xiv

El principio del Fin del Mundo

Lentamente, la puerta volvió a abrirse y por ella salió una figura tan alta y erguida como la muchacha, pero no tan esbelta. No llevaba candil pero de ella misma parecía surgir luz. Al acercarse más, Lucy vio que tenía el aspecto de un hombre anciano. La barba plateada descendía hasta sus pies descalzos por delante, la cabellera también plateada colgaba hasta sus talones por detrás y la túnica parecía confeccionada con lana de ovejas plateadas. Su aspecto era tan bondadoso y solemne a la vez que, de nuevo, todos se pusieron en pie y permanecieron en silencio.

Pero el anciano se aproximó sin hablar a los viajeros y fue a colocarse en el extremo de la mesa opuesto al de su hija; después, los dos alzaron los brazos ante ellos y se volvieron hacia el este, y en aquella posición empezaron a cantar. Me gustaría poder escribir esa canción, pero ninguno de los presentes pudo recordarla. Lucy dijo más tarde que era aguda, casi chillona, pero muy hermosa: «Un especie de canto frío, un canto de primera hora de la mañana».

Y mientras cantaban, las nubes grises desaparecieron del cielo oriental y las manchas blancas aumentaron de tamaño hasta que todo quedó blanco, y el mar empezó a brillar como si fuera de plata. Mucho después —aunque los dos no dejaron de cantar ni un momento— el este empezó a tornarse rojo y por fin, sin una nube, el sol surgió del mar y su largo rayo horizontal cayó a lo largo de toda la longitud de la mesa sobre las piezas de oro y de plata, y también sobre el Cuchillo de Piedra.

En una o dos ocasiones con anterioridad, los narnianos se habían preguntado si el sol al salir no parecía mayor en el mar que en casa. En aquella ocasión estuvieron seguros de que así era. No cabía la menor duda. Y la luminosidad de sus rayos sobre el rocío y la mesa estaba más allá de cualquier luminosidad matutina que hubieran visto jamás. Y como Edmund dijo luego: «Aunque sucedieron gran cantidad de cosas en aquel viaje que parecen más interesantes, aquel momento fue en verdad el más emocionante». Pues entonces supieron que de veras habían llegado al principio del Fin del Mundo.

Entonces algo pareció volar hacia ellos desde el centro mismo del sol: aunque, desde luego, no se podía mirar fijamente en aquella dirección para asegurarse. Pero al poco, el aire se llenó de voces; voces que hicieron suya la misma canción que la dama y su padre entonaban, pero con cadencias mucho más delirantes y en una lengua que nadie conocía. Y al poco rato se pudo divisar ya a los propietarios de aquellas voces. Eran pájaros, enormes y blancos, que venían a centenares y a miles, y se iban posando sobre todo lo que allí había; en la hierba, en el pavimento, sobre la mesa, sobre los hombros, en las manos, en la cabeza, hasta que pareció como si hubiera caído una fuerte nevada.

Pues, igual que la nieve, no sólo lo tornaron todo blanco, sino que desdibujaron y embotaron las formas. Mariam, mirando por entre las alas de las aves que la cubrían, vio que un pájaro volaba hasta el anciano con algo en el pico que parecía un fruto pequeño, a menos que fuera un carbón encendido, lo que podría haber sido, ya que era demasiado brillante para mirarlo. Y el pájaro lo depositó en la boca del anciano.

Entonces, las aves dejaron de cantar y parecieron estar muy ocupadas con los alimentos de la mesa. Cuando volvieron a levantarse de ella, todo lo bebible o comestible que había en la superficie había desaparecido, y las aves se elevaron de su comida a cientos y a miles y se llevaron todas las cosas que no se podían comer ni beber, como huesos, cáscaras y conchas, y volaron de regreso al sol naciente. Pero ahora, debido a que no cantaban, el zumbido de sus alas pareció estremecer el aire. Y allí quedó la mesa limpia y vacía, y con los tres lores de Narnia todavía profundamente dormidos.

En ese momento, el anciano se volvió por fin hacia los viajeros y les dio la bienvenida.

—Señor —dijo Caspian—, ¿nos diréis cómo deshacer el hechizo que mantiene a estos tres lores narnianos dormidos?

—Te lo diré de buen grado, hijo mío —respondió él—. Para romper este hechizo debes navegar al Fin del Mundo, o tan cerca como puedas llegar de él, y debes regresar tras dejar allí al menos a uno de tus acompañantes.

—Y ¿qué le sucederá a esa persona? —preguntó Reepicheep.

—Deberá marchar allí donde finaliza el este y no regresar jamás al mundo.

—Eso es lo que yo más deseo —declaró el ratón.

—Y ¿estamos cerca del Fin del Mundo, señor? —inquirió Caspian.

—¿Sabéis algo de los mares y tierras situados más al este de aquí? —prosiguió la azabache.

—Los vi hace mucho tiempo —respondió el anciano—, pero fue desde una gran altura. No puedo decirte aquello que los marineros necesitan saber.

—¿Queréis decir que volabais por los aires? —soltó Eustace.

—Me encontraba muy por encima del aire, hijo mío —respondió él—. Soy Ramandu. Pero ya veo que intercambiáis miradas de extrañeza y no habíais oído este nombre. No me sorprende, pues los días en que era una estrella habían cesado mucho antes de que ninguno de vosotros conociera este mundo, y todas las constelaciones han cambiado.

—¡Recórcholis! —musitó Edmund—. Es una estrella «jubilada».

—¿Ya no sois una estrella? —preguntó Lucy.

—Soy una estrella en reposo, hija mía —respondió Ramandu—. Cuando me puse por última vez, decrépito y más viejo de lo que podéis imaginar, se me transportó a esta isla. No soy tan viejo ahora como era entonces, pues cada mañana un pájaro me trae una baya de fuego de los valles del Sol, y cada una de estas bayas elimina un poco de mi edad. Y cuando me haya vuelto tan joven como el niño que nació ayer, ascenderé de nuevo, pues nos encontramos en el borde oriental, y volveré a tomar parte en la gran danza.

—En nuestro mundo —dijo Eustace—, una estrella es una enorme bola de gas llameante.

—Incluso en tu mundo, hijo, no es eso lo que «es» una estrella sino sólo de qué está hecha. Y en este mundo ya habéis conocido a una estrella: pues creo que habéis estado con Coriakin.

—¿También él es una estrella «jubilada»? —quiso saber Lucy.

—Bueno, no es exactamente lo mismo —repuso Ramandu—. No fue para descansar por lo que lo enviaron a gobernar a los Farfallones. Más bien podríais llamarlo un castigo. Podría haber brillado durante miles de años más en el cielo invernal meridional si todo hubiera ido bien.

—¿Qué hizo? —preguntó Caspian.

—Hijo mío, no es asunto tuyo, siendo un Hijo de Adán, conocer qué faltas puede cometer una estrella. Pero vamos, malgastamos el tiempo con esta conversación. ¿Has tomado una decisión? ¿Navegarás más al este y volverás aquí, dejando a uno que no regresará jamás, y romperás de este modo el hechizo? ¿O zarparás hacia el oeste?

—Sin duda, señor —intervino Reepicheep—. No cabe la menor duda al respecto, ¿verdad? Es parte de nuestra misión rescatar a estos tres lores de su hechizo, ¡por supuesto!

—Pienso lo mismo, Reepicheep —replicó Mariam—. E incluso de no ser así, me partiría el corazón no llegar tan cerca del Fin del Mundo como el Viajero del Alba pueda llevarnos. Pero pienso en la tripulación. Ellos se alistaron para ir en busca de los siete lores, no para llegar al borde de la Tierra. Si zarpamos al este desde aquí, zarpamos en busca del borde, del este total.

—Y nadie sabe a qué distancia está. Son gente valerosa, pero veo indicios de que algunos están cansados del viaje y ansían poner proa en dirección a Narnia otra vez. No creo que deba llevarlos más lejos sin su conocimiento y consentimiento. Y luego está el pobre lord Rhoop, que está destrozado —prosiguió Caspian.

—Hijo mío —dijo la estrella—, no serviría de nada, incluso aunque lo desearas, navegar hacia el Fin del Mundo con gentes renuentes o engañadas. No es así como se consiguen los grandes desencantamientos. Deben saber adónde van y por qué. Pero ¿quién es este hombre destrozado del que hablas?

Caspian contó a Ramandu la historia de Rhoop.

—Puedo darle lo que más necesita —indicó él—. En esta isla existe sueño sin limitación ni medida, y sueño en el que jamás se oyó la más leve pisada de una pesadilla. Que se siente junto a los otros tres y se sumerja en la inconsciencia hasta vuestro regreso.

—Hagamos eso, Caspian —propuso Lucy—. Estoy segura de que es lo que más le gustaría.

En aquel momento se vieron interrumpidos por el sonido de muchos pies y voces: Drinian y el resto de la tripulación del barco se acercaban. Se pararon en seco, sorprendidos, cuando vieron a Ramandu y a su hija; y entonces, puesto que aquellas personas eran sin duda gente importante, todos los hombres se quitaron el sombrero. Algunos marineros miraron los platos y jarras vacíos de la mesa con pesar.

—Milord —dijo el rey a Drinian—, os ruego que enviéis a dos hombres de regreso al Viajero del Alba con un mensaje para lord Rhoop. Decidle que lo que queda de sus antiguos compañeros de navegación está aquí dormido, en un sueño sin pesadillas, y que puede compartirlo si lo desea.

Una vez hecho eso, Mariam indicó al resto que se sentaran y les expuso toda la situación. Al terminar se produjo un largo silencio y algunos cuchicheos hasta que por fin el maestro remero se puso en pie, y dijo:

—Lo que algunos de nosotros hace tiempo deseamos preguntar, Majestad, es cómo vamos a conseguir regresar a casa cuando demos la vuelta, tanto si viramos aquí o en otra parte. Todos los vientos han sido del oeste y del noroeste durante el camino, salvo alguna calma ocasional. Y si eso no cambia, me gustaría saber qué esperanzas tenemos de volver a ver Narnia. No hay muchas probabilidades de que las provisiones duren mientras «remamos» todo ese trecho.

—Eso es palabrería de marineros inexpertos —declaró Drinian—. Siempre existe un viento predominante del oeste en estas aguas durante la última parte del verano, y siempre cambia después del Año Nuevo. Tendremos todo el viento que queramos para navegar al oeste; más del que nos gustaría, según dicen.

—Eso es cierto, patrón —dijo un marinero anciano que era galmiano de nacimiento—. Uno encuentra un tiempo bastante desapacible procedente del este en enero y febrero. Y con vuestro permiso, señor, si yo mandara esta nave, aconsejaría que pasáramos el invierno aquí e iniciáramos el viaje de vuelta a casa en marzo.

—¿Qué comeríais mientras pasáramos el invierno aquí? —preguntó Eustace.

—Esta mesa —dijo Ramandu— se llenará con un festín digno de un rey cada día al ponerse el sol.

—¡Así se habla! —exclamaron varios marineros.

—Majestades, caballeros y damas —dijo Rynelf—, hay únicamente una cosa que deseo decir. No hay nadie aquí que fuera presionado para realizar este viaje. Somos voluntarios. Y hay quienes contemplan con fijeza esa mesa y piensan en festines regios, pero que hablaban con mucho entusiasmo de aventuras el día que zarpamos de Cair Paravel, y juraban que no volverían a casa hasta que hubiéramos encontrado el Fin del Mundo. Y había algunos de pie en el muelle que habrían dado todo lo que poseían por venir con nosotros, pues se consideraba más admirable poseer un camarote de grumete en el Viajero del Alba que lucir el cinto de un caballero. No sé si comprendéis lo que digo; pero lo que quiero decir es que creo que unos tipos que partieron como lo hicimos nosotros parecerían tan estúpidos como… como aquellos Farfapodos… si regresaran a casa y dijeran que llegaron hasta el principio del Fin del Mundo y no tuvieron valor para seguir adelante.

Algunos de los marineros aclamaron sus palabras pero otros dijeron que todo aquello era palabrería.

—Esto no va a ser muy divertido —susurró Edmund a Mariam—. ¿Qué haremos si la mitad de ellos se queda atrás?

—Aguarda —respondió la azabache en otro susurro—, todavía tengo un as en la manga.

—¿No vas a decir nada, Reep? —murmuró Lucy.

—No, ¿por qué debería Su Majestad esperar que lo hiciera? —respondió el ratón en un tono de voz que la mayoría oyó—. He hecho mis propios planes. Mientras pueda, navegaré al este en el Viajero del Alba. Cuando la nave me falle, remaré al este en mi barquilla. Cuando ésta se hunda, nadaré al este con mis patas; y cuando ya no pueda nadar más, si no he llegado al país de Aslan o he sido arrastrado por encima del borde del mundo por una catarata enorme, me hundiré con el hocico dirigido a la salida del sol y Peepiceek será el jefe de los ratones parlantes de Narnia.

—¡Bravo, bravo! —gritó un marinero—. Yo diría lo mismo, excluyendo la parte de la barquilla, que no soportaría mi peso. —Y añadió en voz más baja—. No pienso permitir que me supere un ratón.

—Amigos —dijo Caspian en aquel punto, poniéndose en pie de un salto—, creo que no habéis comprendido exactamente nuestro propósito. Habláis como si hubiéramos acudido a vosotros sombrero en mano, suplicando tripulación. No es eso en absoluto. Nosotros y nuestros reales hermano y hermana y su pariente, junto con Reepicheep, el buen caballero, y lord Drinian tenemos una misión que realizar en el borde del mundo. Nos complacerá elegir entre aquellos de vosotros que estéis dispuestos a venir, a los que consideremos dignos de tan magnífica empresa. Por ese motivo ordenaremos ahora a lord Drinian y a maese Rhince que consideren con atención qué hombres de entre vosotros son los más resistentes en combate, los marinos más expertos, los más limpios de corazón, los más leales a nuestra persona y los de vida y costumbres más irreprochables. —Se detuvo y luego Mariam siguió más rápido.

— ¡Por la melena de Aslan! —exclamó—. ¿Creéis que el privilegio de ver lo último que existe se puede comprar con una canción? Cada hombre que venga con nosotros legará el título de «Viajero del Alba» a todos sus descendientes, y cuando desembarquemos en Cair Paravel en el viaje de vuelta recibirá oro o tierras suficientes para hacer de él un hombre rico toda su vida. Ahora, desperdigaos por la isla, todos vosotros. Dentro de media hora recibiré los nombres que me traiga lord Drinian.

Se produjo un silencio más bien tímido y a continuación los hombres hicieron una reverencia y se alejaron, uno en una dirección, otro en otra, pero la mayoría en pequeños grupos, conversando.

—Y ahora ocupémonos de lord Rhoop —anunció Caspian.

Pero al regresar a la cabecera de la mesa comprobó que Rhoop ya se encontraba allí. Había llegado, silencioso y sin que nadie lo advirtiera, mientras tenía lugar la discusión, y estaba sentado junto a lord Argoz. La hija de Ramandu se hallaba a su lado como si acabara de acompañarlo hasta su asiento; el anciano fue a colocarse a su espalda y posó las dos manos sobre la canosa cabeza del noble. Incluso a plena luz del día una tenue luz gris surgió de las manos de la estrella. En el rostro macilento de Rhoop apareció una sonrisa y tendió una de sus manos a Lucy y la otra a Caspian. Por un momento pareció como si fuera a decir algo. Luego su sonrisa se iluminó más, como si experimentase una sensación deliciosa, un largo suspiro de satisfacción brotó de sus labios, su cabeza se inclinó al frente y se durmió.

—Pobre Rhoop —dijo Lucy—. Me alegro. Deben de haberle ocurrido cosas terribles.

—No lo pensemos siquiera —manifestó Eustace.

Entretanto, el discurso de Caspian, con la ayuda tal vez de alguna magia presente en la isla, tenía justo el efecto que deseaba. Una buena cantidad de hombres que habían estado ansiosos por «abandonar» el viaje no estaban tan conformes entonces con la idea de que «los dejaran fuera». Y, desde luego, cada vez que algún marinero anunciaba que había decidido solicitar permiso para navegar con ellos, los que no lo habían dicho advertían que cada vez eran menos y se sentían más incómodos. Así pues, antes de que transcurriera la media hora, varios hombres se dedicaban ya sin tapujos a adular a Drinian y a Rhince (al menos así era como lo llamaban en mi escuela), para conseguir un buen informe. Y pronto sólo quedaron tres que no querían ir, y aquellos tres se esforzaban en persuadir al resto para que se quedase con ellos. Y poco después ya sólo quedaba uno, que, al final, empezó a temer que se quedaría solo y cambió de parecer.

Finalizada la media hora, todos regresaron en tropel a la Mesa de Aslan y se quedaron de pie en un extremo mientras Drinian y Rhince iban a sentarse con Caspian y entregaban su informe; y Caspian aceptó a todos los hombres excepto al que había cambiado de idea en el último momento. Éste, que se llamaba Pittencream, se quedó en la Isla de la Estrella todo el tiempo que sus compañeros estuvieron fuera buscando el Fin del Mundo y acabó deseando fervientemente haber ido con ellos. No era la clase de persona que podía disfrutar conversando con Ramandu y su hija —ni ellos se divertían con él—, además, llovió mucho, y aunque aparecían banquetes fantásticos en la Mesa cada noche, no disfrutó demasiado de su estancia.

Dijo que le ponía la carne de gallina estar allí sentado, solo (y probablemente bajo la lluvia) con aquellos cuatro lores dormidos en el otro extremo de la Mesa. Y cuando regresaron los demás se sintió tan fuera de lugar que en el viaje de vuelta desertó al llegar a las Islas Solitarias y se marchó a vivir a Calormen, donde contó historias fantásticas sobre sus aventuras en el Fin del Mundo, hasta que al final llegó a creérselas él mismo. De modo que uno podría decir que vivió feliz desde entonces, aunque jamás pudo soportar a los ratones.

Aquella noche todos comieron y bebieron juntos en la gran Mesa situada entre las columnas donde el festín se renovaba mágicamente; y a la mañana siguiente el Viajero del Alba volvió a zarpar justo después de que las enormes aves llegaran y se fueran otra vez.

—Señora —dijo Caspian—, espero poder hablar con vos de nuevo cuando haya roto el hechizo.
Y la hija de Ramandu lo miró y sonrió.

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