Capítulo 47: Los traidores.
El viernes por la mañana asistía a clases para presentar el examen de la asignatura que con todas mis ganas odiaba, me fue fatal porque olvidé gran parte de la información, pero era lo de menos, pues me copié todo el examen de Mónica y lo entregué al terminar. Antonio no había llegado a clases, ni siquiera presentó su examen, me pareció muy raro que todavía no llegaba. Me sentía más que seguro para empezar a alejarme de él, estaba sentado en la mesa más lejana y distante del aula de clases con mis amigas, de tal manera que Antonio no me viera cuando llegara.
El cárdigan beige que yo llevaba puesto relucía un estilo refinado y atemporal de los años 80, especialmente por mi pantalón de pernera ancha, por encima tenía mi lisa e impecable bata blanca, me encantaba cuando mi madre la planchaba porque quedaba espectacular.
Inesperadamente, Antonio abrió la puerta y entró sigilosamente sin decir buenos días, no quería que el Dr. Roberth lo viera llegar tarde, él traía puesto una camisa hawaiana y un pantalón Capri. Antonio se veía apresurado, quizá estuvo tomando alguna bebida energética para pasar la noche estudiando. Él estaba buscando a alguien, yo no quería que me viera, así que me escondí detrás de Mónica y casi me caía de la silla por los nervios.
- Chicas, escóndanme bien –les supliqué, riéndome de los nervios–. En serio, no quiero que venga a sentarse con nosotros.
Antonio se sentó en la mesa de sus amigos, pero seguía mirando a su alrededor como si se le hubiera perdido algo muy valioso.
- Te está buscando, señor –murmuró Mónica, fingiendo que no había nadie a su lado–, él no descansará hasta saber dónde estás.
- No creo que lo haga –negué, poniéndome cómodo en mi silla. Antonio estaba lejos con sus amigos–, seguiré siendo el mejor sin que él esté a mi lado.
- Ahí viene –avisó Nairobis, riéndose descaradamente.
- Ese hombre tiene más problemas mentales que la madre mía –escarneció Mónica.
Antonio me vio y su rostro se iluminó, parecía que hubiera descubierto América con el gesto que hizo al mirarme. Cogió sus cosas de la mesa y las metió en su mochila, levantó su silla y se aproximó a mí para sentarse en nuestra mesa. Sus amigos empezaron a llamarlo mientras se quejaban a gritos, pero él solo venía hacia mí sin escuchar lo que le decían. Su sonrisa me desconcertaba.
- ¡Mierda! –Bramé, desviándole la mirada–. ¿Qué hago?
- Aceptar y soportar que tienes un admirador –dijo Nairobis–. A veces lo odio, pero verlo tan interesado en ti me hace perdonarlo. Te estás convirtiendo en un rompe hogares.
- Él está enamorado de ti –comentó Mónica, arrojándome una sonrisa burlona–. ¿Por qué no puedes aceptar que él siente lo mismo por ti?
Antonio se acercaba lentamente como en una película, no podía evitar mirarlo, se veía más perfecto que la última vez. Su cabello castaño y rizado lucía despampanante, su lustrosa piel blanca y perfecta brillaba por su hidratación, me encantaba lo alto y apuesto que era.
- Hola –saludó al llegar a nuestra mesa, sin preguntar nada se me acercó y ubicó su silla a mi lado–. ¿Cómo están?
Él puso su brazo sobre mis hombros y me acarició delicadamente. Su mirada penetraba mi alma y mi ser, nuestros ojos eran cómplices de lo que sentíamos.
- Buenos días –le regresé el saludo, mirándolo con cariño y afecto. Levanté la mano y le di una caricia en las mejillas mientras ellas se sonrosaban–. ¿Por qué llegas tan tarde?
- Me desperté tarde –dijo en voz baja, perdiéndose en mis ojos–. Anoche no te respondí más porque estaba estudiando, ya cuando me desocupé no lo hice porque sabía que te encontrabas durmiendo.
- Pensé que ya te habías aburrido de mí –titubé–, no eres el único que siente que molesta.
- No digas eso –reconsideró mientras apoyaba mi cabeza en la parte interna de su brazo–, eres la última persona en el mundo que me molestaría.
- Me encanta estar contigo –balbucí–, no quiero que pienses que soy un puto intenso que no tiene nada que hacer.
- A mí también me encanta estar junto a ti –concedió–, no pienses que me molestas.
- ¿Estamos a mano? –Le pregunté, acariciando su cabello.
Él asintió con la cabeza.
- ¿Quieres ir a mi casa el domingo? –Cuestionó.
- Claro –le respondí sin rodeos–, ya quiero volver a ver a tu abuela.
- Siempre habla de ti –añadió–, le caes muy bien.
- Qué lindo saberlo –verbalicé, explorando su cuerpo con caricias.
- Quiero tener fotografías contigo –dijo, haciendo puchero–. ¿Podemos tomarnos varias desde mi teléfono?
- ¡Por supuesto! –Afirmé, asintiendo con la cabeza–. Quiero tenerlas en mi teléfono para recordarlas siempre.
Antonio sacó su teléfono y nos hicimos varias selfies, Nairobis también nos tomaba fotos mientras estábamos distraídos entre nosotros.
- Michael y Antonio –vociferó el Dr. Roberth a regañadientes–, si siguen hablando los sacaré de la clase.
Los dos nos miramos y contuvimos la risa mientras seguíamos abrazados.
- ¿Alguien me dice qué es vibriosis? –Preguntó el Dr. Roberth.
Levanté la mano rápidamente.
- Es una infección ocasionada por la bacteria Vibrio –respondí en voz alta–, también se le conoce como una bacteria que devora carne. Es la causante de unas 80.000 infecciones y 100 muertes en los Estados Unidos cada año, ésta bacteria se puede encontrar en todas las aguas del planeta, pero mayormente en verano cuando las temperaturas son altas. La vibriosis es trágica, se manifiesta con escalofríos, fiebre, diarrea, dolor de estómago y vómitos. Las heridas en la piel aparecen como absceso, úlceras y ampollas.
- ¿Qué conoces como una infección carnívora? –Arrojó el Dr. Roberth.
Los demás alumnos me observaban, esperando a que yo fallara.
- En casos extremos aparece la fascitis necrosante –expliqué–, carcome la piel, la grasa, nervios, vasos sanguíneos y músculos. En condiciones severas, el paciente infectado puede desarrollar una septicemia.
- ¿Cuáles pacientes son los más vulnerables? –Cuestionó el Dr. Roberth.
- Quienes padezcan enfermedades subyacentes como la hepatitis –mencioné–, el VIH, cáncer, diabetes y otras patologías que depriman el sistema inmunológico.
- Correcto –dijo el Dr. Roberth, pensando en qué más preguntarme.
- ¿Qué entiendes por septicemia? –Arrojó.
- Es cuando la bacteria se disemina sistémicamente –revelé–, el paciente entra en un shock séptico y la presión arterial cae peligrosamente. La bacteria libera toxinas en el torrente sanguíneo, lo que podría causar un flujo sanguíneo considerablemente lento, dañando tejidos y órganos. La poderosa respuesta inmunitaria podría apagar órganos como el corazón y los riñones, además de un síndrome de insuficiencia respiratoria aguda. El daño pulmonar sería extremo, la oxigenación de la sangre descendería y finalmente, el paciente concluiría con un daño cerebral.
El Dr. Roberth quedó satisfecho con mi respuesta, a continuación, centró su atención en Antonio.
- ¿Cómo podemos evitar ésta infección? –Le preguntó, mirándolo atentamente.
- Evitar ir a las playas –adivinó con dudas, ladeó la cabeza hacia mí y me hizo un gesto con los ojos.
- ¿Eso es cierto? –Me preguntó el Dr. Roberth después de preguntarle.
Antonio estaba asustado.
- Sí –contesté con humor–, los médicos sugieren el alejamiento del océano a las personas que tengan heridas en la piel, bien sea tatuajes o perforaciones, o al menos que cubras la zona con un tipo de vendaje impermeable.
- Así mismo –ratificó el Dr. Roberth.
- Debido a que ustedes dos llevan toda la clase hablando, deberán presentar un proyecto que englobe el tema de las bacterias –solicitó el Dr. Roberth–. No tendrá calificación, pero para evitar hacerles un acta de baja por interrupción a la clase, necesito que desde ahora se preparen para ese proyecto. Les haré muchas preguntas, especialmente a Antonio.
- De acuerdo –alegué–, discúlpanos, Dr. Roberth.
El Dr. Roberth volvió a la pizarra y continuó explicando la clase.
- ¿Te gustaría ir conmigo esta noche al encendido de luces de la ciudad? –Me preguntó, acercándose a mi oído para susurrarme.
- Todavía no es navidad jajajajaja –musité–. ¿Solo nosotros dos o quién más va?
- Mi abuela, dos amigos y tú –farfulló–, claro, dependiendo de que quieras ir o no.
« ¿Y su novia?» dije en mi mente.
- Te aviso en el transcurso del día –murmuré, concentrado en la clase–, no me gusta ir a lugares públicos donde va mucha gente. Tengo fobia social.
- Tranquilo –dijo en mi oído, abrazándome desde el asiento–, yo estaré contigo.
Incliné la cabeza hacia un lado y la apoyé en su brazo mientras lo abrazaba.
- Así mejor –arrullé, poniendo mi mano sobre la suya.
Me levanté de la silla y fui al baño por unos segundos, le escribí a mi mejor amigo muy emocionado y le conté lo que estaba ocurriéndome. Al salir, regresé a nuestra mesa y vi que Antonio estaba sentado en mi asiento, justo al lado de Mónica. Fue extraño porque parecía que él había estado esperando a que me levantara para hacerlo.
- Volví –dije, sentándome en la silla de Antonio. Esperé a que regresara a su puesto, pero no lo hizo.
Nadie me escuchó, los vi platicando en voz baja y se veían concentrados, no le di tanta importancia y me centré en lo que hablaba el Dr. Roberth acerca de los microorganismos. Disimuladamente, observé a Antonio y vi que Mónica estaba acariciándole el cutis, fue un golpe confuso y atronador que distorsionó mi realidad. « ¿Qué está pasando aquí?» pensé con las manos frías y sudadas, los huesos me temblaban. No sabía cómo reaccionar ante lo que estaba viendo, quería salir corriendo y huir del hueco donde me había metido por ser un estúpido, era inexplicable todo lo que se me pasaba por la cabeza.
- ¿Puedo morderte? –Le preguntó Antonio, bajándole lentamente el cuello de la blusa.
Mónica se reía con coquetería y sensualidad, ella sabía que yo estaba al lado de Antonio viendo todo.
- No lo sé –cuchicheó Mónica, torciendo la cabeza mientras él se le acercaba enseñando los dientes.
Antonio respiró en su cuello y posteriormente lo mordió, Mónica soltó un gemido y se rió placenteramente. Con la mirada herida y errante, desvié la atención en mi teléfono y le escribí a Lisandro para contarle cómo me sentía, fue un cambio muy drástico en cuestión de segundos.
Sentí asco por lo que veía y escuchaba, observé a Mónica con decepción, podía esperarlo de Antonio, pero nunca de ella. « Esto es tu culpa, basura», me reprochaba en la mente. Eso me pasaba por estar detrás de un maldito hombre que le era infiel a su novia, sí se lo hizo a ella, me lo haría a mí sin ningún problema. Mónica sabía todo lo que yo sentía por Antonio y parecía que no le importaba, me dolía más lo que ella hacía; aun así, pasó por encima de mis emociones como si yo no tuviera sentimientos. Quería vomitar encima de los dos, no me hacía bien estar cerca de ellos, escuchando y mirando cosas que nunca pensé vivir.
Lo más doloroso fue hablarle como si no me hubiera importado lo que vi, fingía risas mientras mi corazón se rompía. ¿Qué iba a decirle? Ella no era lo que yo pensaba y Antonio tampoco, al final de todo fue mi culpa por confiar en ella e ilusionarme con él. Me sorprendía la inmadurez de Antonio, parecía que todavía estuviera en la primaria, sus actos se asimilaban a las de un niño que necesitaba atención.
No podía parar de pensar en eso, además, me sentía comprometido con Antonio porque teníamos un trabajo pendiente para fin de año y no quería volver a hablarle. Mónica estaba enviándome mensajes y por primera vez no quería responderle, me sentía lastimado.
Estuve todo el día acostado en mi cama, escuchando canciones tristes de desamor mientras miraba mis fotos con Antonio, era un mar de lágrimas en mi soledad, intentaba normalizar lo incorrecto y justificar los ataques ciegos que me demolieron en llanto. La desilusión me ponía en mi contra junto a mis inseguridades, parecía el espejismo de un viejo sentimiento que viví en el pasado, me dolía creer que las personas me evaluaban según mi elevado nivel de fragilidad y extenuación, cualquiera que entraba a mi vida, rompía y robaba todo lo que veía para después salir y cambiar mis pertenecías por algo más valioso; mis recuerdos me refrescaban la memoria para vislumbrar lo permutable que era ante los ojos del mundo.
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