¿Qué piensas hacer? ¿Me alejo? Sí necesitas espacio solo dime. No me gustaría alejarme, pero sí lo necesitas dímelo.
Me rompió el corazón verlo deshacerse de mí, me hizo sentir como si todo este tiempo haya sido su juguete. Lo miré con decepción y luego le quité la mirada.
- Sí, debemos alejarnos –espeté, perdiendo la paciencia. Me sentía como un estúpido con los ojos llorosos, llorar en su cara fue lo peor que pude haber hecho–. Creo que ya me puedo ir solo por mi camino, gracias por haberme acompañado.
- No, Michael –negó con la cabeza–, no te dejaré solo aquí.
- ¡Ya me siento solo! –Detoné furiosamente.
Antonio me miró atónito y tumbó el rostro.
- De acuerdo –dijo, cambiando su tono de voz–. Escríbeme al llegar, por favor.
- Adiós –me despedí con enfado, todavía estábamos parado uno frente al otro.
- Déjame acompañarte –insistió, tomando mí mano.
- No –continué negando, quitándole mi mano–, yo sé cuidarme a mí mismo y no necesito que lo hagas por mí.
Antonio se acercó y me abrazó fuertemente por varios segundos. Me limpié las lágrimas e intenté ocultar toda mi fragilidad.
- Adiós –repetí.
Me di la vuelta y me marché lentamente mientras las lágrimas empapaban mi rostro, volteé a mirarlo y vi que todavía estaba observándome. Me sentía culpable y ridículo. Sin pensarlo más continué caminando hasta que la neblina nos desapareció de nuestro camino, cuando volví a mirar atrás vi que ya no estaba. Fue un largo camino a casa, sin esperanzas y sin dignidad. Creí que tendría el mejor día noviembre, pero tuve la peor noche del penúltimo mes del año. Lloré tanto como en mis 22 noches, fue una de las experiencias más humillantes y traumáticas de mi vida amorosa. No sabía qué pensar ni qué decir, sentía vergüenza de mí mismo. En todo el camino me preguntaba sí era un valiente o un cobarde.
Mi mejor amigo y mi hermana estaban orgullosos de lo que había hecho, yo era el único que no podía celebrar lo estúpido que me veía. ¿Cómo fui tan tonto como para pensar que le gustaba? ¿Por qué di tanto de mí creyendo que valdría la pena? ¡Estaba decepcionado! Me miraba al espejo y la vergüenza me consumía en lágrimas de infortunio y fracaso, nada tenía sentido para mí, por un momento pensé que por fin había encontrado a alguien con el que tendría algo sólido y verdadero, pero simplemente me encontré a un patán sin responsabilidad afectiva. Mónica me llamó por teléfono y le conté cómo me sentía, después de todo no quería perder a una amiga por culpa de un hombre, reconozco que la ansiedad y la tensión que tenía en ese momento me hizo ver la situación de otra manera, Mónica sería incapaz de hacerme daño y apenas me daba cuenta de ello.
Después de tantas humillaciones supe que Antonio no valía la pena, mi vida era mejor antes de que apareciera, me quemaba aceptar y admitir que fue mi culpa haber creído en él y por ignorar las señales de que no íbamos en buen camino. Antonio tenía un ego tan filoso y punzante que continuaba escribiéndome como si nada, ignorando y atomizando lo que en aquella noche le confesé. Era extraño ignorarlo, pero eso era lo que él quería, deshacerse de mí al decirme que se alejaría por bien. Me sorprendía su cinismo al seguir buscándome e intentando llamar mí atención, al mismo tiempo me sentía abandonado y utilizado, como si me hubiera aplastado y pateado al igual que a una basura en su camino.
Me escondí en la amargura por muchos días mientras él celebraba su inocencia, la tortura de sentirme rechazado trituraba mi paz al sobrepensar, solo necesitaba darme una nueva oportunidad para volver a creer en mí mismo y recuperar mi tranquilidad
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