Gina


-¡¡DÓNDE ESTÁ MI HIJA, CABRÓN!! ¡¿Dónde está mi niña?! ¿Dónde está mi Gina?-

Poco a poco, la presión de las bien cuidadas manos de aquel hombre en mis solapas se fue aflojando, mientras la furia que lo había llevado hasta mi puerta aquella noche de viernes se iba disolviendo en un llanto amargo y desesperado, que fluía por sus mejillas como la lluvia de julio por el vidrio de las ventanas.

-¡Jorge, déjalo! ¡Ya déjalo! ¡Déjalo que hable!- mientras mi mamá me jalaba hasta la seguridad de sus brazos y mi padre alejaba a don Jorge de mí, doña Antonieta se me acercó y, tomándome de las manos, clavó en los míos aquellos ojos enrojecidos por el llanto y anegados en lágrimas de tristeza y desolación -Se fue, Germán. Mi Gina se fue y no sabemos a dónde ¿Tú sabes dónde está? ¿Sabes a dónde se fue? ¿A dónde pudo haber ido?-

Aquellas manos regordetas, que parecían haber envejecido 20 años de un día para otro, me extendieron un sobre arrugado por la desesperación y la incertidumbre, al frente del cual pude reconocer la estilizada letra de Georgina, Gina, la mujer que había amado desde mi más tierna infancia, pero que, finalmente, había tenido que aceptar que nunca sería mía.

Vecinos. Amigos desde niños. Incontables juegos. Horas y horas al sol o bajo la lluvia. En las calles matando dragones y rescatando princesas. No, jugar a la "casita" no era para ella, para ella eran las bicicletas y los patines, y jugar a la "hora del té" era para "tontitas"; jugar al "doctor" era otra cosa: "Geniclólogo. Igual que mi papá", ése era el plan, ése era su futuro desde que tenía cinco años.

Pero el tiempo o el destino o Dios o el Karma, no sé, tenían planes diferentes. La pubertad llegó como la marea creciente: lenta pero inexorable. Años complicados para ambos. Cambios esperados pero no por ello menos difíciles. Misterios que se revelaban cada día. Cuerpos en crecimiento, mentes en expansión y corazones que se abrían a ilusiones antes desconocidas.

El primer amor. La primera prueba de fe. Para mí, la maestra de sexto año que tenía novio. Para ella, el descubrimiento de un hado cruel, despiadado, un destino que no la dejaría ser en un mundo cerrado, cuadrado hasta la ridícula perfección de su propia imperfección, que no admite la desviación, incapaz de reconocer la belleza en los tonos de gris.

El miedo y la incertidumbre lo lograron, separaron lo que todo el mundo creía inseparable, cortaron con precisión quirúrgica los lazos que nos unían y dejaron atrás recuerdos que dolían como la ceniza de un habano que cae sobre una mano desprevenida.

Y la adolescencia se alzó como una llamarada de preguntas sin respuesta, de miedos y descubrimientos. Como un incendio forestal, aquel mar de hormonas arrasó a su paso con una infancia llena de nociones preconcebidas, de ideas sembradas al gusto y la conveniencia de los demás, de una familia con ojos incapaces de ver más allá de sus propias expectativas, de amigos de un verano sumergidos hasta el cuello en roles rígidos impuestos desde afuera, de una sociedad forjada a golpe de conceptos inflexibles, de prejuicios inmisericordes que someten, entierran y degradan todo aquello que no entienden, todo aquello que se sale de la norma, todo aquello que no sea 1+1=2.

Los años intermedios de aquél huracán que cimbró su mundo... nuestro mundo nos volvieron a reunir de la forma más inesperada. La chiquilla regordeta de las eternas rodillas sangradas, de las mejillas chorreadas de sudor, de los labios partidos por el frío y el sol de interminables excursiones por calles y más calles de nuestra infancia se me apareció de frente en el salón el primer día de clases, absolutamente irreconocible pero innegablemente idéntica a la Gina de los ojos francos, la de la sonrisa abierta, la del rostro amado.

Ya no una niña, todavía no una mujer, la Gina del primer año de preparatoria era un huracán de determinación, una activista y revolucionaria de cuanta causa mereciera la mínima atención: desde las focas bebés masacradas a palos en Canadá hasta el bloqueo comercial de Estados Unidos contra la Cuba de Castro, Cienfuegos y el "Che", la Cuba que existió sólo en aquellos discursos de los 50 y 60, la Cuba que Gina nunca conoció más que por los libros de historia, pero que, como ella, era y siempre sería una mascarada de sueños rotos y promesas sin cumplir.

Una absurda mascarada.

Todas aquellas nociones de incipiente rebeldía, todas aquellas ideas pseudorrevolucionarias no eran sino desesperados intentos por ocultar aquello que tanto temía, aquello que descubrió en un sueño una tarde de verano y que ahora no la dejaba ser. Un miedo que, pese a sus mejores esfuerzos, yo podía intuir en el fondo de los hermosos ojos cafés que apenas me miraban de reojo cuando nos cruzábamos en los pasillos de aquellos edificios de gris y beige que formaron el diminuto mundo de nuestra adolescencia.

***

Por suerte, no sé si buena o mala, el pasado nunca nos abandonó; aquel pasado que formó nuestras primeras ideas y nuestros primeros gustos nos hizo gravitar el uno hacia el otro como dos pequeñas lunas que en el vacío infinito se encuentran y no les queda más remedio que responder al llamado de su propia naturaleza.

-¿Qué lees?-

La pregunta sonó extraña, casi alienígena en aquella fría madrugada de noviembre que nos encontró a ambos solos en el salón esperando la primera clase. El huracán de ígneas mariposas que se alzó en mi estómago al escuchar aquella voz profunda, que temblaba de frío, no pudo impedirme levantar el libro para que ella viera la portada.

-"Crónicas de la Dragonlance. La tumba de Huma" ¿Es bueno?-

No importaba si lo era o no, era fantasía. La misma fantasía que nos había llevado por calles y cuadras y lotes baldíos de nuestra niñez cazando trolls y salvando damiselas en desgracia. La misma fantasía que cobraba vida en los labios de "Tía Mane" todos los jueves a las cinco de la tarde, en aquella casa al final de la cuadra, fue lo que nos volvió a unir.

-Sí. ¿Quieres que te lo preste?-

Asintió...

-Cuando lo termines, por favor-

...y mi mundo se iluminó.

Eso fue todo, eso fue suficiente para curar tres años de ausencia, tres años de abandono, tres años de no saber por qué se había ido, qué había hecho yo para merecer su silencio, su olvido, tiempo que quizá hoy no parece mucho, pero que en la adolescencia equivale a una vida de primeras veces, sueños en ciernes y promesas que esperan ser cumplidas.

Y así, como por arte de magia, todo aquello volvió, todo aquello que nos había hecho amigos y más que amigos nos envolvió nuevamente como aquella cobija vieja que, a fuerza de usarla, ya conocía de memoria cada uno de nuestros movimientos y abrazaba con amor nuestros cuerpos.

A partir de ahí: sentarnos juntos en clase. Pasear a través de patios y jardineras. Almorzar juntos. Regresar juntos a casa. Y en medio de todo aquello, libros y más libros. Explorar hasta el último rincón de la biblioteca en busca de tesoros escondidos: "Momo", "El puente a Terabithia", "La materia oscura". Y yo vivía por aquellas interminables búsquedas y por aquellos "¿oye y ya leíste a...?" que me lanzaba sin advertencia a mitad de cualquier clase. Y por su risa. Cómo adoraba verla reír y cómo me esforzaba para arrancarle aunque fuera un par de carcajadas a través de aquella armadura de tristeza que, yo lo sabía aunque ella no lo dijera, la asfixiaba casi hasta la muerte.

Pero ahora que estábamos juntos, el huracán de la vida social en una preparatoria de la UNAM no tardó en arrastrarnos. Las fiestas, los paseos, la escapadas de clase, las reuniones a las que ninguno de los dos quería ir, pero a las que ella me arrastraba de todos modos buscando algo que ninguno de los dos sabía exactamente qué era, pero que necesitaba con absoluta desesperación. Todo con el fin de sentirse completa, de llenar ese vacío que la minaba, esa tristeza que amenazaba por consumirla hasta la última partícula.

Y fue así que se presentó la oportunidad, por sí sola, sin buscarla, sin forzarla. La última fiesta antes de las vacaciones de diciembre. La enorme terraza en la casa de Andrea. La noche helada. Música suave y luz de luna. La Maldita Vecindad y su "Kumbala". El baile lento sosteniendo su cintura de niebla, sintiendo sus senos altos y firmes apretándose contra mi pecho, su aliento en mi cuello, su mano firme en mi espalda. Ni siquiera lo pensé "...y en la pista una pareja... se vuelve a enamorar..." y la besé. Con toda la brusquedad de mi desmañada adolescencia, mis labios encontraron los suyos, tan tiernos, tan suaves... tan fríos y asustados.

¡Como si hubiera despertado de una pesadilla, Gina se arrancó de mis brazos y echó a correr fuera de la casa! La mirada de absoluto desprecio en los ojos que tanto amaba y el gesto de asco y repulsión en el rostro que había idolatrado desde niño no sólo me impidieron echar a correr detrás de ella, sino que se convertirían en la fuente de mis pesadillas en los meses e incluso en los años por venir.

La Navidad más amarga de mi vida. Días de incertidumbre seguidos de noches y más noches de llanto adolescente. Dos semanas sin saber nada de ella y sin saber qué hacer o qué esperar cuando el reinicio de clases por fin volviera a reunirnos.

Fue un milagro de sincronía o el inicio de un pacto que nunca entendimos. Otra fría madrugada volvió a reunirnos en el salón antes de que empezaran las clases. Solos en medio del silencio de la escuela casi vacía, nuestras miradas se encontraron y por un odioso instante sentí que ella estaba a punto de huir otra vez y por otro odioso instante sentí que el que estaba a punto de echar a correr era yo.

-Lo siento- apenas pude reconocer mi propia voz en medio del sepulcral silencio de un salón todavía vacío.

-No, no fuiste tú- su mirada en el suelo y su voz apenas audible gritaban la tormenta en su interior.

-¿Y entonces...?-

-No sé... bueno, no... sí, sí sé... pero...-

-¿Pero qué?-

-No... no lo entenderías-

Y otra vez salió huyendo. Yo tardaría todavía una vida entera en entender que no huía de mí sino de ella. En cambio, Gina no tardaría en aceptar, en mala hora, que por más que corriera, que sin importar qué tan lejos huyera ni dónde se escondiera, jamás podría escapar de sí misma.

***

Lo intenté. Juro que lo intenté. Hice hasta lo imposible por alejarme, por olvidarla, por odiarla. Pero todo fue en vano. Dicen por ahí que es imposible arrancarnos de la cabeza lo que tenemos clavado en el corazón... y es cierto. Yo no podía olvidarla, ella no podía amarme y en ese limbo nos pasamos los siguientes tres o cuatro meses.

Inexorable, el fin de cursos llegó a nosotros y tras el remolino de exámenes y trabajos finales una idea nueva, diferente, emocionante surgió de alguna de las decenas de cabezas que conformaban nuestro grupo: "¡Vámonos de campamento!".

Emocionante como era, en principio la idea sonó descabellada, estrambótica, imposible, un chiste, una broma arrojada al aire "para ver qué pasaba". Pero como tantas cosas que ocurren en la adolescencia, lo que había empezado como una broma poco a poco se convirtió primero en una propuesta seria, luego en un plan y, finalmente, en un riesgo que, no obstante, muy pocos estaban dispuestos a correr.

Y uno de esos pocos era Gina. Más determinada de lo que la había visto en mi vida, "mi" Gina se erigió en líder y organizadora del evento: buscando lugares donde ir, comparando precios y líneas de camiones, buscando recursos, asignando tareas y, finalmente, convenciendo indecisos.

Y uno de esos indecisos era yo. Mis libros y mis sueños, mi desbordada imaginación eran toda la aventura que necesitaba. Las tiendas de campaña, dormir en el suelo y el frío de la noche para mí no eran aventura, eran sufrimiento, un sufrimiento innecesario. Pero también estaba la presión del grupo, la insistencia de los más aventureros que decían que acampar "estaba chido" y de los más románticos que querían "dormir bajo las estrellas"

Pero como con tantas otras cosas en mi vida, la última palabra la tuvo Gina.

-¡Germán, Germán mi papá no me deja ir!- no era una queja, era una súplica, un grito de ayuda de una Gina desesperada que se apareció una mañana de jueves en la puerta de mi casa -¡nos vamos mañana y mi papá dice que no puedo ir sola!-

-¿Quieres ir, Germán? ¿Quieres ir, por favor?- era más una afirmación que una pregunta. Hija única, Gina no tenía a nadie más a quien acudir, pero siempre supo, creo que aún lo sabe, que siempre podía contar conmigo.

Convencer a mis padres fue inesperadamente fácil. Transformada en huracán de palabras, Gina supo qué decir y cómo actuar, cómo mentir para conseguir en unos minutos un permiso que a mí me habría costado semanas de palabras y más palabras, de ruegos y chantajes emocionales.

Radiante. Ésa era la mejor palabra para describir a la Gina que inició aquella odisea. Parlanchina, exaltada, emocionada hasta el hueso tuvo palabras de felicidad para cada uno de los otros 10 -seis chicos y cuatro chicas- que, finalmente, habíamos podido unirnos a ella en su aventura. Y como siempre, verla feliz me hacía feliz. Una felicidad con un regusto amargo y, quizá, hasta con un dejo de rencor porque ella no estaba dispuesta a compartirla conmigo.

Un vetusto camión de segunda, lo único que pudimos pagar. "El Rojo" y su banda en los cuatro asientos del fondo, repartiendo música con una vieja y destartalada grabadora. "Las Gorditas", Miri y Vane, frente a ellos armadas con sandwiches de huevo para todos. Junto a ellas, al otro lado del pasillo, Ara y su novio, "El Robert", "tirando pasión" todo el camino. Frente a ellos, yo y aquella señora gorda con cara de pocos amigos que soltaba una palabrota cada que "El Rojo" le subía a su música.

Y a mi izquierda ella, Gina, compartiendo más que el asiento con Andrea. Risitas y susurros. Miradas cargadas de intención. Manos que se entrelazaban, que se buscaban, que tocaban y alcanzaban el corazón más que la piel, manos que, empezaba a darme cuenta, se alejaban cada vez más de mí y de mis infantiles esperanzas.

El viejo cacharro de camioneta, que se mantenía apenas unido gracias a nuestras plegarias, nos llevó por el tramo final del camino hasta el fondo de aquella barranca en el medio de la nada y nos depositó a las orillas de aquel río de agua turbia pero limpia, recién salida de las profundidades de la tierra y, como pudimos comprobarlo más tarde, deliciosamente tibia que nos recibió con los brazos abiertos bien pasado el mediodía.

Algo que parecía tan simple como armar dos casas de campaña (una para "niñas" y otra para "niños"), nos tomó casi toda la tarde y antes de que nos diéramos cuenta, la noche nos encontró alrededor de una fogata, cortesía de Roberto y Erik.

Bajo el manto de estrellas y envueltos por la irregular luz de las llamas, los ágiles dedos de Andrea hicieron vibrar las cuerdas de una vieja guitarra al ritmo de aquellas baladas pasadas de moda que mis padres nunca dejaban de bailar en las bodas, tendiendo un hechizo sutil pero poderoso sobre todo el campamento. De repente, desde el otro lado de la fogata, la voz de un ángel, la voz que ni siquiera yo sabía que Gina tenía, le obsequió a la música el don de la palabra.

"...todavía no pregunté «¿te quedarás?»... temo mucho a la respuesta de un «jamás»..." y sus ojos se tocaron. Nunca supe si alguien más se dio cuenta, sólo sé que, aunque me rompió el corazón, fue algo hermoso de ver.

Los grillos y el canto del río pronto reclamaron su dominio a las voces humanas y en la armoniosa melodía de la noche, al fondo de aquella barranca alejada de un mundo que jamás entendería la belleza de lo que estaba por ocurrir, un yo demasiado confundido se negaba a soñar, temeroso de que sus sueños le confirmaran la realidad de lo que acababa de ver.

Pasos sin rumbo me llevaron de aquí para allá sobre la pedregosa ribera, sorprendiendo a las sombras huidizas que se escurrían de los campamentos vecinos. Parejas que buscaban el cobijo de árboles y arbustos se perdían rápidas y risueñas por veredas y caminos para encontrar un lugar donde sólo las estrellas pudieran ser testigos de lo que estaban a punto de hacer, o encontraban acomodo en alguna de las pequeñas represas que los lugareños habían construido, para crear una suerte de rústicos "jacuzzis" donde los visitantes podían disfrutar las bondades de las aguas termales.

No fue sino hasta que la luna me sorprendió arrojando piedras a la rápida corriente que me di cuenta de lo tarde que era ya y decidí regresar al campamento.

Y fue entonces que ocurrió, fue entonces que la verdad decidió clavar sus agudos colmillos en el cuello de la endeble "realidad" que me había construido para tratar, inútilmente, de ocultar lo que ocurría justo frente a mis narices.

Un gemido ahogado. Risitas nerviosas. Voces que se perdían detrás de suspiros entrecortados fueron elevándose poco a poco por encima de la canción nocturna del río y conforme mis pasos de grava y arena me acercaban a aquella recurva oculta por un pequeño peñasco, pude reconocer una de aquellas voces.

Esperado como era, el golpe no fue menos brutal. Verlas abrazadas intercambiando mucho más que besos y caricias, mucho más que abrazos y suspiros fue demasiado para mi corazón de 16 años. Las piernas me fallaron y me dejaron caer de rodillas apenas a unos metros de donde la Gina que había amado con toda mi fuerza por fin era capaz de entender y abrazar su propia naturaleza.

Nunca supe qué fue lo que las hizo voltear hacia mí, si el sonido de mis rodillas chocando con la grava acumulada en aquel recodo del río o el de mi corazón que se rompía en tantas partes que ya era indistinguible de la arena que era arrastrada por la corriente de agua y plata de luna.

Un agudo y corto grito mitad de vergüenza y mitad de miedo. Andrea tomando su toalla y corriendo hacia el campamento. El gesto confundido y avergonzado de Gina. Fragmentos de una pesadilla dolorosamente volcada de golpe en mi vida fueron más que suficientes para dejarme anclado para siempre en aquel río, en aquella hora maldita en que mi curiosidad superó a mi miedo.

Gina no tuvo más remedio que dejarla escapar, Andrea podía esperar, no así mi corazón desmoronándose entre sus dedos. Con paso lento, temeroso, lleno de dudas y aprehensión, Gina se abrió camino por entre su propio miedo y mi dolor, hasta quedar a medio paso de mí. Nerviosa y asustada se dejó caer de rodillas... pero, al final, sólo atinó a abrazarme con toda la fuerza de sus brazos y de su corazón.

-¡Perdón, Germán! ¡Perdón, perdón, perdón! Yo... yo lo siento, por favor, Germán, por favor perdóname- suplicó ella en medio de lágrimas y sollozos de ambos. Súplica inútil... yo ya la había perdonado; la perdoné prácticamente desde el día en que nos conocimos, desde aquel día en el kínder en el que me quitó mi manzana para dársela a su amiguita Karen.

-Por favor, por favor, Germán, no digas nada ¿sí?- nunca supe cuánto tiempo pasé en sus brazos, pero cuando finalmente ella atinó a reaccionar, clavó sus ojos de perfecta miel en los míos para dirigirme una nueva súplica -porfavor-porfavor-porfavor que nadie se entere, que esto quede entre nosotros, hazlo por mí... por favor-

Sólo pude asentir ¿qué más podía hacer? Nada de lo que pudiera hacer o decir cambiaría lo que ella era, nada haría cambiar su corazón, su mente, su alma. Sin importar lo que dijera, sin importar lo que hiciera, ella nunca sería mía.

Sus manos limpiando mis lágrimas y un rápido beso en mi mejilla fueron lo último que sentí antes de que ella saliera corriendo en pos de Andrea, una Andrea que ya nunca sería capaz de verme a los ojos.

El día siguiente transcurrió con dolorosa lentitud. Una vez pasado el susto, Gina y Andrea volvieron a lucir radiantes, tan radiantes como cuando dejamos la ciudad para embarcarnos en aquella "aventura". Yo, por el contrario, parecía haberme marchitado, así que decidí tomar mi libro y sumergirme en el mundo de Krynn para descubrir cómo Tanis MedioElfo y Laurana conseguían restaurar el balance entre los dragones buenos y malos para devolver la paz a Ansalon.

Nadie pudo sacarme de la casa de campaña durante el resto del viaje. Ni las burlas de "El Rojo" ni las invitaciones de "Robert" y Ara, ni las súplicas de Gina bastaron para arrancarme de las páginas de mi libro, para arrancarme de aquel malhumorado mutismo pasivo-agresivo con el que buscaba castigarlos a todos por haberme hecho sufrir de aquella manera.

Luego de la noche más larga de mi vida, en la que las imágenes de lo que había visto en aquel estanque la noche anterior me torturaron tanto dormido como despierto, el regreso al día siguiente fue extrañamente silencioso, el agotamiento de tres días de "diversión" logró silenciar al ruidoso grupo que había partido de la ciudad apenas 72 horas antes.

"El tiempo lo cura todo", dicen. "Más vale haber amado y haber perdido, que nunca haber amado", dicen también. Ya quisiera verlos a todos ellos intentando entender aquello que no tiene una razón, intentando aceptar aquello que les es inaceptable, intentando conformarse con las migajas de un amor por el que habrían dado un mundo... o dos... o tres... o mucho más.

***

Gina nunca me abandonó, pero debió haberlo hecho. Por mi bien, por mi salud emocional debió haberse alejado por siempre de mí, pero no lo hizo. Al contrario, insistió por todos los medios posibles recuperar aunque fuera "un lugarcito en tu vida, aunque sea el más pequeño, por favor ¿sí?".

Pero no podía. Dolía demasiado y el regreso a clases, seis semanas después de aquella infortunada excursión, no cambió nada, al contrario: verla pasear con "su" Andrea por los pasillos y jardineras que habíamos compartido por unas cuantas semanas, más feliz de lo que jamás había sido, de lo que jamás sería conmigo, era como una corriente de plomo derretido derramándose continuamente sobre mi corazón.

Pese a todo, eran discretas. Los rumores en el salón y en toda la escuela iban y venían, pero nadie lo sabía. Nadie excepto yo y yo no diría nada, no la traicionaría de esa forma; pese a todo, no sería capaz de arrebatarle a su princesa, a la "damisela en desgracia" que tantas veces habíamos rescatado de un ogro o de un dragón y que por fin se había materializado en su vida, haciéndola más feliz de lo que había sido en los últimos cuatro o cinco años.

Pero el amor no conoce razones. La pasión no entiende de discreción. Al menos, no por mucho tiempo. La fantasía que había nacido en el épico viaje a aquel río muy pronto abandonó los muros del castillo que era la escuela e intentó florecer en lo que, en el microcosmos del grupo 508, llamábamos el "Mundo Real".

El infame "Mundo Real", ése que no entiende de fantasías ni de damiselas en desgracia; el mismo que es incapaz de apreciar la belleza de lo que no es práctico, el valor de aquello no "sirve para algo"; ése que es absolutamente capaz de negar la belleza en la más hermosa de las flores a menos que pueda ser explicada y medida en términos de estadísticas y ecuaciones. El "Mundo Real" que nunca perdonaría a la princesa que se enamora de la princesa.

Es difícil saber exactamente lo que ocurrió, yo estaba demasiado lejos y demasiado enojado, demasiado confundido en ese entonces como para saber qué o cómo había pasado.

Los rumores decían que los papás de Andrea las habían sorprendido "haciendo cosas" en su recámara o que Andrea no había soportado la presión y que un día les había confesado todo, pero también decían que había sido Gina la que había llegado un día a casa de Andrea y había armado un escándalo frente a aquella familia tan conservadora que la señora todavía era de las que entraba con velo a la iglesia.

Rumores y contra-rumores. Versiones tan descabelladas que daban risa. Historias que se volvieron "leyenda" en la preparatoria, como aquella que hablaba de "la lesbiana que sus papás metieron a un convento".

Rumores, historias, leyendas. Lo único cierto es que, un día, Andrea dejó de ir a clases y desapareció de nuestras vidas. Lo único cierto es que aquel viernes en la mañana, Gina y yo volvimos a encontrarnos en el salón vacío antes del inicio de clases.

-Me voy, Germán. Voy a buscarla. Ya me dijeron dónde está y voy a ir por ella-

Un espíritu de acero y una determinación a toda prueba impregnaron de tal modo esas palabras, que mi estómago se hizo un doble nudo tan solo de oírlas.

No importaron mis ruegos. No importaron mis súplicas. Su maleta ya estaba hecha. Con un boleto de autobús en sus manos y unos cuantos pesos en su bolsillo Gina, "mi" Gina, también desapareció.

Don Jorge llegó furioso a las nueve de la noche a mi casa, exigiendo "verdades", exigiendo "explicaciones". Doña Tony llegó hecha un río de lágrimas, un mar de súplicas. La carta que encontraron en la mesa del comedor regresando del trabajo decía poco, pero también decía mucho, aunque ellos no supieran leerlo.

¿Debí haber hablado? ¿Debí haberles dicho? Sí, debí haberlo hecho, pero no lo hice.

Palabras se dijeron, insultos se arrojaron por minutos y horas, pero yo fingí, yo fingí hasta mi último aliento. Fingí a pesar de que la verdad era evidente en mi rostro, a pesar de que aquel hombre, un hombre bueno, un hombre decente, un hombre que cargaba con el peso de lo que consideraba su más grande fracaso "como hombre y como padre" me gritó y me amenazó. Yo fingí a pesar de las lágrimas de una madre que necesitaba una oportunidad más para abrazar y para proteger a la hija a la que creía haberle "fallado".

Yo fingí ante ellos, pero jamás podría mentirme a mí mismo: nosotros no la perdimos, ella nos perdió a nosotros y jamás nos perdonó por ello.

https://youtu.be/0x7kDDa8P80

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