xiii

Los tres durmientes

El viento no dejó de soplar pero se tornó más suave con el paso de los días, hasta que por fin las olas eran apenas leves ondulaciones, y la nave se deslizaba hora tras hora casi como si navegaran por un lago. Y cada noche veían que se alzaban en el este constelaciones nuevas que nadie había visto nunca en Narnia y que tal vez, como María y Lucy pensaban que era con una mezcla de júbilo y temor, ningún ser vivo había contemplado jamás. Aquellas estrellas nuevas eran grandes y brillantes, y las noches resultaban cálidas. Casi todo el mundo dormía en cubierta y conversaba hasta altas horas de la noche, o se inclinaba sobre el costado de la nave contemplando la danza luminosa de la espuma que la proa arrojaba a lo alto.

Una tarde de sorprendente belleza, cuando la puesta de sol a su espalda era tan roja y púrpura, y tan extensa que el mismo cielo parecía haber aumentado de tamaño, avistaron tierra a estribor de la proa. Se fue acercando despacio y la luz que brillaba detrás de ellos hacía que los cabos y promontorios de aquel nuevo territorio parecieran estar en llamas. Finalmente se encontraron navegando a lo largo de su costa y su cabo occidental se alzó entonces a popa, negro contra el cielo rojo y tan definido como si se tratara de una cartulina recortada, y entonces pudieron distinguir mejor cómo era aquel territorio. No tenía montañas pero sí muchas colinas suaves con laderas parecidas a almohadas. De él surgía un aroma atrayente; lo que Lucy llamaba «una especie de nebuloso olor púrpura», expresión que, según dijo Edmund (y pensó Rhince) era una sandez, pero a lo que Mariam replicó:

—Sé a lo que te refieres.

Navegaron un buen trecho, dejando atrás un cabo tras otro, con la esperanza de localizar un puerto profundo y agradable, pero tuvieron que contentarse al final con una bahía amplia y poco profunda. Aunque las aguas parecían tranquilas en alta mar, desde luego había oleaje en la playa y no pudieron entrar el Viajero del Alba tanto como les habría gustado. Echaron el ancla bastante lejos de la playa y tuvieron un desembarco húmedo y agitado en el bote. Lord Rhoop permaneció a bordo de la nave, pues no deseaba saber nada más de islas. Durante todo el tiempo que estuvieron en aquel lugar el sonido de las enormes rompientes resonó en sus oídos.

Dejaron dos hombres custodiando el bote y Caspian condujo al resto hacia el interior, pero no muy lejos, ya que era demasiado tarde para explorar y la luz no tardaría en desaparecer. Pero no fue necesario ir muy lejos para correr una aventura. El valle llano situado frente a la bahía no mostraba carretera ni senda ni ninguna otra señal de ocupación. Bajo los pies había una turba delicada y elástica salpicada aquí y allá con una vegetación baja y tupida que Edmund y Lucy tomaron por brezo. Eustace, que en realidad era bastante bueno en botánica, dijo que no lo era, y probablemente tenía razón; pero era algo que se le parecía mucho.

Apenas se habían alejado un tiro de flecha de la playa, cuando Drinian dijo:

—¡Mirad! ¿Qué es aquello? —Y todos se detuvieron.

—¿Son árboles grandes? —inquirió Caspian.

—Torres, creo —respondió Eustace.

—Podrían ser gigantes —dijo Edmund en voz más baja.

—Yo no le veo forma de gigante pequitas —dijo la azabache haciendo que el pecoso antes mencionado se sonrijara levemente.

—El modo de averiguarlo es ir a colocarse justo entre ellos —declaró Reepicheep, desenvainando la espada y avanzando a buen paso por delante de todos los demás.

—Creo que son unas ruinas —indicó Lucy cuando se hubieron acercado bastante más, y su suposición fue la que más se aproximó a la verdad.

Lo que encontraron fue un espacio amplio y oblongo, enlosado con piedras lisas, y rodeado de pilares grises pero sin techo. Una mesa muy larga lo recorría de un extremo al otro, cubierta con un mantel de un rojo vivo que descendía casi hasta el suelo. A cada lado de ella había muchas sillas de piedra, magníficamente talladas y con cojines de seda en los asientos, y en la mesa misma estaba dispuesto un banquete como no se había visto nunca, ni siquiera cuando Peter el Sumo Monarca tenía su corte en Cair Paravel. Había ocas, patos y pavos reales, cabezas de jabalíes y costillares de venado, bizcochos en forma de veleros o dragones y elefantes, pudín helado, langostas relucientes y salmones resplandecientes, nueces y uvas, piñas y melocotones, granadas, melones y tomates. Había jarros de oro, de plata y de cristal curiosamente trabajado; y el aroma de la fruta y el vino volaron hacia ellos como una promesa de toda clase de prosperidad.

—¡Cielos! —exclamó Lucy.

Se acercaron sin hacer ruido.

—Pero ¿dónde están los invitados? —preguntó Eustace.

—Los podemos facilitar nosotros, señor —repuso Rhince.

—¡Fijaos! —dijo Edmund con brusquedad junto a Mariam que sostenía su mano.

Se encontraban ya entre los pilares y sobre la zona enlosada, y todos miraron hacia donde Edmund había indicado. Las sillas no estaban todas vacías. En la cabecera de la mesa y en dos lugares junto a ella había algo; posiblemente tres seres.

—¿Qué es eso? —inquirió Lucy en un susurro

—Parecen tres castores sentados a la mesa —contestó la azabache acercándose.

—O un enorme nido de ave —replicó Edmund.

—A mí me parece más bien un almiar —dijo Caspian.

—¿Vamos a estar adivinando o nos vamos a acercar? —dijo Mariam un poco inquieta.

Reepicheep corrió al frente, saltó sobre una silla y de allí a la mesa, y la recorrió veloz, avanzando con la agilidad de un bailarín por entre copas adornadas con piedras preciosas, pirámides de fruta y saleros de marfil. Fue hasta la misteriosa masa gris del extremo: la inspeccionó, la tocó, y a continuación declaró:

—Éstos no pelearán, me parece.

Todos se acercaron entonces y vieron que lo que ocupaba aquellos tres asientos eran tres hombres, aunque resultaba difícil reconocerlos como hombres hasta que los miraban con atención. Sus cabellos, que eran grises, habían crecido por encima de los ojos hasta casi ocultar los rostros, y las barbas habían crecido por encima de la mesa, trepando y enroscándose alrededor de platos y copas del mismo modo que las zarzas se enroscan a una valla hasta que, entremezclados en una enorme mata de cabellos, habían caído por encima del borde de la mesa y habían llegado al suelo. Y de sus cabezas colgaban las melenas por encima de los respaldos de sus asientos hasta ocultarlos por completo. En realidad los tres hombres eran casi únicamente pelo.

—¿Muertos? —preguntó Caspian.

—No lo creo, señor —respondió Reepicheep, levantando una de las manos fuera de la maraña de cabellos con la ayuda de sus dos zarpas—. Éste está caliente y le late el pulso.

—A éste también, y a éste —anunció Drinian.

—Vaya, sólo están dormidos —comentó Eustace.

—Pero ha sido un sueño muy largo —indicó Caspian.

—Para que sus cabellos crecieran así —secundó Mariam.

—Sin duda es un sueño hechizado —dijo Lucy—. En cuanto desembarcamos en esta isla sentí que estaba llena de magia. ¿Creéis que a lo mejor hemos venido aquí a romper el hechizo?

—Podemos intentarlo —repuso Caspian, y empezó a zarandear a uno de los tres durmientes.

Por un momento todos pensaron que iba a tener éxito, ya que el hombre respiró con fuerza y murmuró: «No iré más al este. Fuera los remos por Narnia». Pero volvió a sumirse casi de inmediato en un sueño todavía más profundo que antes: es decir, la pesada cabeza se inclinó unos centímetros más en dirección a la mesa y todos los esfuerzos por volver a despertarlo fueron infructuosos.

Con el segundo sucedió algo muy parecido: «No nacimos para vivir como animales. Ve al este mientras tengas una posibilidad de hacerlo… Tierras detrás del sol», y volvió a dormirse. Y el tercero se limitó a decir: «Mostaza, por favor», y se durmió profundamente.

—Fuera remos por Narnia, ¿eh? —dijo Drinian.

—Sí —asintió Caspian—, tenéis razón, Drinian. Creo que nuestra búsqueda ha llegado a su fin.

—Echemos una mirada a sus anillos. Sí, éstos son sus símbolos. Éste es lord Revilian. Éste es lord Argoz; y éste, lord Mavramorn —repuso Mariam.

—Pero no podemos despertarlos —indicó Lucy—. ¿Qué haremos?

—Si me disculpan Sus Majestades —intervino Rhince—, ¿por qué no empezamos a comer mientras lo discuten? No se ve una cena como ésta todos los días.

—¡Ni se te ocurra! —exclamó Caspian.

—Tiene razón, tiene razón —dijo Mariam tomando la mano de Edmun directo a la playa—. Hay demasiada magia por aquí. Cuanto antes regresemos a bordo, mejor.

—Podéis estar seguros —dijo Reepicheep— de que fue por comer estos alimentos por lo que los tres lores se sumieron en este sueño de siete años.

—No los tocaría ni para salvar mi vida —declaró Drinian.

—Oscurece con una rapidez extraordinaria —observó Rynelf.

—Regresemos al barco, regresemos al barco —mascullaron los hombres entre dientes.

—Realmente pienso que tienen razón —dijo Edmund detendiendo a Mariam—. Podemos decidir qué hacer con los tres durmientes mañana. No nos atrevemos a probar la comida y no existe ningún motivo para que nos quedemos a pasar la noche aquí. Todo el lugar huele a magia y a peligro.

—Comparto totalmente la opinión del rey Edmund —declaró Reepicheep— en lo que concierne a la tripulación del barco en general. Pero yo, por mi parte, me sentaré a esta mesa hasta el amanecer.

—¿Por qué diantre? —dijo Eustace.

—Porque —contestó el ratón— ésta es una gran aventura, y ningún peligro me parece tan grande como el de saber, a mi regreso a Narnia, que dejé un misterio tras de mí por culpa del miedo.

—Me quedaré contigo, Reep —anunció Edmund.

—También yo —dijo Caspian.

—Y yo —declaró Lucy.

—Si no queda más de otra, pues yo también me quedo —siguió Mariam a su hermano y a los Pevensie.

Y a continuación Eustace también se ofreció como voluntario, lo que fue un gran acto de valentía por su parte, ya que no haber leído jamás sobre tales cosas ni haber oído hablar de ellas hasta que se unió al Viajero del Alba empeoraba más las cosas para él que para los demás.

—Imploro a Sus Majestades… —empezó Drinian.

—No, milord —dijo Caspian—. Vuestro lugar está en el barco, y habéis tenido todo un día de trabajo mientras que nosotros hemos estado ociosos.

—Caspian tiene razón, nosotros no hemos hecho mucho y ustedes si.

Se produjo una larga discusión al respecto, pero finalmente los azabaches se salió con la suya.

Mientras la tripulación partía hacia la playa en medio de la creciente oscuridad ninguno de los cinco vigilantes, excepto tal vez Reepicheep, pudo evitar sentir un helado nudo en el estómago.

Tardaron bastante tiempo en elegir asientos ante la peligrosa mesa. Probablemente todos tenían el mismo motivo pero nadie lo dijo en voz alta; pues en realidad se trataba de una elección desagradable. A todos les resultaba difícil soportar la idea de tener que pasar toda la noche sentado cerca de aquellos tres horribles objetos peludos que, si bien no estaban muertos, desde luego no estaban vivos en el sentido corriente de la palabra.

Por otra parte, sentarse en el otro extremo, de modo que los distinguirían cada vez menos a medida que oscureciera, y no podrían darse cuenta de si se movían, y quizá no podrían verlos en absoluto a partir de las dos de la madrugada… no, aquello resultaba impensable. Así pues, deambularon alrededor de la mesa diciendo: «¿Qué os parece aquí?» y «¿O tal vez un poco más adelante?» o «¿Por qué no en este lado?». Hasta que por fin se acomodaron en un punto cerca del centro pero más cerca de los durmientes que del otro extremo. Para entonces eran alrededor de las diez y ya casi de noche. Las extrañas constelaciones brillaban en el este, y a Lucy le habría gustado más si hubieran sido el Leopardo, la Nave y otras viejas amigas del firmamento narniano.

Arrebujados en sus capas marinas, se sentaron muy quietos y aguardaron. Al principio hubo algún intento de mantener una conversación pero no prosperó; así que permanecieron sentados horas y horas, sin dejar de oír cómo rompían las olas en la playa.

Tras horas que parecieron siglos llegó un momento en el que todos comprendieron que habían estado dormitando un momento antes pero que, de repente, se hallaban totalmente despiertos. Las estrellas ocupaban posiciones distintas de las que tenían la última vez que las observaron, y el cielo estaba muy negro, a excepción de un gris apenas perceptible en el este. Estaban helados, sedientos y entumecidos, y ninguno habló porque en aquel momento por fin sucedía algo.

Ante ellos, más allá de las columnas, había la ladera de una colina baja. Y, justo entonces, una puerta se abrió en la falda de la elevación, apareció luz en la entrada, salió una figura al exterior y la puerta se cerró tras ella. La aparición sostenía un candil, y su luz era en realidad lo único que distinguían con claridad, mientras se acercaba despacio hasta detenerse justo ante la mesa, frente a ellos. Entonces pudieron ver que se trataba de una joven alta, vestida con una única prenda larga de color azul claro que dejaba los brazos al descubierto. Llevaba la cabeza sin cubrir y los dorados cabellos le caían por la espalda. Y cuando la miraron se dijeron que nunca antes habían sabido lo que realmente significaba la belleza.

La luz que sostenía era una vela larga en un candelero de plata que depositó sobre la mesa. Si había soplado viento desde el mar a primeras horas de la noche sin duda se había desvanecido ya, pues la llama de la vela ardía tan recta e inmóvil como si estuviera en una habitación con las ventanas cerradas y las cortinas corridas. El oro y la plata de la mesa relucían bajo aquella luz.

Entonces Lucy advirtió algo colocado longitudinalmente sobre la mesa que había escapado a su atención antes. Era un cuchillo de piedra, afilado como el acero, un objeto de aspecto antiguo y cruel.

Mariam por su lado desenvaino su espada lentamente sin hacer un solo ruido.

Nadie había dicho una palabra todavía. Entonces —Reepicheep primero, y Caspian después— todos se pusieron en pie, pues sentían que estaban en presencia de una gran dama.

—Viajeros que habéis venido desde lejos a la mesa de Aslan —dijo la muchacha—. ¿Por qué no coméis ni bebéis?

—Señora —respondió Caspian—, temíamos la comida porque pensábamos que había sumido a nuestros amigos en un sueño hechizado.

—Jamás la han probado —declaró ella.

—Por favor —pidió Lucy—, ¿qué les sucedió?

—Hace siete años —dijo la joven—, vinieron aquí en un barco cuyas velas estaban hechas jirones y los maderos a punto de desprenderse. Había unos cuantos hombres más con ellos, marineros, y cuando llegaron ante esta mesa uno dijo: «Aquí tenemos un buen sitio. ¡Dejemos de largar velas, de plegarlas y de remar y sentémonos para acabar nuestros días en paz!». Y el segundo dijo: «No, volvamos a embarcar y naveguemos en dirección a Narnia y el oeste; puede que Miraz haya muerto». Pero el tercero, que era un hombre muy autoritario, se levantó de un salto y les espetó: «No, cielos. Somos hombres y telmarinos, no bestias. ¿Qué deberíamos hacer sino buscar una aventura tras otra? No nos queda mucho tiempo de vida, de todos modos, así que utilicémoslo en buscar el mundo deshabitado situado tras la salida del sol». Y mientras disputaban, el tercero se apoderó del Cuchillo de Piedra que descansa ahí sobre la mesa, dispuesto a pelear contra sus compañeros. Pero es un objeto que él no debía tocar, y en cuanto sus dedos se cerraron sobre la empuñadura, un sueño profundo se apoderó de los tres. Y hasta que se deshaga el hechizo no despertarán.

—¿Qué es este Cuchillo de Piedra? —preguntó Eustace.

—¿Ninguno de vosotros lo conoce? —inquirió la muchacha.

—Creo… creo —dijo Lucy— que he visto algo parecido. Era un cuchillo como ése el que la Bruja Blanca usó cuando mató a Aslan en la Mesa de Piedra hace mucho tiempo.

—Era el mismo —respondió ella—, y fue traído aquí para ser conservado con honor mientras perdure el mundo.

Edmund, que se había mostrado cada vez más incómodo durante los últimos minutos, dijo entonces:

—Escuchad. Espero no ser un cobarde… respecto a lo de comer estos alimentos, me refiero… y, desde luego, no es mi intención ser grosero. Pero nos ha sucedido gran cantidad de aventuras extrañas en este viaje nuestro y las cosas no son siempre lo que parecen. Cuando os miro al rostro no puedo evitar creer todo lo que decís; pero eso es también lo que sucedería con una bruja. ¿Cómo podemos saber que sois una amiga?

—No podéis. Sólo podéis creer… o no.

Tras una corta pausa se oyó la fina voz de Reepicheep:

—Señor —dijo a Caspian—, si sois tan amable, llenad mi copa con vino de esa jarra: es demasiado grande para que la pueda levantar. Beberé a la salud de la dama.

Caspian aceptó y el ratón, de pie sobre la mesa, alzó una copa de oro entre sus diminutas patas y dijo:

—Señora, brindo por vos.

A continuación empezó a comer fiambre de pavo real, y al poco rato todos siguieron su ejemplo. Estaban muy hambrientos y la comida, aunque no fuera lo ideal para un desayuno temprano, era excelente como cena tardía.  Pero en cambio Mariam los observó como devoraba aquella comida, Edmund le ofrecío un poco de pavo a lo que ella negó.

—¿Por qué la llaman la Mesa de Aslan? —preguntó Lucy al cabo de un rato.

—Está colocada aquí siguiendo sus órdenes —respondió la joven—, para aquellos que lleguen tan lejos. Algunos llaman a esta isla el Fin del Mundo, pues aunque se puede navegar más allá, éste es el principio del fin.

—Pero ¿cómo es que la comida no se estropea? —inquirió el práctico Eustace.

—Es comida renovada diariamente —respondió ella—. Ya lo veréis.

—Y ¿qué vamos a hacer respecto a los Durmientes? —quiso saber Caspian—. En el mundo del que vienen mis amigos —en aquel punto indicó con la cabeza a Eustace y a los hermanos Pevensie—, existe una historia de un príncipe o un rey que llega a un castillo en el que todos duermen un sueño mágico. En aquella historia el príncipe no podía romper el hechizo hasta haber besado a la princesa.

—Pero aquí —repuso la joven— es distinto. Aquí no puede besar a la princesa hasta que haya roto el hechizo.

—En ese caso —declaró Caspian—, en nombre de Aslan, mostradme cómo puedo ponerme manos a la obra de inmediato.

—Mi padre os lo enseñará —respondió ella.

—¡Vuestro padre! —exclamaron todos—. ¿Quién es? Y ¿dónde está?

—Mirad —dijo la muchacha, dándose la vuelta y señalando la puerta de la ladera de la colina.
La vieron entonces con más facilidad, pues mientras habían estado hablando, las estrellas habían perdido luminosidad y grandes brechas de luz blanca empezaban a aparecer en la semioscuridad del cielo oriental.

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