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EL CUADRO DEL DORMITORIO
Había una vez un chico llamado Eustace Clarence Scrubb, y casi se merecía tal nombre. Sus padres lo llamaban Eustace Clarence y los profesores, Scrubb. No puedo decirte cómo se dirigían a él sus amigos porque no tenía.
Él, por su parte, no llamaba a su padre y a su madre «papá» y «mamá», sino Harold y Alberta. Eran una familia muy progresista y moderna, y, además, eran vegetarianos, no fumaban ni bebían alcohol y llevaban ropa interior especial. En su casa había muy pocos muebles y muy poca ropa en las camas; además, las ventanas estaban siempre abiertas.
A Eustace Clarence le gustaban los animales, en especial los escarabajos si estaban muertos y clavados con un alfiler en una cartulina; también le gustaban los libros si eran de divulgación y tenían fotografías de elevadores de grano o de niños extranjeros gordos que hacían ejercicio en escuelas modelo.
Eustace Clarence sentía aversión por sus primos, los cuatro Pevensie: Peter, Susan, Edmund y Lucy; pero se alegró bastante al enterarse de que Edmund y Lucy irían a pasar con él una temporada.
En lo más profundo de su ser sentía una gran debilidad por mangonear e intimidar a la gente y, si bien era una criatura enclenque y menuda que no habría podido enfrentarse ni siquiera a Lucy, y mucho menos a Edmund, en una pelea, sabía que existían docenas de formas para hacer que la gente lo pasara mal si uno estaba en su propia casa y los demás sólo de visita.
Ni Edmund ni Lucy querían ir a pasar una temporada con el tío Harold y la tía Alberta, pero no había otro remedio. Su padre había conseguido un trabajo como conferenciante en Estados Unidos durante dieciséis semanas aquel verano, y su madre iba a ir con él porque la pobre no había disfrutado de unas auténticas vacaciones desde hacía diez años.
Peter estaba estudiando mucho para aprobar un examen y pasaría las vacaciones dando clases con el anciano profesor Kirke, en cuya casa los cuatro niños habían disfrutado de maravillosas aventuras tiempo atrás, en los años de la guerra.
Si el profesor hubiera seguido en su antigua vivienda los habría invitado a todos a quedarse con él; pero su situación económica había empeorado bastante desde entonces y vivía en una casa pequeña con una única habitación de invitados. Como habría costado demasiado dinero llevar a los tres niños restantes a Estados Unidos, sólo había podido ir Susan.
Susan era la más bonita de la familia, en opinión de las personas mayores, y no demasiado buena en los estudios -aunque por lo demás muy madura para su edad- y su madre dijo que «obtendría mucho más del viaje a Estados Unidos que los más pequeños». Edmund y Lucy intentaron no tomarse a mal la suerte de su hermana, pero resultaba espantoso tener que pasar las vacaciones de verano en casa de su tía.
-Pero es mucho peor para mí -dijo Edmund-, porque tú, al menos, tendrás tu propia habitación, y yo tendré que compartir el dormitorio con ese odioso Eustace.
El relato se inicia un tarde en que Edmund y Lucy habían conseguido pasar unos minutos preciosos los dos juntos. Y como es natural hablaban de Narnia, que era el nombre de su mundo particular y secreto. Supongo que casi todos nosotros poseemos un país secreto, pero para la mayoría no es más que un país imaginario.
Edmund y Lucy tenían más suerte que otras personas en ese sentido, pues su mundo secreto era real y lo habían visitado ya en dos ocasiones; no jugando o en sueños sino en la realidad. Desde luego habían llegado allí mediante la magia, que es el único modo de acceder a Narnia. Y en la misma Narnia se les había hecho la promesa, o algo muy parecido a una promesa, de que regresarían algún día.
Puedes imaginar, por lo tanto, que hablaban largo y tendido sobre ello cada vez que tenían la oportunidad.
Estaban en la habitación de Lucy, sentados en el borde de la cama y contemplando un cuadro situado en la pared opuesta. Era el único cuadro de la casa que les gustaba.
A tía Alberta no le gustaba nada -motivo por el que había ido a parar a una pequeña habitación trasera del piso superior de la casa-, pero no podía deshacerse de él ya que había sido un regalo de boda de una persona a la que no quería ofender.
Era la pintura de un barco; un barco que navegaba directo hacia el espectador. La proa era dorada y tenía la forma de la cabeza de un dragón con las fauces totalmente abiertas. Poseía un único mástil y una vela cuadrada enorme de un intenso color púrpura, y los costados de la nave -lo que uno podía ver de ellos donde terminaban las alas doradas del dragón- eran verdes.
El navío acababa de ascender a lo alto de una soberbia ola azul, cuya pendiente frontal descendía vertiginosamente hacia el observador, veteada de espuma y burbujas.
Era evidente que el barco navegaba a toda vela con el viento a favor, y ligeramente escorado a babor. (A propósito, para poder leer este relato, y por si no lo sabías, será mejor que recuerdes que el lado izquierdo de un barco cuando miras al frente se llama «babor» y el lado derecho, «estribor»).
Toda la luz del sol caía sobre la nave desde babor y allí el agua estaba llena de tonos verdes y morados, mientras que en el otro lado era de un azul más oscuro debido a la sombra que proyectaba la embarcación.
-La cuestión es si no empeora las cosas contemplar un barco narniano cuando uno no puede ir a Narnia -dijo Edmund.
-Pero mirar es mejor que nada -repuso su hermana-. Y es una nave tan narniana...
-¿Todavía seguís con esa canción? -inquirió Eustace Clarence, que había estado escuchando al otro lado de la puerta y entraba entonces con una sonrisa de oreja a oreja.
El año anterior, mientras pasaba unos días con los Pevensie, se las había arreglado para escucharlos mientras hablaban sobre Narnia y le encantaba mencionarlo en tono burlón. Desde luego pensaba que todo eran invenciones de sus primos; y puesto que él era demasiado estúpido para inventar algo, no le parecía nada bien.
-Márchate, no queremos verte -dijo Edmund en tono cortante.
-Intentaba pensar en un poema humorístico -respondió él-. Algo parecido a esto:
Unos niños que cosas sobre Narnia se inventaron,
la sesera perdieron poco a poco...
-Vaya, pues para empezar, «inventaron» y «poco» no riman -dijo Lucy.
-Es una asonancia -indicó Eustace.
-No le preguntes qué es una «aso» lo que sea -advirtió Edmund-. Está deseando que lo hagamos. No digas nada y a lo mejor se va.
Muchos niños, ante un recibimiento parecido, o bien se habrían marchado o se habrían enfurecido.
Eustace no hizo ninguna de las dos cosas, sino que se limitó a permanecer allí con una sonrisa estúpida en el rostro, y al cabo de un rato volvió a hablar.
-¿Les gusta ese cuadro? -preguntó.
-Por el amor de Dios, que no empiece ahora con ese rollo sobre el arte -se apresuró a decir Edmund, pero Lucy, que era muy sincera, ya había respondido.
-Sí, me gusta mucho.
-Es una pintura asquerosa -dijo Eustace.
-Pues no tendrás que verla si sales de la habitación -replicó Edmund.
-¿Por qué te gusta? -preguntó Eustace a Lucy.
-Bueno, pues para empezar -contestó ésta- porque parece que el barco se mueve de verdad. Y el agua parece realmente líquida. Y las olas dan la impresión de subir y bajar como si fueran reales.
Desde luego Eustace conocía gran cantidad de respuestas para aquello, pero no dijo nada, y el motivo fue que en aquel momento miró las olas y vio que sí daban la impresión de ascender y descender.
Había estado en un barco solamente en una ocasión (aunque no había ido más allá de la isla de Wight) y se había mareado muchísimo, y, ahora, el aspecto de las olas del cuadro volvía a provocarle náuseas. Su rostro adquirió una tonalidad verdosa pero intentó mirar de nuevo el cuadro. Y entonces los tres niños se quedaron boquiabiertos.
Lo que veían puede resultar difícil de creer leído en letra impresa, pero resultaba casi igual de difícil de creer cuando ellos lo vieron con sus propios ojos. Los objetos del cuadro se movían. Ni siquiera se parecía a una película; los colores eran demasiado reales, nítidos y naturales para eso. La proa del barco descendió al interior de una ola lanzando al aire una cortina de agua.
Y la ola ascendió detrás de éste, y la popa y la cubierta resultaron visibles por vez primera, y a continuación desaparecieron cuando la siguiente ola fue a su encuentro y la proa volvió a ascender. Al mismo tiempo un cuaderno que había junto a Edmund, sobre la cama, aleteó, se alzó y salió volando por los aires hasta la pared situada detrás, y Lucy sintió que sus cabellos se arremolinaban con fuerza como sucede en un día ventoso. ¡Y lo cierto es que era un día ventoso!, pero el viento soplaba sobre ellos desde el cuadro.
Y de repente, junto con el viento llegaron los sonidos; el rumor de las olas y el chapoteo del agua contra los costados de la nave y los crujidos y el dominante rugido general del aire y el agua. Pero fue el olor, el profundo olor salino, lo que realmente convenció a la niña de que no soñaba.
-Basta -oyeron decir a Eustace, con un chillido de terror y mal genio-. No es más que algún absurdo truco suyo. Basta ya. Se lo diré a Alberta... ¡Ay!
Los otros dos estaban mucho más acostumbrados a las aventuras, pero, justo en el mismo instante en que Eustace Clarence decía «¡Ay!», también ellos dos exclamaron «¡Ay!». El motivo era que un gran chorro de fría agua salada había surgido del marco y el violento impacto los había dejado sin aliento, además de empapados de pies a cabeza.
-Voy a destrozar esa cosa repugnante -gritó Eustace.
En aquel momento sucedieron varias cosas a la vez. Eustace se abalanzó sobre la pintura. Edmund, que sabía algo sobre magia, saltó tras él, advirtiéndole que tuviera cuidado y no fuera idiota.
Lucy intentó sujetar a su primo desde el otro lado y se vio arrastrada al frente. Y para entonces o bien ellos se habían vuelto muy pequeños o bien el cuadro había crecido, pues Eustace saltó para intentar arrancarlo de la pared y se encontró de pie sobre el marco; frente a él no había un cristal sino un mar auténtico, y el viento y las olas se abalanzaban hacia el marco como lo harían hacia una roca.
El pánico se apoderó del niño, que se aferró a los otros dos, que habían saltado al marco detrás de él. Se produjo un instante de forcejeos y gritos, y justo cuando pensaban que habían recuperado el equilibrio, una enorme ola azul se alzó a su alrededor, los derribó y los arrastró al agua. El grito de desesperación de Eustace se ahogó bruscamente al llenársele de agua la boca.
Lucy dio gracias al cielo por haberse esforzado tanto por mejorar su natación durante el trimestre de verano. Es cierto que le habría ido mucho mejor si hubiera empleado una brazada más lenta, pero es que además el agua resultaba bastante más fría de lo que parecía en la pintura.
Aun así, mantuvo la serenidad y se quitó los zapatos con una sacudida de los pies, como debe hacer todo aquel que cae vestido a aguas profundas.
Incluso mantuvo la boca cerrada y los ojos abiertos. Se encontraban todavía bastante cerca del barco; vio como el costado verde de la nave se alzaba sobre sus cabezas, y a gente que miraba desde la cubierta. Entonces, como era de esperar, Eustace se agarró a ella, presa del pánico, y los dos se hundieron.
Cuando volvieron a salir a la superficie, la niña vio una figura blanca que se zambullía desde el costado del buque.
Edmund ya estaba cerca de ella, pataleando en el agua, y había agarrado los brazos del vociferante Eustace.
Luego otra persona, cuyo rostro resultaba vagamente familiar, le pasó a Lucy un brazo por debajo desde el otro lado.
En el barco la gente gritaba, las cabezas se agolpaban en la borda y arrojaban al mar gran cantidad de cuerdas. Edmund y el desconocido le sujetaron cuerdas a la cintura.
Después de aquello siguió lo que pareció una larga espera, en la que su rostro se tornó azulado y los dientes empezaron a castañetearle.
En realidad la demora no fue muy larga; lo que hacían era esperar el momento en que pudieran izarla a bordo de la nave sin que se estrellara contra el costado del barco.
A pesar de todos los esfuerzos, Lucy descubrió que tenía una rodilla magullada cuando por fin se encontró de pie en la cubierta, chorreando y temblando de frío.
Después de ella izaron a Edmund, y por último al desconsolado Eustace. El último en subir fue el desconocido: un muchacho de melena dorada unos cuantos años mayor que Lucy.
-¡Ca... Ca... Caspian! -dijo la niña con un grito ahogado en cuanto tuvo aliento suficiente para ello.
Verdaderamente se trataba de Caspian; Caspian, el niño rey de Narnia al que habían ayudado a acceder al trono durante su última visita. Inmediatamente Edmund también lo reconoció y los tres se estrecharon las manos y se palmearon la espalda mutuamente con gran alegría.
-Y ¿quién es su amigo? -dijo Caspian casi al momento, volviéndose hacia Eustace con su jovial sonrisa.
Pero Eustace lloraba más fuerte de lo que corresponde a un muchacho de su edad al que no le ha sucedido nada peor que haberse mojado hasta los huesos, y se limitó a chillar a voz en grito:
-¡Sueltenme! ¡Dejenme regresar! ¡Esto no me gusta!
Corrió hacia el costado del barco, como si esperase ver el marco del cuadro colgando por encima del mar, o tal vez una fugaz visión del dormitorio de Lucy.
Lo que vio fueron olas azules salpicadas de espuma y un cielo de un azul más pálido, ambos extendiéndose sin interrupción hasta la línea del horizonte. Tal vez no debamos culparlo si sintió que se le caía el alma a los pies. No tardó ni un minuto en vomitar.
-¡Eh! Rynelf -gritó Caspian a uno de los marineros-. Trae vino aromático a Sus Majestades. Necesitaran algo que les ayude a entrar en calor después de ese chapuzón. Pídele a la reina Mariam que te dé un poco.
Llamaba Majestades a Edmund y a Lucy porque ellos, junto con Peter y Susan, habían sido reyes y reinas de Narnia mucho antes que ellos.
El tiempo en Narnia discurre de un modo muy distinto al nuestro, y aunque uno pase cien años en Narnia, regresará a su propio mundo a la misma hora del mismo día en que se fue.
Y luego, si uno regresa a Narnia al cabo de una semana, descubrirá que pueden haber transcurrido mil años de tiempo narniano, o sólo un día o ni un minuto. Nunca se sabe hasta que se llega allí. Por consiguiente, cuando los niños Pevensie regresaron a Narnia la última vez para su segunda visita a aquel mundo, fue -para los narnianos- como si el rey Arturo hubiera regresado a Gran Bretaña, como algunas personas dicen que hará. Y yo diría que, cuanto antes lo haga, mejor que mejor.
Rynelf regresó con el vino aromático humeante en una jarra, y cuatro copas de plata. Era justo lo que les hacía falta, y mientras lo tomaban a sorbos, Lucy y Edmund sintieron cómo el calor les llegaba hasta la punta misma de los dedos de los pies. Eustace, por su parte, hizo unas cuantas muecas, resopló y lo escupió, y volvió a vomitar y a llorar y preguntó si no tenían Alimento Vitaminado para los Nervios de Arbolote y si se lo podían preparar con agua destilada y, de todos modos, insistió en que lo desembarcaran en la siguiente parada.
-Vaya alegre camarada de a bordo nos has traído, hermano -murmuró Caspian al oído de Edmund con una risita; pero antes de que pudiera decir nada más, Eustace volvió a exclamar:
-¡Cielos! ¡Uf! ¿Qué diablos es eso? ¡Llevan esa cosa horrenda!
En realidad tenía motivos para sentirse un tanto sorprendido. Algo realmente curioso había salido de la cabina de la toldilla de popa y se aproximaba lentamente a ellos. Podríamos llamarlo -y en realidad lo era- un ratón. Pero era un ratón que andaba sobre los cuartos traseros y medía unos sesenta centímetros.
Una fina cinta de oro le rodeaba la cabeza por debajo de una oreja y por encima de la otra y en ella iba sujeta una larga pluma carmesí. (Puesto que el pelaje del ratón era muy oscuro, casi negro, el efecto resultaba llamativo y sorprendente). La garra izquierda descansaba sobre la empuñadura de una espada que era casi tan larga como su cola, y su equilibrio, mientras avanzaba con solemnidad por la oscilante cubierta, era perfecto; los modales, distinguidos.
Lucy y Edmund lo reconocieron al momento: era Reepicheep, la más valiente de todas las Bestias Parlantes de Narnia, y Gran Ratón del país, que había obtenido gloria imperecedera durante la segunda Batalla de Beruna.
Lucy deseó, como siempre le había sucedido, poder tomar a Reepicheep entre sus brazos y abrazarlo. Pero aquello, como bien sabía, era un placer que jamás obtendría: habría ofendido terriblemente al roedor. Así pues, en lugar de ello se inclinó sobre una rodilla para hablarle.
El ratón adelantó la pata izquierda, echó hacia atrás la derecha, hizo una reverencia, le besó la mano, se irguió, se retorció los bigotes y dijo con su voz aflautada:
-Soy un humilde servidor de Su Majestad. Y también del rey Edmund. -Aquí volvió a inclinarse-. Nada excepto la presencia de Sus Majestades faltaba en esta gloriosa aventura.
-Uf, sacalo de aquí -gimió Eustace-. Odio a los ratones. Y no soporto a los animales amaestrados. Son bobos, vulgares y... y sensibleros.
-¿Debo interpretar -preguntó Reepicheep a Lucy tras dedicar una prolongada mirada a Eustace- que esta persona singularmente descortés se halla bajo la protección de Su Majestad? Porque, de no ser así...
En aquel momento tanto Lucy como Edmund estornudaron.
-Qué idiota soy al teneros aquí de pie con las ropas mojadas -dijo Caspian-. Vayan abajo y cambiense. Te cederé mi camarote, desde luego, Lucy, pero me temo que no disponemos de prendas femeninas a bordo, Mariam prefiere usar ropa de hombre, dice que es más comodo. Tendrás que arreglártelas con algunas de las mías o de Mariam. Ve tú delante, Reepicheep, como un buen chico.
-A la conveniencia de una dama -repuso el ratón-, incluso una cuestión de honor debe posponerse, al menos por el momento... -Y en aquel punto dirigió una severa mirada a Eustace.
Pero Caspian los empujó al frente, y al cabo de pocos minutos Lucy se encontró atravesando la puerta del camarote de popa.
Se enamoró de él al instante; tenía tres ventanas cuadradas que daban a las azules y arremolinadas aguas que dejaban atrás, bancos bajos acolchados alrededor de tres lados de la mesa, una lámpara de plata que se balanceaba del techo (obra de enanos, como comprendió al instante por su exquisita delicadeza) y la imagen en oro del león Aslan en la pared de proa encima de la puerta.
Asimiló todo aquello en un abrir y cerrar de ojos, pues Mariam abrió inmediatamente una puerta en el lado de estribor y anunció:
-Ésta será tu habitación, Lucy. Sólo voy a por un poco de ropa seca para Caspian... -revolvió en uno de los armarios mientras hablaba- y luego dejaré que te cambies. Si arrojas tus prendas mojadas al otro lado de la puerta haré que las lleven a la cocina para que se sequen.
Lucy se sintió en seguida tan a gusto allí como si llevara semanas en el camarote de Caspian, y el movimiento del barco no le molestaba en absoluto, pues en los viejos tiempos, cuando había sido reina en Narnia, había navegado mucho.
El camarote era muy pequeño pero también muy alegre, con paneles pintados (todo eran aves, animales, dragones color carmesí y enredaderas) e impecablemente limpio. Las ropas de Caspian eran demasiado grandes para ella, pero pudo arreglárselas.
Los zapatos del rey, sandalias y botas marineras, eran excesivamente grandes para que pudiera ponérselos, pero no le importó ir descalza a bordo del barco. Una vez que terminó de vestirse miró por la ventana el agua que discurría por los costados del barco y aspiró con fuerza. Tuvo la seguridad de que iban a pasarlo estupendamente.
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