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☆゜・。。・゜゜・。。・゜★

CUANDO POR FIN TODO EL GRUPO estuvo despierto, Lucy tuvo que relatar su historia por cuarta vez. El silencio que siguió fue de lo más desalentador.

—No veo nada —declaró Peter después de haber mirado hasta dolerle los ojos—. ¿Ves tú algo, Susan?

—No, claro que no —le espetó ella—. Porque no hay nada que ver. Lo ha soñado. Anda, acuéstate y duerme, Lucy.

—Y realmente espero —dijo Lucy con voz temblorosa—. Que vengan todos conmigo. Porque… porque tengo que ir con él tanto si alguien me acompaña como si no.

—No digas tonterías, Lucy —replicó Susan—. Desde luego que no te puedes ir sola. No se lo permitas, Peter. Se está portando como una niña malcriada.

—Yo iré con ella, si realmente tiene que ir —declaró Edmund—. Ya ha tenido razón en otras ocasiones.

—Y yo iré con ella—recalco Romeo esperando que los demás también los siguieran y tal vez por fin ver feliz a Lucy.

—Ya lo sé —repuso Peter—. Y probablemente tenía razón esta mañana. Desde luego no tuvimos ninguna suerte descendiendo por la garganta. De todos modos… a estas horas de la noche. Y ¿por qué tendría que resultar Aslan invisible para nosotros? Antes no lo era. No es normal. ¿Qué dices Trumpkin?

—Oh, yo no digo nada —respondió el enano—. Si van todos, desde luego iré con ustedes; y si su grupo se divide, iré con el Sumo Monarca. Ése es mi deber para con él y el rey Caspian. Pero, si me peden mi opinión personal, soy un enano corriente que no cree que existan muchas posibilidades de encontrar un sendero por la noche donde no se pudo encontrar uno de día. Y detesto a los leones mágicos que son leones parlantes y no hablan, y los leones amistosos que no nos sirven para nada, y los leones enormes que nadie puede ver. Todo eso son sandeces, en mi opinión.

—Está golpeando el suelo con la pata para que nos demos prisa —dijo Lucy—. Debemos marchar ahora. Al menos yo debo hacerlo.

—No tienes ningún derecho a intentar obligar al resto de nosotros de ese modo. Estamos cuatro a dos y eres la más joven —dijo Susan.

—Vamos, vamos —refunfuñó Edmund—. Tenemos que ir. No estaremos tranquilos hasta que lo hagamos.

Pensaba seriamente respaldar a Lucy, pero se sentía molesto por perder una noche de sueño y lo compensaba refunfuñando tanto como le era posible.

—En marcha, pues —indicó Peter, introduciendo fatigosamente el brazo en la correa del escudo para luego colocarse el yelmo.

En cualquier otro momento habría dicho algo agradable a Lucy, que era su hermana favorita, pues sabía lo desgraciada que debía de sentirse, y también sabía que, fuera lo que fuera lo que hubiera sucedido no era culpa suya. Sin embargo, no podía evitar sentirse algo molesto con ella de todos modos.
Susan fue la peor.

—Supongamos que empezara a comportarme como Lucy —dijo—. Podría amenazar con quedarme aquí tanto si el resto seguía adelante como si no. Además, creo que lo haré.

—Obedeced al Sumo Monarca, Majestad —indicó Trumpkin—. Y pongámonos en marcha. Si no se me permite dormir, prefiero ponerme en marcha a quedarme aquí quieto charlando.

Y así, finalmente, iniciaron el camino. Lucy fue delante, mordiéndose el labio mientras pensaba en todas las cosas que tenía ganas de decirle a Susan, pero se contuvo al sentir que Romeo tomaba su mano para tranquilizarla.

Pero las olvidó en cuanto fijó los ojos en Aslan. Éste giró y empezó a andar con paso lento a unos treinta metros por delante de ellos. Los otros sólo tenían las indicaciones de Lucy para guiarlos, pues Aslan no sólo era invisible para ellos sino también silencioso; las enormes garras felinas no producían el menor ruido al pisar la hierba.

Los condujo a la derecha de los árboles danzantes —si todavía bailaban nadie lo supo, pues Lucy tenía los ojos puestos en el león y los demás tenían los suyos fijos en ella— y más cerca del borde de la garganta.

«¡Adoquines y timbales! —pensó Trumpkin—. Espero que esta locura no vaya a acabar en una escalada a la luz de la luna y unos cuantos cuellos rotos».

Aslan avanzó por la parte superior de los riscos durante un buen rato. Luego llegaron a un punto donde algunos arbustos crecían justo en el borde; allí giró y desapareció entre ellos.

Lucy contuvo la respiración, pues parecía que se hubiera lanzado por el acantilado; pero estaba demasiado ocupada intentando no perderlo de vista para detenerse y pensar en ello.

Apresuró el paso y no tardó en estar también entre los árboles. Al mirar abajo, distinguió un sendero empinado y estrecho que descendía oblicuamente al interior de la garganta por entre las rocas, y a Aslan, que bajaba por él.

El león se volvió y la miró con sus alegres ojos. Lucy batió palmas y empezó a descender cautelosamente tras él. A su espalda oyó las voces de sus compañeros que gritaban:

—¡Eh! ¡Lucy! Ten cuidado, por Dios. Estás justo en el borde del precipicio. Regresa…

Y luego, al cabo de un momento, la voz de Edmund que decía:

—No, chicos, tiene razón. Hay un sendero para bajar.
A mitad del descenso Edmund la alcanzó.

—¡Mira! —dijo muy nervioso—. ¡Mira! ¿Qué es aquella sombra que se desliza por delante de nosotros?

—Es su sombra —respondió Lucy.

—Estoy convencido de que tienes razón, Lu —dijo Edmund—. No sé cómo no lo comprendí antes. Pero ¿dónde está él?

—Con su sombra, claro. ¿No lo ves?

—Bueno, casi me pareció verlo… por un momento. Esta luz es tan rara.

—Siga adelante, rey Edmund, siga adelante —se oyó decir a Trumpkin desde un punto situado detrás y por encima de ellos.

A continuación, más atrás aún y todavía muy cerca de la cima, sonó la voz de Peter que decía:

—Vamos, date prisa, Susan. Dame la mano. Vaya, pero si hasta un bebé podría bajar por aquí. Y haz el favor de no quejarte más.

Al cabo de unos pocos minutos estuvieron todos en el fondo, y el rugir del agua inundó sus oídos. Avanzando con la delicadeza de un gato, Aslan saltó de piedra en piedra para cruzar el río.

Cuando llegó al centro se detuvo, se inclinó para beber, y al alzar la melenuda cabeza del agua, chorreando, se volvió para mirarlos de nuevo. Esa vez Edmund sí lo vio.

—¡Oh, Aslan! —gritó, lanzándose al frente.

Pero el león giró en redondo y empezó a ascender por la ladera del otro extremo del Torrente.

—¡Peter, Romeo! —llamó Edmund—. ¿Lo han visto?

—Hemos visto algo —respondió Peter por los dos—. Pero esta luz engaña. Sigamos adelante, de todos modos, y tres vítores por Lucy. Ahora tampoco me siento ni la mitad de cansado.

Sin una vacilación, Aslan los condujo hacia la izquierda, cada vez más arriba de la garganta. Todo el viaje resultó extraño y como si se tratara de un sueño; el arroyo que rugía, la hierba húmeda y gris, los relucientes acantilados a los que se aproximaban, y siempre la gloriosa y silenciosa bestia que avanzaba lentamente delante de ellos. Todos excepto Susan y el enano veían ya al león.

Al poco tiempo llegaron ante otro sendero empinado, que ascendía por la ladera de los precipicios más lejanos. Eran mucho más altos que aquellos por los que habían descendido, y la subida fue un largo y tedioso zigzag. Por suerte la luna brillaba justo encima de la garganta, de modo que ningún lado quedaba sumido en sombras.

Lucy estaba casi exhausta cuando la cola y las patas traseras de Aslan desaparecieron en la cima: pero con un último esfuerzo trepó tras él y salió, con las piernas temblorosas y sin aliento, a la colina que habían estado intentando alcanzar desde que abandonaron el Mar de Cristal.

La larga y suave cuesta, cubierta de brezos, hierba y unas pocas rocas enormes que brillaban blancas bajo la luz de la luna, ascendía hasta desvanecerse en un vago vislumbre de árboles a casi un kilómetro de distancia. La reconoció. Era la colina de la Mesa de Piedra.

Con un tintineo de cotas de malla el resto trepó a lo alto del precipicio tras ella. Aslan se deslizó al frente ante ellos y los niños lo siguieron.

—Lucy —dijo Susan con una voz apenas audible.

—¿Sí?

—Ahora le veo. Lo siento.

—No pasa nada.

—Pero es que me he portado mucho peor de lo que crees. Creía firmemente que era él, quiero decir, ayer, cuando nos advirtió que no fuéramos por el bosque de abetos. Y creía firmemente que era él esta noche, cuando nos despertaste. Me refiero a que lo creía en mi interior. O podría haberlo hecho, si hubiera querido. Pero sencillamente quería salir del bosque y… y… vaya, no lo sé. Y ¿qué le voy a decir?

—A lo mejor no tendrás que decir gran cosa —sugirió Lucy.

No tardaron en alcanzar los árboles y a través de ellos los niños distinguieron el Gran Montículo, el Altozano de Aslan, que alguien había alzado sobre la Mesa de Piedra después de marchar ellos de Narnia.

—Nuestro bando no está muy atento —masculló Trumpkin—. Tendrían que habernos dado el alto hace rato…

—¡Silencio! —dijeron los otros cinco, pues Aslan se había detenido y girado en aquel momento y se encontraba frente a ellos, con un aspecto tan majestuoso que se sintieron tan contentos como puede estarlo alguien atemorizado, tan atemorizados como puede estarlo alguien contento. Los niños avanzaron; Lucy se hizo a un lado para dejarlos pasar y Susan y el enano retrocedieron.

—Aslan —dijo el rey Peter, hincando una rodilla en el suelo y alzando la pesada zarpa del león hasta su rostro—. Me alegro tanto… Y estoy muy apenado. Los he conducido por el camino equivocado desde que nos pusimos en marcha y en especial ayer por la mañana.

—Querido hijo —respondió Aslan.

Luego se volvió y saludó a Edmund y Romeo «Bien hecho», fueron sus palabras.

A continuación, tras una pausa atroz, la profunda voz dijo:

—Susan.

Susan no respondió, pero a los demás les pareció que lloraba.

—Has escuchado al miedo, pequeña —siguió Aslan—. Ven, deja que sople sobre ti. Olvídalo. ¿Vuelves a ser valiente?

—Un poco, Aslan —respondió ella.

—¡Y ahora! —dijo el león en voz mucho más alta con sólo un atisbo de rugido en ella, al mismo tiempo que su cola le azotaba los flancos—. Y ahora, ¿dónde está ese pequeño enano, ese famoso espadachín y arquero que no cree en leones? ¡Ven aquí, Hijo de la Tierra, ven AQUÍ! —Y la última palabra ya no era el atisbo de un rugido sino casi un rugido auténtico.

—¡Espectros y escombros! —resolló Trumpkin con un hilillo de voz.

Los niños, que conocían a Aslan lo suficiente como para saber que le caía muy bien el enano, no se sintieron preocupados, pero fue muy distinto para Trumpkin, que jamás había visto un león, y mucho menos aquel león. Sin embargo, hizo la única cosa sensata que podía haber hecho; es decir, en lugar de salir huyendo, avanzó vacilante hacia Aslan.
Aslan saltó.

¿Has visto alguna vez a un gatito muy pequeño siendo transportado en la boca de su madre? Fue algo parecido. El enano, hecho un desmadejado ovillo, colgaba de la boca del león. Éste lo zarandeó con violencia y toda la armadura tintineó como la alforja de un hojalatero, y luego —abracadabra— el enano voló por los aires.

Trumpkin estaba tan a salvo como si estuviera en la cama, aunque a él no le parecía que fuera así. Mientras descendía, las enormes y aterciopeladas zarpas lo capturaron con la misma suavidad que los brazos de una madre y lo depositaron, de pie, además, sobre el suelo.

—Hijo de la Tierra, ¿seremos amigos? —preguntó Aslan.

—S… s… sí —jadeó el enano, que no había recuperado aún el aliento.

—Bien —dijo Aslan—. La luna se está poniendo. Miren su espalda: amanece. No tenemos tiempo que perder. Ustedes cuatro, Hijos de Adán e Hijo de la Tierra, apresuraos a ir al interior del montículo y ocupaos de lo que encontréis allí.

El enano seguía sin habla y ninguno de los niños osó preguntar si Aslan los seguiría. Los tres desenvainaron las espadas y saludaron, luego giraron y se perdieron en la penumbra entre tintineos metálicos.

Lucy advirtió que no había ninguna señal de cansancio en sus rostros: tanto el Sumo Monarca como el rey Edmund y del joven Romeo tenían más aspecto de hombres hechos y derechos que de niños.

Las niñas contemplaron cómo se perdían de vista, de pie junto a Aslan. La luz empezaba a cambiar. Muy hundida en el este, Aravir, el lucero del alba de Narnia, brillaba como una luna pequeña. Aslan, que parecía más grande que antes, alzó la cabeza, sacudió la melena y rugió.

El sonido, profundo y vibrante al principio como un órgano que empieza con una nota grave, se elevó y adquirió potencia, y luego se tornó aún más potente, hasta que la tierra y el aire se estremecieron con él. El sonido se alzó de aquella colina y flotó sobre toda Narnia.

Abajo, en el campamento de Miraz, los hombres despertaron, se miraron los unos a los otros con rostros pálidos y asieron sus armas. Más abajo, en el Gran Río, que se hallaba en su hora más fría en aquellos momentos, las cabezas y los hombros de las ninfas, y la gran cabeza con barba de algas del dios del río, se alzaron de las aguas.

Al otro lado, en todos los campos y bosques, los oídos vigilantes de los conejos surgieron de sus agujeros, las cabezas adormecidas de los pájaros salieron de debajo de las alas, los búhos ulularon, las zorras gritaron, los puercoespines gruñeron, los árboles se agitaron. En ciudades y pueblos las madres apretaron a sus bebés contra el pecho, con ojos despavoridos, los perros lanzaron gruñidos y los hombres saltaron del lecho buscando a tientas una luz. Muy lejos, en la frontera septentrional, los gigantes de las montañas atisbaron desde las oscuras entradas de sus castillos.

Lo que Lucy y Susan vieron fue algo oscuro que venía hacia ellos, cruzando las colinas. En un principio pareció una neblina negra que se arrastrara por el suelo, luego fue como las tempestuosas olas de un mar negro alzándose más y más a medida que se acercaban, y después, por fin, lo que era en realidad: bosques en movimiento.

Todos los árboles del mundo parecían correr hacia Aslan. Pero a medida que se acercaban se parecían menos a árboles, y cuando toda aquella multitud, entre inclinaciones y reverencias y saludando con los finos y largos brazos a Aslan, rodearon a Lucy, ésta vio que se trataba de una multitud de figuras humanas.

Pálidas muchachas abedules agitaban la cabeza a modo de saludo, mujeres sauces se apartaban los cabellos del rostro pensativo para contemplar a Aslan, las majestuosas hayas se detenían y lo veneraban, peludos hombres roble, delgados y melancólicos olmos, desgreñados acebos —oscuros ellos, mientras que sus esposas aparecían resplandecientes cubiertas de bayas— y risueños serbales, todos se inclinaron y volvieron a alzarse, gritando: «¡Aslan, Aslan!» en sus distintas voces roncas, rechinantes u ondulantes.

La multitud y el baile alrededor de Aslan (pues se había convertido en una danza una vez más) adquirieron tales proporciones y velocidad que Lucy se sintió aturdida. No consiguió ver de dónde surgían ciertos personajes que rápidamente se pusieron a dar cabriolas entre los árboles.

Uno era un joven, cubierto únicamente con una piel de cervatillo y con hojas de parra ciñendo los rizados cabellos; el rostro habría resultado casi demasiado hermoso para pertenecer a un muchacho, de no haber sido por su aspecto tan salvaje. Uno sentía que, tal como dijo Edmund cuando lo vio unos días después: «Ése es un muchacho capaz de hacer cualquier cosa… absolutamente cualquier cosa». Parecía tener toda una profusión de nombres: Bromios, Bassareus y el Carnero eran tres de ellos.

Lo acompañaban gran cantidad de muchachas, todas tan bulliciosas como él. Apareció incluso, inesperadamente, alguien montado en un asno. Y todo el mundo reía y gritaba: «Euan, euan, eu-oi-oi-oi».

—¿Están jugando, Aslan? —gritó el joven.

Y al parecer así era; pero casi todos parecían tener ideas distintas sobre a qué se jugaba. Tal vez fuera a «pilla… pilla», pero Lucy no llegó a descubrir quién «pillaba» a quién. Se parecía a la «gallinita ciega», sólo que todo el mundo se comportaba como si llevara puesta la venda; tampoco era muy distinto de «frío y caliente», pero nunca apareció lo que se tenía que buscar.

Lo que lo complicó aún más fue que el hombre montado en el asno, que era viejo y terriblemente gordo, empezó a gritar entonces: «¡Refrigerios! ¡Es la hora del refrigerio! », y se cayó del asno para ser izado de vuelta a él por los demás, en tanto que el asno parecía tener la impresión de que todo aquello era un circo e intentaba alardear de su capacidad para andar sobre los cuartos traseros. Y cada vez había más hojas de parra por todas partes.

Y pronto no eran sólo hojas sino también parras, que se encaramaban por doquier. Ascendían por las piernas de las personas-árboles y se enroscaban a sus cuellos. Lucy alzó las manos para echarse hacia atrás los cabellos y descubrió que empujaba ramas de vid.

El asno era una masa de ellas; tenía la cola totalmente envuelta en ellas y algo oscuro se balanceaba entre sus orejas. La niña volvió a mirar y vio que se trataba de un racimo de uvas. Después de aquello todo fueron uvas: arriba, en el suelo y por todas partes.

—¡Refrigerios! ¡Refrigerios! —rugía el anciano.

Todo el mundo empezó a comer, y sean como sean los invernaderos de tu país, jamás habrás saboreado uvas semejantes. Uvas realmente buenas, firmes y tersas por fuera, pero que estallaban en una fresca dulzura cuando te las llevabas a la boca, eran una de las cosas que las niñas jamás se habrían cansado de comer.

Allí había más de las que uno podría desear, y no había que guardar las formas. Por todas partes se veían dedos manchados y pegajosos y, aunque las bocas estaban llenas, las risas no cesaban ni tampoco los agudos gritos de «Euan, euan, eu-oi-oi-oi», hasta que, repentinamente, todos sintieron al mismo tiempo que el juego —fuera el que fuera— y la fiesta tenían que finalizar, y todos se dejaron caer pesadamente al suelo sin aliento y volvieron el rostro hacia Aslan para escuchar lo que tuviera que decir a continuación.

En aquel momento el sol empezaba a salir y Lucy recordó algo y susurró a Susan.

—¿Sabes, Su? Sé quiénes son.

—¿Quiénes?

—El muchacho del rostro salvaje es Baco y el anciano que monta el asno es Sileno. ¿No recuerdas que el señor Tumnus nos habló de ellos hace tiempo?

—Sí, claro. Pero oye, Lu…

—¿Qué?

—No me habría sentido segura con Baco y todas sus alocadas chicas si nos los hubiéramos encontrado sin estar Aslan con nosotras.

—Creo que yo tampoco —repuso su hermana.

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