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ENTRETANTO TRUMPKIN Y LOS TRES muchachos llegaron al pequeño y oscuro arco de piedra que conducía al interior del montículo, y dos tejones centinelas (las manchas blancas de sus mejillas fue todo lo que Edmund pudo ver de ellos) se levantaron de un salto mostrando los dientes y les preguntaron con voces roncas:

—¿Quién anda ahí?

—Trumpkin —respondió el enano—. Que trae con él al Sumo Monarca de Narnia desde el pasado.

—Por fin —dijeron los tejones, olfateando las manos de los niños—. Por fin.

—Dadnos algo con que alumbrarnos, amigos —pidió Trumpkin.

Los tejones localizaron una antorcha justo en el interior de la arcada, y Peter la encendió y se la entregó al enano.

—Será mejor que el Trumpkin nos guíe —dijo—. Nosotros no conocemos este lugar.

Trumpkin tomó la antorcha y se adelantó por el túnel siendo seguido por Romeo. Era un lugar frío, oscuro y que olía a humedad, con algunos que otros murciélagos revoloteando a la luz de la antorcha, y gran cantidad de telarañas.

Los niños, que habían estado principalmente al aire libre desde aquella mañana en la estación de ferrocarril, se sintieron como si entraran en una trampa o una prisión.

—Oye, Peter —susurró Edmund—. Fíjate en esas cosas esculpidas en las paredes. ¿No parecen muy viejas? Y, no obstante, nosotros somos más viejos aún. La última vez que estuvimos aquí no estaban.

—Sí —respondió Peter—. Eso le da a uno qué pensar.

El enano siguió adelante y luego giró a la derecha, a continuación a la izquierda, más adelante descendió unos peldaños y luego torció de nuevo a la izquierda.

Finalmente vieron una luz al frente; una luz que salía por debajo de una puerta. Y entonces, por primera vez oyeron voces, pues habían llegado a la puerta de la sala central.

Las voces del interior eran voces enojadas. Alguien hablaba en un tono de voz tan alto que había impedido que oyeran cómo se acercaban los niños y el enano.

—No me gusta cómo suena eso —susurró Romeo a Peter—. Escuchemos unos instantes.

Permanecieron totalmente inmóviles al otro lado de la puerta.

—Saben muy bien —decía una voz («Ése es el rey», musitó Trumpkin)—. Por qué no se hizo sonar el cuerno al salir el sol esta mañana. ¿Han olvidado que Miraz cayó sobre nosotros casi antes de que Trumpkin partiera, y luchamos encarnizadamente durante tres horas y más? Lo hice sonar en cuanto tuve un momento de respiro.

—No creo que lo olvide, precisamente —respondió la voz enojada—. Cuando fueron mis enanos los que soportaron el peso del ataque y uno de cada cinco cayó.

—Ése es Nikabrik —susurró Trumpkin.

—¡Qué vergüenza, enano! —se oyó decir a una voz apagada («La de Buscatrufas», indicó Trumpkin)—. Todos hicimos tanto como los enanos y nadie más que el rey.

—Por mí puedes contar la historia como te parezca —respondió Nikabrik—. Pero tanto si fue porque el cuerno sonó demasiado tarde, o porque carece de magia, lo cierto es que no ha llegado ayuda. Tú, tú, gran escribano, tú, gran mago, tú, sabelotodo; ¿todavía nos pides que pongamos todas nuestras esperanzas en Aslan y en el rey Peter y en todo eso?

—Debo confesar, desde luego no puedo negarlo, que me siento profundamente decepcionado por el resultado de la operación —respondió otra voz.

—Ése debe de ser el doctor Cornelius —dijo Romeo.

—Para decirlo claramente —intervino Nikabrik—. Tienes la cartera vacía, los huevos podridos, el pescado por pescar y las promesas incumplidas. Apártate pues y deja que otros trabajen. Y por eso…

—La ayuda llegará —dijo Buscatrufas—. yo estoy del lado de Aslan. Tengan paciencia, como la tenemos nosotros las bestias. La ayuda llegará. Tal vez esté incluso detrás de la puerta.

—¡Bah! —refunfuñó Nikabrik—. Ustedes los tejones nos harán esperar hasta que el cielo cayese y todos pudiésemos atrapar alondras. Les digo que no podemos esperar. Nos estamos quedando sin comida; perdemos más de lo que nos podemos permitir con cada enfrentamiento; nuestros seguidores empiezan a escabullirse.

—Y ¿por qué? —inquirió Buscatrufas—. Les diré por qué. Porque se ha propagado entre ellos que hemos llamado a los reyes del pasado y éstos no han respondido. Las últimas palabras que dijo Trumpkin antes de marcharse, y lo más probable es que fuera directo a su propia muerte, fueron: «Si tienen que hacer sonar el cuerno, no dejen que el ejército sepa por qué lo hacen o qué esperan de él». Pero aquella misma tarde todo el mundo parecía saberlo.

—Habría sido mejor que introdujeras tu hocico gris en un avispero, tejón, antes que sugerir que soy un bocazas —dijo Nikabrik—. Retíralo o…

—Vamos, dejenlo ya los dos —intervino el rey Caspian—. Quiero saber qué es eso que Nikabrik no hace más que insinuar que debemos hacer. Pero antes quiero saber quiénes son esos tres desconocidos que ha traído a nuestro consejo y que permanecen ahí con las orejas bien abiertas y las bocas cerradas—dijo el azabache sin ver el rostro de su amigo.

—Son amigos míos —dijo Nikabrik—. Y ¿qué otro derecho tienes tu a estar aquí que el de ser amigo de Trumpkin y del tejón? Y ¿qué derecho tiene ese demente de la túnica negra a estar aquí excepto que es su amigo? ¿Por qué he de ser yo el único que no puede traer a sus amigos?

—Su Majestad es el rey a quien hemos jurado lealtad —dijo Buscatrufas con severidad.

—Modales cortesanos, modales cortesanos —se mofó Nikabrik—. Pero en este agujero podemos hablar con claridad. Tú sabes, y él sabe, que este muchacho telmarino no será rey de ninguna parte y de nadie a menos que le ayudemos a salir de la trampa en que se encuentra.

—Tal vez —dijo Cornelius—. Tus nuevos amigos quieran hablar por sí mismos… Eh, tú, ¿quién y qué eres?

—Excelentísimo maese doctor —dijo una voz fina y gimoteante—. Si me lo permitís, no soy más que una pobre anciana, y estoy muy agradecida al excelentísimo enano por su amistad, ya lo creo. Su Majestad, bendito sea su hermoso rostro, no debe temer a una anciana encorvada por el reumatismo y que no tiene dónde caerse muerta. Poseo una cierta habilidad, no como vos, maese doctor, desde luego, para efectuar pequeños conjuros y encantamientos que me sentiría muy contenta de poder usar contra nuestros enemigos, si estuvieran de acuerdo todos los interesados. Pues los odio. Oh, sí. Nadie los odia más que yo.

—Eso resulta muy interesante y… ejem… satisfactorio —respondió el doctor Cornelius—. Creo que ya sé lo que sois, señora. Tal vez tu otro amigo, Nikabrik, quiera contarnos algo sobre sí mismo…

Una voz apagada y lúgubre que a Peter le puso la carne de gallina contestó:

—Soy hambre. Soy sed. Lo que muerdo, no lo suelto hasta la muerte, e incluso después de muerto tienen que cortar mi bocado del cuerpo del enemigo y enterrarlo conmigo. Puedo ayunar durante cien años sin morir. Puedo dormir cien noches sobre hielo y no congelarme. Puedo beber un río de sangre y no reventar. Mostradme a vuestros enemigos.

—¿Y es en presencia de estos dos como deseas revelar tu plan? —preguntó Caspian.

—Sí —contestó Nikabrik—. Y es con su ayuda como pienso ponerlo en práctica.

Transcurrieron un minuto o dos durante los cuales Trumpkin y los muchachos oyeron conversar en voz baja a Caspian y sus dos amigos, pero no consiguieron entender lo que decían. Luego Caspian habló en voz alta.

—Bien, Nikabrik, escucharemos tu plan.

Se produjo una pausa tan larga que los muchachos llegaron a preguntarse si Nikabrik empezaría a hablar alguna vez; cuando lo hizo, fue en una voz más baja, como si a él mismo no le gustara demasiado lo que decía.

—Al fin y al cabo —dijo entre dientes—. Ninguno de nosotros conoce la verdad sobre el pasado de Narnia. Trumpkin no creía ninguna ninguna de las historias. Yo estaba dispuesto a ponerlas a prueba. Probamos primero el cuerno y no ha funcionado. Si alguna vez existió un rey Peter, una reina Susan, un rey Edmund y una reina Lucy, o bien no nos han oído o no pueden venir, o son nuestros enemigos…

—O están de camino —apostilló Buscatrufas.

—Por mí, puedes seguir diciendo eso hasta que Miraz nos haya arrojado a los perros. Pues como decía, hemos probado un eslabón en la cadena de antiguas leyendas, y no nos ha servido de nada. Bien; pero cuando a uno se le rompe la espada, saca la daga. Los relatos hablan de otros poderes además de los antiguos reyes y reinas. ¿Y si los invocamos?

—Si te refieres a Aslan —dijo Buscatrufas—, es lo mismo invocarlo a él que a los reyes. Eran sus sirvientes. ¿Si no los envía a ellos, aunque no dudo de que lo hará, creéis que es más probable que venga él?

—No; en eso tienes razón —respondió Nikabrik—. Aslan y los reyes van juntos. O bien Aslan está muerto o no está de nuestro lado. O tal vez algo más poderoso que él lo retiene. Y si viniera, ¿cómo sabemos que sería nuestro amigo? No siempre fue un buen amigo de los enanos según lo que se cuenta. Ni siquiera de todas las bestias. Preguntad a los lobos. Y de todos modos, estuvo en Narnia sólo una vez, que yo haya oído, y no se quedó mucho tiempo. Podéis dejar a Aslan fuera de vuestros cálculos. Pensaba en alguien distinto.

No hubo respuesta, y durante unos minutos se produjo tal quietud que Edmund pudo oír la ruidosa respiración resollante del tejón.

—¿A quién te refieres? —preguntó Caspian por fin.

—Me refiero a un poder hasta tal punto más poderoso que el de Aslan, que mantuvo a Narnia hechizada durante años y años, si lo que se cuenta es cierto.

—¡La Bruja Blanca! —gritaron tres voces al unísono, y por el ruido Peter adivinó que tres personas se habían puesto en pie de golpe.

—Sí —dijo Nikabrik muy despacio y con toda claridad—. Me refiero a la bruja. Volved a sentaros. No se asusten como si fueran niños. Queremos poder: y queremos poder que se ponga de nuestro lado. En cuanto a poder, ¿no cuentan todas las historias que la bruja derrotó a Aslan, lo ató y lo mató aquí mismo, sobre esa piedra que hay ahí, justo más allá de la luz?

—Pero también dicen que volvió a la vida —apostilló el tejón con severidad.

—Sí, eso es lo que dicen —respondió Nikabrik—. Pero observaréis que apenas sabemos nada de lo que hizo después de aquello. Sencillamente desaparece del relato. ¿Cómo se explica eso, si realmente volvió a la vida? ¿No sería mucho más probable que no lo hubiera hecho, y que los relatos no cuenten nada sobre él porque no hay nada más que contar?

—Instauró a los reyes y reinas —indicó Caspian.

—Un rey que acaba de ganar una gran batalla por lo general puede instaurarse a sí mismo en el puesto sin la ayuda de un león amaestrado —respondió Nikabrik.

Se oyó un feroz gruñido, probablemente de Buscatrufas.

—Y de todos modos —siguió el enano—. ¿Qué fue de los reyes y su reino? También desaparecieron. Pero es muy distinto con la bruja. Dicen que gobernó durante cien años: cien años de invierno. Ahí hay poder, no me lo negaréis. Ahí tenéis algo práctico.

—Pero ¡por el amor de Dios! —exclamó el rey—. ¿No se nos ha dicho siempre que fue el peor enemigo de todos? ¿Acaso no era una tirana diez veces peor que Miraz?

—Es posible —respondió Nikabrik en tono frío—. Es posible que lo fuera para vosotros los humanos, si es que existía alguno en aquellos tiempos. Es posible que lo fuera para algunos de los animales. Acabó con los castores, creo; al menos ahora no queda ninguno en Narnia. Pero se llevaba bien con nosotros los enanos. Yo soy un enano y estoy del lado de mi gente. Nosotros no tememos a la bruja.

—Pero se han unido a nosotros —observó Buscatrufas.

—Sí, y mira de qué les ha servido a los míos hasta ahora —espetó él—. ¿A quién se envía en todas las incursiones peligrosas? A los enanos. ¿Quién se queda sin comida suficiente cuando las raciones menguan? Los enanos. ¿Quién…?

—¡Mentiras! ¡Todo mentiras! —gritó el tejón.

—Y por lo tanto —siguió Nikabrik, cuya voz se elevó entonces hasta convertirse en un alarido—. Si no podéis ayudar a mi gente, acudiré a alguien que puede.

—¿Vas a traicionarnos, enano? —inquirió el rey.

—Devuelve esa espada a su vaina, Caspian —dijo Nikabrik—. Un asesinato en el consejo, ¿eh? ¿Es así como actúas? No seas tan estúpido como para intentarlo. ¿Crees que te tengo miedo? Hay tres de mi parte, y tres de la tuya.

—Vamos, pues —rezongó Buscatrufas, pero fue inmediatamente interrumpido.

—Basta, basta, basta —intervino el doctor Cornelius—. Van demasiado rápido. La bruja está muerta. Todos los relatos están de acuerdo en eso. ¿Qué quiere decir Nikabrik con lo de invocar a la bruja?

—¿Lo está? —dijo aquella voz lúgubre y terrible que únicamente había hablado una vez hasta entonces.

Y a continuación la voz aguda y gimoteante empezó a decir:

—Válgame el cielo, Su Majestad no tiene que preocuparse porque la Señora Blanca, que es como la llamamos, esté muerta. El excelentísimo maese doctor no hace más que burlarse de una pobre anciana como yo cuando dice eso. Querido maese doctor, docto maese doctor, ¿quién ha oído hablar jamás de una bruja que muriese realmente? Siempre es posible hacerlas regresar.

—Invócala —dijo la voz lúgubre—. Estamos todos preparados.

Dibuja el círculo. Prepara el fuego azul.
Por encima de los gruñidos cada vez más fuertes del tejón y el agudo «¿Qué?» de Cornelius, se alzó la voz del rey Caspian como un trueno.

—¡Así que ése es tu plan, Nikabrik! Magia negra y la invocación de un fantasma maldito. ¡Y ya veo quiénes son tus compañeros: una vieja hechicera y un hombre lobo!

El siguiente minuto resultó bastante confuso. Se oyó un rugido animal, un entrechocar de metales; y los muchachos y Trumpkin irrumpieron en la habitación; Peter y Romeo visualizaron una horrible criatura gris y enjuta, medio hombre y medio lobo, en el preciso instante en que saltaba sobre un muchacho de aproximadamente su misma edad, y Edmund vio a un tejón y un enano que rodaban por el suelo en una especie de pelea de gatos.

Trumpkin se encontró cara a cara con la vieja bruja. La nariz y barbilla de la mujer sobresalían como un cascanueces, los sucios cabellos grises revoloteaban alrededor de su rostro y acababa de agarrar al doctor Cornelius por la garganta. Trumpkin le asestó un tajo con la espada y la cabeza rodó al suelo.

Entonces alguien derribó la luz y todo fue entrechocar de espadas, dientes, zarpas, puños y botas durante casi un minuto. Luego se hizo el silencio.

—¿Estás bien, Ed?

—Eso… eso creo —jadeó éste—. Tengo a ese bruto de Nikabrik, pero sigue vivo.

—¡Pesas y botellas de agua! —exclamó una voz enojada—. Es encima de mí donde estáis sentado. Levantese. Es como un elefante recién nacido.

—Lo siento, Trumpkin—dijo Edmund—. ¿Estás mejor?

—¡Uf! ¡No! —tronó Trumpkin—. Me estam metiendo la bota en la boca.

—¿Ven al rey Caspian por alguna parte? —preguntó Romeo.

—Estoy aquí —respondió una voz bastante débil—. Algo me ha mordido.

Se escuchó el sonido de alguien que encendía una cerilla. Era Edmund. La pequeña llama mostró su rostro, pálido y sucio. El muchacho avanzó a trompicones unos instantes, encontró la vela (pues ya no utilizaban la lámpara porque se habían quedado sin aceite), la colocó sobre la mesa y la encendió.

Cuando la llama se elevó con fuerza, varias personas se pusieron en pie apresuradamente; seis rostros intercambiaron parpadeantes miradas a la luz de la vela.

—Parece que nos hemos quedado sin enemigos —dijo Peter—. Ahí está la hechicera, muerta —apartó rápidamente los ojos de ella—. Y Nikabrik, muerto también. Y supongo que esta cosa es un hombre lobo. Hace tanto tiempo que no veía uno… Cabeza de lobo y cuerpo de hombre. Eso significa que empezaba a pasar de hombre a lobo en el momento en que lo mataron. Y tú, supongo, eres el rey Caspian.

—Sí —respondió el otro muchacho—. Pero no tengo ni idea de quién eres.

—Es el Sumo Monarca, el rey Peter —dijo Trumpkin.

—Doy la bienvenida a Su Majestad —dijo Caspian.

—Y también se la doy yo a Su Majestad —repuso Peter—. No he venido a ocupar su lugar, sabe, sino a colocarte en él.

—Majestad —llamó otra voz junto al codo de Peter.

Éste se volvió y se encontró cara a cara con el tejón; inclinándose al frente Peter rodeó con los brazos al animal y le besó la peluda cabeza; no fue un gesto infantil en su caso, porque era el Sumo Monarca.

—Eres el mejor de los tejones —declaró—. No dudaste de nosotros ni por un instante.

—No es mérito mío, Majestad —respondió Buscatrufas—. Soy una bestia y nosotros no cambiamos. Soy un tejón, por si fuera poco, y siempre nos mantenemos firmes.

—Lo siento por Nikabrik —dijo Caspian—, a pesar de que me odió desde el primer momento en que me vio. Su carácter se había avinagrado de tanto padecer y odiar. De haber obtenido la victoria con rapidez podría haberse convertido en un buen enano en los tiempos de paz. No sé quién de nosotros lo mató, y me alegro de ello.

—Estas sangrando —indicó Romeo, siendo por fin identicados por su gran amigo, siendo recibido por k abrazo.

—Sí viejo amigo, me han mordido. Fue ese… esa criatura lobo.

Limpiar y vendar la herida les llevó bastante tiempo, y cuando terminaron Trumpkin anunció:

—Ahora, antes de cualquier otra cosa queremos algo de desayunar.

—Pero no aquí —dijo Peter.

—No —declaró Caspian con un estremecimiento—. Y hemos de enviar a alguien para que se lleve los cuerpos.

—Que arrojen a esas alimañas a un pozo —dijo Peter—. Pero al enano se lo entregaremos a su gente para que lo entierren según sus costumbres.

Finalmente desayunaron en otro de los oscuros sótanos del Altozano de Aslan. No fue la clase de desayuno que habrían elegido, pues Romeo, Caspian y Cornelius pensaban en empanadas de carne de venado, y Peter y Edmund en huevos con mantequilla y café caliente, pero lo que todos comieron fue un poco de carne de oso fría —sacada de los bolsillos de los niños—, un pedazo de queso duro, una cebolla y un tazón de agua. Sin embargo, por el modo en que se abalanzaron sobre todo ello, cualquiera habría pensado que era una comida deliciosa.

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