v. Leo is NOT A Vulcan!

━━ chapter five
leo is not a vulcan!
( leo )

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Antes de empezar, Leo quiere decir: ¡NO es un vulcano, no lo es ni lo será jamás!

(Aparte de eso, la visita iba bien...)

(Hasta que se enteró del dragón, claro.)

Primera cosa guay: ¡su guía turístico tenía un maldito brazo de metal! ¿No es genial? Se pasó la mitad del trayecto desde el lago mirándolo e intentando averiguar cómo funcionaba, o cómo no le arrastraba completamente al suelo por el peso. Parecía de bronce. Eso pesa. ¿Cómo se sujetaba al hombro? ¿Cómo lo movía? Fuera de eso, había algo raro en este Cain. Leo no sabía qué era, pero con sólo estar cerca de él quería irse. Quería retroceder porque lo único que percibía era el olor a cenizas del taller donde había muerto su madre. Le alarmaba. Le daban ganas de volver a coger la mano de Savreen y darse cuenta de que no estaba con él.

Aquello le hizo sentirse un poco peor. Intentó superarlo, concentrándose en las otras cosas interesantes. Como los auténticos barcos de guerra griegos amarrados en la playa, en los que a veces se practicaban combates con flechas incendiarias y explosivos (¡qué bonito!); o las sesiones de manualidades en las que podías hacer esculturas con motosierras y sopletes (¡doblemente bonito!). ¿Y esas chicas en el lago? Merecería la pena ahogarse por ellas.

Bueno, eso si tenían la cara de Savreen... tal vez... o eran Savreen... Leo ha conocido chicas muy guapas en el campamento, pero siempre buscaba a su mejor amiga. Ella le gustaba. ¿Cómo no iba a gustarle? Le gustaban todas las chicas fuera de su categoría, pero lo mejor era que esta chica realmente hablaba con él, le cogía la mano y a veces se reía de sus bromas cuando no estaban con nadie más. Y le encantaba su cocina, lo cual era un plus.

Cuando tuvo que despedirse de ella, corriendo tras ese auto, pensó que nunca más la volvería a ver. Pero él prometió encontrarla de nuevo. Había huido, una y otra vez, y luego, como un regalo del cielo, la encontró en la Escuela del Monte. Fue como un sueño hecho realidad. Después de todos esos años. Todas esas veces durmiendo en las alcantarillas y huyendo de terribles hogares de acogida, Leo encontró a la única chica que lo hizo sentir como si estuviera en casa nuevamente.

Él sabía que ella no sentía lo mismo. (Nunca lo sentían). Pero seguía siendo su mejor amiga, y eso era lo que más importaba. Y realmente quería que viniera para ver todas estas cosas geniales con él, pero la había visto por última vez en el lago, y ahora no tenía ni idea de dónde podía estar.

Cain lo miró mientras le mostraba el comedor.

—No voy a morderte. Créeme, no doy tanto miedo como parece, chico.

Entonces ¿por qué te tengo tanto miedo? Se preguntó Leo para sí mismo. ¿Por qué hueles como el temido taller que trato de olvidar?

En cambio, preguntó:

—¿Cómo funciona ese brazo? ¿Cómo no te mueres por el peso? ¿Cómo lo mueves? ¿Cómo está conectado?

A veces, Leo deseaba poder mantener la maldita boca cerrada. Vio en los ojos de Cain que inmediatamente golpeó un punto lleno de dolor. Flexionó el brazo de bronce y miró hacia otro lado.

—Magia, supongo... —murmuró, y la conversación terminó.

Pasaron por la palestra de espadas y Leo volvió a hablar:

—¿Me daréis una espada?

Cain lo miró como si la idea le pareciera muy inquietante.

—Probablemente te la hagas tú mismo, ya que eres de la Cabaña Nueve.

—Sí, ¿qué pasa? ¿Vulcano?

—Ese es el nombre romano —dijo Cain—. Nosotros no los llamamos así. Usamos los nombres originales, los griegos. Tu padre es Hefesto.

—¿Festo? —Leo había oído a alguien decir aquel nombre antes, pero aun así se quedó pasmado—. Parece el dios de los vaqueros.

—He-festo —corrigió el aterrador chico con brazo de metal llamado Cain—. El dios de los herreros y el fuego.

Qué gracioso, pensó Leo con amargura. Teniendo en cuenta lo que le había pasado a su madre, era como si el universo se estuviera riendo de él. ¿Hijo del dios del fuego? Bien hecho, Valdez, bien hecho.

—Entonces, ¿el martillo en llamas que me apareció encima de la cabeza era algo bueno o malo?

Cain tardó un poco en responder. Pasó un dedo pensativo por los diseños del brazo de bronce.

—Te han reconocido enseguida. Eso normalmente es bueno.

—Pero el tío de los arcoíris y los ponis, Butch, habló de una maldición.

—Ah... no es nada —para no ser nada, Cain parecía muy dolido al hablar de ello—. Desde que el último líder de la Cabaña Nueve murió...

—¿Murió? ¿Fue una muerte dolorosa?

Una vez más, Leo debería haber mantenido la boca cerrada. Vio como el rostro de Cain se caía. Debió conocer bastante bien a este tipo. Bien hecho, Valdez, bien hecho, se regañó Leo.

—Debería dejar que te lo contaran tus compañeros.

—Sí, ¿dónde están mis colegas de cabaña? ¿No debería estar haciéndome un recorrido VIP su líder?

—Él... bueno... no puede. Ya verás por qué —Cain se adelantó antes de que Leo pudiera preguntar algo más.

—Maldiciones y muerte —dijo Leo para sí antes de seguirlo—. Esto mejora cada vez más.

La situación empeoró aún más cuando vio a su antigua niñera. (Créelo, ella no era el tipo de persona que esperaba ver en un campamento de semidioses.)

Leo se quedó paralizado.

—¿Qué pasa? —Cain le frunció.

Tía Callida. Así se hacía llamar, pero Leo no la veía desde que tenía cinco años. Estaba allí quieta, a la sombra de una gran cabaña blanca que había al final del prado, observándolo. Llevaba su vestido de viuda de lino negro, con un chal negro que le cubría el pelo. Su cara no había cambiado. Aún con la piel curtida y los penetrantes ojos oscuros. Sus manos arrugadas eran como garras. Parecía una anciana. Seguía siendo fea.

—Esa señora mayor... —Leo tragó saliva nerviosamente—. ¿Qué está haciendo aquí?

Cain intentó seguir su mirada, entrecerrando los ojos.

—¿Qué señora mayor?

—La única señora mayor que hay, tío. La de negro. ¿Cuántas señoras mayores ves por aquí?

Cain arqueó una ceja. Era muy guapo, si Leo se fijaba en él. Mandíbula afilada, ojos oscuros, pelo castaño desordenado. Pero él no se centró en eso, en cambio tratando de averiguar por qué su niñera psicópata estaba de repente aquí.

—Creo que hoy has tenido un día muy largo, Leo. La Niebla podría estar jugándote malas pasadas. ¿Qué tal si vamos directos a tu cabaña?

Leo quería protestar, pero cuando volvió a mirar hacia la gran cabaña blanca, la tía Callida había desaparecido. Estaba seguro de que había estado allí, como si el hecho de haber pensado en su madre la hubiera traído del pasado.

(Lo cual, ya sabes, no era bueno, considerando que la tía Callida había intentado matarlo...)

—Solo te tomaba el pelo, tío —Leo sacó algunos engranajes y palancas de sus bolsillos, empezando a juguetear con ellos para calmar sus nervios. No tenía la mano de Savreen, así que tuvo que buscar otra cosa. Ella siempre tenía un efecto tranquilizador sobre él. No sabía por qué, pero cada vez que la cogía de la mano, oía algo en su cabeza, como una canción que le cantaba dulcemente para que se durmiera. Despejaba su desordenada mente, le calmaba, le hacía pensar con claridad por una vez. Nunca se lo había dicho, pero por eso le gustaba cogerla de la mano y darle golpecitos en código morse en la palma.

—Vamos a ver la cabaña nueve —Cain cambia de tema—. Me apetece una buena maldición.

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La cabaña de Hefesto gritaba steam-punk. La entrada era como la puerta de la caja fuerte de un banco, de forma circular y con bastantes centímetros de grosor. Se abría con numerosos engranajes de latón que giraban y pistones hidráulicos que expulsaban humo.

Dentro, la cabaña parecía desierta. Había literas metálicas plegadas contra las paredes, como camas empotradas de alta tecnología; cada una tenía un panel de control digital, lucecitas parpadeantes, piedras preciosas brillantes y engranajes dentados. Leo se imaginó que cada campista tenía su propia cerradura de combinación para desenganchar su cama, como los casilleros en la escuela; aunque la Escuela del Monte no tenía muchos casilleros, considerando cuántas veces los estudiantes los rompían para sacar lo que había adentro, o simplemente por diversión. Una barra de bomberos bajaba del segundo piso, aunque Leo estaba seguro de que la cabaña no tenía segundo piso desde el exterior. Una escalera circular conducía a un sótano, probablemente, y las paredes estaban revestidas con todo tipo de herramientas eléctricas que Leo pudiera imaginar, además de una variedad de armas: cuchillos, espadas, instrumentos de destrucción...

Observando a su alrededor, Leo sintió un repentino dolor en el corazón. Estar rodeado de todo aquello le hacía sentir como si estuviera de vuelta en el taller de su madre. No por las armas, obviamente, sino por las herramientas, la pila de chatarra, el olor a grasa, metal y motores calientes. A ella le habría encantado este lugar.

No lo pienses, se regañó. ¿Quieres convertirte en un charlatán delante de tus nuevos compañeros de litera, Valdez?

Sigue adelante.

Avanzó y cogió un utensilio largo de la pared.

—¿Una desbrozadora? ¿Para qué quiere una desbrozadora el dios del fuego?

—Te llevarías una sorpresa.

Al fondo de la habitación, una de las literas estaba ocupada. Una cortina de camuflaje oscuro se replegó, revelando a un chico que antes había sido invisible. Era difícil verle, teniendo en cuenta que estaba cubierto por una escayola. Tenía la cabeza envuelta en una gasa, excepto la cara, que estaba hinchada y magullada. Leo intentó no bromear, porque sería mezquino.

—Soy Jake Mason. Te daría la mano, pero...

—Sí —contestó Leo—. No te levantes.

El tipo esbozó una sonrisa y luego hizo una mueca como si le doliera mover la cara. De repente, Leo se preguntó qué demonios le había pasado, pero estaba demasiado asustado para preguntar.

—Bienvenido a la cabaña nueve. Ha pasado casi un año desde la última vez que tuvimos chicos nuevos. De momento, yo soy el líder.

—¿De momento?

Cain se aclaró la garganta, incómodo.

—¿Dónde está todo el mundo, Jake?

—En las fraguas —respondió Jake tristemente—. Están trabajando en... ya sabes, ese problema.

—Oh —Cain intentó cambiar de tema. Flexionó su brazo de metal—. Bueno, ¿tienes una cama libre para Leo?

Jake estudió a Leo, evaluándolo. Leo se preguntó cómo, considerando que no había mucho que evaluar.

—¿Crees en las maldiciones, Leo? ¿O en los fantasmas?

("Acabo de ver a la tía Callida, mi niñera malvada. Tendría que estar muerta después de tantos años. Y no hay un día que no me acuerde de mi madre en el incendio del taller de máquinas. No me hables de fantasmas, muñeco.")

(No lo dijo en alto, claro.)

—¿Fantasmas? Bah. No —Leo agitó la mano con desdén—. Paso de esas cosas. Esta mañana un espíritu de la tormenta me tiró por el Gran Cañón, pero, ya sabes, son gajes del oficio.

Jake asintió.

—Eso está bien, porque te voy a dar la mejor cama de la cabaña: la de Beckendorf.

Inmediatamente, Cain se puso rígido. Esa expresión de dolor en su rostro regresó.

—Whoa, Jake, ¿estás seguro?

Pero Jake solo gritó:

—Litera 1-A, por favor.

La cabaña retumbó. Una sección circular del suelo se abrió girando en espiral como el objetivo de una cámara, y apareció una cama de matrimonio. Leo tuvo que admitir que era la mejor cama de la cabaña. ¡Era una locura! Tenía una consola de videojuegos incorporada en el pie, un equipo estéreo en la cabecera, un frigorífico con la puerta de cristal fijado en la base y un montón de paneles de control en el lateral.

¡Diablos, sí! Leo se lanzó inmediatamente de un salto y se tumbó con los brazos por detrás de la cabeza.

—Creo que me acostumbraré a esto.

—Se repliega en una habitación privada que hay debajo —le informó Jake.

Leo no podía creer su suerte.

—Sí, señor. Hasta luego. Estaré en la cueva de Leo. ¿Qué botón tengo que apretar?

—Whoa, whoa, whoa, espera —Cain los detuvo con una ceja arqueada—, ¿tenéis habitaciones privadas debajo del suelo? ¿No dijo Claire...?

—Oh, vamos, Cain, tenemos muchos secretos. Dile a Claire que la Cabaña de Apolo no tiene toda la diversión. Nuestros campistas han estado excavando el sistema de túneles que hay debajo de la cabaña nueve desde hace casi un siglo. Todavía no hemos encontrado el final...

(Cain refunfuñó algo como: "Eso habría sido útil hace dos años.")

—... En cualquier caso, Leo, si no te importa dormir en la cama de un muerto, es tuya.

De repente a Leo se le quitaron las ganas de relajarse. Se incorporó, con cuidado de no tocar algún botón. Um, podría retractarse de lo que había estado diciendo.

—¿Esta cama era... del líder que murió?

—Sí —asintió Jake mientras Cain desviaba la mirada—. Charles Beckendorf.

Leo miró ansiosamente a todos los botones.

—No murió en esta cama, ¿verdad?

—No —dijo Cain con brusquedad—. Murió en la guerra de los titanes el verano pasado.

Leo tomó nota de su tono, como si lo hubiera presenciado él mismo. Ahora se sentía culpable al saltar en la cama de un muerto.

—La guerra de los titanes, que no tiene nada que ver con esta estupenda cama, ¿verdad?

—Los titanes —Cain lo miró fijamente, sorprendido de no saberlo—. Las criaturas grandes y poderosas que gobernaban el mundo antes que los dioses. El verano pasado intentaron volver. Su líder, Cronos, construyó un nuevo palacio en lo alto del monte Tamalpais, en California, y sus ejércitos llegaron a Nueva York y casi destruyeron el monte Olimpo. Muchos semidioses murieron intentando detenerlos.

Leo se rascó la barbilla con nerviosismo.

—¿Supongo que eso no salió en las noticias?

Cain sacudió la cabeza con incredulidad.

—¿No te enteraste de la erupción del monte Santa Helena, o de las extrañas tormentas que asolaron el país, o del edificio que se desplomó en Saint Louis?

Leo se encogió de hombros. Tenía la sensación de que tal vez no había visto todo esto porque estaba huyendo de otro hogar de acogida. Luego un asistente social lo pilló en Nuevo México, y el tribunal lo condenó al correccional de menores más próximo: la Escuela del Monte. (Pero supuso que, después de todo, no había sido tan malo. Había encontrado a Savreen.)

—Supongo que estaba ocupado...

—Da igual —contestó Jake—. Tuviste suerte de no enterarte. El caso es que Beckendorf fue una de las primeras víctimas, y desde entonces...

—Vuestra cabaña está maldita —aventuró Leo.

Jake no respondió, pero Leo sabía que tenía razón. (Amigo, el tipo tenía un yeso en todo el cuerpo, ¡esa fue respuesta suficiente!) Cain frunció los labios y miró hacia la puerta. Parecía como si quisiera salir de aquí lo más rápido que pudiera. Jake suspiró.

—Bueno, debo dormir. Espero que te guste estar aquí, Leo. Antes era... un sitio muy agradable.

Cerró los ojos, y la cortina de camuflaje se corrió a través de la cama.

—Vamos, señor Spock —Cain guió a Leo de regreso a la puerta—. Te llevaré a las fraguas.

Cuando se estaban marchando, Leo volvió la vista a su nueva cama y se imaginó al líder muerto allí sentado...

Otro fantasma que no iba a dejarlo en paz.

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Conoció a más de sus hermanos en el taller. Cain lo dejó con ellos y Leo no pudo evitar sentirse un poco aliviado. Esta chica, Nyssa (era genial, tenía un pañuelo), hizo el recorrido y Leo fue guiado por el taller y más. No era un lugar nuevo para él. Sabía cómo atravesar uno de cabo a rabo. Pero nunca vio uno como éste. Un chico estaba trabajando en un hacha de guerra; no paraba de probar la hoja en una losa de hormigón. Cada vez que la golpeaba, el hacha cortaba la losa como si fuera queso derretido, pero el chico no parecía satisfecho y volvía a afilarla.

—¿Qué piensa matar con eso? —Leo no pudo evitar preguntar—. ¿Un acorazado?

—Nunca se sabe. Incluso con el bronce celestial...

—¿Es el metal?

Nyssa asintió.

—Extraído del mismísimo monte Olimpo. Es muy raro. Normalmente desintegra a los monstruos con los que entra en contacto, pero los más grandes y poderosos tienen la piel especialmente dura. Los drakon, por ejemplo...

—¿Quieres decir dragones?

—Son especies parecidas. Aprenderás las diferencias en clase de lucha contra monstruos.

—Clase de lucha contra monstruos. Sí, soy cinturón negro.

Ella no sonrió.

Genial, pensó Leo, esta también es seria.

(Quería que Sav volviera. Se reiría de ese chiste.)

Eso le hizo preguntar, aunque sabía que Nyssa no lo sabría.

—Llegué con una chica de pelo y ojos oscuros. Se llama Savreen Arora. ¿Está bien? Tú... no la has visto, ¿verdad?

Nyssa le frunció el ceño por un segundo, como si estuviera tratando de descubrir una máquina. Leo conocía esa mirada; lo veía cada vez en el espejo (eso y la tristeza constante, pero era algo completamente distinto).

—No —dijo finalmente—. No sé de quién me hablas. Pero puedes preguntarle a Quirón. Debería saberlo.

—¿Quién?

—Es el director de actividades. Es un centauro.

—Ah... —Leo parpadeó.

Se cruzaron con un par de chicos que estaban haciendo un juguete de bronce. Leo estaba enamorado de su funcionamiento, porque, al menos, así era como se veía. Pero nunca estaba seguro de este lugar. Era un centauro de quince centímetros de alto, mitad hombre, mitad caballo («¿Este Quirón se parece a eso?», le había preguntado Leo a Nyssa), armado con un arco en miniatura. Uno de los campistas dio manivela a la cola del centauro, y este cobró vida rechinando. Se puso a galopar por la mesa gritando: «¡Muere, mosquito! ¡Muere, mosquito!», y disparando a todo lo que tenía a la vista.

Al parecer, esto había sucedido antes, pero nadie le dio el memorándum a Leo. Todos se agacharon al suelo y él se quedó de pie mientras seis flechas con seis agujas se clavaban en su camisa antes de que un campista agarrara un martillo y rompiera el juguete en pedazos.

—¡Estúpida maldición! —agitó el martillo en dirección al cielo—. ¡Solo quiero un mata insectos mágico! ¿Es mucho pedir?

Ouch —murmuró Leo.

Nyssa le sacó las agujas de la camisa.

—No es nada. Sigamos antes de que lo reconstruyan.

Leo se frotó el pecho, ofendido.

—¿Ese tipo de cosas pasan a menudo?

—Últimamente todo lo que construimos se convierte en chatarra —suspiró Nyssa.

—¿La maldición?

Ella frunció.

—No creo en maldiciones, pero algo pasa. Y si no resolvemos el problema del dragón, la situación va a empeorar todavía más.

—¿El problema del dragón? —esperaba que estuviera bromeando o hablando de un dragón en miniatura que mataba bichos, pero tenía la sensación de que no era así. Nyssa no dijo nada, y en su lugar lo llevó a un gran mapa de pared que un par de chicas estaban estudiando. El mapa mostraba el campamento, un semicírculo de tierra con el estrecho de Long Island en la orilla norte, los bosques al oeste, las cabañas al este y un anillo de colinas al sur.

—Tiene que ser en las colinas —dijo la primera chica.

—Ya hemos mirado en las colinas —protestó la segunda—. El bosque es un escondite mejor.

—Pero ya hemos colocado trampas...

—Un momento —Leo necesitaba un descanso. Necesitaba una siesta y despertarse y no estar más aquí—. ¿Habéis perdido un dragón? ¿Un dragón de tamaño real?

—Es un dragón de bronce —corrigió Nyssa. (¡Eso me hace sentir mucho mejor! pensó Leo.)—. Pero sí, es un autómata de tamaño real. Lo construyeron en la cabaña de Hefesto hace años. Luego se perdió en el bosque hasta hace un par de veranos, cuando Beckendorf lo encontró hecho pedazos y lo reconstruyó. Ha estado ayudando a proteger el campamento, pero es un poco impredecible.

—¿Impredecible...?

—Se estropea y echa abajo cabañas, prende fuego a la gente, intenta comerse a los sátiros...

—Eso es muy impredecible.

Nyssa asintió.

—Beckendorf era el único que podía controlarlo. Pero murió, y el dragón empeoró aún más. Al final se puso hecho una furia y escapó. De vez en cuando aparece, arrasa algo y vuelve a escapar. Todo el mundo espera que lo encontremos y lo destruyamos...

¿Que lo destruyáis? —Leo se burló con incredulidad—. ¿Queréis destruir un dragón de bronce de tamaño real?

—Escupe fuego —explicó Nyssa—. Es mortal y está fuera de control.

—¡Pero es un dragón! Es alucinante, colega. ¿No podéis intentar hablar con él, controlarlo?

—Lo hemos intentado. Jake Mason lo intentó, y ya ves lo bien que funcionó.

Leo hizo una mueca. Recordó a Jake envuelto en escayola.

—Aun así...

—No hay otra opción —Nyssa se volvió hacia las otras chicas—. Intentemos colocar más trampas en el bosque: aquí, aquí y aquí. Cebémoslo con aceite para motores de viscosidad treinta.

—¿El dragón bebe eso? —Leo estaba desconcertado.

—Sí —Nyssa suspiró apesadumbrada—. Le gustaba con un poco de salsa de tabasco justo antes de irse a dormir —("salsa de tabasco... ¿por qué no?)—. Si hace saltar una trampa, podemos ir con aerosoles de ácido; eso debería derretir su piel. Luego cogemos unas sierras para cortar metal y... acabamos la faena.

Leo se dio cuenta por las miradas tristes de sus rostros de que no querían matar al dragón más que él.

—Chicas —dijo, más suave esta vez—. Tiene que haber otra forma.

Nyssa no parecía convencida, pero unos cuantos campistas más dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron a oír la conversación.

—¿Como qué? —preguntó uno—. Ese bicho escupe fuego. Ni siquiera podemos acercarnos.

(Fuego. Oh, tío, las cosas que podría contarles sobre el fuego... pero tenía que tener cuidado, aunque fueran sus hermanos y hermanas. Especialmente si tenía que vivir con ellos. Ni siquiera Savreen conoce el fuego que tiene.)

—Bueno... —Leo vaciló con cuidado—. Hefesto es el dios del fuego, ¿no? ¿Y ninguno de vosotros es resistente al fuego o algo parecido?

Afortunadamente, nadie pareció pensar que se trataba de una pregunta descabellada. Eso es algo bueno, ¿verdad? Pero Nyssa sacudió la cabeza con gravedad (ah, vale, no tan bueno.)

—Esa es una capacidad del Cíclope, Leo. Los hijos de Hefesto... solo somos buenos con las manos. Somos constructores, artesanos, armeros... cosas así.

Leo dejó caer los hombros.

—Ah.

(Bueno, esto se volvió incómodo.)

Un chico situado en la parte de atrás dijo:

—Bueno, hace mucho...

—Sí, vale —concedió Nyssa, rodando los ojos—. Hace mucho tiempo, algunos hijos de Hefesto nacían con el poder sobre el fuego. Pero era una capacidad muy poco habitual. Y siempre peligrosa. Hace siglos que no ha nacido ningún semidiós así. El último... —miró a su alrededor en busca de ayuda.

Genial, otra maldición, pensó Leo.

—Fue en el año 1666 —comentó una chica—. Un joven llamado Thomas Faynor. Provocó el gran incendio de Londres y destruyó gran parte de la ciudad.

—Así es —dijo Nyssa—. Cuando aparece un hijo de Hefesto así, normalmente significa que va a pasar algo catastrófico. Y no necesitamos más catástrofes.

Leo sintió un dolor familiar en el estómago. De no pertenecer. De sentirse perdido, aunque sabía dónde estaba. Intentó mantener el rostro inexpresivo, pero nunca fue uno de sus puntos fuertes.

—Entiendo lo que quieres decir. Pero es una lástima. Si pudierais resistir las llamas, podríais acercaros al dragón.

—Entonces solo te mataría con las garras y los colmillos —Nyssa se encogió de hombros—. O simplemente te pisaría. No, tenemos que destruirlo. Créeme, si a alguien se le ocurriera otra solución...

No terminó la frase, pero Leo captó el mensaje. Estos muchachos han sido atormentados por esta "maldición" desde que murió el héroe de la cabaña, Beckendorf, y si pudieran lograr algo que solo él pudo, tal vez entonces se levantaría la "maldición."

Leo se preguntaba si...

(No, se recordó a sí mismo. Sigue adelante. Encuentra a Sav.)

Una caracola sonó a lo lejos. Los campistas empezaron a guardar sus herramientas y proyectos. Leo ni siquiera se dio cuenta de lo tarde que se había hecho, pero cuando miró por las ventanas, vio que el sol se estaba poniendo. Santo cielo, ¿no era justo por la mañana cuando habían sido atacados por unos espeluznantes tíos tornado con alas?

—La cena —dijo Nyssa—. Vamos, Leo.

—Es en el pabellón, ¿verdad? —preguntó él.

Ella asintió con la cabeza.

—Adelantaos vosotros —murmuró, con sus pensamientos acelerados—. ¿Me dais... un segundo?

El rostro duro de Nyssa vaciló, y Leo vio un hálito de simpatía; su expresión se suavizó.

—Claro. Tienes muchas cosas que asimilar. Me acuerdo de mi primer día. Ven cuando estés listo, pero no toques nada. Casi todos los proyectos que hay aquí pueden matarte si no tienes cuidado.

—Nada de tocar —prometió Leo.

Nyssa asintió y se dispuso a marcharse con sus compañeros, pero se detuvo y miró hacia atrás.

—Buscaré a tu amiga, Leo. Veré si está bien.

Su corazón palpitó de gratitud.

—Gracias, Nys.

Ella frunció el ceño.

—No me llames así, por favor.

Y se marchó, siguiendo a los otros chavales de Hefesto en la puesta de sol hacia el pabellón. Leo tragó saliva y, cuando estuvo seguro de que se habían ido, se volvió de espaldas a la puerta y se miró los dedos.

Muy poco habitual, pensó. Y siempre peligroso.

Este era su pequeño secreto. Su pequeña maldición que no le dijo a nadie. Ni siquiera a Savreen. Ella siempre le decía que era cálido de pequeños, y se acurrucaba con él fuera en la granja, y él tenía que hacer lo posible por mantener el corazón bajo para que no le estallara la nariz en ese momento...

Sólo de pensarlo, sus dedos parpadeaban y, a la tenue luz del taller, las llamas danzaban sobre su piel, burlándose de él con la verdad.

Este no es tu sitio.

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