iii
LAS ISLAS SOLITARIAS
—¿Pasa algo Rey Edmund?
—Solo quería saber ¿cómo estás? —pregunto el azabache mientras soltaba su agarre.
—He estado muy bien y ¿usted cómo a estado?
—¿Por qué me hablas de usted? Salvamos a los narnianos juntos, al menos dime Edmund.
—Por más que quieras no podría hacerlo, así que si me permite tengo que ir a mi camarote —la azabache estuvo apunto de seguir con su camino pero Edmund se volvió a interponer.
—¿Que pasa contigo? Hace un año me confesaste tú amor por mi y ahora me tratas así —el pecoso estaba un poco indignado por la forma en la que Mariam lo trataba.
—No se de que habla su majestad, mientras que en su mundo paso un año, aquí pasaron tres, muchas cosas cambiaron —la ojicafe lo miro un momento para desviar la mirada al escuchar un gritó.
—¡Tierra a la vista! —gritó el vigía situado en la proa.
Lucy, que había estado conversando con Rhince en el castillo de popa, descendió apresuradamente la escalera y corrió al frente.
En el camino se le unió Mariam y Edmund, y encontraron a Caspian, Drinian y Reepicheep ya en el castillo de proa.
Era una mañana fresquita, el cielo lucía descolorido y el mar era de un azul muy oscuro con pequeñas crestas de espuma, y allí, un poco hacia el lado de estribor de la proa, estaba la más cercana de las Islas Solitarias, Felimath, como una colina verde en medio del mar, y detrás de ella, más lejos, las laderas grises de su hermana Doorn.
—¡La misma vieja Felimath! ¡La misma vieja Doorn! —exclamó Lucy, dando palmadas—. Vaya, Edmund, ¡cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que las vimos!
—Jamás he comprendido por qué pertenecen a Narnia —dijo Caspian—. ¿Las conquistó el Sumo Monarca Peter?
—Claro que no —respondió Edmund—. Pertenecían a Narnia antes de nuestra época… en los tiempos de la Bruja Blanca.
—¿Haremos escala, señor? —inquirió Drinian.
—No creo que fuera una gran idea desembarcar en Felimath —dijo Edmund—. Estaba casi deshabitada en nuestros tiempos y parece que sigue estándolo. La gente vivía principalmente en Doorn y unos cuantos en Avra, que es la tercera isla; aún no se puede ver desde aquí. Solamente utilizan Felimath para criar ovejas.
—En ese caso habrá que doblar ese cabo, supongo —dijo Drinian—, y desembarcar en Doorn. Eso significará que tendremos que remar.
—Lamento que no desembarquemos en Felimath —dijo Lucy—. Me gustaría volver a pasear por allí. Era un lugar muy solitario; con una clase agradable de soledad, con todos esos pastos y tréboles y la suave brisa marina.
—También a mí me encantaría estirar las piernas —repuso Mariam—. Les propongo una cosa: ¿qué tal si vamos a tierra en el bote y lo enviamos de vuelta, y luego atravesamos Felimath a pie y hacemos que el Viajero del Alba nos recoja al otro lado?
Si Caspian hubiera tenido tanta experiencia entonces como la que adquirió más tarde durante aquel viaje no habría hecho aquella sugerencia; pero en aquel momento pareció una idea excelente.
—Sí, hagámoslo —dijo Lucy.
—Vendrás, ¿verdad? —preguntó la azabache a Eustace, que había subido a cubierta con la mano vendada.
—Cualquier cosa con tal de abandonar esta condenada embarcación —respondió él.
—¿Condenada? —dijo Drinian—. ¿A qué te refieres?
—En un país civilizado como el mío —respondió Eustace—, los barcos son tan grandes que cuando estás en su interior ni siquiera te das cuenta de que estás en alta mar.
—En ese caso daría lo mismo que uno se quedara en tierra —replicó Caspian—. ¿Puedes pedir que bajen el bote, Drinian?
Los reyes, el ratón, los dos hermanos y Eustace se metieron en el bote y fueron conducidos hasta la playa de Felimath. Una vez que el bote los dejó y remó de regreso a la nave se dieron la vuelta y miraron a su alrededor. Les sorprendió comprobar lo pequeño que parecía el Viajero del Alba.
Mariam y Lucy iban descalzas, claro, pues se habían desprendido de los zapatos mientras nadaban, pero aquello no era ningún suplicio si había que andar sobre pastos blandos.
Resultaba delicioso volver a tener una superficie firme bajo los pies y oler la tierra y la hierba, incluso aunque al principio el suelo pareciera moverse arriba y abajo como un barco, como acostumbra a suceder durante unos minutos cuando se ha estado un tiempo embarcado.
Hacía bastante más calor allí del que había hecho a bordo y Lucy encontró el contacto con la arena muy agradable mientras atravesaban la isla. Oyeron el canto de una alondra.
Se marcharon tierra adentro y ascendieron por una colina bastante empinada, aunque baja. Una vez en lo alto miraron atrás, como es natural, y allí estaba el Viajero del Alba brillando como un enorme y reluciente insecto y deslizándose lentamente hacia el noroeste impulsado por sus remos. Luego descendieron por el otro lado de la cima y dejaron de ver la nave.
Doorn apareció entonces frente a ellos, separada de Felimath por un canal de casi dos kilómetros de ancho; detrás de ella y a la izquierda estaba Avra. La pequeña ciudad blanca de Puerto Angosto en Doorn se distinguía fácilmente.
—¡Vaya! ¿Qué es esto? —exclamó Edmund de improviso.
En el valle verde hacia el que descendían había seis o siete hombres de aspecto rudo, todos armados, sentados junto a un árbol.
—No les digáis quiénes somos —advirtió Mariam.
—Y ¿por qué no, Majestad, si puede saberse? —inquirió Reepicheep, que había consentido en ir subido al hombro de Lucy.
—Se me acaba de ocurrir —respondió Caspian—, que la gente del lugar no debe de haber tenido noticias de Narnia durante mucho tiempo. Es perfectamente posible que no reconozcan ya nuestra soberanía, en cuyo caso no tendrían por qué saber que somos los reyes.
—Tenemos nuestras espadas, señor —dijo el ratón.
—Sí, Reep, ya sé que las tenemos. Pero si se trata de una cuestión de reconquistar las tres islas, preferiría regresar con un ejército un poco más numeroso.
En aquellos momentos se hallaban bastante cerca de los desconocidos, uno de los cuales —un tipo fornido de melena negra— les gritó:
—Buenos días tengáis.
—Y muy buenos días también a vos —respondió Caspian—. ¿Existe todavía un gobernador de las Islas Solitarias?
—Ya lo creo que sí —respondió el hombre—. El gobernador Gumpas. Su Suficiencia está en Puerto Angosto; pero ustedes lo querrán y beban con nosotros.
Caspian le dio las gracias, aunque ni a él ni a sus acompañantes les gustó demasiado el aspecto de su nuevo compañero.
Pero apenas se habían llevado las copas a los labios cuando el hombre de cabellos negros hizo una seña a sus camaradas y, con la rapidez del rayo, los seis visitantes se vieron sujetos por fuertes brazos.
Hubo un corto forcejeo pero nuestros amigos estaban en desventaja y no tardaron en verse todos desarmados y con las manos atadas a la espalda; excepto Reepicheep, que se retorcía en las manos de su captor al tiempo que lo mordía con rabia.
—Ten cuidado con ese animal, Tachuelas —advirtió el jefe del grupo—. No le hagas daño. Nos darán un mejor precio por todo el lote, estoy seguro.
—¡Cobarde! ¡Pusilánime! —chirrió el ratón—. Dame mi espada y suéltame las patas si te atreves.
—¡Vaya! —silbó el traficante de esclavos; pues ése era realmente su oficio—. ¡Sabe hablar! Jamás lo habría imaginado. ¡Qué me aspen si acepto menos de doscientas mediaslunas por él!
La medialuna calormena, que es la moneda principal en aquellos lugares, equivale aproximadamente a un tercio de la libra esterlina.
—De modo que eso es lo que eres —dijo Caspian—. Un secuestrador y un vendedor de esclavos. Supongo que estarás orgulloso de ello.
—Vamos, vamos, vamos —respondió el otro—. No empieces a enfurecerte. Cuanto mejor te lo tomes, más fácil resultará para todos, ¿de acuerdo? No hago esto por diversión. Tengo que ganarme la vida, como todo el mundo.
—¿Adónde nos llevarás? —preguntó Mariam, articulando las palabras con cierta dificultad.
—A Puerto Angosto —respondió él—. Al mercado que se celebra mañana.
—¿Hay cónsul británico? —inquirió Eustace.
—Si hay ¿qué?
Pero mucho antes de que Eustace se molestara en intentar explicarlo, el traficante de esclavos se limitó a decir:
—Bien, ya me he cansado de toda esta jerigonza. El ratón resulta agradable pero éste habla por los codos. Nos vamos, camaradas.
Ataron entonces a los cinco prisioneros humanos, no con crueldad pero sí de modo que no pudieran huir, y los hicieron marchar en dirección a la playa.
A Reepicheep lo llevaron a cuestas. El ratón había dejado de morder después de que lo amenazaron con atarle el hocico, pero sí tenía mucho que decir aún, y Lucy se preguntó cómo podía soportar alguien que le dijeran todas las cosas que el roedor le decía al traficante de esclavos.
Sin embargo, el hombre, lejos de protestar, se limitaba a decir «Sigue» cada vez que Reepicheep paraba para tomar aire, añadiendo de vez en cuando: «Es tan entretenido como una obra de teatro» o «¡Caramba, si hasta parece que sabe lo que dice!» o «¿Lo domesticó alguno de vosotros?».
Aquello llegó a enfurecer de tal modo al ratón que, al final, a éste se le ocurrieron tantas cosas que decir que se atragantó y tuvo que callar.
Al llegar a la playa que daba a Doorn encontraron un pueblecito y una chalupa en la arena y, algo más allá, un barco sucio de aspecto destartalado.
—Ahora, jovencitos —indicó el traficante de esclavos—, no provoquéis problemas y no tendrán que lamentarlo. Todos a bordo.
En ese momento un hombre barbudo de aspecto elegante salió de una de las casas —una posada, creo— y dijo:
—Vaya, Pug. ¿Más de tu mercancía de costumbre?
El traficante, cuyo nombre parecía ser Pug, hizo una profunda reverencia, y dijo en un tono de voz zalamero:
—Sí, con el permiso de Su Señoría.
—¿Cuánto quieres por ese muchacha? —preguntó el otro, señalando a Mariam.
—Vaya —respondió Pug—, ya sabía que Su Señoría elegiría lo mejor. No hay forma de engañar a Su Señoría con nada de segunda categoría. En cuanto a ese muchacha, la verdad es que le he tomado cariño. Lo cierto es que me gusta. Soy tan compasivo que no debería haberme dedicado a este trabajo. De todos modos, para un cliente como Su Señoría…
—Dime tu precio, carroña —replicó el lord con severidad—. ¿Crees que deseo escuchar todas esas monsergas sobre tu asqueroso oficio?
—Trescientas mediaslunas, milord, por tratarse de Su Honorable Señoría, pero para cualquier otro…
—Te daré ciento cincuenta.
—No, por favor, por favor —intervino Lucy—, no nos separe, haga lo que haga. Usted no sabe que… —Pero entonces se detuvo pues vio que los azabaches no deseaba ni siquiera entonces que supieran quiénes eran.
—Ciento cincuenta, entonces —dijo el lord—. En cuanto a ti, muchachita, lamento no poder compraros a todos. Desata al chica, Pug. Y ten cuidado; trata a los otros bien mientras estén en tu poder o sabrás lo que es bueno.
—¡Vaya! —exclamó Pug—. ¿Quién ha oído hablar de algún caballero que se dedicara a mi negocio y que tratara a su mercancía mejor que yo? ¡A ver! ¡Los trato como si fuesen mis propios hijos!
—Es muy probable que eso sea totalmente cierto —replicó el otro, sombrío.
Había llegado el terrible momento. Desataron a Mariam y su nuevo amo dijo:
—Por aquí, muchacha.
Lucy prorrumpió en lágrimas, Edmund comenzó a moverse trato de liberarse, en cambió Caspian se mostró desconcertado. Sin embargo, Mariam volvió la cabeza por encima del hombro y les dijo:
—Animaos. Estoy seguro de que todo saldrá bien al final. Hasta pronto.
—Y tú, señorita —indicó Pug—, no empieces a ponerte frenética y a estropear tu aspecto para el mercado de mañana. Sé una buena chica y no tendrás nada por lo que llorar, ¿de acuerdo?
A continuación, los trasladaron en el bote de remos hasta el barco negrero y los bajaron hasta un lugar alargado y bastante oscuro, no demasiado limpio, donde encontraron a otros muchos prisioneros desdichados; pues Pug era, desde luego, un pirata y acababa de llegar de recorrer las islas y capturar a todo el que había podido. Los niños no encontraron a nadie que conocieran; los prisioneros eran en su mayoría galmianos y terebinthios.
Así pues, se sentaron en la paja del suelo mientras se preguntaban qué le sucedería a Mariam, e intentaban impedir que Eustace hablara como si todo el mundo excepto él fuera culpable de aquello.
Entretanto la azabache lo estaba pasando bastante mejor. El hombre que lo había comprado lo condujo por una callejuela que discurría entre dos de las casas del pueblo y desde allí a un espacio abierto situado detrás de la población. Entonces se volvió y lo miró.
—No tienes por qué sentir miedo de mí, muchacha —dijo—. Te trataré bien. Te compré debido a tu rostro, pues me recuerdas a alguien.
—¿Puedo preguntar a quién, milord?
—Me recuerdas a mi señora, a la reina Mariam de Narnia.
Entonces la azabache decidió arriesgarlo todo a una carta.
—Milord —repuso—, soy su señora. Soy Mariam, reina de Narnia.
—Hablas muy alegremente —respondió el otro—. ¿Cómo puedo saber que eso es cierto?
—En primer lugar por mi rostro —replicó Mariam—. En segundo lugar porque puedo adivinar, si me das seis posibilidades, quién es. Es uno de los siete nobles de Narnia a los que mi tío Miraz envió a navegar y a los que he venido a buscar: Argoz, Bern, Octesian, Restimar, Mavramorn, o… o… he olvidado los otros nombres. Y finalmente, si Su Señoría quiere darme una espada demostraré sobre el cuerpo de cualquier hombre en combate limpio que soy Mariam, hijo de Caspian, legítima reina de Narnia, señora de Cair Paravel, y emperatriz de las Islas Solitarias.
—¡Cielos! —exclamó el hombre—. Tenéis la misma voz que vuestro madre y su forma de hablar. Mi señora… Majestad… —Y allí en medio del campo se arrodilló y besó la mano del rey.
—El dinero que Su Señoría ha desembolsado por mi persona le será devuelto de nuestro propio tesoro —anunció Mariam.
—No se encuentra aún en la bolsa de Pug, mi señor —declaró lord Bern, pues de él se trataba—. Y jamás lo estará, confío. He recomendado a Su Suficiencia el gobernador un centenar de veces que aplaste este repugnante tráfico de carne humana.
—Milord Bern —dijo la reina—, debemos hablar del estado de estas islas. Pero primero, ¿cuál es la historia de Su Señoría?
—Es bastante corta, mi señora —respondió Bern—. Llegué hasta aquí con mis seis compañeros, me enamoré de una muchacha de las islas, y decidí que ya estaba cansado de navegar. Además, puesto que no servía de nada regresar a Narnia mientras el tío de Su Majestad tuviera el control, me casé y he vivido aquí desde entonces.
—Y ¿qué tal es ese gobernador, ese tal Gumpas?
¿Reconoce aún a la reina de Narnia como su señora?
—De palabra, sí. Todo se hace en nombre del los reyes. Pero no se sentirá muy complacido al ver a un auténtico reyes de Narnia vivo apareciendo ante él. Y si Su Majestad se presentara ante él solo y desarmado…, bien, sin duda no negaría su lealtad, pero fingiría no creeros. La vida de Su Excelencia estaría en peligro. ¿Qué séquito tiene Su Majestad en estas aguas?
—Mi barco está doblando el cabo —indicó Mariam—. Somos unos treinta espadachines si hubiera que luchar. ¿Y si hacemos entrar mi nave y caemos sobre Pug y liberamos a mis amigos, a los que retiene cautivos?
—No se lo aconsejaría —repuso Bern—. En cuanto se iniciara un combate, dos o tres naves zarparían de Puerto Angosto para rescatar a Pug. Su Majestad debe actuar mediante una exhibición de más fuerza de la que realmente tiene, y usando también el terror que inspira el nombre de la reina. No hay que llegar a un enfrentamiento físico. Gumpas es un cobarde y se lo puede intimidar.
Tras unos minutos más de conversación, Mariam y Bern bajaron hasta la costa un poco al oeste del pueblo, y allí la azabache hizo sonar su cuerno, que no era el gran cuerno mágico de Narnia, el cuerno de la reina Susan: el suyo lo había dejado en el castillo para que lo utilizara su regente Trumpkin si una gran necesidad se abatía sobre el territorio en ausencia de los reyes.
Drinian, que estaba en el puesto del vigía aguardando una señal, reconoció el cuerno real al instante y el Viajero del Alba puso rumbo a la orilla.
En seguida echaron un bote al agua y en unos instantes Mariam y lord Bren estuvieron en la cubierta explicando la situación a Drinian. Éste, igual que la azabache, deseaba colocar la nave junto al barco negrero y abordarlo al instante, pero Bern hizo la misma objeción.
—Descended por ese canal, capitán —indicó Bern—, y luego girad en dirección a Avra, donde se encuentran mis propiedades. Pero primero izad el estandarte del rey, colgad todos los escudos, y enviad tantos hombres a la cofa como os sea posible. Y a unos cinco tiros de arco de aquí, cuando tengáis mar abierto en el lado de babor, haced unas cuantas señales.
—¿Señales? ¿A quién? —inquirió Drinian.
—Pues a quién va a ser, a todos los demás barcos que no tenemos pero que Gumpas podría muy bien creer que existen.
—Ya veo —repuso el capitán, frotándose las manos—. Y ellos leerán nuestras señales. ¿Qué diremos? ¿Qué toda la flota vaya al sur de Avra y se reúna en…?
—La Hacienda Bern —dijo lord Bern—. Eso servirá de maravilla, pues el movimiento de las naves, de existir éstas, no podría verse desde Puerto Angosto.
Mariam se sentía apenado por su hermano y amigos, que languidecían en las bodegas del barco negrero de Pug, pero no pudo evitar disfrutar enormemente del resto de aquel día. Entrada la tarde —pues tenían que avanzar a remo—, tras haber girado a estribor alrededor del extremo noreste de Doorn y luego a babor otra vez doblando el cabo de Avra, penetraron en un buen puerto situado en la costa sur de la isla, donde las magníficas tierras de Bern descendían hasta el borde del mar.
Los súbditos de Bern, a gran cantidad de los cuales vieron trabajando en los campos, eran todos hombres libres y se trataba de un feudo feliz y próspero.
Una vez que desembarcaron, fueron festejados magníficamente en una casa baja con arcadas que daba a la bahía. Bern, su gentil esposa y sus alegres hijas les dieron de comer opíparamente.
En cuanto oscureció, Bern envió un mensajero en un bote a Doorn para ordenar ciertos preparativos —no quiso decir exactamente cuáles— para el día siguiente.
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