Clara
No podía ser más perfecto.
"El Maquillaje", como ella lo llama, ha mantenido a todos en un total engaño durante los últimos tres, cuatro o cinco años; engaño que es aún más completo debido a que nadie tiene el más mínimo deseo ni la menor curiosidad de asomarse para averiguar lo que hay debajo de aquella máscara de apática perfección.
Gracias al "Maquillaje" todo aquel que la conoce piensa que Clara, la del cuerpo perfecto, es la imagen misma de la pusilanimidad, del conformismo que es prerrogativa de las niñas ricas quienes, como ella, no han tenido que levantar un dedo desde el día que nacieron.
La menor de cuatro hermanos varones, nacida en el seno de una de las familias más acaudaladas del país, la Clara de los ojos verdes y el cabello negro ha recibido todo cuanto necesita e incluso lo que no necesita. Entre sus padres y sus hermanos le dan, le regalan y le compran todo cuanto pudiera querer: casas, coches, viajes, ropa, joyas, muebles e incluso personas.
Amigos, parientes, sirvientes y maestros desfilaron cual fugaces fantasmas a lo largo de su niñez y una vez llegada su adolescencia y el principio de su edad adulta novios e incluso amantes entraron y salieron de su vida tan rápido que incluso le parecía que su presencia se encendía y apagaba con la misma velocidad que las luces estroboscópicas de las discotecas a las que asistía no por gusto, sino "por no dejar".
Ni siquiera la escuela había sido motivo de preocupación o, por lo menos, de diversión para Clara, la de la cintura breve, pues no bien la apatía la llevaba a convertirse en un problema para directores y maestros, su poderosa familia lo solucionaba todo arrojando un fajo de billetes al rostro adecuado.
Y por fin, cuando la desesperante uniformidad de su vida la arrojó a los brazos de las drogas, la perfectamente esbelta Clara fue incapaz de encontrar algo nuevo o excitante en aquellos mundos alterados, fracturados o distorsionados a los que pudo asomarse desde las caleidoscópicas ventanas de los estupefacientes más caros o más exóticos que el dinero pudiera comprar.
Sin embargo, en alguno de los callejones sin salida a los que las drogas lograron conducirla, la chica encontró algo, algo tan salvaje como huidizo, algo tan hermoso como aterrador, algo tan importante como inaccesible y tan intangible que fue por completo incapaz aferrarse a ello y, como tantas otras cosas en su vida, aquel atisbo de una verdad fundamental para su existencia simplemente se esfumó y entonces comprendió que las drogas tampoco eran la respuesta.
Por fin, en uno de tantos de sus monócromos días, Clara, la de la piel de vainilla, conoció a alguien, alguien tan gris y opaco como cualquiera que hubiera conocido, alguien, que no obstante, le dijo que tenía el trabajo perfecto para ella.
Más tarde, la joven no podría recordar siquiera el nombre de aquella persona/sombra, no obstante, algo en la descripción del trabajo encendió una chispa en su mente, una chispa tan débil, que fue incapaz de reconocerla como algo tan simple como la mera curiosidad.
Y así, guiada por aquella ínfima chispa, Clara, la de las mejillas sonrosadas, decidió encaminarse al lugar. Nunca en realidad le había interesado trabajar, pero aquella chispa había taladrado un enorme agujero en su alma, un agujero que sería incapaz de tapar hasta que la chispa se hubiera apagado y la única forma de apagarla, irónicamente, era alimentándola.
Desde afuera, el lugar es muy discreto, una pared de cemento pintada de blanco en la que en un rojo violento resaltan las letras "V.I.P." Por dentro, parecería uno más de los antros de moda a los que Clara está tan acostumbrada: los clientes se divierten, ríen, fuman, beben. La música estridente y las luces multicolores acentúan el ambiente de hedonismo postmoderno que invita a la perversión que nace del despilfarro.
Sin embargo, hay algo inusual, la presencia masculina es abrumadora, dominante, casi asfixiante; amos y señores de las mesas que rodean una pista de baile sumergida en la penumbra, sus ojos taladran las diminutas prendas de las mujeres que también abundan en aquel lugar, pero cuya existencia misma es tan ambigua que es casi imposible decidir si son dueñas o esclavas de los lobos hambrientos de sexo que las rodean.
Clara, la de las piernas perfectas, se presenta con el "gerente" del lugar, sujeto extraño, de sonrisa fácil pero de ojos muertos que la ven como algo apenas por encima de la jerarquía de una mesa o una silla.
"Max", como le dicen sus subordinados, la envía a los camerinos; la luz ahí debería ser clara y diáfana, sin embargo, se vuelve turbia e inconsistente debido al espeso humo de cigarrillos, tanto comerciales como forjados a mano, y donde el penetrante olor a perfume barato se mezcla y se confunde con el del alcohol, tabaco y mariguana, creando un ambiente denso e incómodo para la "novata".
Y eso sin contar con las miradas, agresivas la mayoría, indiferentes las demás, de las otras mujeres, quienes siguen con cierto interés sus movimientos mientras cambia la ropa deportiva con la que llegó por un diminuto bikini Versace, un vaporoso pareo Heidi Klein y unas zapatillas Donna Karan que provocan la primera verdadera reacción de aquella jauría de perras: envidia, profunda y tan tangible como la viscosa capa que cubre los mosaicos del piso, producto de una mezcla de toda clase de líquidos derramados, desde café hasta... sangre.
La reacción entre los clientes es diametralmente opuesta y, sin embargo, no deja de golpearla como una bola de demolición no bien su silueta de reloj de arena parte la penumbra que domina aquel enorme salón, tal como el delgado laser que dibuja fugaces filigranas en la pista, a la espera de la siguiente presa para la manada.
Al principio, manos impúdicas alcanzan, amasan, palmean y pellizcan cada parte de su cuerpo, sin embargo, la chica pronto aprende a esquivarlos ante la mirada reprobatoria de "Max", quien muy pronto decide arrojarla a los lobos, sin mayor contemplación, a la espera de "curtirla".
Así, el DJ anuncia la presencia de "Lizeth", nombre que por alguna razón, que no comprendió del todo, había escogido cuando le preguntaron "cómo quería llamarse".
Al principio, el sordo barullo que permeaba el ambiente no cesó en lo más mínimo, sin embargo, en cuanto sube a la pista, un cambio, diminuto al principio, comienza a gestarse en el lugar cuando las primeras miradas se posan en el culito respingón remarcado por los vibrantes colores del pareo e incrementado por los enormes tacones que la alzan casi 20 centímetros por encima del suelo.
Aunque ya se encuentra en el centro del escenario, con su mano derecha aferrada al tubo que se erige de piso a techo como si fuera su tabla de salvación, Clara, la de los pechos de miel, aún no está del todo segura de lo que se espera de ella, ni siquiera ante la aterradora mirada de "Max", quien, claramente, está menos que satisfecho con aquella "recomendada".
Unas notas duras, violentas, sofisticadamente primitivas golpean su pecho y su mente con fuerza avasalladora, no obstante, su alma, incluso aturdida como se encuentra, pronto las reconoce como una de las melodías que le habían pedido que escogiera y, casi sin darse cuenta, su cuerpo toma control de sí mismo y comienza a moverse al estridente ritmo de "Du Hast".
Casi al instante, el pequeño cambio que comenzó cuando subió a aquella plataforma de apenas 2x2 metros se hace más evidente, los ojos empiezan a volverse hacia aquel cuerpo de fuego y hielo y, muy pronto, conforme sus movimientos se hacen más agresivos y desenfrenados, toda la audiencia, hombres y mujeres por igual, se encuentra atada a sus caderas por un invisible pero poderoso hilo de lujuria.
La música cesa con la misma violencia con la que empezó y con Clara tendida en el piso, sudorosa y despeinada, agitada como un animal salvaje que huye del cazador o como una fiera que persigue a la presa más difícil de su vida, pero cubierta por completo por el vaporoso pareo, oculta por unos instantes de las miradas inyectadas de lujuria que no pierden detalle de su movimientos.
Las luces se vuelven más débiles todavía, ahora sólo una tenue luminiscencia alumbra la pista, contrastada por los fantasmales fulgores que las luces negras arrancan de los colores más estridentes de su ropa, la cual, no obstante, está destinada a desaparecer muy pronto, más rápido de lo que ella quisiera pero no lo suficiente para la jauría que se encuentra a la expectativa.
La voz del DJ anunciando con gran torpeza "el momento sssensssssuaaaalll" por poco rompe el encanto, no obstante, la magia de "Nothing else matters" logra recuperar el hechizo que se había apoderado de aquel girón del multiverso y sumerge a Clara, la de los labios de fresa, en un estado de relajación tan perfecto que solamente podría describirse como "zen".
Poco a poco, el pareo va cayendo de lado, como una falsa piel de donde emerge una Clara totalmente diferente de la que había llegado al lugar, pero completamente insatisfecha, frustrada porque sabe que todavía le falta algo: aquel fantasma que se asomó a su alma durante un sueño de opio pero que, tercamente, aún se niega a revelarse del todo.
Pero, por muy hipnotizada que se encuentra, la audiencia se niega a conformarse, espera más todavía, mucho más, y Clara, la de las nalgas de durazno, puede sentirlo cada vez que sus manos tocan los bordes del brasier o el bikini, mostrando apenas un breve destello de lo que hay más allá de la delicada tela; aquella expectación es tan sólida y tan agresiva que casi parece tener vida propia.
Es ahí, exactamente en el momento en que por fin sus largos dedos desbaratan el nudo del top, dejando al desnudo sus pechos de pezones sonrosados como un beso de cereza, que por fin puede asirse de aquel sentimiento.
Al fin el fantasma deja de serlo, la vaga sensación deja de ser un eco lejano en su memoria para convertirse en una certeza tan abrumadora que, por un momento, Clara deja incluso de bailar.
No obstante, la sincronía es perfecta y toda la audiencia lo interpreta como una pausa dramática, el breve silencio que antecede al momento cumbre de toda interpretación.
Y el lugar entero estalló...
Justo cuando el bikini cayó, revelando el último secreto de aquel cuerpo de éter y ambrosía, la expectación se trocó en un pandemónium de gritos y silbidos tan obscenos como, en cierta forma, halagadores; hombres y mujeres por igual se rindieron ante el conjuro de "Lizeth, la hechicera perfecta", como la llamarían en las noches por venir.
Sin embargo, ella no los escuchaba arrobada en el descubrimiento de aquella verdad, la cual ahora le parecía tan evidente, pero que le había tomado toda una vida arrancar desde las insondables profundidades de su alma.
Aquel secreto, aquella verdad como un grano de mostaza y tan grande como el universo logró lo que Clara, la del rostro de muñeca, creía imposible: limpiarla por completo.
El "Maquillaje" al fin había caído.
Y al poder contemplar, finalmente, su imagen sin mancha en el espejo de su mente, Clara, la dulce Clara, simplemente... lloró.
https://youtu.be/HyrWd_gfQNQ
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