ii
A BORDO DEL VIAJERO DEL ALBA
-Ah, estás ahí, Lucy -saludó Caspian-. Te esperábamos. Éste es mi capitán, lord Drinian.
Un hombre de pelo oscuro dobló una rodilla en tierra y le besó la mano. Las únicas otras personas presentes eran, Aria, Reepicheep y Edmund.
-¿Dónde está Eustace? -preguntó Lucy.
-En la cama -respondió su hermano-, y no creo que podamos hacer nada por él. Intentar ser amable sólo consigue que se comporte peor.
-Entretanto -dijo Mariam-. Debemos hablar.
-Vaya, ya lo creo -replicó Edmund-. Y en primer lugar, sobre el tiempo. Hace un año de los nuestros que los dejamos justo antes de su coronación. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido en Narnia?
-Exactamente tres años -respondió Caspian.
-¿Todo va bien? -quiso saber Edmund.
-Como podrás imaginar, no habría abandonado nuestro reino y nos habría hecho a la mar si todo no fuera bien -respondió la monarca-. Las cosas no podrían ir mejor. Ahora no existe problema alguno entre telmarinos, enanos, Bestias Parlantes, faunos y todos los demás. Además, dimos a los conflictivos gigantes de la frontera tal tunda el verano pasado que, ahora, nos rinden homenaje. Y disponía de una persona magnífica a la cual dejar como regente mientras estoy fuera: Trumpkin, el enano. ¿Lo recuerdan?
-El querido Trumpkin -dijo Lucy-, claro que lo recuerdo. No podrías haber elegido mejor.
-Leal como un tejón, señora, y valiente como... como un ratón -indicó Drinian-, había estado a punto de decir «como un león» pero había observado que Reepicheep tenía los ojos fijos en él.
-Y ¿adónde nos dirigimos? -inquirió Edmund.
-Bueno -respondió la azabache-, eso es una historia más bien larga. Tal vez recordéis que cuando éramos niños mi tío, el usurpador Miraz, se deshizo de siete amigos de mi padre (que podrían haberse puesto de mi parte) enviándolos lejos a explorar los desconocidos Mares Orientales situados más allá de las Islas Solitarias.
-Sí -respondió Lucy-, y ninguno de ellos regresó jamás.
-Exacto. Bien, el día de nuestra coronación, con la aprobación de Aslan, juramos que, si conseguíamos instaurar la paz en Narnia, zarparíamos hacia el este, nosotros mismos durante un año y un día para buscar a los amigos de nuestro padre o al menos averiguar si habían muerto y vengarlos si podía. Éstos eran sus nombres: lord Revilian, lord Bern, lord Argoz, lord Mavramorn, lord Octesian, lord Restimar y..., hum, ese otro que resulta tan difícil de recordar.
-Lord Rhoop, señor -dijo Drinian.
-Rhoop, Rhoop, eso es -repuso Mariam-. Ésa es nuestra intención principal. Pero Reepicheep, aquí presente, alberga una esperanza aún más grande.
Los ojos de todos se volvieron hacia el ratón.
-Tan grande como mi valor -respondió él-, aunque tal vez tan pequeña como mi estatura. ¿Por qué no intentamos llegar hasta el extremo más oriental del mundo? Y ¿qué podríamos hallar allí? Yo espero encontrar el país del propio Aslan. Siempre es por el este, desde el otro lado del mar, por donde el gran león se acerca a nosotros.
-Pues es una gran idea -dijo Edmund con voz admirada.
-Pero ¿crees -intervino Lucy- que el país de Aslan será de esa clase de países... quiero decir, de ésos hasta los que uno puede navegar?
-No lo sé, señora -repuso Reepicheep-. Pero oíd bien: cuando estaba en la cuna, una criatura del bosque, una dríada, pronunció este poema sobre mi persona:
Donde el cielo y el agua se unen,
donde las olas dulces se vuelven,
Reepicheep,
si algo buscas, no lo dudes,
la respuesta hallarás en el este.
»No sé lo que significa; pero su sortilegio me ha acompañado toda la vida.
-Y ¿dónde estamos ahora? -preguntó Lucy tras un corto silencio.
-El capitán te lo dirá mejor que yo -respondió el azabache, de modo que Drinian sacó su carta náutica y la desplegó sobre la mesa.
-Ésta es nuestra posición -indicó, posando el dedo sobre ella-. O lo era hoy al mediodía. Soplaba un viento favorable al abandonar Cair Paravel y pusimos rumbo al norte de Galma, adonde llegamos al día siguiente. Permanecimos en el puerto durante una semana, pues el duque de Galma organizó un gran torneo para Su Majestad que, durante éste, descabalgó a muchos caballeros...
-Y también sufrío unas cuantas caídas desagradables, Drinian. Todavía tiene algunos de los moretones -intervino Mariam mientras se reía de su hermano.
-... Y descabalgó a muchos caballeros -repitió Drinian con una amplia sonrisa-. Pensamos que el duque se habría sentido complacido si Su Majestad se hubiera casado con su hijo, pero no hubo suerte...
El pecoso miro a la azabache que se limitaba a ver en otra dirección, pues tenía razón, aquel duque tenía ganas de que si hijo se comprometiera con la reina Mariam pero no pudo ser posibles por Caspian.
Pero en realidad la reina se lo agradecía de todo corazón, pues no había noche en qué no pensara en el rey Edmund.
-Pobre chico -se compadeció Lucy.
-Y zarpamos de Galma -continuó Drinian-, y encontramos calma chicha durante casi dos días enteros y tuvimos que remar. Luego volvió a soplar el viento y no llegamos a Terebinthia hasta cuatro días después de abandonar Galma. Y allí su rey nos advirtió que no desembarcáramos porque había una enfermedad en la isla, pero doblamos el cabo y atracamos en una cala pequeña lejos de la ciudad para conseguir agua. Después tuvimos que seguir allí durante tres días hasta que sopló el viento del sudeste y partimos en dirección a Siete Islas. El tercer día de navegación una nave pirata (terebinthia a juzgar por su aparejo) nos alcanzó, pero cuando vio que íbamos bien armados se mantuvo apartada tras el disparo de unas cuantas flechas por ambas partes...
-Y deberíamos haberle dado caza y haberla abordado. Tendríamos que haber colgado a todo bicho -intervino Reepicheep.
-... y al cabo de otros cinco días avistamos Muil, que, como saben, es la más occidental de las Siete Islas. Luego remamos a través de los estrechos y entramos al ponerse el sol en Puerto Rojo en la isla de Brenn, donde se nos agasajó con todo cariño y nos aprovisionamos de víveres y agua potable a voluntad. Abandonamos Puerto Rojo hace seis días y hemos llevado una velocidad magnífica, hasta tal punto que esperamos ver las Islas Solitarias pasado mañana. Resumiendo, llevamos cerca de treinta días de navegación y hemos recorrido más de cuatrocientas leguas desde que salimos de Narnia.
-Y ¿después de las Islas Solitarias? -quiso saber Lucy.
-Nadie lo sabe, Majestad -respondió Drinian-. A menos que los mismos habitantes de las islas nos lo sepan decir.
-En nuestra época no supieron -indicó Edmund.
-En ese caso -dijo la azabache con una sonrisa en su rostro —. Será después de las Islas Solitarias cuando se iniciará nuestra verdadera aventura.
Caspian sugirió entonces que visitaran el barco antes de cenar, pero a Lucy le remordió la conciencia y respondió:
-Creo que debería ir a ver a Eustace. Sentir mareo es algo horrible, ya lo sabéis. Si tuviera mi viejo cordial conmigo podría curarlo.
-Pero sí que lo tienes -volvio a hablar Mariam.
—Casi me había olvidado de él. Como lo dejaste al marchar pensé que podía considerarse uno de los tesoros reales y por lo tanto lo traje conmigo; si crees que debería malgastarse en algo tan tonto como un mareo... —dijo Caspian.
-Sólo hará falta una gota.
Caspian abrió una de las gavetas situadas bajo el banco y sacó el hermoso frasquito de diamante que Lucy recordaba tan bien.
-Recupera lo que es tuyo, Majestad -declaró, y todos abandonaron el camarote y salieron a la luz del sol.
En la cubierta había dos escotillas grandes y alargadas, a proa y a popa del mástil, y las dos abiertas, como lo estaban siempre cuando hacía buen tiempo, para permitir que la luz y el aire penetraran en la panza de la nave. Caspian encabezó el descenso por la escalera de la escotilla de popa.
Allí se encontraron en un lugar en el que había bancos de remo dispuestos a un lado y al otro y la luz se colaba por los agujeros de los remos y danzaba sobre el suelo.
Desde luego, el barco de los azabache no era una de aquellas naves horribles, una galera con esclavos como remeros, sino que los remos se usaban únicamente cuando no había viento o para entrar y salir de un puerto y todo el mundo -excepto Reepicheep, que tenía las patas demasiado cortas- había ocupado alguno de aquellos puestos en más de una ocasión.
A cada lado del barco se había dejado un espacio despejado bajo los bancos para los pies de los remeros, pero a lo largo de la parte central había una especie de foso que descendía hasta la misma quilla y que estaba repleto de toda clase de cosas: sacos de harina, toneles de agua y cerveza, barriles de carne de cerdo, jarras de miel, odres de vino, manzanas, nueces, quesos, galletas, nabos, lonjas de tocino... Del techo -es decir, de la parte inferior de la cubierta- colgaban jamones y ristras de cebollas, y también los marineros de la guardia que no estaban de servicio, acostados en sus hamacas.
Caspian los condujo hasta la popa, dando zancadas de banco en banco; al menos, para él era zancada, para Lucy eran algo entre un paso y un salto y para Reepicheep suponían casi un salto mortal. De aquel modo llegaron a una partición que tenía una puerta.
Caspian abrió la puerta y los llevó hasta un camarote que ocupaba la popa por debajo de los camarotes de cubierta de la toldilla. Sin duda no era un lugar tan bonito. Era muy bajo y los costados se inclinaban el uno hacia el otro al descender, de modo que apenas había suelo; y aunque tenía ventanas de cristal grueso, no estaban pensadas para abrirse, ya que se encontraban bajo el agua.
De hecho, en aquel mismo instante, con el cabeceo de la nave, aparecían alternativamente doradas debido a la luz del sol y de un verde opaco debido al mar.
-Tú y yo debemos alojarnos aquí, Edmund -indicó Caspian-. Dejaremos a tu pariente la litera y colgaremos hamacas para nosotros.
-Suplico a Su Majestad... -comenzó a decir Drinian.
-No, no, compañero -replicó Caspian-, ya hemos discutido sobre esto. Rhince y tú -Rhince era el piloto- gobernáis la nave y tendréis preocupaciones y tareas muchas noches, mientras nosotros pasamos el rato canturreando o contando historias, de modo que vosotros debéis ocupar el camarote de babor de arriba. El rey Edmund y yo estaremos muy cómodos aquí abajo. Pero ¿cómo está el forastero?
Eustace, con el rostro verdoso, frunció el entrecejo y preguntó si había alguna señal de que amainara la tormenta.
-¿La tormenta? -inquirió Caspian, mientras Drinian prorrumpía en carcajadas.
-¿Tormenta, joven señor? -rugió-. Pero ¡si tenemos el mejor tiempo que uno podría pedir!
-¿Quién es ése? -dijo Eustace con voz irritada-. ¡Que lo echen! Su voz me taladra la cabeza.
-Te he traído algo que te hará sentir mejor, Eustace -dijo Lucy.
-Anda, vete y déjame solo -refunfuñó él.
Pero tomó una gota del frasco y, aunque dijo que era una cosa abominable -el olor en la cabina cuando la niña abrió el frasco fue delicioso-, lo cierto fue que su rostro adquirió el color esperado a los pocos instantes de haberla bebido, y sin duda debió de sentirse mejor porque, en lugar de gemir sobre la tormenta y su cabeza, empezó a exigir que lo desembarcaran y anunció que en el primer puerto «interpondría una disposición» contra todos ellos ante el cónsul británico.
Pero cuando Reepicheep preguntó qué era una disposición y cómo se interponía, pues pensaba que era un modo nuevo de organizar un combate singular, Eustace sólo pudo responder: «¡Mira que no saber eso!». Al final consiguieron convencer al niño de que ya navegaban tan rápido como podían en dirección a la tierra más próxima que conocían, y que tenían el mismo poder para enviarlo de vuelta a Cambridge -que era donde vivía el tío Harold- que para enviarlo a la luna. Tras aquello, aceptó de mala gana ponerse las prendas limpias que habían dispuesto para él y salir a la cubierta.
Caspian les mostró entonces el barco, aunque ya habían visto gran parte de él. Subieron al castillo de proa y vieron al vigía de pie en una pequeña plataforma en el interior del cuello del dragón dorado, atisbando por las fauces abiertas, donde se encontraba Mariam con los ojos cerrados aceptando el viento.
Dentro del castillo de proa se hallaba la cocina de la nave y las dependencias de miembros de la tripulación tales como el contramaestre, el carpintero, el cocinero y el maestro arquero. Si consideras curioso que la cocina esté en la proa e imaginas el humo de su chimenea flotando hacia atrás por encima del barco, es debido a que piensas en los buques de vapor, donde el viento siempre sopla de proa.
En un barco de vela el viento sopla por detrás, y cualquier cosa que huela se coloca tan al frente como sea posible. Los hicieron subir a la cofa militar, y al principio resultó un tanto alarmante balancearse de un lado a otro allí arriba y ver la cubierta tan pequeña y lejana a sus pies.
Uno se daba cuenta de que, si caía, no existía ninguna razón concreta por la que tuviera que caer sobre la cubierta y no en el mar. A continuación los llevaron a la toldilla de popa, donde Rhince estaba de guardia con otro hombre junto a la enorme caña del timón, y detrás de ésta se alzaba la cola del dragón, cubierta de pintura dorada.
Formando un semicírculo, en su parte interior había un banco pequeño. El barco se llamaba Viajero del Alba. No era más que una cosa insignificante comparada con uno de nuestros buques, o incluso con las naos, galeazas, carracas y galeones que Narnia poseía cuando Lucy y Edmund reinaban allí bajo el gobierno de Peter como Sumo Monarca, ya que toda navegación había desaparecido durante los reinados de los antepasados de Caspian.
Cuando su tío, Miraz el Usurpador, había enviado a alta mar a los siete lores, éstos habían tenido que adquirir una nave galmiana y contratar marineros galmianos para tripularla.
Sin embargo, en la actualidad los azabache había empezado a enseñar a los narnianos a ser de nuevo un pueblo marinero, y el Viajero del Alba era la mejor nave que se había construido hasta el momento.
Era tan pequeña que, por delante del mástil, apenas existía espacio de cubierta entre la escotilla central y el bote del barco en un lado y el gallinero en el otro (por cierto, Mariam y Lucy dio de comer a las gallinas).
Pero era una preciosidad entre las de su clase, una «dama», como dicen los marineros, de líneas perfectas, colores puros y con cada palo, soga y clavija hechos con sumo cariño.
Eustace, claro está, se negó a sentirse satisfecho, y no dejó de alardear sobre transatlánticos, lanchas motoras y aeroplanos («Como si supiera algo sobre ellos», masculló Edmund), pero los otros dos niños se sintieron encantados con la nave, y cuando regresaron a popa para cenar, y vieron todo el cielo occidental iluminado por una inmensa puesta de sol carmesí, percibieron el estremecimiento del navío, paladearon el sabor de la sal en los labios y pensaron en las tierras desconocidas del extremo oriental del mundo. Lucy sintió que era demasiado feliz para poder expresarlo.
Es mejor que Eustace cuente con sus propias palabras lo que pensaba, pues cuando les devolvieron a todos las prendas secas a la mañana siguiente, sacó inmediatamente un cuadernillo negro y un lápiz y empezó a escribir un diario.
Siempre llevaba aquel cuaderno con él y apuntaba allí sus notas escolares, pues aunque no sentía el menor interés por las materias que estudiaba, sí le preocupaban mucho las notas e incluso se acercaba a los demás y les decía: «He sacado tanto. ¿Cuánto has sacado tú?». Pero, puesto que no parecía muy probable que obtuviera puntuaciones en el Viajero del Alba, empezó a redactar un diario. Ésta fue su primera reflexión:
7 de agosto
Llevo ya veinticuatro horas en este espantoso barco, si es que no se trata de un sueño. Una tormenta terrible no ha dejado de rugir ni un momento (es una suerte que no me haya mareado). Unas olas enormes no paran de caer sobre la parte delantera y he visto como esta barca estaba a punto de hundirse gran cantidad de veces. Todos los demás fingen no darse cuenta, bien porque son unos fanfarrones o porque, como dice Harold, una de las cosas más cobardes que hace la gente corriente es cerrar los ojos a los «hechos». Es una locura hacerse a la mar en una porquería como ésta. Ni siquiera es mucho más grande que un bote salvavidas. Y, desde luego, por dentro es absolutamente rudimentario. No existe un salón propiamente dicho, no hay radio, ni cuartos de baño, ni tumbonas. Me arrastraron a visitar toda la nave ayer por la tarde y cualquiera se habría puesto enfermo sólo de escuchar cómo Caspian exhibía su dichoso barquito igual que si se tratara del Queen Mary. Intenté explicarle cómo son los barcos auténticos, pero el chico no tiene muchas luces. E. y L., claro está, no me apoyaron. Supongo que una criatura como L. no se da cuenta del peligro y E. se dedica a hacerle la pelota a C & M. como hace todo el mundo aquí. Lo llaman «reyes». Dije que yo era republicano, ¡y me preguntó qué significaba eso! Parece que no sabe nada de nada. Sobra decir que me han puesto en el peor camarote del barco, que es igual que una mazmorra, y a Lucy le han dado toda una habitación para ella sola, una estancia casi bonita comparada con el resto de este lugar. C. dice que es porque es una chica y yo intenté hacerle ver lo que Alberta dice sobre que esa clase de cosas no hace más que humillar a las chicas, pero el pobre es duro de entendederas. De todos modos, podría darse cuenta de que enfermaré si me mantiene en este «agujero» mucho más tiempo. E. dice que no debemos quejarnos porque C. lo comparte también con nosotros. Como si eso no hiciera que resultara más atestado y aún peor. Casi olvidaba mencionar que también hay una especie de ratón que se muestra de lo más impertinente con todo el mundo. Los demás tal vez estén dispuestos a aguantarlo, pero yo pienso retorcerle la cola muy pronto si intenta insolentarse conmigo. La comida también es espantosa. La chica M, es muy linda pero se ve a leguas que le gusta E y que él le gusta M. Son tan patéticos.
»El enfrentamiento entre Eustace y Reepicheep llegó incluso antes de lo que uno habría esperado. Antes de la cena del día siguiente, mientras los demás permanecían sentados alrededor de la mesa aguardando -estar en alta mar proporciona un apetito excelente-, Eustace entró como un rayo, retorciéndose las manos mientras gritaba:
-Esa bestia casi me ha matado. Insisto en que se la mantenga bajo control. Podría entablar un juicio contra ti, Caspian. Podría ordenar que la sacrificases.
En aquel mismo instante hizo su aparición Reepicheep. Tenía la espada desenvainada y sus bigotes mostraban un aspecto muy fiero, aunque se comportó con la misma educación de siempre.
-Les pido mil disculpas a todos -dijo- y especialmente a Su Majestad Lucy. De haber sabido que vendría a refugiarse aquí habría aguardado a un momento más prudente para su correctivo.
-¿Qué diablos sucede? -inquirió Mariam acercándose al gran escándalo.
Lo que había sucedido en realidad era esto. A Reepicheep, que jamás consideraba que la nave iba lo bastante rápido, le encantaba sentarse en la parte de la proa de la borda, justo al lado de la cabeza del dragón, para contemplar el horizonte oriental y canturrear con su vocecita gorjeante la canción que la dríada había compuesto para él.
Jamás se sujetaba a nada, por mucho que la nave se balanceara, y mantenía el equilibrio con total naturalidad; tal vez la larga cola, que colgaba hasta la cubierta por la parte interior, se lo facilitaba.
Todos a bordo estaban familiarizados con aquella costumbre, y a los marineros les gustaba porque al que estaba de guardia como vigía le permitía tener a alguien con quien conversar. ¿Cuál fue, exactamente, el motivo que llevó a Eustace a dirigirse entre resbalones, balanceos y trompicones, hasta el castillo de proa (todavía no se había acostumbrado al balanceo del barco)? Jamás lo supe.
Puede que esperara poder divisar tierra, o a lo mejor quería rondar por la cocina y hurtar algo. En todo caso, en cuanto vio aquella cola larga que colgaba -y tal vez sí que resultaba muy tentadora- se dijo que sería fantástico agarrarla, darle una vuelta o dos a Reepicheep en el aire cabeza abajo, y luego salir corriendo para ir a reírse lejos de allí.
En un principio el plan pareció funcionar a las mil maravillas. El ratón no pesaba mucho más que un gato grande, y Eustace lo sacó de la barandilla en un abrir y cerrar de ojos, mientras se decía que el roedor resultaba muy ridículo con las cortas extremidades estiradas y separadas y la boca abierta.
Pero por desgracia Reepicheep, que había peleado por su vida en innumerables ocasiones, no perdió la serenidad ni por un instante. Tampoco sus habilidades. No es muy fácil desenvainar la espada cuando a uno lo están haciendo girar en el aire llevado por la cola, pero lo hizo.
Y con lo siguiente que se encontró Eustace fue con dos dolorosos pinchazos en la mano que lo obligaron a soltar la cola; y lo siguiente después de eso fue que el ratón se levantó de nuevo como si fuera una pelota que rebotara en la cubierta, y se plantó ante él, con una horrorosa cosa larga, brillante y afilada, parecida a una brocheta, que se balanceaba de un lado a otro a poquísimos centímetros de su estómago. (Esto no se considera un golpe bajo en el caso de los ratones en Narnia porque no puede esperarse de ellos que lleguen por encima de ese punto).
-Para -farfulló Eustace-, vete. Aparta esa cosa. Es peligrosa. Para de una vez, te digo. Se lo diré a Caspian o Mariam. Haré que te pongan un bozal y que te aten.
-¿Por qué no desenvainas tu espada, cobarde? -gorjeó el ratón-. Desenvaina y pelea o te azotaré con la hoja plana hasta llenarte de moretones.
-No tengo arma -protestó Eustace-. Soy un pacifista. No creo en las peleas.
-¿Debo entender -dijo Reepicheep, retirando la espada durante unos instantes al tiempo que hablaba con toda severidad-, que no piensas darme una satisfacción?
-No sé a qué te refieres -replicó él, acariciándose la mano-. Si no sabes aceptar una broma no pienso molestarme contigo.
-En ese caso toma esto -indicó el ratón-, y esto... para que aprendas modales... y el respeto debido a un caballero... a un ratón... y a la cola de un ratón...
Y con cada palabra asestaba a Eustace un golpe con el costado de su espadín, que era de un acero de forja enana, fino y excelente, y tan flexible y eficaz como una vara de abedul.
El niño, desde luego, iba a una escuela en la que no existía el castigo corporal, de modo que la sensación le resultó bastante nueva. Por eso, a pesar de no estar acostumbrado aún a moverse por el barco, tardó menos de un minuto en abandonar el castillo de proa, recorrer toda la longitud de la cubierta y atravesar apresuradamente la puerta del camarote; perseguido de cerca por el acalorado Reepicheep. A Eustace le parecía que incluso la espada misma estaba al rojo, a juzgar por la sensación que le producía al pincharlo.
No resultó demasiado difícil solucionar la cuestión una vez que Eustace comprendió que todos se tomaban muy en serio la idea de un duelo y escuchó cómo Caspian se ofrecía a prestarle una espada, y como Drinian y Edmund discutían la posibilidad de poner alguna traba a sus movimientos para compensar el hecho de que su tamaño fuera mucho mayor que el de Reepicheep. El niño se disculpó de mala gana y se marchó con Lucy para que ésta le lavara y vendara la mano. Luego fue a acostarse en su litera, teniendo buen cuidado de hacerlo de lado.
—Vuelvan todos a sus puesto, el show se terminó —ordeno Mariam, tomando camino a su camarote, pero algo la detuvo o mejor dicho alguien.
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