xxxi. Front Line
━━ chapter thirty-one
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( leo )
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Leo suponía que ahora podría poner pilotar un helicóptero en "Nunca Hubiera Imaginado Que Estaría Tan Loco Como Para Hacer Esto", una lista que nunca elaboró hasta que se dio cuenta de que era un semidiós... y después de todo lo que habían pasado en esta búsqueda hasta el momento, estaba bastante seguro de que necesitaría otro cuaderno mental para apuntarlo todo.
El sol se estaba poniendo mientras volaban hacia el norte sobre el puente de Richmond, y a Leo le costaba creer que el día hubiera pasado tan rápido. (¡Nada como el TDAH y una buena pelea a muerte para que el tiempo pasara volando!) Pilotaba el helicóptero oscilando entre la confianza y el pánico absoluto. Cuando no pensaba en ello, se veía automáticamente accionando los interruptores correctos, comprobando el altímetro, moviendo con cuidado la palanca de mando y volando recto. Cuando se permitía pensar en lo que estaba haciendo, empezaba a asustarse. Se imaginaba a su tía Rosa gritándole en español que era un delincuente chiflado que iba a estrellarse y a arder. Una parte de él sospechaba que su tía tenía razón, pero quizá no solo estrellaría y haría arder el helicóptero.
—¿Estás bien? —la voz a su lado inmediatamente pareció alejar el disgusto de su tía Rosa, y se arriesgó a apartar la mirada de la vista frente a él para ver a Savreen arquear una ceja gentilmente en el asiento del copiloto.
Era consciente de que si mentía, ella se daría cuenta. Ella podía leerle y entenderle a veces mejor de lo que él podía entenderse a sí mismo (o debería decir que siempre podía), y a veces eso daba miedo. Pero en ocasiones, también dolía. Leo no creía en muchas cosas; apenas creía en sí mismo, por no hablar de lo que estaba destinado a ser y lo que no: El destino de dios o de los dioses o lo que fuera. Pero haber encontrado a Savreen después de años... que la conexión que tenían desde niños siguiera siendo tan fuerte, que a pesar de las veces que había escapado, que había seguido moviéndose, de alguna manera, había vuelto corriendo hasta ella.
Poco importaba lo que sus padres pensaran el uno del otro, sus batallas y sus disputas; las cosas que Hefesto hizo y la forma en que Harmonía y sus hijas fueron maldecidas por ello... al menos, a él no le importaba. Porque a pesar de ello, aquí estaban. Y mientras Leo sentía la necesidad de huir de todo y de todos, nunca sintió la necesidad de huir de ella, porque cuando dos personas no eran queridas por nadie en el mundo, sabían que al menos se tenían mutuamente.
Pero dolía, porque Savreen era hermosa. Y sonreía con dulzura. Y hacía que su corazón se volviera loco y sus mejillas ardieran tanto que tenía que asegurarse de no estallar su nariz en llamas. Ella era amable, cariñosa y lo entendía; era su mejor amiga y también era más que eso... pero para ella, él nunca lo fue y estaba seguro de que nunca lo sería.
Y por eso, incluso si sabía que ella podía darse cuenta de que mentía, forzó la sonrisa en su rostro y dijo:
—Sí, de película. El Capitán Leo tiene muchos ases bajo la manta —ella frunció el ceño y fue a decir que no le creía, entonces él la interrumpió y le dijo—: ¿Estás tú bien?
Asintió y le envió otra bonita sonrisa. Se metió parte de su largo cabello oscuro detrás de la oreja. Con ternura, pasó los dedos por un hematoma que se estaba formando en su mejilla. Su mano tenía un corte; la sangre ahora estaba seca. Ya no parecía molestarla.
—Estoy bien —dijo en voz baja—. Algo cansada, nada más.
Leo dejó escapar un largo suspiro, estando de acuerdo con ella.
—Y eso que apenas hemos empezado.
Ella asintió.
—Sí, apenas hemos empezado.
Decidieron contemplar juntos el paisaje exterior. La puesta de sol iluminaba a Savreen y su piel parecía refulgir con ella, adquiriendo un tono brillante de bronce y cobre, dorado y deslumbrante. Leo no pudo evitar quedarse pasmado. Se limitó a observarla, casi sin aliento por la forma en que ella respiraba, en paz sin importar lo que habían pasado y sin importar lo que se disponían a enfrentar. No pensaba ni se asustaba de lo que hacían sus manos, ni de cómo pilotaba el helicóptero, sólo se centraba en ella, y él a su vez se sentía en paz.
Leo frunció los labios. Dentro de ese resplandor del atardecer, había un crepúsculo rosado, y le recordó la mirada en sus ojos cuando de alguna manera comandaba a esos lobos. Ninguno de ellos lo había mencionado desde entonces, ni siquiera ella. Creía que todos estaban un poco confundidos y asustados sobre qué era o qué significaba.
—Sav —comenzó con cuidado.
—¿Sí? —ella lo miró.
El ceño de Leo se profundizó.
—¿Qué pasó en la cueva con esos lobos...? Fue como si pudieras controlarlos... ¿Sabías que podías hacerlo?
Inmediatamente, vio su mano deslizarse hacia donde sabía que estaba escondido el collar de su madre.
—¿A qué te refieres? —murmuró.
—Ya sabes a lo que me refiero —le dijo él—. Yo lo vi, y los demás también. ¿Sabías que podías hacerlo? Dijiste que te reclamaron hace años.
—No sabía que podía —lo interrumpió Savreen en un susurro—. En serio... No sé que fue. Me asusté y me dio miedo de que os hicieran daño... y quería que todo terminara.
Leo continuó frunciendo el ceño.
—La luz provino de tu collar.. Y luego los lobos... te hicieron caso.
Savreen bajó la cabeza. Su mano descendió hasta sujetarlo en el bolsillo.
—Es un amplificador —dijo con tristeza—. Amplifica todo lo relacionado con el portador, lo hace joven y hermoso... nunca envejecerá. Amplifica la tragedia de la vida de alguien... y amplía el poder... al menos, eso es lo que me dijo Hera.
A Leo le pareció oír el miedo en su voz, el desagrado y la amargura, la culpa y la vergüenza que sentía. Ella creía que todo lo que pudiera salir mal sería culpa suya, por culpa de ese collar; de su padre, y eso hizo que Leo se jurase, en ese mismo instante, que encontraría la forma de liberarla del collar. Liberarla de la maldición de su padre. Si existía una promesa que nunca pudiera romperse, él la hizo y la cumpliría, para dejarla ser feliz por una vez en su vida.
—¿Crees que el collar amplificó ese poder? —murmuró Leo.
Ella asintió. No parecía nada contenta con ese hecho.
—Sí... Hera dijo algo de que yo era su apuesta... No quiero serlo. No quiero saber cómo controlar esto... Yo solo... quiero que desaparezca. Yo...
—¿Sólo quieres volver a ese tejado? —ofreció Leo, sabiendo ya adónde iba.
Logró recuperar su sonrisa. Ella lo miró a los ojos con timidez.
—Al campo. Esconderse de Ana Mari da menos miedo y es más simple —Savreen entonces se sentó mejor y se le ocurrió una idea—. Cuando todo esto termine, deberíamos huir juntos, a algún lugar lejano, donde no haya dioses ni monstruos...
Leo empezó a sonreír. Su corazón se hinchó; le gustó bastante esa idea.
—A algún lugar con un taller mecánico...
—Y que sirva como taquería...
Él se rió entre dientes.
—¡Sí, exacto! ¡Sería increíble! —cuando se dio cuenta de que había dicho todo esto en español, rápidamente se lo tradujo mientras ella se reía. Era una dulce melodía—. ¿Y tú qué harías?
Se encogió de hombros, como si no hubiera pensado en ello. Leo supuso que ella nunca tuvo la oportunidad, o pensó que alguna vez la tendría.
—Tal vez... no sé, sería maestra. Puedo enseñar a niños de preescolar.
La sonrisa de Leo se convirtió en una sonrisa dulce y gentil.
—Puedo verlo.
Savreen se encorvó. Frunció los labios para sí misma y allí, por un segundo, Leo creyó ver un rubor en sus mejillas. Y sin darse cuenta, mientras pilotaba el helicóptero, accionaba interruptores y cambiaba de marcha, marcaba un ritmo en la palanca de mandos. Una frase en código Morse que fue muy especial para él: te quiero.
Respirando profundamente, Leo decidió cambiar de tema: habló con los demás sentados atrás y abrió la línea de comunicación.
—¡Bueno! —sonrió un poco para sí mismo cuando vio que tanto Jason como Piper hacían una mueca visible—. ¿Qué es la Casa del Lobo?
Los otros dos se acercaron arrastrando los pies. Jason se arrodilló entre sus asientos.
—Una mansión abandonada en el valle de Sonoma. La construyó un semidiós: Jack London.
Leo no identificaba el nombre.
—¿Es un actor?
—Un escritor —apuntó Piper—. De novelas de aventuras, ¿verdad? ¿La llamada de lo salvaje? ¿Colmillo blanco?
Leo se burló de la sola idea del hecho de que había personas famosas siendo semidioses.
—Universo cinematográfico de semidioses —murmuró para sí mismo.
—Sí —dijo Jason, asintiendo con la cabeza hacia Piper, ya sea sin escuchar lo que dijo Leo o eligiendo pasarlo por alto—. Era hijo de Mercurio... digo, de Hermes. Fue un aventurero que viajó por todo el mundo. Incluso durante una época fue vagabundo. Luego ganó un dineral escribiendo. Se compró un gran rancho en el campo y decidió construir una gran mansión: la Casa del Lobo.
—¿Que se llama así porque escribía sobre lobos?
—En parte —respondió Jason—. Pero el sitio y el motivo por el que escribía sobre lobos... Estaba dando pistas sobre su experiencia personal. Hay muchas lagunas en su biografía: cómo nació, cómo era su padre, por qué estuvo vagando tanto tiempo; cosas que solo se explican sabiendo que era un semidiós.
La bahía quedó atrás, y el helicóptero siguió volando hacia el norte. Delante de ellos se extendían colinas amarillas hasta donde a Leo le alcanzaba la vista.
—Entonces —intentaba comprender—, ¿Jack London fue al Campamento Mestizo?
—No —Jason sacudió la cabeza—. No fue al campamento.
Savreen se movió para sentarse de lado, frunciendo el ceño a Jason con la mejilla apoyada en el borde de su asiento.
—¿Qué quieres decir? —él encontró su mirada—. ¿Recuerdas algo de tu pasado?
—Fragmentos —admitió—. Solamente fragmentos. Ninguno bueno. La Casa del Lobo está en terreno sagrado. Es donde London emprendió su viaje de niño, donde descubrió que era un semidiós. Por eso volvió allí. Pensó que podría vivir en ese lugar, reclamar esa tierra, pero no estaba destinada a él. La Casa del Lobo estaba maldita. Se incendió una semana antes de que él y su mujer se mudaran. Años más tarde, London murió y sus cenizas fueron enterradas allí.
—Y... ¿cómo sabes todo eso? —preguntó Piper.
Una sombra cruzó la cara de Jason. Probablemente solo era una nube, pero Leo habría jurado que tenía la forma de un águila.
—Yo también emprendí mi viaje allí —dijo—. Es un lugar con poder para los semidioses, un lugar peligroso. Si Gaia puede reclamarlo y utilizar su poder para sepultar a Hera en el solsticio y resucitar a Porfirio... eso bastaría para despertar del todo a la diosa de la tierra.
Y así, Leo supo que tenían que llegar allí lo más rápido posible. Mantuvo su mano en la palanca de mandos, guiando el helicóptero a toda velocidad hacia el norte. Podía ver algo del clima más adelante: un punto de oscuridad como un banco de nubes o una tormenta, justo donde se dirigían. El padre de Piper lo había llamado héroe antes. Y Leo no podía creer algunas de las cosas que había hecho: pegar a cíclopes, desactivar timbres explosivos, luchar contra ogros de seis brazos con máquinas de construcción... Parecía que le hubiera pasado a otra persona. Él solo era Leo Valdez, un chico huérfano de Houston. Se había pasado la vida huyendo, y una parte de él todavía quería huir. ¿En qué estaba pensando cuando se le había ocurrido volar hacia una mansión maldita para luchar contra más monstruos malvados?
La voz de su madre resonó en su cabeza: Nada es irreparable.
Menos el hecho de que tú te has ido para siempre, pensó Leo.
Al ver a Piper y a su padre juntos de nuevo, se había acordado de su hogar. Aunque Leo sobreviviera a la misión y salvara a Hera, no le esperaría ninguna reunión feliz. No volvería junto a una familia que lo quisiera. No vería a su madre.
El helicóptero vibró. Hubo un chirrido metálico, y Leo se imaginó que los golpes eran un mensaje en morse: No es el fin. No es el fin.
Estabilizó el helicóptero, y los chirridos cesaron. Solo estaba creyendo oír cosas. No podía obsesionarse con su madre, ni con la idea que le perseguía insistentemente (que Gaia estaba resucitando almas del inframundo), de modo que ¿por qué no sacaba algo bueno de todo aquello? Si pensaba de esa forma, se volvería loco. Tenía un trabajo que hacer.
Se encontró mirando de nuevo a Savreen. Pensó en la promesa en broma que se hicieron: el sueño de huir. Puede que nunca suceda, pero si ambos sobrevivían a esto... Leo se dio cuenta de que todavía la tendría. Todavía se tendrían el uno al otro.
Eso le dio algo de fuerza.
Dejó que su instinto tomara el mando, como al pilotar el helicóptero. Si pensaba demasiado en la misión, o en lo que pasaría después, le entraría el pánico. El secreto era no pensar; simplemente, dejarse llevar.
—Faltan treinta minutos —les dijo a sus amigos, aunque no estaba seguro de cómo lo sabía—. Si queréis descansar, ahora es un buen momento.
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Jason se quedó frito de inmediato. Tan pronto como se ató el cinturón de seguridad en la parte de atrás, cayó ipso facto. Lo cual Leo creía que se merecía, después de todo lo que acababa de hacer para derrotar a un enorme gigante. Savreen también se había quedado dormida, con mucha más gracia, como lo hacía con todo, pero pronto también quedó fuera de combate; agotados después de lo que había pasado, y todos lo necesitaban antes de lo que estaban a punto de afrontar. Pero Piper y Leo permanecieron totalmente despiertos.
Después de unos minutos de silencio embarazoso, Leo dijo:
—Tu padre estará bien. Nadie va a meterse con él estando con esa cabra loca.
Piper lo miró, y Leo se sorprendió de lo mucho que había cambiado. No solo físicamente. Su presencia era más intensa. Parecía estar más... allí. En la Escuela del Monte se había pasado el semestre tratando de pasar desapercibida, escondiéndose en la última fila de la clase, en la parte de atrás del autobús, en el rincón de la cafetería lo más alejado posible de los chicos ruidosos. En ese momento sería imposible no verla. Daba igual lo que llevara puesto: tenías que mirarla.
—Mi padre... —dijo pensativamente—. Sí, ya lo sé. Estaba pensando en Jason. Me preocupa.
Leo asintió. Cuanto más se acercaban a aquel grupo de nubarrones, más se preocupaba él también.
—Está empezando a recordar. Eso tiene que ponerlo un poco nervioso.
—Pero ¿y si... y si es una persona distinta?
Leo había pensado lo mismo. Si la Niebla podía afectar a sus recuerdos, ¿podría ser también la personalidad de Jason una ilusión? Si su amigo no era su amigo y se dirigían a una mansión maldita, un lugar peligroso para los semidioses, ¿qué pasaría si Jason recuperaba toda la memoria en plena batalla?
Pero luego volvió a mirar a su amigo que dormía en la parte de atrás, con un aspecto ridículo que siempre parecía haber aparecido en los recuerdos equivocados de Leo.
—No, Jason es Jason. No importa qué recuerdo nos hayan dado, apuesto a que sigue siendo el Golden Retriever distraído, demasiado asustado para romper las reglas, que pierde sus zapatos en el Gran Cañón que conocíamos —Piper soltó una leve risita, sabiendo que en el fondo tenía razón—. Y además, ¿después de todo lo que hemos pasado? No me lo imagino. Somos un equipo. Jason puede con ello. ¿Y si no lo hace? Le daré un golpetazo en la cabeza con un destornillador o algo para que se solucione.
Las risas de Piper se desvanecieron lentamente. Se alisó el vestido azul, que estaba hecho jirones y quemado por la pelea en el Monte del Diablo.
—Espero que tengas razón. Lo necesito... —se aclaró la garganta—. Quiero decir que necesito confiar en él...
—Lo sé —Leo le envió una sonrisa rápida y cómplice. Después de haber visto a su padre venirse abajo, Leo entendía que Piper no se pudiera permitir perder también a Jason. Acababa de ver a Tristan McLean, la estrella de cine, su elegante y sofisticado padre, sumido casi en la locura. Si a Leo le costaba soportarlo, para Piper debía de ser...ni siquiera podía imaginarlo. Se figuraba que eso también le haría sentirse insegura respecto a sí misma. Si la debilidad era hereditaria, estaría preguntándose, ¿ella también podría venirse abajo como su padre?
Entonces dijo:
—Oye, no te preocupes. Piper, eres la reina de la belleza más fuerte y poderosa que he conocido en mi vida. Puedes confiar en ti misma. Y, por si sirve de algo, también puedes confiar en mí. Y en Savreen, aunque se esté perdiendo toda la conversación —fue a hacerle un gesto hasta que el helicóptero bajó en picado debido a unas turbulencias y Leo se llevó un susto tremendo. Soltó un juramento y enderezó el helicóptero.
Piper se rió con nerviosismo.
—Conque confiar en ti, ¿eh?
—Sí, sí, cierra la boca.
Pero sonrió a Piper, y por un segundo se sintió como si estuviera tomando algo tranquilamente con una amiga.
Luego llegaron a los nubarrones.
Al principio Leo pensó que estaban lloviendo piedras sobre el parabrisas. Luego se dio cuenta de que era aguanieve. Empezó a formarse escarcha alrededor de los bordes del cristal, y unas olas de hielo medio derretido le taparon la vista.
—¡¿Una tormenta de hielo?! —gritó Piper por encima del motor y el viento—. ¿Se supone que en Sonoma hace tanto frío?
Leo no estaba seguro, pero había algo en aquella tormenta que parecía consciente, malévolo, como si estuviera golpeándolos a propósito.
Jason y Savreen se despertaron rápidamente. Sav saltó en el asiento del copiloto y se esforzó por sentarse con respiraciones rápidas y los ojos muy abiertos. Le tomó un momento comprender lo que sucedía, pero una vez que lo hizo, su sorpresa se convirtió en terrible desconcierto. Jason avanzó a gatas, agarrándose de sus asientos para mantener el equilibrio.
—Debemos de estar acercándonos.
Leo estaba demasiado ocupado peleándose con la palanca de mando para contestarle. De repente ya no era tan fácil pilotar el helicóptero. Sus movimientos se volvieron lentos y bruscos. Toda la máquina vibraba con el viento gélido. Probablemente, el helicóptero no estaba preparado para volar con un tiempo frío. Los mandos se negaban a responder, y empezaban a perder altitud.
Debajo de ellos, el suelo era una colcha de árboles y niebla. La cresta de una colina apareció delante de ellos, Leo tiró de la palanca y pasó casi rozando las copas de los árboles.
—¡Allí! —gritó Jason.
Un pequeño valle se abrió ante ellos, con la forma oscura de una construcción en medio. Leo dirigió el helicóptero derecho hacia allí. Alrededor se veían destellos de luz que recordaron a Leo los disparos en el complejo de Midas. Los árboles crujían y estallaban en los bordes del claro. Se movían formas entre la niebla. El combate parecía presente en todas partes.
Dejó el helicóptero en un campo helado a unos cincuenta metros de la casa y apagó el motor. Se disponía a relajarse cuando oyó un silbido y vio una forma oscura que salía de la niebla y se dirigía a ellos a toda velocidad.
—¡Salid! —gritó Leo—. ¡Salid, SALID!
Saltaron del helicóptero y por poco no tocaron los rotores mientras un enorme ¡BOOM! sacudía el suelo, derribaba a Leo y lo salpicaba todo de hielo. Tosió y rodó unos cuantos metros antes de que finalmente se detuviera bruscamente: sus brazos y piernas se arañaron a través de sus pantalones y su camisa con ramitas y piedras sueltas.
Se levantó con paso vacilante y entrecerró los ojos. Vio que la bola de nieve más grande, un montón de nieve, hielo y tierra del tamaño de un garaje, había aplastado por completo el Bell 412.
—¡¿Te encuentras bien?! —en un segundo, Jason apareció a su lado. Piper y Sav estaban con él. Los tres parecían estar bien, salvo por las salpicaduras de nieve y barro y algunos rasguños aquí y allá.
—Sí —Leo se estremeció mientras se estabilizaba, dejando escapar una última tos. Se apartó el pelo de la cara—. Supongo que le debemos a la guardabosques un helicóptero nuevo. O una disculpa. Me da que ambas cosas.
Piper señaló al sur.
—La batalla está por allí —a continuación entornó los ojos—. No... está por todas partes.
Tenía razón. Los sonidos de combate resonaban a través del valle. La nieve y la niebla impedían saberlo con certeza, pero parecía que hubiera un círculo de batalla alrededor de la Casa del Lobo.
Detrás de ellos se alzaba la casa de ensueño de Jack London: una enorme ruina de piedras rojas y grises, y vigas de madera toscamente cortadas. Leo se imaginó el aspecto que debía de tener antes de incendiarse: una combinación de cabaña de troncos y castillo. Pero con la niebla y la aguanieve, el lugar tenía un aire solitario y encantado. A Leo no le costaba nada creer que las ruinas estaban malditas.
—¡Jason!
Con esa voz femenina, una figura apareció entre la niebla. El anorak de Thalia estaba cubierto de nieve. Llevaba el arco en la mano, y su carcaj estaba casi vacío. Corrió hacia ellos, pero solo logró dar unos cuantos pasos antes de que un ogro de seis brazos, un terrígeno, saliera repentinamente de la tormenta detrás de ella, con una porra en ristre en cada mano.
—¡Cuidado! —gritó Leo. Corrieron a ayudarla, pero Thalia tenía la situación bajo control. Se lanzó dando una voltereta, cogió una flecha mientras giraba como una gimnasta y cayó de rodillas. El ogro recibió el impacto de una flecha plateada justo en medio de los ojos y se derritió en un montón de barro.
Thalia se puso de pie y recuperó la flecha, pero la punta se había partido.
—¡Maldita sea! Era la última que me quedaba —dio una patada al montón de barro, resentida —. Estúpido ogro.
—Buen disparo —ofreció Leo un poco incómodo, pero ella lo ignoró, como de costumbre.
Se reunió con ellos a mitad de camino, le dio a Jason un rápido abrazo y asintió con la cabeza hacia el resto.
—Justo a tiempo. Mis cazadoras mantienen un perímetro alrededor de la mansión, pero nos invadirán en cualquier momento.
—¿Los terrígenos? —preguntó Jason.
—Y los lobos: los secuaces de Licaón —Thalia se quitó un copo de hielo de la nariz—. Y también los espíritus de la tormenta...
—¡Pero se los dimos a Eolo! —protestó Piper, repentinamente horrorizada.
—Que intentó matarnos —le recordó Leo, para nada sorprendido por algo que un dios hiciera en este momento. Aprendió con rapidez que cambiaban de bando y opinión tan rápido como el viento, especialmente un dios del viento—. A lo mejor está ayudando otra vez a Gaia.
—No lo sé —dijo Thalia—. Pero los monstruos no paran de regenerarse casi a la misma velocidad que los matamos. Tomamos la Casa del Lobo sin problemas: sorprendimos a los centinelas y los mandamos directos al Tártaro. Pero luego, de repente, llegó esta extraña tormenta. Empezaron a atacarnos una ola de monstruos tras otra. Ahora estamos rodeadas. No sé quién o qué dirige el ataque, pero creo que planearon esto. Era una trampa para matar a quien intentara rescatar a Hera.
—¿Dónde está ella? —habló Savreen.
—Dentro. Hemos intentado liberarla, pero no sabemos cómo forzar la jaula. Solo quedan unos minutos para que se ponga el sol. Hera cree que es el momento en que renacerá Porfirio. Además, la mayoría de los monstruos son más fuertes de noche. Si no liberamos a Hera pronto...
No hizo falta que acabara la frase. Leo, Savreen, Jason y Piper la siguieron hasta la mansión en ruinas.
Casi de inmediato, las cosas empezaron a ir cuesta abajo. Llegaron a la mansión con bastante facilidad en medio del caos de la batalla, pero tan pronto como Jason cruzó el umbral, inmediatamente se desplomó.
—¡Eh! —Leo lo cogió, luchando un poco por la repentina caída de su amigo—. Eso no, tío. ¿Qué pasa?
—Este sitio... —Jason sacudió la cabeza. De repente, parecía muy enfermo—. Lo siento... Me he acordado de repente.
—Así que has estado aquí —dijo Piper.
Savreen se apresuró a ayudar a Leo a levantar a Jason, apoyándose a su otro lado mientras Thalia decía:
—Los dos hemos estado —tenía una expresión seria, como si estuviera evocando la muerte de alguien—. Es el sitio al que nos llevó mi madre cuando Jason era niño. Lo dejó aquí y me dijo que estaba muerto. Simplemente, desapareció.
—Me entregó a los lobos —murmuró Jason—. Ante la insistencia de Hera. Me entregó a Lupa.
—Esa parte no la conozco —su hermana frunció el entrecejo—. ¿Quién es Lupa?
Una explosión sacudió el edificio. Justo afuera, una nube azul en forma de hongo se elevó, descargando copos de nieve y hielo como una explosión nuclear hecha de frío en lugar de calor.
—Tal vez no sea el mejor momento para preguntas —propuso Leo—. Enséñanos a la diosa.
Una vez dentro, Jason pareció orientarse. La casa estaba construida en forma de una U gigantesca, y Jason los llevó por en medio de las dos alas hasta un patio exterior con un estanque vacío. En el fondo del estanque, tal como Jason había descrito a partir del sueño, dos espirales de roca y raíces se habían abierto paso a través de los cimientos agrietándolos.
Una de las espirales era mucho más grande que la otra: una masa oscura y sólida de unos seis metros de altura que a Leo le recordó una bolsa para cadáveres de piedra. Debajo de la masa de zarcillos fundidos, distinguió la forma de una cabeza, unos anchos hombros, un enorme pecho y unos brazos, como si la criatura estuviera atrapada en la tierra hasta la cintura. No, atrapada no... saliendo de ella.
En el lado opuesto del estanque estaba la otra espiral, más pequeña y menos prieta. Cada zarcillo era del grosor de un poste de teléfono, con tan poco espacio entre ellos que Leo dudaba que le cupiera el brazo dentro. Aun así, podía ver el interior. Y en el centro de la jaula estaba la tía Callida.
Estaba exactamente como Leo la recordaba: el cabello moreno cubierto con un chal, el vestido negro de viuda y una cara arrugada con unos espeluznantes ojos relucientes. No brillaba ni irradiaba ningún tipo de poder. Parecía una mujer mortal normal y corriente: su vieja niñera psicópata.
Leo se metió en el estanque y se acercó a la jaula.
—Hola, tía —saludó, engreído y casual—. ¿Algún problemilla?
Ella se cruzó de brazos y suspiró exasperada.
—No me inspecciones como si fuera una de tus máquinas, Leo Valdez. ¡Sácame de aquí!
Thalia se acercó a él y miró la jaula con repugnancia, o tal vez estaba mirando a la diosa.
—Hemos probado todo lo que se nos ha ocurrido, Leo, pero tal vez no le he puesto muchas ganas. Si por mí fuera, la dejaría ahí dentro.
—Oh, Thalia Grace —se burló la diosa—. Cuando salga de aquí, te arrepentirás de haber nacido.
—¡Ahorráoslo! —le espetó Thalia—. Desde hace una eternidad habéis sido una maldición para todos los hijos de Zeus. Vos mandasteis un montón de vacas con problemas intestinales a por mi amiga Annabeth...
—¡Ella me faltó al respeto!
—Me tirasteis una estatua en las piernas.
—¡Fue un accidente!
—¡Y os llevasteis a mi hermano! —la voz de Thalia se quebró de la emoción—. Aquí..., en este sitio. Nos arruinasteis la vida. ¡Deberíamos dejaros en manos de Gaia!
—Oye —intervino Jason con suma rapidez—. Thalia, hermanita, ya lo sé, pero no es el momento. Deberías ayudar a tus cazadoras.
Thalia apretó la mandíbula. Respiró hondo. Parecía estar conteniendo las lágrimas de ira. Pero al final cedió.
—Bien. Lo hago por ti, Jason. Pero para mí no merece la pena.
Dicho esto, Thalia se volvió, salió del estanque de un brinco y se marchó furiosa del edificio.
En el silencio que siguió, Leo se volvió hacia Hera con una especie de respeto a regañadientes.
—¿Vacas con problemas intestinales?
—Céntrate en la jaula, Leo —se quejó ella—. Y tú, Jason, eres más sabio que tu hermana. Conozco bien a mi campeón.
—No soy vuestro campeón, señora —dijo Jason con severidad—. Solo os estoy ayudando porque me robasteis los recuerdos y sois preferible a la alternativa. Hablando del tema, ¿qué pasa con eso?
Señaló con la cabeza la otra espiral. Quizás Leo lo estaba imaginando, pero sentía como si hubiera crecido aún más desde que habían llegado.
—Eso —dijo Hera— es el rey de los gigantes renaciendo, Jason.
Piper y Sav compartieron una mirada; ambas hicieron una mueca.
—Qué asco —armonizaron.
—Ya lo creo —respondió Hera—. Porfirio, el más fuerte de su especie. Gaia necesitaba mucho poder para resucitarlo: mi poder. Durante semanas me he ido debilitando mientras mi esencia se utilizaba para darle una nueva forma.
—Así que eres como una lámpara calentadora —conjeturó Leo—. O un fertilizante.
La diosa le lanzó una mirada asesina, pero a Leo le daba igual. Aquella vieja había estado haciéndole la vida imposible desde que era un bebé. Y había ayudado a hacer que la vida de Savreen fuera miserable desde antes de que ella pudiera recordar; a Leo le importaba poco si la insultaba.
—Bromea todo lo que quieras —interrumpió Hera—. Pero cuando se ponga el sol será demasiado tarde. El gigante se despertará. Me dará a elegir entre casarme con él o ser consumida por la tierra. Y no puedo casarme con él. Todos seremos destruidos. Y cuando muramos, Gaia despertará.
Leo miró la gigantesca espiral con cara de preocupación.
—¿No podemos volarla o algo por el estilo?
—Sin mí, no tenéis poder suficiente —contestó Hera—. Antes podríais intentar destruir una montaña.
—Ya lo hemos hecho hoy —dijo Jason.
Hera no quedó impresionada con sus comentarios.
—¡Daos prisa y dejadme salir!
Jason se rascó la cabeza.
—¿Puedes hacerlo, Leo?
—No lo sé —se encogió de hombros. Procuró no dejarse llevar por el pánico—. Además, si es una diosa, ¿por qué no se ha escapado?
Hera empezó a pasearse furiosamente por la jaula, maldiciendo en griego antiguo.
—Utiliza el cerebro, Leo Valdez. Te elegí porque eres inteligente. Una vez atrapado, el poder de un dios no sirve de nada. Tu propio padre me atrapó una vez en una silla dorada. ¡Fue humillante! Tuve que suplicarle que me liberara y pedirle disculpas por echarlo del Olimpo.
—Me parece justo.
—Sí, muy justo.
—Un castigo razonable...
—Me parece bien merecido.
Hera les lanzó su mirada fría y amenazadora de diosa.
—Te he observado desde que eras niño porque sabía que podrías ayudarme en este momento, hijo de Hefesto. Si alguien puede hallar una forma de destruir esta abominación, eres tú.
—Pero no es una máquina. Es como si Gaia sacara una mano de la tierra y... — Leo se sintió mareado. Recordó el verso de la profecía que decía: La fragua, la paloma y su armonía romperán la celda—. Espera. Tengo una idea. Sav, Piper, voy a necesitar vuestra ayuda. Y vamos a necesitar tiempo.
El aire se volvió frío y cortante. La temperatura descendió tan rápido que a Leo se le agrietaron los labios y su aliento se convirtió en vaho. a escarcha cubrió las paredes de la Casa del Lobo. Unos venti entraron como una exhalación, pero, en lugar de hombres alados, aquellos tenían forma de caballos, con cuerpo de nubarrones oscuros y crines que relampagueaban. A algunos les asomaban flechas de plata de los flancos. Detrás de ellos llegaron unos lobos con los ojos rojos y los terrígenos de seis brazos.
Piper sacó su daga. Savreen presionó su anillo y su chakram brotó con un cling. Jason cogió una tabla del suelo del estanque que estaba cubierta de hielo. Leo metió la mano en el cinturón portaherramientas, pero estaba tan conmocionado que tan solo sacó un estuche metálico de caramelos de menta. Lo guardó de nuevo, con la esperanza de que nadie lo hubiera visto, y en su lugar sacó un martillo.
Uno de los lobos avanzó. Arrastraba con la pata una estatua de tamaño real. En el borde del estanque, el animal abrió la boca y dejó caer la estatua para que la vieran. Era una escultura de hielo de una chica: una arquera con el pelo de punta y una expresión de sorpresa en la cara.
—¡Thalia!
Jason corrió hacia adelante, pero lo detuvieron. El suelo alrededor de la estatua de su hermana ya estaba cubierto de hielo. Leo temía que, si Jason la tocaba, también se quedara helado.
—¡¿Quién ha hecho eso?! —gritó. Su cuerpo crepitaba de electricidad—. ¡Te mataré con mis propias manos!
Leo oyó una risa de chica, nítida y fría, procedente de algún lugar detrás de los monstruos. La muchacha salió de la niebla ataviada con un vestido blanco como la nieve y una corona de plata sobre su largo cabello moreno. Los contempló con aquellos profundos ojos marrones.
—Bon soir, mes amis —ronroneó Khione. Dedicó a Leo una sonrisa gélida—. Qué pena, hijo de Hefesto. ¿Dices que necesitas tiempo? Me temo que el tiempo es una herramienta que no tienes.
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