vi

LAS AVENTURAS DE EUSTACE

En aquel mismo instante sus compañeros se lavaban las manos y el rostro en el río, y empezaban a prepararse para comer y descansar.

Los tres mejores arqueros habían ascendido a las colinas situadas al norte de la bahía, y habían vuelto cargados con un par de cabras monteses que en aquellos momentos se asaban sobre una fogata.

Caspian, por su parte, había hecho bajar a tierra un barril de vino, un vino fuerte de Archenland que había que mezclar con agua antes de beberlo, de modo que habría cantidad suficiente para todos.

El trabajo había ido bien hasta el momento y resultó una comida muy festiva. No fue hasta después de servirse asado por segunda vez cuando Edmund comentó:

—¿Dónde está ese sinvergüenza de Eustace?

—Edmund no le digas así, mejor ve a buscarlo —dijo Mariam ayudando a Caspian a servir vino.

Mientras tanto Eustace paseaba una mirada asombrada por el valle desconocido. Era tan estrecho y profundo, y los precipicios que lo rodeaban tan altos, que parecía un foso o una trinchera enorme.

El suelo estaba cubierto de hierba, aunque salpicado de rocas, y aquí y allá distinguió zonas negras quemadas como las que se ven a los lados de un terraplén del ferrocarril en un verano sin lluvia.

A unos quince metros de distancia había un estanque de aguas lisas y transparentes. No había, en un principio, ninguna otra cosa en el valle; ni un animal, ni un pájaro ni un insecto.

El sol caía con fuerza, y picos sombríos y promontorios montañosos se atisbaban por encima del borde del valle.

El niño comprendió que debido a la niebla había descendido por el lado equivocado de la elevación, de modo que se dio la vuelta al instante para regresar por donde había venido.

Pero en cuanto hubo echado una mirada se estremeció. Al parecer, y por una asombrosa buena suerte, había encontrado el único camino que existía para bajar; una larga lengua de tierra verde, terriblemente empinada y angosta, con precipicios a cada lado.

No existía otro modo de regresar. Pero ¿podría hacerlo, ahora que veía cómo era realmente? La cabeza le daba vueltas sólo de pensarlo.

Volvió a girar, pensando que en cualquier caso sería mejor que tomara un buen trago del estanque primero. Sin embargo, en cuanto se dio la vuelta y antes de haber dado un paso al interior del valle oyó un ruido a su espalda.

No era más que un ruidito pero sonó muy fuerte en aquel silencio formidable. El sonido lo dejó petrificado allí mismo durante un segundo; luego giró el cuello y miró.

Al pie del despeñadero, un poco a su izquierda, había un agujero bajo y oscuro; tal vez la entrada de una cueva. Y de éste surgían dos finas espirales de humo; además las piedras sueltas situadas justo debajo del oscuro hueco se movían —aquél era el ruido que había oído— igual que si algo se arrastrara en la oscuridad detrás de ellas.

Desde luego, algo se arrastraba. Peor aún, algo salía de allí. Edmund, Lucy o tú mismo lo habríais reconocido al momento, pero Eustace no había leído ninguno de los libros apropiados.

Lo que salió de la cueva era algo que él jamás había imaginado siquiera: un hocico largo de color plomizo, ojos de un rojo apagado, sin plumas ni pelaje, un cuerpo largo y flexible que se arrastraba a ras del suelo, patas cuyos codos quedaban más altos que su lomo como las de una araña, garras afiladas, alas parecidas a las de un murciélago que chirriaban contra las piedras, una cola kilométrica.

Y las columnas de humo surgían de los dos orificios de su hocico. A Eustace jamás se le ocurrió la palabra «dragón», aunque tampoco habría mejorado las cosas de haberlo hecho.

Pero tal vez si hubiera sabido algo sobre dragones habría experimentado una cierta sorpresa ante el comportamiento de aquel ejemplar.

No se sentó muy erguido ni agitó las alas, tampoco brotó un surtidor de llamas de sus fauces. El humo que le salía del hocico era como el humo de un fuego que se extingue. Tampoco pareció haber visto a Eustace.

Marchó muy despacio en dirección al estanque; lentamente y con muchas pausas. Incluso a pesar del miedo que sentía, Eustace advirtió que era una criatura vieja y triste, y se preguntó si debía atreverse a echar a correr en dirección a la cuesta.

Pero aquella cosa podía volver la cabeza si él hacía algún ruido. Podía cobrar más vida. Tal vez aquello no era más que una simulación. De todos modos, ¿de qué servía intentar huir escalando de una criatura capaz de volar?

El ser alcanzó el estanque y deslizó la horrible barbilla cubierta de escamas por encima de la grava para beber: pero antes de que pudiera hacerlo surgió de él un potente graznido o grito metálico y tras unas cuantas contracciones y convulsiones rodó sobre un costado y se quedó totalmente inmóvil con una zarpa en alto.

Un hilillo de sangre oscura manó de las fauces abiertas. El humo de su hocico se tornó negro por un instante y luego se alejó flotando. No volvió a salir más humo.

Durante un buen rato, Eustace no se atrevió a moverse. Tal vez aquello era el truco que empleaba la bestia, la forma en que atraía a los viajeros a su perdición. De todos modos, tampoco podía aguardar eternamente.

Dio un paso hacia él, luego dos pasos, y volvió a detenerse. El dragón siguió totalmente inmóvil; advirtió también que el fuego rojo había desaparecido de sus ojos.

Finalmente fue a detenerse junto a él. En aquellos momentos el niño se hallaba ya muy seguro de que el animal estaba muerto. Lo tocó con un estremecimiento; nada sucedió.

La sensación de alivio fue tan grande que estuvo a punto de soltar una carcajada en voz alta, y empezó a sentirse como si hubiera peleado y matado al dragón en lugar de haberse limitado a verlo morir.

Pasó por encima de él y se dirigió al estanque para beber, pues el calor empezaba a resultar insoportable. No lo sorprendió oír un trueno. Casi a continuación el sol desapareció, y antes de que Eustace terminara de beber caían ya gotas de lluvia.

El clima de aquella isla era de lo más antipático. En menos de un minuto, Eustace estaba mojado hasta los huesos y medio cegado por una lluvia torrencial como jamás se ve en Europa.

De nada serviría intentar trepar fuera del valle mientras aquello durara. Salió disparado en dirección al único refugio visible: la cueva del dragón. Una vez allí, se tumbó en el suelo e intentó recuperar el aliento.

La mayoría de nosotros sabe qué se puede encontrar en la guarida de un dragón pero, como ya he dicho, Eustace sólo había leído libros aburridos. Sus lecturas contaban muchas cosas sobre exportaciones e importaciones, gobiernos y alcantarillado, pero resultaban bastante deficientes en el tema de los dragones. Fue por ese motivo por el que lo desconcertó tanto la superficie sobre la que yacía.

Partes de ella eran demasiado punzantes para ser piedras y demasiado duras para ser espinos, y parecía haber gran cantidad de cosas planas redondas, además, todo tintineaba cuando se movía.

En la boca de la cueva había luz suficiente para examinarla, así que Eustace descubrió que se trataba de lo que cualquiera de nosotros habría podido decirle de antemano: riquezas. Había coronas —los objetos punzantes—, monedas, anillos, brazaletes, lingotes, copas, bandejas y piedras preciosas.

Eustace, al contrario que la mayoría de niños, jamás había pensado en tesoros, pero vio en seguida lo útil que sería éste en aquel mundo nuevo al que tan absurdamente había ido a parar a través del cuadro del dormitorio de Lucy que había en su casa.

—Aquí no tienen impuestos —dijo— y no hay que entregar los tesoros al gobierno. Con una parte de todo esto podría pasarlo bastante bien en este lugar; tal vez en Calormen. Parece el sitio menos absurdo de todas estas tierras. ¿Cuánto podría transportar? Veamos ese brazalete… esas cosas que lleva son probablemente diamantes… me lo colocaré en la muñeca. Es demasiado grande, pero lo subiré justo por encima del codo. Luego me llenaré los bolsillos de diamantes… resultan más cómodos que el oro. Me gustaría saber cuándo va a aflojar esta lluvia infernal.

Fue a colocarse en un lugar menos incómodo de la pila, donde todo eran monedas en su mayoría, y se acomodó a esperar. Pero un buen susto, cuando ya ha pasado, y en especial un buen susto después de un paseo por la montaña, lo deja a uno muy cansado. Eustace se durmió.

Mientras él estaba profundamente dormido y roncando, sus compañeros ya habían acabado de comer y empezaban a sentirse realmente alarmados por su ausencia. Gritaron: «¡Eustace! ¡Eustace! ¡Yuju!» hasta quedarse afónicos, y Mariam hizo sonar su cuerno.

—No está cerca de aquí o lo habría oído —dijo Lucy muy pálida.

—¡Maldito muchacho! —masculló Edmund—. ¿En qué demonios estaría pensando para escabullirse así?

—Tenemos que hacer algo —intervin la azabache—. A lo mejor se ha perdido, ha caído en un agujero o lo han capturado unos salvajes.

—O lo han matado las fieras —añadió Drinian.

—Pues sería todo un alivio si así fuera, eso pienso yo —masculló Rhince.

—Maese Rhince —observó Reepicheep—, eso que habéis dicho no es nada digno de vos. La criatura no es amiga mía pero es pariente de la reina, y mientras forme parte de nuestro grupo concierne a nuestro honor encontrarla y vengarla si está muerta.

—Desde luego que tenemos que encontrarlo, si es que podemos —intervino Caspian en tono fatigado—. Eso es lo fastidioso, porque significa organizar un grupo de búsqueda y un sinfín de molestias. Qué lío con Eustace.

Entretanto, Eustace dormía y dormía… y siguió durmiendo. Lo que lo despertó fue un dolor en el brazo. La luz de la luna penetraba en la boca de la cueva, y el lecho de tesoros parecía haberse tornado mucho más cómodo: en realidad apenas lo notaba.

En un principio, el dolor del brazo le desconcertó, pero luego pensó que era el brazalete que había empujado hasta pasar por encima del codo y que se le había clavado. Sin duda el brazo, era el izquierdo, se había hinchado mientras dormía.

Movió el brazo derecho para palparse el izquierdo, pero se detuvo antes de haberlo movido ni un centímetro y se mordió el labio, aterrorizado. Frente a él, y un poco a su derecha, allí donde la luz de la luna caía sobre el suelo de la cueva, vio una silueta espantosa que se movía. Sabía lo que era aquella silueta: era la garra de un dragón. Se había movido cuando él desplazó la mano y se quedó quieta cuando él dejó de moverla.

«Vaya, qué idiota he sido —pensó Eustace—. Claro, el animal tenía una compañera y ahora está acostada a mi lado».

Durante varios minutos no se atrevió a mover ni un músculo. Vio cómo dos finas columnas de humo se alzaban ante sus ojos, negras al recortarse contra la luz de la luna; del mismo modo que se habían elevado del hocico del otro dragón antes de que muriera.

Aquello le resultó tan alarmante que contuvo la respiración. Las dos columnas de humo se desvanecieron. Cuando ya no pudo contener la respiración más tiempo la dejó escapar furtivamente; al instante volvieron a aparecer dos chorros de humo. Pero ni siquiera así comprendió la verdad.

Al cabo de un rato decidió que se deslizaría cautelosamente hacia la izquierda para intentar escabullirse fuera de la cueva. A lo mejor la criatura estaba dormida; y de todos modos era su única posibilidad. Pero, claro está, antes de moverse hacia la izquierda echó una mirada en aquella dirección y… ¡Qué horror! También había una zarpa de dragón en aquel lado.

Nadie podría haber culpado a Eustace por echarse a llorar en aquel momento. El niño se sorprendió del tamaño de sus propias lágrimas mientras contemplaba cómo caían sobre el tesoro ante él. Además parecían extrañamente calientes, pues despedían vapor.

Sin embargo, de nada servía llorar. Debía intentar arrastrarse lejos de los dos dragones. Empezó a alargar el brazo derecho, y la pata delantera y la zarpa de su lado derecho realizaron exactamente el mismo movimiento.

A continuación se le ocurrió probar con el brazo izquierdo. La extremidad del dragón de aquel lado también se movió.

¡Dos dragones, uno a cada lado, imitando todo lo que él hacía! El pánico se apoderó de él y sencillamente salió huyendo hacia la entrada.

Se escuchó tal estrépito, chirridos, tintineo de monedas de oro y crujir de rocas, mientras se precipitaba fuera de la cueva, que pensó que los dos seres lo seguían; aunque no se atrevió a volver la mirada.

Corrió en dirección al estanque. La figura retorcida del dragón muerto yaciendo a la luz de la luna habría sido suficiente para asustar a cualquiera pero ahora apenas advirtió su presencia. Su intención era meterse en el agua.

Pero en el mismo instante en que llegaba a la orilla del agua sucedieron dos cosas. En primer lugar, se dio cuenta de que había estado corriendo a cuatro patas… ¿por qué diablos lo había hecho? Y en segundo lugar, mientras se inclinaba hacia el agua, le pareció por un momento que otro dragón más lo miraba desde el interior del estanque. Pero al instante comprendió lo que sucedía. El rostro de dragón del agua era su propio reflejo. No existía la menor duda. Se movía cuando él se movía: abría y cerraba la boca cada vez que él la abría y la cerraba.
Se había convertido en un dragón mientras dormía. Dormido sobre el tesoro de un dragón con codiciosos pensamientos draconianos, se había convertido él mismo en uno de aquellos seres.

Eso lo explicaba todo. No había dos dragones junto a él en el interior de la cueva. Las zarpas a su derecha e izquierda eran las suyas propias. Las dos columnas de humo habían salido de los orificios de su nariz. En cuanto al dolor en el brazo izquierdo (o lo que había sido su brazo izquierdo) supo lo que había sucedido en cuanto miró de reojo con el ojo izquierdo.

El brazalete, que había encajado tan perfectamente en el brazo de un muchacho, era demasiado pequeño para la gruesa y achaparrada pata delantera de un dragón y se había clavado profundamente en la carne cubierta de escamas, dejando un bulto punzante a cada uno de sus lados. Intentó quitárselo con sus dientes de dragón pero no consiguió sacarlo.

A pesar del dolor, su primera sensación fue de alivio. Ya no tendría nada que temer. Él mismo era aterrador y nada en el mundo excepto un caballero —y no todos— se atrevería a atacarlo. Incluso podía arreglar las cuentas con Caspian y Edmund ahora…

Pero en cuanto lo pensó se dio cuenta de que no lo deseaba. Quería su amistad; deseaba regresar con los humanos y hablar, reír y compartir cosas.

Comprendió que se había convertido en un monstruo aislado de la raza humana, y una espantosa soledad se adueñó de él.

Empezó a comprender que sus compañeros no habían sido unas malas personas en absoluto y ello le hizo preguntarse si él habría sido una persona tan agradable como siempre había supuesto. Anhelaba escuchar sus voces. Habría agradecido incluso una palabra amable del mismo Reepicheep.

Al pensar en todo aquello, el pobre dragón que había sido Eustace alzó la voz y lloró. Un dragón poderoso llorando a moco tendido bajo la luz de la luna en un valle desierto es un espectáculo y un sonido que resulta difícil de imaginar.

Finalmente, decidió que intentaría encontrar el camino de vuelta a la playa. Comprendía ahora que los azabaches jamás habría zarpado sin él, y tuvo la seguridad de que hallaría un modo u otro de hacer que la gente se diera cuenta de quién era.

Bebió largo y tendido y luego —y ya sé que suena horroroso, aunque no lo es si se piensa con calma— se comió casi todo el dragón muerto.

Se había zampado ya la mitad cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo; pues, ¿sabes?, si bien su mente era la de Eustace, sus gustos y apetito eran los de un dragón. Y no hay nada que le guste tanto a un dragón como la carne de otro de su especie. Ése es el motivo de que pocas veces se encuentre más de un dragón en un mismo condado.

Luego inició el ascenso fuera del valle. Empezó a subir y en cuanto saltó se encontró volando. Había olvidado por completo la existencia de sus alas y se sintió gratamente sorprendido; fue la primera sorpresa agradable que había tenido durante bastante tiempo.

Se elevó por los aires y vio innumerables cimas de montañas extendidas a sus pies bajo la luz de la luna. Al poco tiempo, distinguió la bahía como si fuera una losa plateada y al Viajero del Alba anclado en sus aguas, y vio las fogatas que centelleaban en el bosque junto a la playa. Desde las alturas se lanzó hacia el suelo en un planeo.

Mariam y Lucy dormía profundamente ya que había permanecido despierta hasta el regreso del grupo de búsqueda, con la esperanza de recibir buenas noticias acerca de Eustace.

Caspian había encabezado el grupo que había regresado muy tarde y con todos sus integrantes exhaustos. Las noticias que traían eran preocupantes. No habían hallado ni rastro del niño pero habían visto a un dragón muerto en un valle.

Todos intentaron tomarlo de la mejor manera posible y se aseguraron unos a otros que no era nada probable que hubiera más dragones por allí, y que uno que estaba muerto sobre las tres de la tarde —que era cuando lo habían descubierto— no era probable que anduviera matando gente unas pocas horas antes.

—A menos que se comiera a ese mocoso y muriera debido a ello: ése sería capaz de envenenar cualquier cosa —comentó Rhince; pero lo dijo muy por lo bajo y nadie lo oyó.

Pero más entrada la noche Mariam y  Lucy se despertaron con suma suavidad, y descubrieron a todo el mundo reunido y conversando en susurros.

—¿Qué sucede? —preguntó Lucy.

—Debemos mostrar una gran fortaleza —decía Caspian—. Un dragón acaba de aparecer volando por encima de las copas de los árboles y se ha posado en la playa. Sí, me temo que se interpone entre nosotros y el barco. Y las flechas no sirven de nada contra esas criaturas. Y no les asusta en absoluto el fuego.

—Con el permiso de Su Majestad… —empezó Reepicheep.

—No, Reepicheep —declaró la azabache con firmeza—, no quiero que intentes entablar combate con él. Y a menos que prometas obedecerme en esta cuestión, haré que te aten. Lo que debemos hacer es mantener una estrecha vigilancia y, en cuanto haya luz, descender a la playa y enfrentarnos a él. Yo iré delante. Edmund estará a mi derecha y Caspian a mi izquierda. No se tomarán otras disposiciones. Dentro de un par de horas será de día. En una hora serviremos la comida y lo que queda del vino. Y que todo se realice en silencio.

—Tal vez se vaya —indicó Lucy.

—Será peor si lo hace —dijo Edmund—, porque entonces no sabremos dónde está. Si hay una avispa en la habitación, prefiero verla.

El resto de la noche resultó espantoso, y cuando llegó la comida, aunque sabían que debían comer, muchos descubrieron que apenas sentían apetito. Y parecieron transcurrir horas interminables hasta que por fin la oscuridad empezó a disiparse, los pájaros iniciaron sus gorjeos aquí y allá, todo se tornó más frío y húmedo de lo que había estado durante la noche y Caspian anunció:

—Vamos por él, amigos míos.

Se levantaron, todos con las espadas desenvainadas, y formaron una masa compacta con Lucy en el centro y Reepicheep en el hombro de la niña.

Resultaba mejor que la espera y todo el mundo parecía sentir más afecto por los demás que de ordinario. Al cabo de un momento se pusieron en marcha.

La luz aumentó de intensidad mientras llegaban al linde del bosque. Y, allí en la arena, como un lagarto gigante, un cocodrilo flexible o una serpiente con patas, enorme, horrible y jorobado, estaba el dragón.

Pero cuando los vio, en lugar de alzarse y lanzar fuego y humo, el animal retrocedió —uno casi podría haberlo descrito como anadear— hacia los bajíos de la bahía.

—¿Por qué menea la cabeza de ese modo? —inquirió Edmund.

—Y ahora está asintiendo —dijo Mariam.

—Y sale algo de sus ojos —indicó Caspian.

—¿Es qué no lo veis? —intervino Lucy—. Está llorando. Son lágrimas.

—Yo no confiaría en eso, señora —advirtió Drinian—. Eso es lo que hacen los cocodrilos, para que uno baje la guardia.

—Ha movido la cabeza cuando has dicho eso —comentó Edmund—. Igual que si quisiera decir «No». Fijaos, vuelve a hacerlo.

—¿Crees que entiende lo que decimos? —preguntó Lucy.

El dragón asintió violentamente con la cabeza.
Reepicheep se escabulló del hombro de Lucy y fue a colocarse al frente.

—Dragón —llamó con su voz aguda—, ¿comprendes lo que decimos?

La criatura asintió.

—¿Sabes hablar?

El animal negó con la cabeza.

—En ese caso —siguió Reepicheep—, no sirve de nada preguntarte qué te trae por aquí. Pero si deseas jurarnos amistad alza la pata delantera izquierda por encima de la cabeza.

Así lo hizo, pero con torpeza ya que la pata estaba dolorida e hinchada por culpa del brazalete de oro.

—Fijaos —dijo Lucy—, le pasa algo en la pata. Pobrecito; seguramente era ése el motivo por el que lloraba. A lo mejor ha venido a nosotros para que lo curemos igual que en el relato de Androcles y el león.

—Ten cuidado, Lucy —advirtió Mariam—. Es un dragón muy listo, pero también puede ser un mentiroso.

No obstante, Lucy ya se había adelantado seguida por Reepicheep, que lo hizo a toda la velocidad que le permitían sus cortas piernas, y luego, claro está, Drinian y los muchachos fueron también.

El dragón Eustace extendió la pata dolorida de buena gana, recordando el modo en que el cordial de la niña había curado su mareo en alta mar antes de que se convirtiera en un dragón. Sin embargo, en aquella ocasión, sufrió una desilusión. El líquido mágico redujo la hinchazón y alivió el dolor un poco pero no pudo disolver el oro.

Todo el mundo se había apelotonado ahora a su alrededor para observar la cura, y entonces Caspian exclamó de improviso:

—¡Mirad! —sus ojos estaban fijos en el brazalete.

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