Capítulo 23: La vergüenza.
La mañana transcurrió secuencialmente mientras le leía los primeros capítulos de mi obra "PLÉYADES 1", la más sanguinaria y monstruosa de todos los libros que he escrito. A las 12:10 del mediodía la lectura continuaba, mi voz sonaba cansada de tanto leer. « ¿Cómo es que estaba viviendo algo tan perfecto como eso?» me preguntaba.
El orgullo y la felicidad avasallaban su perfecto rostro de Dios griego, sus bonitos ojos color café tenían arcoíris, estrellas, planetas y nebulosas. A veces hacía pausas solo para mirarlo y vivir todo lo bonito que estaba sintiendo, era irreal para los dos, Antonio no podía procesar que el mismísimo autor le estuviera leyendo el libro que tanto había querido leer.
- Michael, estoy seguro que esta obra llegará a Netflix –reconoció con certeza–. Te lo aseguro, no será hoy ni mañana, pero algún día recordarás lo que te digo.
- Es lo que siempre sueño –confesé dramáticamente–. ¡Siempre lo hago!
- Lo sueñas porque sabes que se hará realidad.
- Me encantaría creerlo, pero, ¿Cómo lo hago? ¡Estoy en el peor país del mundo! –Chillé sarcásticamente con exageración–. En Venezuela siento que no tengo salida, es un círculo vicioso.
- Yo creo que podría ayudarte.
Por un segundo creí que estaba bromeando, estuve a punto de reírme.
- ¿Y cómo podrías hacerlo? –Pregunté dudosamente.
Antonio se quedó callado por algunos segundos y luego se reincorporó de sus ideas.
- Mi padre está en los Estados Unidos, yo podría hablar con él y preguntarle si podría acercarse a los estudios de Hollywood.
- ¿Harías eso por mí?
- Eso y todo lo que pueda.
Momento de silencio.
- Hace unos meses me contacté con el equipo de Netflix –continué.
- ¿Qué te dijeron? –Quiso saber.
- Primero, necesito un abogado que pueda representar legalmente los derechos de mis libros. Segundo, estar en contacto con algún director de cine, o alguien de la industria cinematográfica. Y por último –dije pensativamente–. No lo recuerdo.
- ¡Lo lograremos! –Vociferó con optimismo.
- Agradezco cordialmente el apoyo y la motivación de tu parte –reflexioné en voz baja–. Tienes un corazón muy grande.
- Simplemente, cuenta conmigo siempre que necesites algo. Sea dinero, casa o lo que tú quieras. No estás solo.
Agaché la cabeza y sonreí con rigidez.
- Puedo decir lo mismo –dije, sonriendo de lado–. Nunca lo dudes.
Momento de silencio y tensión, ninguno sabíamos qué decir.
- ¡Niños! –Sonó la voz de su abuela detrás de la puerta–. Vengan a comer.
La abuela golpeó la puerta dos veces. Antonio se levantó de la cama.
- Vamos a comer –me invitó, poniéndose de pie.
Tuve un ataque de nervios, no estaba acostumbrado a comer en casas ajenas. No sabía qué responder, me sentía apenado.
- Oye, Antonio, muchas gracias. Pero, no tengo hambre –mentí, estaba muriendo de hambre. Ni siquiera había desayunado–. La verdad comí mucho antes de venir.
- ¡Igual vas a comer! –Insistió mientras se dirigía a la puerta–. Te traeré la comida.
- ¡No, no, descuida! –Exclamé, riendo apenado.
Me enmudecí sin ninguna otra excusa, supongo que por cortesía debía recibirle la comida a su abuela. Él salió de la habitación y lo esperé en el sillón con mi estómago rugiendo, saqué el teléfono de mi bolsillo y vi que tenía muchísimos mensajes de Mónica y Lisandro. Iba a responderles cuando Antonio llegó de inesperado.
- Acá estoy con tu comida, malcriado, mi abuela dice que quedó muy sabrosa.
Lo miré sonrientemente sin saber qué responder.
- ¿Te gustan las lentejas? –Preguntó mientras se acercaba a la cama con ambos platos–. Si no te gustan, dime y le digo a mi abuela que te dé otro plato. Sé que eres muy fresa y selectivo con todo lo que está a tu alrededor.
- ¡Jajajaja! –Reí forzadamente mirando los platos–. Gracias, de hecho, me gustan mucho.
Volví a mentir, odiaba las lentejas. Antonio me entregó el plato en las manos, la comida olía demasiado bien y se veía exquisita. Él situó su comida en la cama y volvió a salir.
- ¡Voy por las bebidas! –Exclamó.
Antonio salió de la habitación y en menos de cinco segundos había regresado con dos vasos de limonada y panela negra.
- Eres lo máximo –dije en forma de halago–. ¡Eres todo lo que está bien!
- ¿Tú crees? –Me preguntó, colocando los vasos sobre la mesa de la computadora.
Se sentó en la orilla del colchón con la vista al frente de la computadora.
- Estoy muy seguro de eso –le respondí cariñosamente.
Antonio no dijo nada, simplemente me sonrió.
- Buen provecho –dijo con los cubiertos en sus manos.
- ¡Igual para ti! –Concerté.
Su abuela era experta en los almuerzos. Cada plato tenía arroz a la primavera, carne bistec a la salsa y por supuesto, mi mayor pesadilla, las lentejas que tanto odiaba desde niño. « ¿Cómo puedo comerme las lentejas callado la boca?» pensé. Debía hacerlo, aunque fuese por él y no por mí. Antonio ya estaba comiendo y yo todavía no empezaba, soy un desastre comiendo carne y no sabía cómo podía comerla usando chuchillo y tenedor, me sentía como un completo idiota. Cogí la cuchara de la mesa y miré fijamente la taza repleta de sopa, mi instinto animal hizo llevarme la primera cuchara de lentejas a la boca. No la comía desde que tenía 9 años. «No puedo creerlo» pensé con la boca repleta, ¡Están sabrosas! Exclamé con vigorosidad.
- Sabía que no eres de las personas que comen lentejas –dijo–, pero por lo que veo, hice que al menos probaras la primera cucharada.
- Están buenísimas –pronuncié después de deglutir–. Y no estoy diciendo mentiras, ni siquiera mi mamá pudo hacerme comer lentejas todo este tiempo.
El hambre me convirtió en una terrible alimaña, en menos de unos segundos ya me había comido la mitad de la taza.
- Veo que te encantaron –murmuró, arrojándome una mirada.
- Tu abuela es la mejor, mis respetos hacia ella.
- ¿Qué haces si te diría que tu plato está envenenado? –Bromeó, hablando con sinceridad.
- Fue veneno desde que supe que tenía lentejas jajajaja, y mira, me comí todo.
- Espero no te duermas y luego despiertes en Pléyades –ironizó.
- Me harías un enorme favor –bufoneé, terminando la primera taza, cogí el vaso de limonada y tomé un trago.
- Eres muy delicado para todo –aseveró.
Hice una pausa y lo miré de reojo.
- ¿Eso está mal? –Pregunté risueñamente.
- No, para nada –negó lentamente con la cabeza, tomó el cuchillo y el tenedor, con ambas manos cortó cuidadosamente un trozo de carne y levantó el tenedor para acercarlo a su boca, la masticó rápidamente y tragó apresurado–. Y sinceramente, es algo bonito que te caracteriza.
- ¡Oh! –Dije, asombrado–. Eso no lo sabía. Gracias.
Antonio ya se había comido la mitad de su comida, yo apenas comenzaba con el arroz.
- Por cierto –masculló repentinamente como si fuera a hacer un chiste, levanté la mirada y la dirigí hacia él–. ¿No sabes cortar la carne con los cubiertos?
- Cielos, no quería que lo notaras jajajajaja –forcé una risa tímida y cogí el cuchillo con las manos temblorosas–. Pienso que la carne humana es más fácil de cortar.
- Ven, yo puedo ayudarte –propuso mientras se levantaba para acercarse.
« ¡Mierda!» grité en mi cabeza, sentí que me había puesto más pálido de lo normal.
- No, descuida, Antonio, jajajajaja no es necesario –comencé a reírme–. Me criaron en la cárcel, donde todo se come con las manos jajajajaja.
- ¡Shhhhh! Yo te ayudo –insistió.
Me tapé la cara con la mano, aun reía.
- Primero –Antonio me tomó las manos junto a las de él, dejé de reírme cuando lo hizo. Me estremecí–, tu dedo índice debe estar recto, cerca de la base de la parte superior del cuchillo, obvio, donde no está el filo porque luego tendrás que comerte tu propia carne –dejó escapar una pequeña risa, mis manos estaban tan frías como las de un cadáver–. Toma el tenedor con la mano izquierda, los dientes deben mirar el plato, no hacia ti, así podrás sostener la carne con el tenedor mientras cortas cuidadosamente –cuando dejó de hablar nos quedamos mirando fijamente hasta que volteó la mirada hacia la pared, yo miré al suelo y él volvió a sentarse–. Ahora es tu turno, quiero ver si aprendiste.
- Vale –afirmé con la cabeza.
Antonio estaba observándome para ver sí lo hacía bien, con la mano izquierda cogí el tenedor y sostuve la carne, con la mano derecha tomé el cuchillo y cuando corté la carne lo hice con tanta fuerza que el trozo salió volando hacia la almohada de Antonio.
- ¡Ay, no puede ser! ¡JAJAJAJAJA! –Vociferé mientras soltaba una carcajada estridente.
Él miró su almohada y comenzó a reírse sin darle mucha importancia, la manché de grasa y aceite. Antonio tomó el trozo de carne y lo colocó en su plato sin decir nada.
- Tranquilo, inténtalo de nuevo –agregó, colocando su plato vacío en la mesa, ya había terminado de comer–. También me costó aprender.
«Soy un desastre muy delicado», pensé. Por supuesto que sabía usar los cubiertos, solo que tenía muchos nervios como para recordar usarlos, y sé que eso no tiene sentido. Después de terminarme el arroz, cogí de nuevo ambos cubiertos y procedí a cortar la carne sin ensuciar su habitación, pero, el universo tenía planeada una catástrofe para mí... Al sujetar la carne con el tenedor, se deslizó sobre el plato y cayó encima de mí, hice un mal movimiento pateando la mesa de la computadora y el vaso de limonada se vació sobre la madera.
Antonio se levantó de inmediato y puso la cobija sobre la mesa antes de que llegara al teclado. Todo ocurrió lo suficientemente rápido como para desear que la tierra me tragara, Antonio no podía parar de reírse. Yo no sabía sí reírme o salir corriendo con una bolsa negra en la cara, tenía mucha vergüenza.
- Contigo suceden cosas que no ocurren con nadie –admitió después de secar la mesa, lanzó la cobija mojada a la cesta de la ropa sucia–. Eres alguien muy divertido, siempre tienes un poco de todo.
- Soy un payaso depresivo –bromeé con diversión, la vergüenza se notaba en el rojo de mis mejillas.
Antonio estaba luchando con su propia risa, no paraba de carcajearse. Dejó de reírse y con un bonito gesto me dijo:
- Dios me le pague.
Fue raro, pero le respondí con cariño.
- Amén.
- ¿Te ayudo a lavar los platos? –Le pregunté al terminar de comer.
- No, ¿Cómo crees? Tranquilo. Mejor ayúdame a llevarlos a la cocina, no quiero que se me caigan en el camino, mi abuela es capaz de matarme.
- ¡Claro! –Afirmé, poniéndome de pie. Mi ropa estaba cubierta de salsa, parecía un niño después de comer–. Por cierto, Dios me le pague.
Antonio me arrojó una bonita mirada y respondió con su tierna voz:
- Amén.
Agarré el plato junto al vaso y él hizo lo mismo con los suyos. Salimos de la habitación y fuimos a la cocina, ahí estaba su abuela lavando los platos.
- ¿Qué tal la comida? –Nos preguntó ella con alegría.
- ¡Buenísima! –Respondimos al mismo tiempo.
La abuela nos miró raro y continuó lavando los platos.
- Me encanta saberlo –dijo la abuela.
Situamos los platos y cubiertos en el lavaplatos, Antonio fue al baño y yo me quedé con su abuela mientras lo esperaba.
- Eres una excelente cocinera –comenté en forma de halago–. No puedo creer que en toda mi vida odié las lentejas hasta que probé las tuyas.
Ella sonrió carismáticamente.
- No me lo vas a creer, pero ya me lo habían dicho anteriormente, y me da mucho gusto saberlo –agregó, lavando y secando los platos–. ¿Desde hace cuándo se conocen?
- Hace un año, creo –le respondí dudoso–. Pero, comenzamos a hablarnos hace un par de semanas.
- Antonio es un buen chico –dijo con orgullo, se sentía el gran amor que tenía por él–. Es mi hombrecito, y todavía lo veo como a un niño, aunque casi cumplirá 21.
- Es un buen amigo –agregué sintiéndome extraño al decirlo.
- Puedo darte la certeza de que nunca te defraudará –aseguró.
Se sintió bonito escucharlo venir de alguien que lo conocía más que yo. No supe qué decir.
- ¿Y tú qué edad tienes? –Me preguntó.
- 22 –respondí distraído.
- Pensé que eras menor que Antonio –dijo con sorpresa.
- Oh, no –negué con la cabeza–. Soy del 2000.
Ella miró la mancha de salsa en mi ropa y no quiso decir nada, hizo que no la había visto, pero tenía la intención de reírse.
- ¡También eres un niño! –Exclamó con afecto.
Iba a responderle cuando inesperadamente apareció Antonio. Su abuela me guiñó el ojo.
- ¿De qué hablaban? –Preguntó él.
- Tu abuela me hablaba sobre lo agradable e increíble que eres –le respondí.
Antonio se acercó a su abuela y la abrazó con cariño.
- Oh, por cierto, Michael, ¿Quieres lavarte las manos? –Me preguntó él mientras soltaba a su abuela.
- ¡Sí, por favor! –Respondí.
Su abuela terminó de lavar los platos y me dio un lado para enjuagar mis manos, ella se fue a su habitación y me quedé con Antonio a solas en la cocina, me lavé las manos e intenté remover la mancha de mi overol pero fue imposible.
- ¿Crees que esa horrible mancha se quite en la lavadora? –Preguntó Antonio.
- No lo sé, pero es mi overol favorito jajajaja, lo arruiné.
Antonio cogió un trapo limpio de la cocina y se inclinó hacia mí para fregarlo en mí ropa. Era imposible remover la mancha.
- Mierda perdóname, creo que la empeoré –se disculpó en voz baja mientras se rascaba la cabeza.
Él sonrió mientras me miraba y se levantaba, cuando lo veía sonreír sabía que nunca podría escapar de él.
- Sí, lo empeoraste –dije, levantando la mirada hacia la suya.
- Mejor sigamos leyendo –añadió dirigiéndose a su habitación–. Bueno, tú eres quien está leyendo jajajaja.
- ¡Vamos! –Prorrumpí–. Quiero saber qué viene ahora porque la historia está interesante
- ¡Tú mismo la escribiste! Jajajajaja –satirizó.
- Hoy no soy el escritor, soy un lector –escarnecí.
Antonio abrió la puerta y se detuvo para que yo entrase primero, él entró después de mí y cerró la puerta. Volví a sentarme en el sillón y él se sentó en el borde de su cama.
- ¿Sabes? –Añadió–. Desde que comenzaste a leerme "PLÉYADES", siento que eres la estrella de la historia, Jericco Goldstein.
- Soy él, en carne y hueso –reconocí, poniéndome cómodo en el sillón–. Solo que soy su versión latina, Jericco es mi segundo nombre, así que, siento que estoy marcado de por vida con este libro.
- ¡Es impresionante! –Loó–. O sea, tú, Michael, estudias medicina e ingeniería, Jericco Goldstein era médico e ingeniero. ¿No es mucha casualidad?
- Sí. Aunque cuando comencé a escribir "PLÉYADES 1", sólo estudiaba ingeniería geológica y todavía no estaba en mis planes estudiar medicina.
- ¡No sé qué decir! –Prorrumpió, desorbitando los ojos.
- ¿Podrías prestarme una almohada? –Le pregunté.
Antonio tomó la mejor almohada de su cama.
- Claro, ten –dijo entregándomela en mis manos–.
Recibí la almohada y la abracé.
- Ohhhh, me encanta su olor –dije mientras la olía, sintiendo paz y tranquilidad. Suspiré y mis pálidas mejillas se tiñeron de rojo–, huele a ti.
Antonio olfateó su cobija y su almohada chistosamente.
- ¿Sí? No puedo percibir el olor que dices.
- Porque es propio de ti –añadí, compartiendo miradas–. ¡Cómo sea! Seguiré leyendo.
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