xvi

El auténtico Fin del Mundo

Reepicheep era el único a bordo, además de Drinian y los hermanos Pevensie, que había advertido la presencia del Pueblo del Mar. Se había zambullido al instante al ver que el Rey del Mar agitaba la lanza, pues lo consideró una especie de amenaza o desafío y quiso solventar el asunto allí mismo. La excitación que le produjo descubrir que el agua era potable había distraído su atención, y antes de que recordara otra vez a los seres marinos, Lucy y Mariam se lo habían llevado aparte y advertido que no mencionara lo que había visto.

En realidad no tendrían que haberse tomado tantas molestias, pues para entonces el Viajero del Alba se deslizaba por una parte del mar que parecía deshabitada. Nadie excepto Mariam volvió a ver a las criaturas, e incluso ella las vislumbró sólo por un breve instante.

Toda la mañana del día siguiente navegaron por aguas poco profundas y el fondo estaba cubierto de maleza. Justo antes del mediodía Mariam vio un gran banco de peces que pastaban en las hierbas. Comían sin parar y se movían todos en la misma dirección. «Igual que ovejas», pensó, y de repente vio a una menuda niña marina, más o menos de su misma edad, en medio de todos ellos; una niña de aspecto tranquilo y retraído con una especie de cayado en la mano.

Mariam tuvo la seguridad de que aquella niña debía de ser una pastora —una pastora marina, claro— y que el banco de peces era en realidad un rebaño que pastaba. Tanto los peces como la niña estaban bastante cerca de la superficie, y justo cuando la niña, deslizándose en las someras aguas, y Mariam , inclinada sobre la borda, quedaron la una frente a la otra, la niña alzó los ojos y miró a Mariam directamente a la cara.

Ninguna podía hablar a la otra y en un instante la niña marina quedó a popa; pero Mariam jamás olvidaría su rostro. No parecía asustada ni enojada como los otros miembros del Pueblo del Mar. A Mariam le había caído bien aquella pequeña y estaba segura de que a la niña también le había caído simpática ella y en aquel momento se habían convertido en amigas en cierto modo. No creo que existan demasiadas posibilidades de que vuelvan a encontrarse en ese mundo o en ningún otro; pero si alguna vez lo hacen correrán la una al encuentro de la otra con los brazos extendidos.

Después de aquello, durante muchos días, el Viajero del Alba se deslizó suavemente hacia el este, sin viento en los obenques ni espuma en la proa, a través de un mar sin olas. De día en día y de hora en hora la luz se tornaba más brillante y ellos seguían soportándola sin problemas.

Nadie comía ni dormía ni tampoco deseaba hacerlo, pero sacaban cubos de deslumbrante agua del mar, más fuerte que el vino y en cierto modo más mojada, más líquida, que el agua corriente, y brindaban unos a la salud de los otros en silencio tomando grandes tragos. Y uno o dos de los marineros de más edad al inicio del viaje empezaron a rejuvenecer día tras día.

Todo el mundo a bordo se sentía lleno de alegría y emoción, pero no era la clase de emoción que nos obliga a hablar. Cuanto más lejos navegaban menos hablaban, y cuando lo hacían era casi en susurros. La quietud de aquel último mar los dominaba.

—Milord —dijo Caspian a Drinian un día—, ¿qué se ve al frente?

—Señor —respondió él—, veo blancura. A lo largo de toda la línea del horizonte de norte a sur, hasta donde alcanzan mis ojos.

—Eso es lo que veo yo también, y no imagino qué puede ser.

—Si nos halláramos en latitudes más elevadas, Majestad —indicó Drinian—, diría que se trata de hielo. Pero no puede ser eso; no aquí. De todos modos, lo mejor será que pongamos hombres a remar e impidamos que la corriente nos arrastre. ¡Sea lo que sea aquella cosa, es mejor que no nos estrellemos contra ella a esta velocidad!

Hicieron lo que Drinian decía, y siguieron adelante cada vez más despacio. La blancura no perdió ni un ápice de su aire misterioso a medida que se acercaban. Si se trataba de tierra debía de ser una tierra muy extraña, pues parecía tan lisa como el agua y a su mismo nivel. Cuando estuvieron muy cerca, Drinian hizo girar con fuerza el timón para colocar el Viajero del Alba de cara al sur, de modo que quedara de costado a la corriente, y remaron un poco en esa dirección a lo largo del borde de aquella superficie blanca.

Al hacerlo, realizaron accidentalmente el importante descubrimiento de que la corriente tenía poco más de doce metros de anchura y de que el resto del mar estaba tan quieto como un estanque. Aquello fue una buena noticia para la tripulación, que ya había empezado a pensar que el viaje de regreso a la isla de Ramandu, remando sin cesar contra corriente, no sería nada divertido. (Aquello explicaba también por qué la pastora había quedado tan rápidamente a popa. La niña no se encontraba en la corriente, pues de haberlo estado se habría movido hacia el este a la misma velocidad que la nave).

Y puesto que seguían siendo incapaces de descifrar qué era aquella cosa blanca, arriaron el bote y éste partió a investigar. Los que quedaron a bordo del Viajero del Alba vieron cómo la embarcación se abría paso por entre la blancura, y en seguida oyeron las voces del grupo del bote —con suma claridad a través de las quietas aguas— conversando en tonos agudos y sorprendidos. Luego hubo una pausa mientras Rynelf sondeaba la profundidad desde la proa de la barca; y cuando, después de eso, la embarcación remó de vuelta a la nave parecía haber gran cantidad de aquella cosa blanca en su interior. Todos se amontonaron en el costado del barco para escuchar lo que tenían que decir.

—¡Lirios, Majestad! —gritó Rynelf, poniéndose en pie en la proa.

—¿Qué habéis dicho?

—Lirios en flor, Majestad —dijo Rynelf—. Igual que en un estanque o en un jardín de nuestro país.

—¡Mira! —dijo Lucy, que estaba en la popa del bote, alzando los húmedos brazos llenos de pétalos blancos y hojas amplias y planas.

—¿Qué profundidad hay, Rynelf? —preguntó Mariam.

—Eso es lo más curioso, Majestad —respondió éste—. Sigue siendo profundo. Un mínimo de tres brazas y media.

—No pueden ser lirios; no lo que nosotros llamamos «lirios» —dijo Eustace.

Probablemente no lo eran, pero se parecían mucho a ellos. Y cuando, tras charlar unos minutos, el Viajero del Alba regresó a la corriente y empezó a deslizarse a través del Lago de los Lirios o Mar de Plata —probaron ambos nombres pero fue el de Mar de Plata el que permaneció y el que aparece en el mapa de Caspian— se inició la parte más peculiar del viaje. Muy pronto el mar abierto que abandonaban quedó reducido a un fino reborde azul en el horizonte occidental y la blancura, veteada del más tenue de los dorados, se extendió a su alrededor por todas partes, excepto justo en la popa, donde su paso había apartado los lirios y dejado una senda despejada de agua que brillaba como un espejo de color verde oscuro. En aspecto, aquel último mar se parecía mucho al mar Ártico; y de no ser porque sus ojos se habían vuelto tan resistentes como los de un águila, el sol sobre toda aquella blancura —especialmente a primera hora de la mañana cuando el sol era mayor— habría resultado insoportable. Y cada tarde la blancura provocaba que la luz diurna durara más. Los lirios no parecían tener fin. Día tras día, de todos aquellos kilómetros y leguas de lirios se alzaba un perfume que a Lucy le costaba mucho describir: dulce… sí, pero en absoluto letárgico y abrumador, sino un aroma fresco, silvestre y solitario que parecía penetrar en el cerebro y provocar que uno sintiera deseos de subir montañas corriendo o de pelear con un elefante. Tanto la niña como Caspian se decían mutuamente:

—Siento que no voy a poder soportarlo durante más tiempo, y sin embargo, no deseo que cese.

Echaban la sonda muy a menudo pero hasta varios días más tarde el agua no empezó a resultar menos profunda. Después de aquello siguió perdiendo profundidad de un modo constante, y llegó un momento en que tuvieron que remar fuera de la corriente y avanzar a paso de tortuga, remando. Y no tardó en quedar claro que el Viajero del Alba ya no podía seguir navegando hacia el este. En realidad se salvó de encallar gracias a un manejo muy hábil.

—Arriad el bote —ordenó Caspian—, y luego llamad a los hombres a popa. Debo hablar con ellos.

—¿Qué va a hacer? —musitó Mariam a Edmund—. Tiene una mirada extraña en los ojos.

—Creo que la tenemos todos —respondió éste.

Se reunieron con Caspian en la toldilla y muy pronto toda la tripulación estaba agrupada al pie de la escalera para oír lo que tenía que decir el monarca.

—Amigos —dijo Caspian—, hemos cumplido ya la misión en la que nos embarcamos. Hemos averiguado lo que les sucedió a los siete lores, y puesto que sir Reepicheep ha jurado no regresar jamás, cuando lleguéis al País de Ramandu sin duda encontraréis que los lores Revilian, Argoz y Mavramorn se han despertado. A vos, milord Drinian, os confío la nave, y os ordeno que naveguéis en dirección a Narnia a toda la velocidad que os sea posible, y sobre todo que no desembarquéis en la Isla del Agua Letal. Y dad instrucciones a mi regente, el enano Trumpkin, para que entregue a todos estos camaradas de la tripulación las recompensas que prometí. Se las han ganado con creces. Y, si no regreso, es mi voluntad que el regente, maese Cornelius, el tejón, Buscatrufas y lord Drinian elijan un rey de Narnia con el consentimiento…

—Pero señor —interrumpió Drinian—, ¿estáis abdicando?

—Me marcho con Reepicheep a ver el Fin del Mundo —anunció Caspian.

Un sordo murmullo de consternación recorrió la tripulación.

—Nos llevaremos el bote —siguió Caspian—. No lo necesitaréis en estas aguas mansas y ya construiréis otro en la Isla de Ramandu. Y ahora…

—Caspian —dijo Edmund de improviso y con severidad—, no puedes hacerlo.

—Ciertamente —intervino Reepicheep—, Su Majestad no puede hacerlo.

—Desde luego que no —corroboró Drinian.

—Claro que no y te lo prohíbo Caspian.

—¿No puedo? —replicó Caspian con brusquedad, recordando por un momento a su tío Miraz.

—Si me disculpa, Su Majestad —intervino Rynelf desde la cubierta inferior—, si uno de nosotros hiciera lo mismo se le llamaría desertar.

—Os tomáis demasiadas libertades a cuenta de vuestros muchos años de servicio, Rynelf —replicó Caspian.

—¡No, señor! Tiene toda la razón —dijo Drinian.

—¡Por la Melena de Aslan! —exclamó Caspian—. Pensaba que erais mis súbditos, no mis maestros.

—Yo no lo soy —dijo Edmund

—Yo te digo que no puedes hacer eso —secundó la azabache.

—¡Y dale con que no puedo! —replicó él—. ¿Qué quieres decir?

—Con el permiso de Su Majestad, queremos decir que «no debéis» —indicó Reepicheep con una profunda reverencia—. Sois el rey de Narnia. Faltáis a la palabra dada a todos vuestros súbditos, y en especial a Trumpkin, si no regresáis. No podéis correr las aventuras que os vengan en gana como si fuerais una persona corriente. Y si Su Majestad no quiere atender a razones será una demostración de auténtica lealtad por parte de cada hombre de a bordo ayudarme a desarmaros y ataros hasta que hayáis recobrado el juicio.

—Exacto —dijo Edmund—. Igual que hicieron con Ulises cuando quiso acercarse a las sirenas.

La mano de Caspian había ido hacia la empuñadura de su espada, cuando Lucy dijo:

—Y casi prometiste a la hija de Ramandu que regresarías.

—Muy bien, sea como queréis. La misión ha finalizado. Regresamos todos. Volved a subir el bote.

—Señor —dijo Reepicheep—, no regresamos todos. Yo, tal como dije antes…

—¡Silencio! —vociferó Caspian—. Me habéis amonestado pero no permitiré que se me acose.
¿Es que nadie hará callar a ese ratón?

—Su Majestad prometió —protestó Reepicheep— ser un buen señor para las Bestias Parlantes de Narnia.

—Bestias Parlantes, sí —replicó Caspian—. No dije nada respecto a bestias que no se callan jamás. —Se lanzó escaleras abajo hecho una furia y entró en el camarote, dando un portazo.

Cuando los demás volvieron a reunirse con él algo más tarde lo encontraron cambiado; tenía el rostro pálido y había lágrimas en sus ojos.

—Es inútil —anunció—. Habría sido mejor que me comportara de un modo decente, para lo que ha servido mi malhumor y mis fanfarronadas. Aslan me ha hablado. No; no quiero decir que haya estado aquí de verdad. Para empezar, no cabría en el camarote. Pero esa cabeza de león de oro de la pared cobró vida y me habló. Fue terrible… la expresión de sus ojos. No es que se mostrara grosero conmigo; sólo un poco severo al principio. Y dijo… dijo…, no puedo soportarlo. Lo peor que podría haber dicho. Vosotros debéis seguir adelante… Reep, Edmund, Lucy, Mariam y Eustace; y yo debo regresar. Solo. Y de inmediato. Y ¿de qué sirve todo lo que hemos hecho?

—Querido Caspian —dijo Lucy—. Sabías que tendríamos que regresar a nuestro mundo tarde o temprano.

—Sí —respondió él con un sollozo—, pero es demasiado pronto.

—Te sentirás mejor cuando regreses a la Isla de Ramandu —declaró la azabache un poco triste, pues tenía un poco de tristeza al saber que no volvería a ver a Edmund por un largo tiempo.

El joven rey se animó al cabo de un rato, pero fue una despedida dolorosa por ambas partes y no me extenderé en ella. Sobre las dos de la tarde, bien aprovisionados y con suficiente agua —aunque pensaban que no tendrían necesidad de comida ni agua— y con la barquilla de Reepicheep a bordo, el bote se apartó del Viajero del Alba para alejarse remando a través de la interminable alfombra de lirios. La nave hizo ondear todos sus estandartes y colgó todos sus escudos en honor de su marcha, apareciendo enorme y hogareña desde donde ellos se encontraban allí abajo, rodeados de lirios. Y antes de que se perdiera de vista vieron cómo viraba y empezaba a remar despacio hacia el oeste. Sin embargo, a pesar de que derramaron algunas lágrimas, Lucy no lo sintió tanto como podría haberse esperado. La luz, el silencio, el estimulante olor del Mar de Plata, incluso (de un modo curioso) la soledad misma, resultaban demasiado emocionantes.

No había necesidad de remar, pues la corriente los empujaba sin pausa hacia el este. Ninguno durmió ni comió. Toda aquella noche y todo el día siguiente se deslizaron hacia el este, y cuando amaneció el tercer día —con una luminosidad que ni tú ni yo podríamos soportar ni siquiera con gafas de sol— contemplaron un prodigio al frente. Era como si se alzara un muro entre ellos y el cielo, una pared temblorosa y reluciente de un color gris verdoso. Luego el sol se alzó, y mientras se elevaba pudieron contemplarlo a través de la pared, que se convirtió en un maravilloso arco iris de colores. Comprendieron que el muro era en realidad una ola larga y alta; una ola eternamente fija en un lugar como se ve a menudo en el borde de una cascada. Parecía medir unos nueve metros de altura, y la corriente los empujaba veloz hacia ella.

Podría suponerse que habrían pensado en el peligro que podían correr en aquellos momentos, pero no lo hicieron. No creo que nadie lo hubiera hecho en su lugar; pues, justo entonces, vieron algo no ya detrás de la ola, sino detrás del sol. Aunque no habrían podido ver ni siquiera el sol si el agua del Último Mar no hubiera reforzado sus ojos. Sin embargo, ahora podían contemplar el sol naciente con claridad y distinguir cosas situadas más allá. Lo que vieron —al este, detrás del sol— fue una cordillera montañosa.

Era tan alta que o bien jamás vieron su parte superior, o bien olvidaron haberla visto, pues ninguno recordó haber visto el cielo en aquella dirección. Y las montañas realmente debían de hallarse fuera del mundo, pues cualquier montaña que tuviera siquiera una vigésima parte de aquella altura tendría que haber estado cubierta de hielo y nieve. Pero aquellas aparecían cálidas y verdes, y llenas de bosques y cascadas por muy alto que uno mirara. Y de repente empezó a soplar una brisa del este, dando a la parte superior de la ola formas cubiertas de espuma a la vez que agitaba las tranquilas aguas que rodeaban el bote. Duró sólo un segundo aproximadamente pero lo que aquel segundo les proporcionó ninguno de los cuatro niños lo olvidará jamás. Ofreció a la vez un aroma y un sonido, un sonido musical. Edmund y Eustace jamás quisieron hablar de ello después. Lucy sólo pudo decir:

—Nos partió el corazón.

—¿Por qué? —pregunté Mariam—. ¿Tan triste era?

—¡¡Triste!! No —respondió Lucy.

Nadie en aquel bote tuvo la menor duda de que veían más allá del Fin del Mundo y contemplaban el país de Aslan.

En aquel momento, con un crujido, el bote encalló. El agua tenía muy poca profundidad para él.

—Aquí —anunció Reepicheep— es donde yo sigo solo.

Ni siquiera trataron de detenerlo, pues todo parecía entonces como si estuviera predestinado o hubiera sucedido antes, limitándose a ayudar a su amigo a bajar la barca al agua. A continuación el ratón se quitó la espada («ya no la necesitaré más», declaró) y la arrojó muy lejos, al mar de lirios. El arma quedó en posición vertical, allí donde cayó, con la empuñadura sobresaliendo por encima de la superficie. Luego se despidió de ellos, intentando mostrarse triste para no ofenderlos, aunque en realidad temblaba de felicidad. Lucy hizo entonces, por primera y última vez, lo que siempre había deseado hacer, tomarlo en sus brazos y acariciarlo.

Acto seguido, el ratón subió apresuradamente a su embarcación y tomó el remo, y la corriente lo atrapó y lo arrastró con ella, una figura muy oscura recortándose contra los lirios. Pero no crecían lirios en la ola, que era una ladera verde y lisa. La pequeña barca avanzó cada vez más de prisa, y con toda elegancia ascendió por la pared de la ola. Durante una fracción de segundo vieron su silueta y la de Reepicheep en la cima misma. Luego se desvaneció, y desde aquel momento nadie puede afirmar realmente haber visto al ratón Reepicheep. Sin embargo, lo que yo creo es que llegó sano y salvo al país de Aslan y sigue viviendo allí hoy día.

A medida que el sol se alzaba, la imagen de aquellas montañas situadas fuera del mundo se fue desvaneciendo. La ola permaneció allí pero no había más que cielo azul detrás de ella.

Los niños saltaron de la embarcación y vadearon, pero no en dirección a la ola sino hacia el sur, con la pared de agua a su izquierda. No podrían haber explicado por qué lo hacían; era su destino. Y aunque se habían sentido —y habían actuado— como adultos a bordo del Viajero del Alba, ahora experimentaban todo lo contrario y se tomaron de las manos mientras vadeaban por entre los lirios. No notaron cansancio. El agua estaba caliente y cada vez era menos profunda. Por fin llegaron a un lugar donde había arena seca, y de allí pasaron a una superficie con hierba; una enorme extensión de hierba muy corta, casi al mismo nivel que el Mar de Plata y extendiéndose en todas direcciones sin una topera siquiera.

Y desde luego, como sucede siempre en un lugar totalmente llano y sin árboles, parecía como si el cielo descendiera al encuentro de la hierba frente a ellos. De todos modos, a medida que seguían adelante tuvieron la extrañísima impresión de que allí sí que el cielo descendía realmente para unirse a la tierra, en forma de pared azul, muy brillante, pero real y sólida: más parecida a cristal que a cualquier otra cosa. Y no tardaron en estar muy seguros de que así era. Se encontraba muy cerca ya.

No obstante, entre ellos y la parte inferior del cielo había algo tan blanco sobre la hierba verde que ni siquiera sus ojos de águila podían contemplarlo. Se acercaron y descubrieron que se trataba de una oveja.

—Venid a desayunar —dijo la oveja con su voz dulce y tierna.

En ese momento advirtieron por vez primera que había un fuego encendido en la hierba y pescado asándose en él. Se sentaron y devoraron el pescado, hambrientos por vez primera desde hacía muchos días. Y fue la comida más deliciosa que habían probado jamás.

—Por favor, oveja —dijo Lucy—, ¿es éste el camino al país de Aslan?

—No para vosotros —respondió ella—. Para vosotros la puerta al país de Aslan se encuentra en vuestro propio mundo.

—¿Qué? —exclamó Edmund—. ¿También hay un modo de llegar al país de Aslan desde nuestro mundo?

—Existe un camino hasta mi país desde todos los mundos —dijo la oveja, pero mientras hablaba, su manto níveo se transformó en rojo dorado y su tamaño cambió y se convirtió en el mismísimo Aslan, elevándose por encima de ellos a la vez que proyectaba haces de luz desde su melena.

—Aslan —dijo Lucy—, ¿nos dirás cómo entrar en tu país desde nuestro mundo?

—Os lo diré tantas veces como haga falta —respondió él—. Pero no os diré lo largo o corto que será; únicamente que se encuentra al otro lado de un río. Pero no temáis, porque yo soy el gran Constructor de Puentes. Y ahora venid; abriré una puerta en el cielo y os enviaré de vuelta a vuestro país.

—Por favor, Aslan —dijo Lucy—. Antes de que nos vayamos, ¿nos dirás cuándo podremos regresar a Narnia otra vez? Por favor. Y por favor, por favor, haz que sea pronto.

—Querida mía —respondió Aslan con dulzura—, ni tú ni tu hermano regresaréis jamás a Narnia.

—¡Aslan! —exclamaron Edmund y Lucy a la vez, con un tono de desesperación en sus voces.

—¿Pero por que? ¿Han echo algo mal? —cuestionó la azabache tomando la mano de Edmund.

—Sois demasiado mayores, chicos —dijo él—, y ahora debéis empezar a acercaros más a vuestro propio mundo.

—No se trata de Narnia, ¿sabes? —sollozó Lucy—. Se trata de ti. No te veremos allí. Y ¿cómo podremos vivir sin volver a verte?

—Pero me veréis, querida mía —respondió Aslan.

—¿Estás… estás también allí, señor? —preguntó Edmund.

—Lo estoy al igual que Mariam —respondió el león—, pero allí tenemos otros  nombres . Tenéis que aprender a conocernos por ese nombre. Éste fue el motivo por el que se os trajo a Narnia, para que al conocerme aquí durante un tiempo, me pudierais reconocer mejor allí.

—¿Y tampoco volverá nunca Eustace? —quiso saber Lucy.

—Pequeña —dijo Aslan—, ¿realmente necesitas saber eso? Vamos, estoy abriendo la puerta en el cielo.

Entonces, de repente, se produjo un desgarrón en la pared azul —como si se rasgara una cortina—, surgió una terrible luz blanca de más allá del cielo, ante aque sonido Mariam tenía un presentimiento, de la nada solo la mano de Edmund para tomar su rostro y besarlo como nunca lo había hecho, percibieron el contacto de la melena de Aslan y un beso de león en la frente y a continuación… se encontraron de vuelta en el dormitorio de la parte de atrás de la casa de la tía Alberta, en Cambridge.

Sólo hay dos cosas más que es necesario contar. Una es que Caspian y sus hombres regresaron sanos y salvos a la Isla de Ramandu, los tres lores despertaron de su sueño, Caspian se casó con la hija de Ramandu, Aslan regresó junto con Mariam en la noche y todos llegaron finalmente a Narnia, donde la joven se convirtió en una gran reina, en madre y abuela de grandes reyes. La otra es que, una vez de vuelta en nuestro propio mundo, la gente no tardó en comentar lo mucho que había mejorado Eustace, y cómo «Es increíble que se trate del mismo muchacho»; todos lo decían excepto la tía Alberta, que declaró que se había vuelto muy vulgar y pesado, y que sin duda se debía a la influencia de aquellos niños Pevensie. En cambio Mariam se había comprometido con un joven príncipe para traer la paz nuevamente a narnia.

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