xxvii. Devil Mountain
━━ chapter twenty-seven
mount diablo
( devil mountain )
( leo )
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Cualquier cosa que llevase "diablo" en su nombre nunca era buena señal.
Leo ha escuchado esa palabra con demasiada frecuencia. Monte del Diablo, era hacia donde se dirigían. Niño diablo, así lo llamaba su tía. Algunos incluso podrían llamar al fuego la maldición del Diablo. De alguna manera, el diablo seguía a Leo; con fantasmas, con su pasado traumático, con las llamas que danzaban a lo largo de sus dedos y dejaban cenizas a su paso.
El fuego era peligroso. El fuego era mortal. El fuego dejaba edificios enteros que no eran más que acero fundido, brasas chispeantes y cenizas, convertía bosques completos en bosques para fantasmas: sepulcros de madera todavía negros y carbonizados. Quemaba vivos a los hombres, asfixiaba la vida de las personas, destruía vidas, hogares, familias y, aun así, nunca estaba satisfecho.
Si el poder del Diablo era algo, era la maldición que pesaba sobre Leo.
Y ahora se dirigía hacia la montaña con diablo en su nombre. Donde algo terrible los esperaba, podía sentirlo en sus huesos: un gigante que podría no solo almorzarse al padre de Piper, sino también a ellos. El entrenador Hedge les dijo que este lugar estaba maldito y Leo le creyó.
No tardaron mucho en descubrir dónde estaban. En los menús ponía "Café Verve, Walnut Creek, California". Y, según la camarera, eran las nueve de la mañana del veintiuno de diciembre, el solsticio de invierno, con lo que les quedaban tres horas hasta el plazo final.
Leo miró hacia el Monte del Diablo, no parecía muy grande ni estaba cubierto de nieve. Parecía realmente tranquilo, con sus surcos dorados veteados de árboles de color verde grisáceo. Pero siempre decían que el diablo había sido el más bonito de todos los ángeles.
Mientras esperaban que un taxi los recogiera para llevarlos a la montaña, Leo se encontró alcanzando el viejo dibujo en ceras de colores que Eolo le había dado. Lo sacó de su bolsillo, confundido porque todavía estaba allí. Se quedó mirándolo: un barco al que había llegado apenas a las seis. Se quedó mirando al mascarón de proa y se le secó la lengua. Recordó ese día y se heló hasta los huesos.
—¿Qué es eso? —Piper lo había visto y su pregunta fue gentil a pesar de la curiosidad que Leo sabía que estaba gestando.
Lo dobló y lo volvió a guardar; era otro problema para otro día.
—Nada. Un dibujo de la guardería. No te pierdes mucho.
—Es más que eso —supuso Jason. Leo apretó las manos en los bolsillos de esos estúpidos pantalones a rayas—. Eolo dijo que era la clave de nuestro éxito.
Leo negó con la cabeza. No quería hablar de eso. Su mirada pasó por la preocupada Savreen.
—Hoy, no. Se refería a... más adelante.
—¿Cómo puedes estar seguro? —Piper frunció.
—Créeme —tragó saliva, queriendo cambiar de tema—. Bueno, ¿cuál es el plan?
El entrenador Hedge eructó. Leo hizo una mueca. Ya se había tomado tres cafés y un plato de donuts, junto con dos servilletas y otra flor del jarrón de la mesa. Se habría comido los cubiertos si Piper no le hubiera dado una palmada en la mano. Ahora intentaba pillarse una tercera flor, pero Savreen cogió el jarrón más rápido y lo abrazó a su lado de la mesa.
—Escalar la montaña. Matar a todo lo que se mueva menos al padre de Piper y marcharnos.
—Gracias, general Eisenhower —masculló Jason.
—Tío —Leo le frunció el ceño—, ¿Hera te roba los recuerdos pero te deja las referencias históricas aburridas? Qué cruel.
—Al menos no olvidó cómo ser sarcástico —afirmó Savreen.
—Chicos —dijo entonces Piper—, hay algo más que tenéis que saber.
Explicó su sueño. No mencionó a su madre, Afrodita, pero Leo sabía que fue ella quien se lo dijo. Les habló de su enemiga real: Gaia.
—¿Gaia? —el ceño de Leo se profundizó. Sacudió la cabeza—. ¿No es la Madre Naturaleza? Se supone que tiene flores en el pelo, pájaros cantando a su alrededor y ciervos y conejos que le hacen la colada.
Piper lo miró fijamente.
—¿Qué?
—Leo, esa es Blancanieves.
—Vale, pero...
—Escucha, yogurín —el entrenador Hedge se limpió el café de la perilla—. Piper nos está diciendo algo importante. Gaia no es ninguna blandengue. Ni siquiera estoy seguro de que yo pudiera acabar con ella.
Leo lanzó un silbido.
—¿De verdad?
Hedge asintió con la cabeza.
—Esa Mujer de Tierra... Ella y su antigua pareja el cielo eran muy desagradables.
—Urano —dijo Piper, mirando momentáneamente hacia el cielo. Leo y los demás la imitaron, cada uno compartiendo una mirada extraña. Todavía era difícil pensar que todo lo que los rodeaba se correlacionara con un dios, un ser celestial. Especialmente algo tan grande y vasto.
—Exacto —dijo Hedge—. Urano no es un padre modelo. Arrojó a sus primeros hijos, los cíclopes, al Tártaro. Eso sacó de quicio a Gaia, pero esperó el momento idóneo. Luego tuvieron más hijos (los doce titanes), y Gaia temió que también acabaran encerrados, así que acudió a su hijo Cronos...
—El grandullón malo —recordó Leo—. Al que vencieron el verano pasado.
—Eso es. Y Gaia le dio la guadaña y le dijo: «Oye, ¿por qué no llamo a tu padre y mientras esté distraído hablando conmigo lo cortas en trocitos? Entonces tú podrías dominar el mundo. ¿A que sería estupendo?»
Nadie dijo nada, pero no por eso los pensamientos de Leo dejaron de ser rápidos. Aprendió muy pronto que los dioses eran hipócritas. Predicaban y decían cosas, siempre influenciando a sus hijos hacia lo correcto, o lo que ellos querían. Les decían que los Titanes y los Gigantes (lo que fuera) hacían lo incorrecto, pero ¿no hacían ellos lo mismo? ¿Acaso la madre de Zeus no convenció a Cronos de que se comiera una roca antes de que Zeus lo matara? A Leo le parecía la misma historia, sólo que con diferentes perpetuadores. Excepto que ellos no tenían un semidiós que les hiciera lo mismo. (O tenido éxito.)
(Eso hizo que Leo se preguntara si había alguna razón por la que muchos dioses tenían hijos con mortales. Los semidioses eran poderosos, pero nunca lo suficientemente poderosos.)
—Definitivamente, no es Blancanieves —decidió Savreen.
—No, Cronos era malo —dijo Hedge—. Pero Gaia es la madre de todos los malos en el sentido literal de la expresión. Es tan vieja y tan poderosa, tan enorme, que le cuesta estar del todo consciente. Se pasa la mayor parte del tiempo durmiendo, y así es como nos gusta que esté: roncando.
—Pero habló conmigo —dijo Leo, con la boca seca—. ¿Cómo puede estar dormida?
Gleeson se sacudió las migas de su solapa de color amarillo canario.
—Incluso dormida, una parte de su conciencia permanece activa: soñando, vigilando y haciendo pequeñas cosas, como provocar la erupción de volcanes y la rebelión de monstruos. Ni siquiera ahora está del todo despierta. Créeme, no te interesa verla totalmente despierta.
—Pero se está volviendo más poderosa —murmuró Sav—. Está haciendo que los gigantes se rebelen. ¿Y si su rey vuelve... ese tal Porfirio...?
—Reclutará un ejército para destruir a los dioses —intervino Jason—. Empezando por Hera. Estallará otra guerra. Y Gaia se despertará del todo
—Por eso es buena idea que nos mantengamos apartados del suelo lo máximo posible —finalizó el entrenador Hedge.
Leo miró con recelo el Monte del Diablo.
—Así que... trepar una montaña. Eso sería peligroso.
Piper frunció los labios. Ella también miró la montaña y pronto bajó la cabeza avergonzada. En voz baja, murmuró:
—Chicos, no puedo pediros que lo hagáis. Es demasiado peligroso.
—¿Estás de guasa? —el entrenador Hedge eructó y les mostró su sonrisa color azul clavel—. ¡¿Quién está preparado para repartir estopa?!
—Por una vez —dijo Leo, encontrando la mirada de Piper—, estoy de acuerdo con él.
Ella logró esbozar una pequeña sonrisa de agradecimiento.
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Era demasiado pedir que el taxi los llevara hasta la cima.
Ni siquiera a mitad de camino, el taxi empezó a dar bandazos y a rechinar al subir por la carretera montañosa. Leo se estremecía con cada movimiento, sentado en la parte de atrás junto a Piper, Jason y Savreen (no le preguntes cómo cabían todos en un coche de tres plazas, porque era ilegal y habían sobornado al taxista con un gran uso de la jerga del Embrujahabla). Al entrenador Hedge le encantaba ir delante, animando al conductor a cada instante.
Leo se reclinó en el asiento, mirando por la ventanilla con esa sensación de sequedad todavía en la garganta y la boca. Cualquier cosa llamada Diablo jamás era buena. Estaban subiendo una montaña maldita.
Apretada a su lado, Savreen parecía nerviosa. Su pierna rebotó arriba y abajo, algo que rara vez hacía. Leo la miró, preocupado por la forma en que se mordía el labio inferior. Había sacado algo del bolsillo trasero de los vaqueros: la foto que le había dado Eolo. Leo vio a un joven con toga y birrete de graduación, sonriendo del mismo modo que Savreen lo hacía siempre. De la forma en que alcanzaba sus ojos y estos se volvían tan brillantes como ópalos. Se encontraba entre un hombre y una mujer mayores, vestidos con una kurta y un sari respetuosos. Ellos también sonreían, orgullosos.
Leo no necesitó preguntar para saber quiénes eran. Vio la expresión de dolor en el rostro de Savreen mientras los miraba, especialmente al hombre del medio: su padre. Apenas se acordaba de su padre.
Él frunció los labios y acercó sus dedos a los de ella. Cuando no se apartó, Leo tomó su mano entre las suyas y, al instante, ella la sujetó con fuerza.
Finalmente, justo en la mitad del camino, se detuvieron: la estación del guardabosques estaba cerrada y una cadena bloqueaba el camino.
—No puedo llegar más lejos —dijo el taxista—. ¿Están seguros? El camino de vuelta es largo, y mi coche hace cosas raras. No puedo esperarles.
—Estamos seguros —Leo soltó la mano de Savreen y todos salieron del taxi. Tenía un mal presentimiento respecto al problema del taxi, y cuando echó un vistazo hacia abajo comprobó que tenía razón. Las ruedas estaban hundiéndose en el camino como si este estuviera hecho de arenas movedizas. No muy deprisa, lo justo para que el taxista creyera que tenía un problema con la transmisión o el eje estropeado... pero Leo sabía que no era así.
El camino estaba hecho de tierra compacta. No había ningún motivo por el que tuviera que ser blanda, pero a Leo se le estaban empezando a hundir los zapatos. Gaia estaba jugando con ellos.
Mientras sus amigos salían del vehículo, Leo pagó al taxista. Fue generoso... Qué demonios, ¿por qué no? Era el dinero de Afrodita. Además, tenía la sensación de que tal vez no saliera de aquella montaña.
—Quédese con el cambio —dijo—. Y lárguese. Deprisa.
El taxista no le discutió. Al poco rato, lo único que se veía era su estela de polvo.
La vista de la montaña era impresionante. El valle interior que rodeaba el Monte del Diablo era un mosaico de pueblos: cuadrículas de calles bordeadas de árboles y bonitas zonas residenciales de clase media, tiendas y escuelas. Todas aquellas personas llevaban vidas normales, la clase de vida que Leo no había tenido la oportunidad de conocer nunca.
—Eso es Concord —dijo Jason, señalando al norte—. Debajo de nosotros está Walnut Creek. Hacia el sur, Danville, detrás de esas colinas. Y en esa dirección... —señaló al oeste, donde una cadena de colinas doradas mantenía una capa de niebla, como el borde de un cuenco—. Son las colinas de Berkeley. El Este de la Bahía. Y detrás, San Francisco.
Leo, Sav y Piper compartieron una mirada. Piper se acercó con cuidado.
—¿Jason? —le tocó el brazo—. ¿Te acuerdas de algo? ¿Has estado aquí?
—Sí... No —le dio una mirada de angustia—. Parece importante.
—Esa es la tierra de los titanes —dijo el entrenador Hedge, señalando con la cabeza hacia el oeste—. Un mal sitio, Jason. Créeme, no nos interesa acercarnos más a San Francisco.
Pero Jason siguió mirando hacia la cuenca brumosa, anhelando; Leo podía verlo en su rostro. Anhelaba algo que no podía recordar exactamente, pero sabía lo suficiente como para sentir esta angustia. Sentir que estaba cerca de algo a lo que tenía apego... y eso hizo que Leo se sintiera un poco incómodo. Tierra de los titanes, había dicho el entrenador Hedge. Estaban caminando por la Montaña del Diablo. Jason estaba conectado con estos lugares que supuestamente albergaban maldad, mala magia y viejos enemigos... todos seguían insinuando que él era un enemigo, que su llegada al Campamento Mestizo era un terrible error.
Es mi amigo, se reprendió.
(Y aún así, realmente no sabían nada de él...)
Leo intentó mover el pie, pero tenía los talones totalmente hundidos en la tierra.
—Eh, chicos —dijo—. No nos paremos.
Los otros repararon en el problema.
—Gaia es más fuerte aquí —masculló Hedge. Sacó las pezuñas de los zapatos y se los dio a Leo. Él los cogió, incrédulo—. Guárdamelos, Valdez. Son muy bonitos.
Leo resopló, molesto.
—Sí, señor. ¿Le gustaría pulirlos también?
No entendió el sarcasmo. En cambio, sonrió:
—¡Buena idea, Valdez! —Leo puso los ojos en blanco—. Pero antes subamos la montaña mientras podamos.
—¿Cómo sabremos dónde está el gigante? —preguntó Piper.
Jason señaló el pico. Flotando sobre la cima había una columna de humo. Al verla de lejos, Leo había pensado que era una nube, pero no era así; había algo ardiendo.
—Si hay humo es que hay fuego —dijo Jason—. Será mejor que nos demos prisa.
Muy pronto, Leo aprendió la diferencia entre pensar que estaba en forma y estarlo de verdad. Ya había participado en marchas forzadas en la Escuela del Monte. ¿Pero escalar una montaña cuando la tierra intentaba tragarse sus pies? Una experiencia totalmente diferente.
No le tomó mucho tiempo arremangarse la camisa, a pesar de que el viento era frío y fuerte. Deseó que Afrodita le hubiera dado unos pantalones cortos y un calzado más cómodo. Pero aparentemente la belleza era dolorosa. Intentó distraerse metiendo las manos en el cinturón de herramientas y empezando a buscar artilugios: engranajes, una pequeña llave inglesa, unas tiras de bronce. Iba construyendo algo a medida que andaba, sin pensarlo realmente, simplemente jugueteando con las piezas.
Cuando se aproximaron a la cima de la montaña, Leo era el héroe más sucio y sudoroso, a la par que elegantemente vestido, de la historia. Tenía las manos cubiertas de grasa. Se quedó mirando el objeto que había creado: era como un juguete de cuerda, la clase de juguete que hace ruido y camina por una mesita. No estaba seguro de lo que podía hacer, pero lo guardó en el cinturón.
Echaba de menos su chaqueta militar, con todos sus bolsillos. Pero echaba todavía más de menos a Festus. Justo entonces le habría venido de perlas un dragón de bronce que escupiera fuego, pero aparte de eso, también le brindaba consuelo. No sabía si era triste encontrar consuelo en una máquina, pero a Leo realmente le vendría bien el calor de su aliento o sentir cómo su interior trabajaba en conjunto; le hacía sentir como si las cosas estuvieran funcionando, que sabía lo que estaba pasando. En este momento no lo sabía y no había nada concreto que se lo dijera. Pero Festus no estaba y no volvería, al menos en su antigua forma.
Palpó el dibujo que llevaba en el bolsillo: la pintura que había dibujado en la mesa de picnic debajo de una pacana cuando tenía cinco años. Recordaba a la tía Callida cantando mientras él trabajaba y lo mucho que se había disgustado cuando el viento se había llevado el dibujo. Todavía no es el momento, pequeño héroe, le había dicho la tía Callida. Algún día tendrás tu misión. Descubrirás tu destino, y tu duro viaje por fin tendrá sentido.
Eolo se lo había devuelto. Leo sabía que eso significaba que su destino se aproximaba, pero el viaje era igual de frustrante que aquella ridícula montaña. Cada vez que pensaba que habían llegado a la cima, resultaba ser solo una cresta tras la cual había otra todavía más alta.
Lo primero es lo primero, se recordó. Sobrevive ahora. Ya averiguarás lo que significa el dibujo del destino más adelante.
Finalmente, Jason se agachó tras un muro de piedra. Indicó con la mano a los demás que hicieran lo mismo. Leo se acercó a él gateando. Savreen se agachó al otro lado. Piper tuvo que obligar a agacharse al entrenador Hedge.
—¡No quiero ensuciarme la ropa! —protestó.
—¡Shh! —regañó Piper.
De mala gana, el sátiro se arrodilló.
—Eres toda una mamá —Leo decidió colar una broma. Piper le dio un codazo.
Justo encima de la cresta en la que estaban escondidos, a la sombra de la última cumbre de la montaña, había una depresión boscosa del tamaño aproximado de un campo de fútbol americano, donde el gigante Encélado había montado su campamento. Varios árboles habían sido talados para preparar una elevada hoguera de color púrpura. El borde exterior del cerco estaba lleno de troncos de sobra y de máquinas de construcción: una excavadora, una gran grúa con cuchillas giratorias en el extremo, como una maquinilla eléctrica que debía de ser una cosechadora forestal, y una larga columna metálica con una hoja de hacha, como una guillotina lateral: un hacha hidráulica.
¿Por qué un gigante necesitaría equipos de construcción? No veía cómo la criatura frente a él podía siquiera caber en el asiento del conductor. El gigante Encélado parecía peor que un monstruo sacado de un libro de cuentos; Leo tuvo que obligarse a mirarlo.
Medía diez metros de altura, fácilmente igual de alto, incluso más, que las copas de los árboles. Leo estaba seguro de que el gigante podría haberlos visto detrás de la cresta, pero parecía concentrado en la extraña hoguera púrpura, dando vueltas alrededor de ella y cantando entre dientes. De cintura para arriba, parecía un humanoide, con el pecho musculoso cubierto con una armadura de bronce decorada con dibujos de llamas. Tenía la piel bronceada, pero negra de la ceniza, y su cara poseía unas facciones toscas, como una figura de barro a medio acabar. Sus ojos emitían un brillo blanco, y su pelo era una maraña de rizos greñudos trenzados con huesos que le llegaban a los hombros.
De cintura para abajo, era una historia diferente. Sus piernas eran de un verde escamoso, con garras en lugar de pies, como las patas delanteras de un dragón. En la mano tenía una lanza del tamaño del asta de una bandera. De vez en cuando metía la punta en la lumbre y volvía el metal de color rojo lava.
—Está bien —susurró el entrenador Hedge—. El plan es el siguiente...
Leo le dio un codazo.
—¡No va a atacarlos solo!
—Venga ya.
Piper contuvo un sollozo.
—Mirad...
Apenas visible al otro lado de la hoguera había un hombre atado a un poste. Tenía la cabeza caída, como si estuviera inconsciente, de modo que Leo no podía verle la cara, pero Piper no parecía albergar dudas.
Ella tembló en su escondite.
—Papá —respiró, apenas capaz de pronunciar la palabra.
Leo tragó con dureza. Deseó que aquello fuera una película de Tristan McLean. Entonces el padre de Piper estaría fingiendo encontrarse inconsciente. Se soltaría las cadenas y dejaría sin sentido al monstruo con un gas antigigantes astutamente escondido. Empezaría a sonar una música heroica y Tristan McLean llevaría a cabo una huida increíble, escapando en cámara lenta mientras la ladera de la montaña explotaba detrás de él.
Pero aquello no era una película. Tristan McLean estaba medio muerto y a punto de ser devorado. Las únicas personas que podían impedirlo eran cuatro semidioses adolescentes vestidos a la moda y una cabra megalómana.
—Nosotros somos cinco —susurró Hedge en tono urgente—. Y él solo uno.
—Eh, ¿lo ha visto? —susurró Savreen—. ¡Mide como diez metros!
—Está bien —Hedge no pareció tenerlo en cuenta—. Tú, Jason, Leo y yo lo distraeremos. Piper se acercará a escondidas y liberará a su padre.
Leo odiaba ese plan, así que recurrió a Jason. Se dio cuenta de que no era el único.
Jason parpadeó ante sus miradas expectantes.
—¿Qué? —preguntó Jason—. Yo no soy el líder.
Piper le frunció el ceño.
—Sí. Lo eres.
Nunca lo mencionaron; en realidad nunca hablaron de ello, pero nadie estaba en desacuerdo. (Ni siquiera Hedge). Llegar tan lejos había sido un esfuerzo de equipo, pero cuando se trataba de una decisión de vida o muerte, Leo sabía que Jason era el indicado. No porque fuera el hijo del Rey del Olimpo, era mucho más que eso. Hasta sin memoria, Jason tenía aplomo. La constante tristeza en su mirada tenía el peso de las batallas, de la experiencia. Incluso si no creyera que lo demostraba, si no creyera que era capaz, Jason poseía una fuerza y una confianza naturales.
Pero lo más importante es que Leo le confiaba su vida.
—No soporto decirlo —Jason suspiró—, pero el entrenador Hedge tiene razón. La mejor oportunidad de Piper es una distracción.
Una oportunidad no muy buena, se dio cuenta Leo. Ni siquiera una oportunidad de sobrevivir. Simplemente, la única que tenían.
Pero no podían quedarse allí parados todo el día hablando. Debía de faltar poco para el mediodía, el plazo señalado por el gigante, y la tierra todavía intentaba tragarlos. A Leo ya se le habían hundido las rodillas en el suelo cinco centímetros.
Entonces miró las máquinas de construcción y se le ocurrió una idea disparatada. Sacó el pequeño juguete que había construido en el ascenso y se dio cuenta de lo que podía hacer... si tenía suerte, algo de lo que no andaba sobrado.
—Que empiece la fiesta —murmuró—. Antes de que entre en razón.
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