v

LA TORMENTA Y LO QUE SALIÓ DE ÉSTA

Casi tres semanas después de desembarcar remolcaron al Viajero del Alba fuera del embarcadero de Puerto Angosto.

Se habían pronunciado solemnes discursos de despedida y reunido una gran multitud para presenciar su partida, y también hubo aclamaciones y lágrimas cuando Caspian pronunció su último discurso a los habitantes de las Islas Solitarias y se despidió del duque y su familia, pero cuando la nave, con la vela púrpura ondeando aún ociosamente, se alejó de la orilla, y el sonido de la trompeta de Caspian desde la popa se fue apagando, todos callaron.

Entonces el navío encontró viento favorable; la vela se hinchó, el remolcador soltó amarras y empezó a remar de vuelta a tierra, la primera ola auténtica corrió bajo la proa del Viajero del Alba y la embarcación volvió a cobrar vida.

Los hombres que estaban fuera de servicio marcharon bajo cubierta, Drinian hizo la primera guardia en popa, y el barco giró la proa al este para rodear la parte sur de Avra.

Los días siguientes resultaron deliciosos. Mariam y Lucy se sentían las niñas más afortunadas del mundo al despertar cada mañana y contemplar el reflejo del agua iluminada por el sol danzando en el techo de su camarote, y pasear la mirada por todas las cosas bonitas que había conseguido en las Islas Solitarias: botas para el agua, borceguíes, capas, jubones y chales.

Y luego salían a cubierta y, desde el castillo de proa, echaba una ojeada al mar, que era de un azul más brillante cada mañana, y aspiraban con fuerza el aire que era un poco más cálido de día en día. Después llegaba la hora del desayuno y sentían un apetito como sólo se consigue en alta mar.

Pasaban gran parte del tiempo sentadas en el banquito de popa jugando al ajedrez con Reepicheep. Era divertido verlo levantar las piezas, que eran excesivamente grandes para él, con ambas zarpas y ponerse de puntillas si efectuaba un movimiento cerca del centro del tablero. Era un buen jugador y cuando recordaba que no era más que un juego acostumbraba a ganar.

Pero, de vez en cuando, Lucy o Mariam ganaba porque el ratón efectuaba algún movimiento ridículo como enviar a un caballo a una posición amenazada por una combinación de reina y torre.

Aquello sucedía porque había olvidado por un momento que se trataba de un juego de ajedrez y pensaba en una auténtica batalla y hacía que el caballo actuara como sin duda él lo haría de estar en su lugar. La mente del ratón estaba repleta de empresas desesperadas, gloriosas cargas suicidas y defensas imposibles.

Pero aquellos días tan agradables no duraron. Llegó una tarde en que Lucy, mientras contemplaba tranquilamente el largo surco o estela que dejaban tras ellos, vio una gran masa de nubes que crecía por el oeste a una velocidad sorprendente.

Entonces se abrió una rendija en ella y una puesta de sol amarilla se derramó por la abertura. Todas las olas situadas detrás de ellos parecieron adquirir unas formas desacostumbradas y el mar se tornó de un color pardo o amarillento como el de una lona sucia.

El aire se enfrió, y el barco pareció moverse inquieto como si percibiera el peligro a su espalda. La vela caía plana e inerte un instante y se hinchaba violentamente al siguiente. Mientras observaba todo aquello y se interrogaba sobre un siniestro cambio que se había producido en el ruido mismo del viento, Drinian gritó:

—Todos a cubierta.

En un instante todos estuvieron frenéticamente ocupados. Se aseguraron las escotillas, se apagó el fuego de la cocina y algunos hombres subieron a la arboladura para plegar la vela.

La tormenta los alcanzó antes de que terminaran. A Lucy le dio la impresión de que un valle inmenso se abría justo ante la proa, y se precipitaron a su interior, descendiendo más de lo que habría creído posible.

Una enorme montaña gris de agua, mucho más alta que el mástil, se abalanzó a su encuentro; parecía que fueran a perecer sin lugar a dudas, pero se vieron arrojados a lo alto de la ola.

En seguida, el barco pareció girar en redondo. Una cascada de agua se derramó sobre la cubierta; la popa y el castillo de proa eran como dos islas con un mar embravecido entre ambos.

Arriba en la arboladura los marineros se estiraban sobre la verga en un intento desesperado de hacerse con el control de la vela. Un cabo roto sobresalía oblicuamente empujado por el viento tan tieso como si fuera un atizador.

—Id abajo, señora, junto con la reina Mariam —gritó Drinian a voz en cuello.

Y Lucy, que sabía que los marineros de agua dulce —y también las marineras— son una molestia para la tripulación, se dispuso a obedecer.

No resultó fácil. El Viajero del Alba escoraba terriblemente a estribor y la cubierta estaba inclinada como el tejado de una casa.

La pequeña tuvo que gatear hasta alcanzar la parte superior de la escalera, agarrándose a la barandilla, luego quedarse allí mientras dos hombres subían por ella, y a continuación descender lo mejor que pudo.

Fue una suerte que estuviera ya bien agarrada a ella, pues al llegar al pie de la escalera otra ola barrió con violencia la cubierta, cubriéndola hasta los hombros.

Ya estaba casi empapada debido a las salpicaduras y la lluvia pero aquello resultó más frío aún. Se precipitó hacia la puerta del camarote, entró en él y dejó fuera por un momento la aterradora imagen de la velocidad con la que se precipitaban a la oscuridad, pero no, desde luego, la horrible confusión de crujidos, gemidos, chasquidos, golpeteos, rugidos y retumbos que resultaban más alarmantes allí abajo que fuera, en la popa.

—¿Dónde está Edmund? —pregunto la azabache pasándole una cobija a Lucy.

—No lo sé.

—Lucy, dime dónde está Edmund —la pequeña ojiazul no contesto.

Mariam estaba lista para salir buscar al azabache pero ella la detuvo, en sus ojos se podían ver la preocupación, pero no podía dejar a Lucy, puesto que si lo hacía Edmund jamás se lo perdonaría.

Y aquello siguió todo el día siguiente y el siguiente después de aquél. Siguió hasta que apenas recordaban un momento en que no hubiera existido.

Y en todo momento tenía que haber tres hombres sujetando la caña del timón y, ni aun así, podían mantener el rumbo entre los tres. Y siempre tenía que haber hombres en la bomba de achicar. Y apenas había tiempo para descansar, y no se podía cocinar nada, ni secar nada, y un hombre cayó por la borda, y no se veía el sol.

Cuando por fin terminó, Eustace efectuó la siguiente anotación en su diario:

3 de septiembre

Es el primer día desde hace una eternidad en que puedo escribir por fin. Nos ha empujado un huracán durante trece días y trece noches. Lo sé porque llevé la cuenta con sumo cuidado. ¡Es «estupendo» estar embarcado en un viaje de lo más peligroso con gente que ni siquiera sabe contar correctamente! Lo he pasado fatal, subiendo y bajando a lomos de olas inmensas una hora tras otra, por lo general mojado hasta los huesos, y sin que nadie intentara siquiera proporcionarnos una comida decente. Sobra decir que no hay radio ni cohetes, de modo que no existía la menor posibilidad de lanzar señales de socorro. Todo eso demuestra lo que no hago más que repetirles, que es una locura hacerse a la mar en una bañera infame como ésta.

»Ya sería bastante malo aunque uno estuviera con gente decente en lugar de demonios con apariencia humana. Caspian y Edmund se comportan de un modo despiadado conmigo. La noche que perdimos el mástil (ahora sólo queda un fragmento), a pesar de que yo no me sentía nada bien, me obligaron a subir a cubierta y a trabajar como un esclavo. Mariam metió baza diciendo que Reepicheep ansiaba ir pero era demasiado pequeño. Me maravilla que no se dé cuenta de que todo lo que hace ese animalillo es para presumir. Por muy pequeña que sea, Mariam debería tener ya un poco de sentido común. Hoy la repugnante barca se mantiene horizontal por fin y ha salido el sol y todos hemos hablado por los codos para decidir qué hacer.

»Tenemos comida suficiente, una bazofia horrible en su mayoría, para dieciséis días. (Las olas tiraron las aves de corral por la borda; pero aunque no hubiera sido así, la tormenta les habría impedido poner huevos). El auténtico problema es el agua. Al parecer un golpe abrió una vía de agua en dos barriles y están vacíos. (Otra muestra de la eficiencia narniana). Si se raciona a un cuarto de litro por día para cada uno, tenemos suficiente para doce días. (Todavía queda una barbaridad de toneles de ron y de vino, pero incluso ellos se dan cuenta de que beberlo sólo les produciría más sed).

»Si pudiéramos, desde luego, lo más sensato sería virar al oeste de inmediato y dirigirnos a las Islas Solitarias; pero hicieron falta dieciocho días para llegar a donde estamos, corriendo como locos con una galerna a nuestra espalda, e incluso aunque tuviéramos viento del este podríamos tardar mucho más en regresar. Y por el momento no hay ni rastro de viento del este. En cuanto a remar de regreso, se tardaría demasiado y Caspian dice que los hombres no podrían remar con sólo un cuarto de litro de agua al día. Estoy totalmente seguro de que se equivoca.

»Intenté explicar que el sudor en realidad refresca a la gente, de modo que los hombres necesitarían menos agua si trabajaran; pero no me hizo el menor caso, que es lo que suele hacer cuando no se le ocurre una respuesta. Los demás votaron por seguir adelante con la esperanza de encontrar tierra. Consideré que era mi deber señalar que ignorábamos si había tierra más adelante e intenté que comprendieran los peligros de hacerse ilusiones, y entonces, en lugar de presentar un plan mejor tuvieron la desfachatez de preguntarme qué sugería yo. Así que les expliqué con toda serenidad y sin alzar la voz que a mí me habían secuestrado y arrastrado a aquel viaje idiota sin mi consentimiento, y que no era precisamente asunto mío sacarlos del apuro.

4 de septiembre

Sigue sin soplar viento. Hubo raciones muy escasas para cenar y a mí me dieron menos que a los demás. ¡Caspian es un espabilado en cuestión de raciones y cree que no lo veo! Por algún motivo, Lucy quiso compensarme ofreciéndome un poco de la suya pero ese presuntuoso entrometido de Edmund no se lo permitió. Aún que Mariam lo regaño y ella me ofreció algo de su comida. El sol calienta de lo lindo. He pasado una sed terrible toda la tarde.

5 de septiembre

Sigue sin soplar viento y hace mucho calor. Me he sentido mal todo el día y estoy seguro de que tengo fiebre. Como es natural, ni siquiera tienen termómetro a bordo.

6 de septiembre

Un día horrible. Desperté en plena noche totalmente seguro de que tenía fiebre y debía tomar un trago de agua. Cualquier médico lo habría dicho. Sabe Dios que soy la última persona que intentaría obtener una ventaja injusta, pero jamás se me ocurrió que este racionamiento del agua se aplicaría también a una persona enferma. En realidad habría despertado a los demás y pedido un poco, pero pensé que era egoísta de mi parte despertarlos. Así pues me levanté, tomé mi taza y salí de puntillas del agujero negro en el que dormimos, teniendo sumo cuidado de no molestar a Caspian y a Edmund, pues han dormido mal desde que comenzó el calor y empezamos a quedarnos sin agua.

»Siempre intento tomar en consideración a los demás, tanto si se muestran amables conmigo como si no. Salí sin problemas a la habitación grande, si es que se le puede llamar habitación, donde están los bancos de los remeros y el equipaje. El depósito del agua está en el extremo. Todo iba a las mil maravillas, pero antes de que pudiera sacar un tazón de agua ¿quién va y me encuentra allí? Era ese diminuto espía de Reep. Intenté explicar que iba a subir a cubierta para tomar un poco de aire fresco, pues la cuestión del agua no era asunto suyo, y me preguntó por qué tenía una taza. Armó tanto escándalo que despertó a todo el barco. Me trataron de un modo escandaloso. Pregunté, como creo que habría hecho cualquiera, por qué Reepicheep merodeaba cerca del tonel de agua en plena noche, y él respondió que puesto que era demasiado pequeño para ser de utilidad en cubierta, custodiaba el agua cada noche para que otro hombre más pudiera dormir. Y ahora viene la maldita injusticia de esta gente: todos lo creyeron. ¿Cómo es posible?

»Tuve que pedir disculpas o el peligroso animalillo me habría atacado con su espada. Y entonces Caspian se quitó finalmente la máscara para mostrarse como el tirano brutal que es y declaró bien fuerte para que todos lo oyeran que cualquiera que encontraran «robando» agua en el futuro «recibiría dos docenas». No sabía lo que aquello significaba hasta que Edmund me lo explicó. Aparece en la clase de libros que leen esos Pevensie.

»Tras esta amenaza cobarde, Caspian cambió de tono y empezó a mostrarse condescendiente. Dijo que se sentía apenado por mi situación y que todo el mundo se sentía igual de febril que yo y que todos debíamos sacar el mejor partido de todo aquello, etc…, etc. Es un pedante odioso y engreído. Hoy me he quedado en la cama todo el día.

»Hay ratos en donde Mariam me visita para saber cómo sigo, a veces me trae la comida por más que sea poca ella pone un poco de su comida en la mía.

7 de septiembre

Hoy ha soplado un poco de viento pero también del oeste. Hemos recorrido unas cuantas millas en dirección este con parte de la vela, colocada en lo que Drinian llama la bandola; eso quiere decir el bauprés colocado vertical y atado (ellos lo llaman «amarrado») al trozo que queda del mástil auténtico. Sigo teniendo una sed terrible.

8 de septiembre

Seguimos navegando en dirección este. Ahora me quedo todo el día en mi litera y no veo a nadie excepto a Lucy o Mariam, hasta que esos dos «malos bichos» vienen a dormir. Mariam y Lucy me da un poco de su ración de agua. Dice que las chicas no sienten tanta sed como los chicos. A mí ya se me había ocurrido, pero tendría que ser algo más conocido en alta mar.

9 de septiembre

Hay tierra a la vista; una montaña muy alta a lo lejos en dirección sudeste.

10 de septiembre

La montaña resulta más grande y nítida pero sigue estando muy lejos. Hemos vuelto a ver gaviotas hoy por primera vez desde no recuerdo cuánto tiempo hace.

11 de septiembre

Pescamos unos cuantos peces y los comimos para cenar. Echamos el ancla sobre las siete de la tarde en tres brazas de agua en una bahía de esta isla montañosa. Ese idiota de Caspian no quiso dejarnos ir a tierra porque empezaba a oscurecer y tenía miedo de que hubiera salvajes y animales peligrosos. Esta noche hemos tenido ración extra de agua.

Lo que les aguardaba en aquella isla iba a atañer más a Eustace que a cualquier otro, pero no lo puedo relatar en sus propias palabras porque después del 11 de septiembre se olvidó de escribir en su diario durante mucho tiempo.

Cuando llegó la mañana, con un cielo gris y encapotado, pero muy calurosa, los aventureros descubrieron que estaban en una bahía circundada por acantilados y riscos tales que parecía un fiordo noruego.

Frente a ellos, en la cabecera de la bahía, había un trozo de terreno llano profusamente poblado de árboles que parecían cedros, por entre los que discurría un veloz arroyo.

Más allá había una empinada cuesta que finalizaba en una escarpada cresta y, detrás de ésta, una vaga oscuridad de montañas que se perdían en el interior de nubes de tonos apagados de modo que era imposible distinguir sus cimas.

Los acantilados más cercanos, a cada lado de la bahía, estaban surcados aquí y allá por líneas blancas que todos comprendieron que eran cascadas aunque a aquella distancia no mostraban ningún movimiento ni producían ruido.

A decir verdad todo el lugar estaba muy silencioso y el agua de la bahía aparecía fina como el cristal, y reflejaba cada uno de los detalles de los farallones. La escena habría resultado pintoresca en un cuadro pero era bastante opresiva en la realidad. No era un lugar que diera la bienvenida a los visitantes.

Toda la tripulación del barco bajó a tierra en el bote, que tuvo que hacer dos viajes, y todos bebieron, se dieron un buen baño en el río, comieron y descansaron antes de que Caspian enviara a cuatro hombres de vuelta para vigilar el barco, y se iniciara la jornada de trabajo. Había que hacer de todo.

Había que llevar los barriles a tierra, reparar los que estaban en mal estado si era posible y volver a llenarlos todos; había que talar un árbol —un pino si podían conseguirlo— y convertirlo en un nuevo mástil; había que reparar las velas; era necesario organizar una partida de caza para conseguir cualquier tipo de comida que se pudiera encontrar allí; había que lavar y remendar prendas; y a bordo existían innumerables desperfectos que tenían que repararse. Pues, en aquellos momentos, el Viajero del Alba —y eso resultaba más evidente al contemplarlo desde cierta distancia— estaba lejos de ser la espléndida nave que había zarpado de Puerto Angosto.

Parecía una carraca estropeada y descolorida que cualquiera habría tomado por un barco naufragado. Los oficiales y la tripulación no se hallaban en mejor estado: escuálidos, pálidos, con los ojos enrojecidos por falta de sueño y vestidos con andrajos.

Eustace, acostado bajo un árbol, sintió que el alma se le caía a los pies al escuchar todos aquellos planes. ¿Es qué no descansarían nunca? Parecía que su primer día en la muy ansiada tierra firme iba a resultar tan agotador como un día en alta mar.

Entonces se le ocurrió una idea encantadora. Nadie miraba; todos parloteaban sobre el barco como si realmente les gustara aquella cosa detestable. ¿Por qué no escabullirse tranquilamente? Daría un paseo hacia el interior de la isla, encontraría un lugar fresco y ventilado arriba en las montañas, se echaría una buena siesta y no volvería a reunirse con los demás hasta que hubiera finalizado la jornada de trabajo.

Se dijo que le sentaría bien; aunque tendría buen cuidado de mantener la bahía y el barco a la vista para estar seguro del camino de vuelta. No le gustaría nada verse abandonado en aquel lugar.

Puso en práctica el plan inmediatamente. Se levantó de donde estaba sin hacer ruido y se alejó por entre los árboles, esforzándose por andar despacio y dando la impresión de vagar sin rumbo fijo de modo que si alguien lo veía pensara que se limitaba a estirar las piernas.

Le sorprendió descubrir lo rápido que el sonido de las conversaciones se apagó y lo terriblemente silencioso, cálido y verde oscuro que se tornó el bosque. Al poco tiempo consideró que podía aventurarse a avanzar con pasó más rápido y decidido.

No tardó en abandonar el bosque, y el terreno empezó a ascender vertiginosamente frente a él. La hierba estaba seca y resbaladiza pero manejable si utilizaba las manos además de los pies, y aunque jadeaba y se secaba la frente muy a menudo, perseveró con tenacidad en su ascenso.

Aquello demostró, de paso, que su nueva vida, sin que él lo sospechara, ya le había sentado bastante bien; el antiguo Eustace, el Eustace de Harold y Alberta, habría abandonado la ascensión al cabo de diez minutos.

Despacio, y con varios descansos, alcanzó la cumbre. Allí había esperado obtener una visión del corazón de la isla, pero las nubes habían descendido más y estaban más próximas, y un mar de niebla avanzaba a su encuentro. Se sentó en el suelo y miró atrás.

Se encontraba a tal altura que la bahía se veía diminuta a sus pies y se distinguían muchas millas de extensión de agua. Entonces la niebla de las montañas lo envolvió, espesa pero no fría, y se acostó y giró a un lado y a otro para encontrar la posición más cómoda para poder disfrutar del momento.

Pero no disfrutó, o al menos no lo hizo durante mucho tiempo. Casi por primera vez en su vida empezó a sentirse solo.

En un principio la sensación creció de modo muy gradual. Y entonces empezó a preocuparse por la hora. No se oía el menor sonido, y de improviso se le ocurrió que tal vez llevaba horas acostado. ¡A lo mejor los otros se habían ido! ¡Tal vez lo habían dejado alejarse a propósito sencillamente para poder abandonarlo allí! Se puso en pie de un salto, presa del pánico, e inició el descenso.

Al principio intentó hacerlo demasiado rápido, resbaló por la pendiente cubierta de hierba y patinó varios metros. Entonces se dijo que aquello lo había llevado demasiado hacia la izquierda, y mientras ascendía había visto precipicios en aquel lado.

Así pues volvió a subir a gatas, tan cerca como le pareció del lugar del que había partido, y reanudó el descenso, desviándose hacia la derecha. Después de eso las cosas parecieron ir mejor.

Avanzaba con suma cautela, ya que no podía ver a más de un metro por delante de él, y a su alrededor reinaba un silencio total. Resultaba muy molesto tener que moverse con cuidado cuando uno escucha una voz en su interior que le dice sin parar: «Date prisa, date prisa, date prisa». A cada momento la terrible idea de verse abandonado allí cobraba más fuerza.

De haber comprendido realmente cómo eran los azabaches y los hermanos Pevensie habría sabido, claro está, que no existía la menor posibilidad de que fueran a hacer nada parecido. Pero estaba convencido de que todos ellos eran seres diabólicos con apariencia humana.

—¡Por fin! —exclamó mientras se deslizaba por una pendiente de piedras sueltas (guijarros, las llaman) e iba a parar a terreno llano—. Y ahora, ¿dónde están esos árboles? Veo algo oscuro ahí delante. Caramba, parece como si la niebla empezara a disolverse.

Así era. La luz aumentaba de intensidad por momentos, obligándolo a pestañear. La niebla desapareció, y se encontró en un valle totalmente desconocido para él y sin que el mar apareciera por ninguna parte.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top