ix

LA ISLA DE LAS VOCES

Y entonces los vientos, que durante tanto tiempo habían soplado del noroeste, empezaron a soplar del oeste mismo y cada mañana cuando el sol surgía del mar, la proa curva del Viajero del Alba se alzaba justo en medio del astro de los reyes. Algunos pensaron que el sol parecía más grande allí que en Narnia, pero otros discreparon.

Navegaron sin pausa impelidos por una brisa suave pero a la vez constante y no avistaron ni peces, ni gaviotas, ni barcos, ni costas. Y las provisiones volvieron a escasear, y se deslizó furtivamente en sus corazones la idea de que tal vez hubieran llegado a un mar sin fin.

No obstante, cuando amaneció el último día que podían arriesgarse a proseguir con su viaje al este, justo al frente entre ellos y la salida del sol, divisaron una tierra llana posada en el agua como una nube.

Atracaron en una bahía amplia mediada la tarde y desembarcaron. Era un lugar muy distinto de los que habían visto hasta entonces; pues una vez que atravesaron la playa de fina arena lo hallaron todo silencioso y vacío como si fuera un territorio deshabitado, mientras que ante ellos se extendían céspedes uniformes en los que la hierba era suave y corta como la que acostumbraba a haber en los jardines de una gran mansión inglesa que dispusiera de diez jardineros.

Los árboles, que abundaban, estaban todos bien separados unos de otros, y no había ramas rotas ni hojas caídas en el suelo. De cuando en cuando se oía el arrullo de alguna paloma pero ningún otro ruido.

Al cabo de un rato llegaron a un sendero de arena, largo y recto, en el que no crecía ni una mala hierba, con árboles a ambos lados. A lo lejos, en el otro extremo de aquella avenida, divisaron una casa; muy alargada y gris y de aspecto silencioso bajo el sol de la tarde.

Nada más entrar en aquel sendero, Mariam advirtió que se le había metido una piedrecilla en el zapato. En aquel lugar desconocido tal vez habría sido mejor que pidiera a los otros que aguardaran mientras se la quitaba, pero no lo hizo; se quedó rezagada sin hacer ruido y se sentó para quitarse el zapato. Se le había hecho un nudo en el lazo.

Antes de que hubiera conseguido deshacer el nudo sus compañeros estaban ya a bastante distancia, y cuando por fin se sacó el guijarro y volvió a calzarse el zapato ya no los oía. Pero casi al momento oyó otra cosa, que no provenía de la casa.

Edmund se dio cuenta de su presencia, se acercó a ella a esperarla, cuando vio que hacía muecas le ayudo y después le dio un ligero beso en sus labios para seguir con el recorrido tomados de la mano.

Lo que oyeron fue un golpeteo, que sonaba como si docenas de trabajadores fornidos dieran en el suelo con todas sus fuerzas con enormes mazos de madera. Y el sonido se acercaba con rapidez.

Estaban sentadas ya de espaldas a un árbol, y puesto que éste no era uno al que pudiera trepar, no pudieron hacer otra cosa que quedarse allí, totalmente inmóvil, y aplastarse contra el tronco con la esperanza de que no los vieran.

Plomp, plomp, plomp... y fuera lo que fuese tenía que estar muy cerca ya porque notaban que el suelo se estremecía. Sin embargo, no veía nada y pensó que la cosa -o cosas- debían estar detrás de ellos.

Pero entonces oyeron otro plomp en el sendero justo delante de ellos. Suponieron que era en el sendero no únicamente por el sonido sino porque vieron como la arena se desparramaba como si le hubieran asestado un golpe tremendo.

Pero no vieron qué la había golpeado. A continuación todos los sonidos de golpes se juntaron a unos seis metros de distancia de ellos y cesaron de improviso. Entonces se oyó una voz.

Realmente resultaba aterrador porque seguía sin ver nada. Toda aquella especie de parque seguía mostrando el mismo aspecto tranquilo y vacío que había tenido cuando desembarcaron. Sin embargo, a apenas unos pocos metros de ellos, una voz habló. Y lo que dijo fue:

-Compañeros, ésta es nuestra oportunidad.

-Bien dicho. Bien dicho. «Ésta es nuestra oportunidad», ha dicho -contestó al instante un coro de otras voces-. Bien hecho, jefe. Jamás has dicho nada más cierto.

-Lo que yo digo -siguió la primera voz- es que nos coloquemos en la playa entre ellos y su bote, y que cada hijo de vecino se sirva de sus armas. Los atraparemos cuando intenten zarpar.

-Sí, ése es el modo de hacerlo -gritaron las demás voces-. Jamás se te ha ocurrido un plan mejor, jefe. Mantenlo, jefe. No podrías tener mejor plan que ése.

-Aprisa, pues, camaradas, aprisa -volvió a decir la primera voz-. En marcha.

-Acertado otra vez, jefe -replicaron los demás-. No podrías haber dado una orden mejor. Justo lo que íbamos a decir nosotros. En marcha.

Los golpes volvieron a empezar al momento; muy sonoros al principio pero luego cada vez más débiles, hasta que se apagaron por completo en dirección al mar.

Los azabaches sabía que no podían permanecer allí sentados devanándose los sesos sobre qué podrían ser aquellas criaturas invisibles, de modo que en cuanto el ruido de golpes dejó de oírse se levantaron y corrieron sendero adelante tras sus compañeros tan de prisa como le permitieron las piernas. Había que advertirles a toda costa.

Entretanto, los demás habían llegado hasta la casa. Era un edificio bajo -de sólo dos pisos- construido con una hermosa piedra de tonalidad suave, con muchas ventanas y parcialmente cubierto de hiedra. Todo estaba tan silencioso que Eustace dijo:

-Creo que está vacía.

Pero Caspian señaló en silencio la columna de humo que surgía de una chimenea.

Encontraron un gran portalón abierto y lo cruzaron, yendo a parar a un patio pavimentado. Y fue allí donde recibieron su primer indicio de que había algo extraño en aquella isla. En medio del patio había una bomba de agua, y bajo la bomba, un cubo; en principio no había nada raro en eso, pero la manivela de la bomba se movía arriba y abajo, a pesar de que no parecía haber nadie manejándola.

-¡Aquí hay magia! -dijo Lucy.

-¡Maquinaria! -exclamó Eustace-. Me parece que por fin hemos llegado a un país civilizado.

En aquel momento Mariam y Edmund, sudorosos y sin aliento, penetraron corriendo en el patio detrás de ellos. En voz baja intentó hacerles comprender lo que había escuchado, y una vez que lo hubieron entendido en parte ni el más valiente de ellos se mostró nada contento.

-Enemigos invisibles -masculló Caspian-, y que nos quieren aislar del bote. Esto no pinta nada bien.

-¿No tienes ni idea de qué clase de criaturas son, Mari? -preguntó Eustace.

-¿Cómo puedo tenerla, Eustace, si no podía verlas?

-¿Parecían humanos por sus pisadas?

-No oí ningún sonido de pies; únicamente voces y ese aterrador golpeteo... como de un mazo.

-Me gustaría saber -intervino Reepicheep- si se vuelven visibles cuando los atraviesas con una espada.

-Me parece que no tardaremos en descubrirlo -indicó Caspian-. Pero salgamos de esta entrada. Hay uno de ellos junto a la bomba de agua escuchando todo lo que decimos.

Salieron y regresaron al sendero, donde los árboles tal vez harían que resultasen menos visibles.

-No es que vaya a servir de mucho -observó Eustace- intentar ocultarse de gente a la que uno no puede ver. Pueden estar por todas partes a nuestro alrededor.

-Bien, Drinian -dijo Caspian-. ¿Qué tal si diéramos el bote por perdido, descendiéramos a otra parte de la bahía, e hiciéramos señales al Viajero del Alba para que pusiera rumbo hacia nosotros y nos rescatara?

-No hay suficiente profundidad para la nave, señor -respondió Drinian.

-Podríamos nadar -sugirió Lucy.

-Majestades -intervino Reepicheep-, escuchadme. Es una tontería pensar en esquivar a un enemigo invisible avanzando a hurtadillas o sigilosamente. Si estas criaturas están decididas a enfrentarse a nosotros, tened por seguro que lo conseguirán. Y acabe como acabe esto, yo preferiría pelear con ellas cara a cara a que me atrapen por la cola.

-Realmente creo que Reep tiene razón esta vez -declaró Edmund.

-Sin duda -añadió Mariam-, si Rhince y los que siguen en el Viajero del Alba nos ven peleando en la orilla podrán hacer «algo».

-Pero no nos verán pelear si no pueden ver al enemigo -indicó Eustace en tono desdichado-. Pensarán que agitamos las espadas en el aire para divertirnos.

Se produjo un incómodo silencio.

-Bueno -dijo Caspian finalmente-, acabemos con esto. Debemos bajar y enfrentarnos a ellos. Estrechémonos las manos... Coloca una flecha en el arco, Lucy... Desenvainad las espadas todos los demás... Y ahora, vamos. Tal vez quieran parlamentar.

Resultaba extraño contemplar los céspedes y los enormes árboles con aquel aspecto tan pacífico mientras regresaban a la playa. Y cuando llegaron allí, y vieron el bote justo donde lo habían dejado y la arena totalmente lisa sin descubrir a nadie en ella, más de uno se planteó que tal vez Lucy hubiera imaginado todo lo que les había contado. Pero antes de que llegaran a la arena, sonó una voz en el aire.

-No sigáis, señores míos, no sigáis adelante -dijo-. Tenemos que hablar con vosotros primero. Hay más de cincuenta de nosotros aquí empuñando armas.

-Eso, eso -apostilló el coro-. Ése es nuestro jefe. Uno puede confiar en lo que dice. Os dice la verdad, desde luego que sí.

-Yo no veo a esos cincuenta guerreros -comentó Reepicheep.

-Es cierto, es muy cierto -respondió la voz principal-. No nos veis. Y ¿por qué no? Pues porque somos invisibles.

-Mantente firme, jefe, mantente firme -dijeron las otras voces-. Hablas como un libro. No podrían pedir mejor respuesta que ésa.

-Permanece callado, Reep -indicó Caspian, y luego añadió en voz más alta-. Gente invisible, ¿qué queréis de nosotros? Y ¿qué hemos hecho para ganarnos vuestra enemistad?

-Queremos algo que las niñas puede hacer por nosotros -dijo la voz del jefe, y los demás apuntaron que era exactamente lo que habrían dicho ellos.

-¡Las niñas! -exclamó Reepicheep-. Las damas son unas reinas.

-No sabemos nada de reinas -declaró la voz principal («Ni tampoco nosotros, ni tampoco nosotros», corearon los otros)-. Pero queremos algo que ellas pueden hacer.

-¿Qué es? -preguntaron Mariam y Lucy al unísono.

-Y si se trata de algo que vaya en contra del honor o la seguridad de Sus Majestades -añadió el ratón-, os asombrará ver a cuántos podemos matar antes de morir.

-Bueno -respondió la voz del jefe-, se trata de una larga historia. ¿Y si nos sentáramos todos?

La propuesta fue calurosamente aceptada por las demás voces pero los narnianos permanecieron de pie.

-Bueno -empezó la voz-, la historia es la siguiente. Esta isla ha sido propiedad de un gran mago desde tiempo inmemorial. Y todos nosotros somos, o tal vez debería decir que éramos, sus sirvientes. Bueno, en pocas palabras, este mago del que hablaba nos dijo que hiciéramos algo que no nos gustó. Y ¿por qué no? Pues porque no queríamos hacerlo. Bueno, entonces el mago se enfureció; pues debería deciros que era el propietario de la isla y no estaba acostumbrado a que lo contrariaran. Era terriblemente insoportable, ¿sabéis? Pero, dejadme ver, ¿por dónde iba? Ah, sí, el mago subió entonces al piso superior (pues debéis saber que guardaba todos sus objetos mágicos allí arriba y todos nosotros vivíamos abajo); como os decía, subió y nos lanzó un hechizo. Un hechizo para volver fea a la gente. Si nos vierais ahora, y en mi opinión deberíais dar gracias de que no sea así, no creeríais el aspecto que teníamos antes de que nos afearan. Ya lo creo que no os los creeríais. Y allí estábamos nosotros, tan feos que no podíamos soportar contemplarnos los unos a los otros. Así que, ¿qué hicimos? Os diré lo que hicimos. Aguardamos hasta que pensamos que el mago estaría echando la siesta y nos deslizamos a hurtadillas escaleras arriba y fuimos hasta donde estaba su libro mágico, con una total desvergüenza, para ver si podíamos hacer algo respecto a aquel afeamiento. Aunque todos temblábamos de pies a cabeza, no os voy a engañar. De todos modos, tanto si me creéis como si no, os aseguro que no conseguimos encontrar ninguna clase de hechizo que eliminara la fealdad. Y entre que se nos acababa el tiempo y que temíamos que el anciano caballero despertara en cualquier momento... Yo sudaba a chorros, para qué os voy a engañar... Bueno, para resumir, al final vimos un hechizo para hacer invisible a la gente. Y se nos ocurrió que casi preferiríamos ser invisibles a seguir siendo tan feos como éramos. Y ¿por qué? Pues porque creíamos que nos gustaría más eso. Así que mi pequeña, que es más o menos de la edad de vuestra pequeña, y una criatura preciosa antes de que la volvieran fea, aunque ahora...

»Pero cuanto menos se diga mejor... Como decía, mi pequeña pronunció el hechizo, porque tiene que ser una niña o el mago en persona quien lo haga, no sé si me explico, pues de lo contrario no funciona. Y ¿por qué no? Porque no sucede nada. Así que mi Clipsie pronunció el conjuro, pues debería haberos dicho que lee de maravilla, y todos nos volvimos tan invisibles como cabría esperar. Y os aseguro que fue un alivio no vernos mutuamente las caras. Al principio, al menos. Pero en resumidas cuentas estamos ya más que hartos de ser invisibles. Y hay otra cosa. Jamás se nos ocurrió que este mago, aquel del que os hablaba, también se volvería invisible. Pero lo cierto es que no lo hemos vuelto a ver. O sea que no sabemos si está muerto, si se ha ido o si sencillamente está sentado en el piso de arriba totalmente invisible, ni tampoco si, de vez en cuando, también desciende a la planta baja, totalmente invisible. Y, podéis creerme, de nada sirve aguzar el oído porque siempre andaba descalzo por todas partes, sin hacer más ruido que un felino de grandes dimensiones. Y os lo diré claramente, caballeros, nuestros nervios ya no pueden soportar esta situación.

Tal fue el relato de la voz principal, pero bastante más abreviado, ya que he omitido todo lo que las otras voces añadían. En realidad el jefe jamás conseguía pronunciar más de seis o siete palabras sin ser interrumpido por sus asentimientos y palabras de ánimo, lo que casi volvió locos de impaciencia a los narnianos. Finalizada la narración hubo un largo silencio.

-Pero -dijo Lucy por fin-, ¿qué tiene esto que ver con nosotras? No lo comprendo.

-Vaya, válgame el cielo, ¡si me he olvidado lo más importante! -respondió el jefe.

-Desde luego que lo has hecho, desde luego que lo has hecho -rugieron las otras voces con gran entusiasmo-. Nadie podría habérselo dejado de un modo más claro y mejor. Así se hace, jefe, así se hace.

-Bien, no necesito repetir toda la historia -empezó éste.

-No, desde luego que no -dijeron los tres azabaches.

-Entonces, para decirlo en pocas palabras, llevamos esperando una eternidad a que aparezca unas gentiles niñas del extranjero, como podrías ser ustedes, señoritas, que suba al lugar donde está el libro mágico, encuentre el hechizo que elimina la invisibilidad y lo pronuncie. Y todos juramos que a los primeros extranjeros que desembarcaran en esta isla (que llevaran con ellos a unas gentiles niñas, quiero decir, porque si no la llevaban sería otra cosa) no los dejaríamos marchar con vida hasta que hubieran hecho lo que necesitábamos. Y por eso, caballeros, si vuestras niñas no satisface nuestros requisitos, será nuestro doloroso deber rebanaros el cuello a todos. Simplemente por una cuestión de necesidad, como podría decirse, y sin querer ofenderos, desde luego.

-No veo vuestras armas -indicó Reepicheep-. ¿Son invisibles, también?

Apenas habían salido las palabras de su boca cuando oyeron un silbido y al cabo de un instante había una lanza clavada, temblando aún, en uno de los árboles situados a su espalda.

-Eso es una lanza, ya lo creo -dijo la voz principal.

-Desde luego, jefe, desde luego -dijeron sus compañeros-. No podrías haberlo dicho mejor.

-Y salió de mi mano -siguió la voz-. Se vuelven visibles cuando se separan de nosotros.

-Pero ¿por qué queréis que seamos nosotras quien haga esto? -preguntó Mariam-. ¿Por qué no lo hace uno de los vuestros? ¿No tenéis ninguna niña?

-No nos atrevemos, no nos atrevemos -dijeron todas las voces-. No vamos a volver a subir.

-Es decir -intervino Caspian-, ¡estáis pidiendo a estas damas que se enfrente a un peligro que no os atrevéis a pedir que asuman vuestras hermanas e hijas!

-Eso es, eso es -respondieron alegremente todas las voces-. No podrías haberlo expresado mejor. Desde luego se ve que eres una persona con educación. Cualquiera puede darse cuenta.

-Vaya, es lo más vergonzoso que... -empezó Edmund, pero Lucy le interrumpió.

-¿Tendremos que subir por la noche o puede hacerse de día?

-De día, de día, por supuesto -respondió la voz del jefe-. No de noche. Nadie te pedirá que hagas eso. ¿Subir de noche? ¡Uf!

-Muy bien, pues, lo haremos -anunció la azabache-. No -siguió, volviéndose hacia sus compañeros-, no intenten detenernos. ¿No os dais cuenta de que no sirve de nada? No podemos pelear contra ellos. Y del otro modo existe una posibilidad.

-Pero ¡es un mago! -dijo Caspian.

-Lo sé. Pero podría no ser tan malo como dan a entender. ¿No tenéis la impresión de que esta gente no es muy valiente? -contesto Lucy.

-Desde luego, lo que no son es muy listos -repuso Eustace.

-Oye -intervino Edmund tomando la mano de la azabache-, realmente no podemos permitir que hagan algo así. Pregunta a Reep, estoy seguro de que dirá exactamente lo mismo.

-Pero es para salvar mi propia vida al igual que las vuestras -respondió Mariam-. Deseo tan poco que me hagan trocitos con espadas invisibles como cualquier otro.

-Su Majestad tiene razón -indicó Reepicheep-. Si tuviéramos alguna seguridad de poder salvarla peleando, nuestro deber estaría muy claro; pero me parece que no tenemos ninguna. Y el favor que se le solicita no es en absoluto contrario al honor de Su Majestad, sino una acción noble y heroica. Si a las reinas su corazón la impele a arriesgarse con el mago, no diré nada en contra. -Puesto que nadie había visto nunca que el ratón le tuviera miedo a nada, éste podía decir aquello sin temor a sentirse incómodo. Pero los muchachos, que sí habían sentido miedo a menudo, enrojecieron violentamente. No obstante, aquello era tan sensato que tuvieron que ceder. Sonoras aclamaciones surgieron del invisible grupo cuando se les anunció la decisión tomada, y la voz principal, con el caluroso apoyo de todos los demás, invitó a los narnianos a cenar y a pasar la noche con ellos. Eustace no quería aceptar, pero Lucy dijo:

-Estoy segura de que no nos traicionarán. No son de esa clase en absoluto.

Y los demás estuvieron de acuerdo. Así pues, acompañados por el ensordecedor golpeteo -que aumentó de intensidad cuando llegaron al resonante patio de losas- todos regresaron a la casa.

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