028 | #DESPUÉS
ADVERTENCIA DE CONTENIDO ADULTO
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Anthony era su nombre.
O es.
No sé qué fue de él.
Tenía los ojos negros más bellos que vi. Su cabello era largo y lacio. Tenía un aro en el labio inferior, usaba chaquetas con las mangas rasgadas y sus ojos siempre estaban rojizos.
Le conocí en la escuela.
Me invitó a fumar un porro en un recreo y acepté. Notó que la mojigata que se peleaba con las nenas-de-papá estaba en verdad muy dolida y se había sentido despreciada.
—¿Y bien?—me preguntó al salir ese día de la escuela. Estábamos en un callejón, contra una cubeta de basura—. ¿Cuál es tu problema?
—¿Mi problema?—fingía que no me importaba que el sabor a mierda de su cigarro de marihuana me parecía repugnante.
—Por el que estás ahora mismo fumando escoria con otra escoria como yo.
Creo que su estilo contrastaba fácilmente con mi delgadez, mis ojos de hartazgo y el cabello tan negro y lacio como el de él.
Un problema no había.
Muchos. Muchísimos problemas.
Además de todas las preocupaciones que puede tener cualquier chico de dieciséis, debía sumarle las mías en tanto mujer. Los chicos la tienen fácil; nosotras no. Y para colmo, una situación económica de mierda se cernía y preocupaba cada vez más, bajo la forma de una presión de tamaños monumentales llamada "Universidad" y "Enfermedad de papá". Luego de su accidente en la construcción de un centro comercial, se hizo un juicio con un abogado estatal que nos defendía. Ese hijo de puta fue comprado por el dueño de la compañía constructora y burló todo el proceso para que perdamos el juicio. Tenían que conseguir dinero para las operaciones y los costosos tratamientos que implicaban costillas rotas, perforación de órganos y traumatismos severos.
Insistí en que sacrificasen mi cuenta pero mi hermana fue la primera en hablar y en cuidar perfectamente de él mientras estuvo enfermo. Además, pese a que siempre tuve una conducta pésima, mis notas solían ser altas, en cambio las de ella no.
Y así fue que mi hermana perdió su carrera universitaria.
Y yo tuve que seguir con la mía.
Aún así los tratamientos no fueron suficientes y papá murió luego de una operación de cadera muy severa que no soportó y no por una complejidad mayor sino por su largo historial de intervenciones médicas que la antecedieron.
Le conté todo esto a Anthony y su reacción fue la más inesperada pero maravillosa que podrá haber tenido alguna vez.
Me abrazó.
Y fue suficiente para saber que lo amaba.
Ese abrazo fue todo lo que necesitaba para sentir que no estaba sola. O creerlo. Creer que gracias a un abrazo, mi corazón sería confortado y en verdad lo estaba poniendo en manos de un hombre para que hiciera o deshiciera con él a gusto. Es lo peor que una chica podría hacer.
Nunca coloques tu amor en manos de alguien más. Te hará pedazos.
Por eso sólo amamos una sola vez en la vida en todo su sentido de la palabra: con locura. Luego de que nos destrozan una vez, las grietas y las marcas quedan por siempre. Es como cuando rompes un jarrón de porcelana. Pueden venir otras personas a rearmarlo, a pegar sus pedazos, pero sabes que nunca volverá a ser como antes.
Y siempre está ese idiota preparado para tirar tu jarrón.
Lo paradójico es que no puede arreglarse nunca pero sí seguirse rompiendo.
Y es exactamente lo que hizo Anthony luego de la primera vez que me acosté con él. Me convenció de que me amaba y que debía hacerlo. Apenas había pasado una semana desde que nos conocíamos cuando me llevó a un motel barato y me lo hizo en una cama con sábanas sin lavar. Nada que no conociese antes.
Le entregué todo.
Y mucho más.
¿Qué estupideces has hecho por amor? Yo muchas y entregar mi virginidad, la primera de ellas.
Luego vino lo peor...
Anthony empezó a consumir cocaína, metanfetamina, a inyectarse mierda, a meterse "de la pesada". Y a veces me obligaba a hacerlo también bajo el pretexto de "¿acaso no me amas luego de todo lo que hice por ti?" cuando lo único que podía recordar era su abrazo. El primero.
Hay abrazos que valen por mil, si son en el momento indicado.
Un día me dijo que empezaríamos a trabajar. Los dos. De noche. En la barra de un bar, cobrando y preparando tragos.
Le creí.
Antes de entrar, me advirtió que tomara dos pastillas de Clonazepam.
No quise.
Me abofeteó en un callejón.
Lo hice.
Nunca había tomado dos juntas. Solíamos mezclarlas con alcohol pero en periodos intermedios ya que eso y fumar hierba te deja perdido, suspendido, anestesiado, como cuando un idiota llega y te pregunta "¿Acaso tienes que dar turnos para recibirnos?".
Un poco entre tambaleos, entré al bar sujetada a su brazo.
Le pregunté dónde estaba la barra.
Le advertí a Anthony que me sentía un poco mareada como para preparar tragos. Mi cabeza se estaba nublando cada vez más.
Que no veía bien.
Que no escuchaba bien.
Hasta que encontramos a dos tipos que le dieron billetes a mi novio.
—Ven.
—Tony, ¿qué pasa?—le pregunté. Me sentía como una persona ciega mientras un montón de otros conspiraban a su alrededor, pudiendo percibir sólo movimientos y voces amorfas y amortiguadas en un montón de ruido, música y una masa viscosa.
—Ven, Nat. ¿Acaso no confías en mí?
Segunda estupidez: nunca confíes en él. Aunque creas que lo amas. Aunque él crea que te ama.
El amor siempre es algo enfermo.
Creo que los dos tipos tenían apenas unos años más que Anthony.
Me llevaron arrastrándome hasta una habitación. Tony se quedó afuera. Estaba llorando. O eso creía. Se guardó unos billetes al bolsillo pero no paraba de llorar.
Uno de los tipos le dijo cosas al otro y empezaron a hacer bromas sobre quién la tenía más grande o de qué manera se turnarían para empezar. Me arrojaron a la cama. Me sentía demasiado pesada. Mis piernas eran igual que toneladas. Apoyé mis manos en el colchón viejo e intenté enderezarme. Miré en dirección a un teléfono sobre una mesa de luz pero no llegué a él. No sabía bien qué sucedía pero sabía que no era nada bueno. En absoluto.
Sin embargo, las pastillas tenían un efecto cada vez más nocivo en mí.
Mis brazos flaquearon.
Caí imposible de sostenerme por mí misma.
Uno de ellos me arrastró hasta la orilla de la cama. Acercó su inmunda nariz y su boca a mí. Olió de mi cuello. Me lamió. Intenté quitármelo de encima pero los brazos y las piernas no me respondían. Intenté gritar. Era imposible.
Lo que vino después es sólo un recuerdo borroso ya que mi mente es difusa y mi cuerpo parecía ajeno.
Estaba anestesiada.
Anestesiada completamente.
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Quería morir.
Quería hacerlo.
Pero no pude.
Lamentablemente sólo empecé a morir ahí. Cada día muero un poco más.
Cuando salieron, uno dijo a sus espaldas:
—Eres una mezcla de ángel y de puta.
Anthony entró y lloró.
El problema de esas imágenes y voces grabadas en mi cabeza, es que me obligué a olvidarlas para poder sobrevivir.
Y quizá ese es el problema.
Que nunca olvido.
Es una mierda.
Y me mata...cada vez más despacio.
Cuando Serge llega a la vereda me intenta levantar y en respuesta, lo miro con odio. Él y todo el género masculino implican la misma bolsa de mugre.
Lo mismo por lo que tendré que pasar siempre.
—¡Nat!—grita al verme.
Y lo observo con odio.
Me limpio el vómito con el dorso de una mano y le digo:
—Vete.
Es una orden que no da lugar a opciones. Nunca me había sentido tan humillada desde aquella maldita noche.
—Nat, ni loco me iré. Mira cómo estás.
—Puedo sola—me opongo.
Siempre pude sola y siempre podré.
Ni él ni Jefferson ni nadie volverán a tratarme mal. Nunca. Nadie. Antes le mataría.
—Llamaré a una ambulancia. ¿Quién era el que vino? ¿Qué te hizo?—insiste pero no entiende cuando le hablo.
Así que le grito:
—VETE DE UNA PUTA VEZ, SERGE. SÓLO VETE Y NO LLAMES A NADIE, ¿PUEDES HACER ESO AL MENOS?
Él me mira asombrado.
Pestañea.
Lo duda.
Y accede:
—Okay—menciona con su voz a punto de quebrarse. Parece que fuese a llorar debido a que le he gritado en plena calle—. Pero esto no quita que sigo preocupado por ti.
—Necesito estar sola—le digo con mi garganta rasposa.
—Supongo que sí. Y sólo por eso me voy: porque lo necesitas. Estaré para ti. Eso no lo olvides nunca.
Finalmente busca en sus bolsillos las llaves de su maldito auto viejo que trajo todos los problemas de esta noche y se marcha. Por suerte. Debería decirle que se lleve la comida y su cerveza pero no quiero que vuelva a subir, sólo necesito que desaparezca y me deje sola.
Cierro las rejas y no me preocupo por pasarle llave.
Sigo en mi estado catatónico subiendo las escaleras colgada de la barandilla y arrastrando las piernas como si fuesen de piedra.
No puedo quitarme el recuerdo de Jefferson arrojando mi bombacha al suelo, juzgándome de estar metida con Serge.
Él hizo...eso... Con mi ropa interior. Y lo repite una y otra vez en mi memoria. Está ahí, despreciándome.
Gritándome.
Dándome órdenes.
Recordándome lo miserable que es mi vida.
Hasta que lo hago.
Sumergida en mi odio, busco con mi móvil la web de Dirty, tomo una captura de pantalla y la adjunto por whatsapp, junto con una amenaza muy concisa:
Terminó tu juego, imbécil.
Le doy Enviar mientras me enjuago la boca en el baño y me dejo caer sobre la montaña de ropa que hay en mi cama sin ánimos de ordenar nada.
Y me duermo.
Pensando en mamá.
En papá.
En Anthony.
En mi hermana.
En mi pasado.
En la niña infeliz y pobre que siempre fui.
En mí.
En Jefferson.
Creí que él era diferente...
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#LosJuegosDelJefe
No me odien pero...
#FinDeMARATON
Hola!! Gracias por estar ahí, les adoro con el kora. Tengo algo para contarles...
Seguiré compartiendo novedades en mi IG @luisavilaok y por mientras, les extrañaré hasta el miércoles.
Les amo,
L.
https://youtu.be/j1KAVSh6iUg
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